CAPÍTULO XII
A poco más de mil kilómetros al suroeste de Teherán, la carga del Rikomaru, el petrolero japonés de cincuenta mil toneladas, estaba casi terminada. El Golfo aparecía bien iluminado por la luna, la noche era tibia y muy estrellada y Scragger había aceptado acudir a bordo junto con De Plessev para cenar en compañía de Yoshi Kasigi. En aquellos momentos, los tres se hallaban con el capitán en el puente. La cubierta, profusamente iluminada, les permitía observar a los marineros de cubierta japoneses y al ingeniero jefe cerca de la inmensa tubería de admisión que pasaba sobre la borda hasta el conjunto de válvulas de la gabarra de carga de petróleo, permanentemente anclada, flotando al costado del petrolero, y también iluminada con focos.
Se encontraban a unos doscientos metros de la plana isla de Siri. El petrolero estaba perfectamente anclado, con sus dos cadenas de proa fuertemente sujetas a unas boyas situadas delante de sí y con dos anclas a popa. El crudo era bombeado desde los tanques de almacenaje en la playa a través de un oleoducto situado en los fondos marinos, subía hasta la gabarra y desde ella, a través de su propio sistema de tuberías, llegaba a los tanques del petrolero. Las operaciones de carga y descarga eran siempre peligrosas, a causa de los gases volátiles altamente explosivos que se generaban en los tanques en los espacios vacíos que quedaban sobre el crudo, siendo los tanques sin carga todavía más peligrosos hasta que eran lavados. En los tanques más modernos, para una mayor seguridad, el nitrógeno, un gas inerte, era bombeado a un espacio vacío en cada tanque para que fuese expelido luego a voluntad. El Rikwuaru no llevaba ese equipamiento.
—Cerrad esa válvula —oyeron cómo gritaba el ingeniero jefe a los hombres que se encontraban en la gabarra. Luego, se volvió hacia el puente e hizo la señal de luz verde el capitán—. ¿Permiso para hacernos a la mar lo más pronto que podamos? —preguntó a Kasigi en japonés.
El capitán era un hombre delgado, de rostro enjuto, que vestía una camisa almidonada y shorts, con calcetines y zapatos blancos, charreteras y una gorra con visera, tipo marino.
—Sí, capitán Moriyama. ¿Cuánto tiempo necesitará?
—Dos horas todo lo más... lo que tardemos en recoger todo y soltar las cadenas de popa, amarradas a boyas fijas, y sujetarlas a las anclas del barco.
—Bien —dijo Kasigi. Después, se dirigió en inglés a De Plessey y Scragger—. Ya está todo cargado y dispuesto para zarpar. Unas dos horas más y nos hallaremos navegando.
—Excelente —dijo De Plessey, igualmente aliviado—. Ahora, vamos a tomarnos un respiro.
La operación se había desarrollado a la perfección. Se había reforzado la seguridad en toda la isla así como en el petrolero. Todo cuanto tenía que revisarse se había revisado. Sólo se había permitido subir a bordo a tres iraníes realmente esenciales, cada uno de los cuales había sido sometido a un minucioso registro previo, y siendo cuidadosamente vigilado cada uno por un miembro de la tripulación japonesa. No existían indicios de actitudes hostiles en ninguno de los demás iraníes que se encontraban en la playa. Se habían registrado cuidadosamente todos aquellos lugares en los que pudieran esconderse explosivos o armas.
—Tal vez el pobre muchacho de Siri Uno estuviera equivocado, Scrag, mon ami.
—Tal vez —repuso Scragger—. De todas maneras, amigo, yo creo que el joven Abdollah Turik fue asesinado. Nadie se produce semejantes mutilaciones en la cara y los ojos al caer desde una plataforma a una mar en calma. Pobre muchacho.
—Los tiburones, capitán Scragger —alegó Kisigi igualmente inquieto—. Los tiburones podían haberle causado esas heridas.
—Eso es cierto. Pero apostaría mi vida a que ha sido a causa de lo que me contó.
—Espero que esté equivocado.
—Apuesto a que jamás sabremos la verdad —dijo Scragger con expresión triste—. ¿Cómo era esa palabra, Mr. Kasigi? Karma. El karma de ese pobre chico fue breve y nada venturoso.
Los otros asintieron. Observaron en silencio cómo separaban al buque del cordón umbilical de la gabarra.
Scragger se situó para ver mejor a un lado del puente. A la luz de nuevos focos, los trabajadores estaban desenroscando laboriosamente la tubería de treinta centímetros del complejo de válvulas de la gabarra. Eran seis hombres los que estaban trabajando en ello. Dos miembros de la tripulación japonesa, tres iraníes y un ingeniero francés. Ante él se extendía la inmensa y lisa cubierta y en el centro de ella se encontraba su «206». Se había posado allí siguiendo la sugerencía de De Plessey y con el permiso de Kasigi.
—Te llevaré de nuevo a Siri o a Lengeh, como tú quieras, Beaut —había dicho Scragger al francés.
—Yoshi Kasigi ha sugerido que nos quedemos los dos esta noche, Scrag, y nos vayamos por la mañana. Supondrá un cambio para ti. Podemos salir de madrugada y regresar a Lengh. Sube a bordo. Te lo agradecería.
De manera que, al ponerse el sol, había aterrizado en el petrolero, sin saber siquiera por qué había aceptado aquella invitación, pero tenía un pacto con Kasigi y debía hacer honor a él. También se sentía terriblemente responsable por la muerte del joven Abdollah Turik. La vista de los restos del muchacho le habían causado una profunda impresión, despertando en él el deseo de permanecer en Siri hasta que el petrolero zarpara. De modo que allí estaba, intentando comportarse como un buen invitado, mostrándose casi de acuerdo, aunque sin convicción, con la teoría de De Plessey de que quizá, después de todo, la muerte del joven no fuese más que una coincidencia y que las precauciones de seguridad que habían tomado harían fracasar cualquier intento de sabotaje.
Desde que el día anterior empezaran con las operaciones de carga, todos habían estado en extremo nerviosos. Y esa noche aún más. Las noticias de la «BBC» habían sido pésimas, informando de enfrentamientos cada vez más violentos en Teherán, Meshed y Qotn. Para empeorado, tenían el informe de McIver que Ayre había transmitido cautelosamente en francés desde Kowiss..., noticias sobre la creciente intervención en el Aeropuerto Internacional de Teherán, el posible golpe de Estado y Kyabi. El asesinato de este también había sobresaltado a De Plessey. Y todo ello, junto a la continua marea de rumores y desmentidos entre los iraníes, dio un tono sombrío a la velada. Rumores de una inminente intervención militar de Estados Unidos, de una inminente intervención soviética, de los intentos de asesinato de Jomeinv, de su primer ministro Bazargan, de Bajtiar, el Primer Ministro legítimo, del embajador americano. Rumores de que aquella noche iba a tener lugar el golpe militar en Teherán, de que Jomeiny ya había sido detenido, de que todas las fuerzas armadas habían capitulado de que Jomeiny gobernaba Irán de facto y que el general Nassiri, jefe de SAVAK, había sido capturado, juzgado y fusilado.
—Todos estos rumores no pueden ser ciertos —observó Kasigi—. Y no hay nada que podamos hacer salvo esperar.
Había sido un anfitrión perfecto. Los manjares, en su totalidad, fueron japoneses. Incluso la cerveza. Scragger había tratado de disimular su desagrado ante las hors d'ouere de sushi, pero disfrutó enormemente con el pollo asado acompañado de una sabrosa salsa dulce, el arroz y las gambas y hortalizas bien fritas, en mantequilla.
—¿Otra cerveza, capitán Scragger? —le ofreció Kasigi.
—No, gracias. Una es lo más que me permito, aunque reconozco que es buena. Quizá no tanto como la «Foster's» pero se le acerca mucho. De Plessey sonrió.
—Ése sí que es un verdadero cumplido. Mr. Kasigi. Que un australiano diga que una cerveza se parece mucho a la «Foster's» es una gran alabanza.
—Sí, lo sé, Mr. De Plessey. Y entre nosotros, yo prefiero la «Foster's». —¿Pasa mucho tiempo allí? —le preguntó Scragger.
—Sí, claro —dijo Kasigi—. Australia es uno de los principales proveedores de Japón de todo tipo de materias primas. Mi compañía tiene inmensos buques de carga para el transporte de carbón, mineral de hierro, trigo, arroz, semillas de soja. Importamos enormes cantidades de su arroz, aunque gran parte de él se dedica a la fabricación de nuestra bebida nacional, el sake. ¿Lo ha probado alguna vez, capitán?
—Sí, en una ocasión. Pero el vino caliente..., el sake, no es de mi gusto.
—Estoy de acuerdo —asintió De Plessey, apresurándose luego a añadir—: salvo en invierno, como el ponche caliente. ¿Decía de Australia...?
—Me gusta mucho el país. Además, mi hijo mayor estudia en la Universidad de Sidney, así que lo visitamos de vez en cuando, Es una tierra maravillosa..., tan vasta, tan rica, tan despoblada.
«Sí —se dijo Scragger ceñudo—. Quieres decir, tan despoblada a la espera de que tus millones de hormigas trabajadoras la llenen. Gracias a Dios, nos separan algunos miles de kilómetros y Estados Unidos jamás permitirían que nos invadieseis.»
—¡Tonterías! —le había dicho McIver en cierta ocasión durante una discusión amistosa cuando él, McIver y Pettikin estuvieron en Singapur con una semana de permiso dos años antes. Si, en un momento dado, Japón eligiera la ocasión propicia, por ejemplo, cuando Estados Unidos estuviesen enzarzados con la Unión Soviética, no se encontrarían en situación de ayudar a Australia. Creo que harían un trato y.....
—A Dirty Duncan se le han aflojado los tornillos, Charlie —había dicho Scragger.
—Tienes razón —asintió Pettikin—. Sólo quiere pincharte, Scrag.
—No, de ninguna manera. Vuestro verdadero protector es China. Pase lo que pase, China estará ahí siempre. Y sólo China se encontrará en situación de detener a Japón si éste, alguna vez llegara a ser lo bastante fuerte y combativo para avanzar hacia el sur. Santo Cielo, Australia es el Gran Premio de todo el Pacífico, el cofre de los tesoros del Pacífico, pero eso no le preocupa a ninguno de vuestros pobres diablos, ellos no se molestan en preparar planes o en poner a trabajar sus cabezotas. Todo lo que les importa a esos condenados son tres días libres a la semana, con salarios más altos a cambio de menos horas de trabajo, condenadas escuelas gratis, condenada asistencia médica gratis, bienestar libre y dejar que algunos otros estúpidos se ocupen de la Defensa... ¡Sois peores que la pobre y condenada vieja Inglaterra que no tiene nada! El auténtico tes...
—Tenéis el petróleo del mar del Norte. Si eso no es una endiablada suerte yo...
—La verdadera dificultad estriba en que vuestros condenados imbéciles antípodas son incapaces de distinguir el culo de un boquete en la pared.
—¡Siéntate, Scrag! —le advirtió Pettikin—. Estuviste de acuerdo en que no habría peleas. Ninguna. Si intentas sacudir a Mac cuando no está «alegre», acabarás en el sumidero. Puede que tenga la presión alta.... pero sigue siendo cinturón negro,
—¿Yo sacudir a Dirty Duncan? Debes estar bromeando, amigo, yo no me ensaño con viejos tontos...
Scragger sonrió para sí, recordando la juerga que acababa con todas las discusiones. «Singapur es un buen lugar», se dijo, volviendo su atención al barco, sintiéndose mejor, bien alimentado y muy contento de que la carga hubiera terminado.
La noche era fantástica. Sobre su cabeza vio las parpadeantes luces de navegación de un avión en dirección. Oeste y por un momento se preguntó dónde se dispondría a aterrizar, a qué línea aérea pertenecería y cuantos pasajeros llevaría a bordo. Su visión nocturna era excelente y pudo observar que los hombres de la gabarra casi habían terminado de desenroscar la tubería. Una vez izada a bordo, el buque podría zarpar. De madrugada, el Rikomaru se encontraría en el estrecho de Ormuz y entonces él despegaría y regresaría a casa, en Lengeh, junto con De Plessey.
Pero entonces con su penetrante vista distinguió a unos hombres alejarse corriendo del empalme de bombeo pobremente iluminado, justo a la orilla de la playa. Centró su atención en ellos.
Se produjo una pequeña explosión, seguida de una llamarada al prenderse el petróleo. Todos cuantos se encontraban a bordo lo vieron horrorizados. Las llamas empezaron a extenderse y, desde la playa, les llegaron gritos en persa y francés. Los hombres salían corriendo de los barracones y de la zona en la que los tanques de almacenaje encontraban. En la oscuridad, hubo un súbito destello de ametralladora y a continuación, el siniestro y seco tableteo. A traves del sistema de altavoces del petrolero se escuchó la voz del capitán hablando en japonés.
—¡Accionad los surtidores!
Los hombres que trabajaban en la gabarra redoblaron al punto sus esfuerzos, aterrados ante la posibilidad de que el fuego se propagara por dentro de la tubería hasta la gabarra haciendo que esta saltase por los aires. Tan pronto como la boca se desprendió de la válvula, los iraníes pasaron presurosos a su pequeña lancha ligera se alejaron veloces, terminado su trabajo. El ingeniero frances y los marineros japoneses se precipitaron hacia la plancha, mientras la cubierta del petrolero empezaba a cobrar vida al tirar de la tubería pausa subirla a bordo.
Debajo de las cubiertas, la tripulación se había, situado en posiciones de emergencia, unos en la sala de máquinas, otros en el puente y el resto en las principales pasarelas. Momentáneamente, los tres iraníes que vigilaban el caudal de petróleo en diversas partes del truque quedaron solos. Corrieron presurosos a cubierta.
Uno de ellos, Saiid, simuló que tropezaba y cayó cerca del tubo de entrada del tanque principal. Una vez seguro de que nadie lo observaba, se abrió los pantalones rápidamente y sacó un pequeño artefacto explosivo de plástico que les había pasado inadvertido a quienes le registraron al subir a bordo. Lo llevaba adherido a la parte superior de la cara interna del muslo. Presuroso, activó el detonador químico, que tardaría en explotar alrededor de una hora, introdujo el artefacto por detrás de la válvula principal y corrió hacia la pasarela. Al llegar a la cubierta, descubrió, aterrado, que los hombres de la gabarra no habían esperado y que la lancha se hallaba casi a la orilla de la playa. Los otros dos iraníes estaban parloteando excitados, igualmente furiosos de que los hubieran dejado a bordo. Ninguno de los dos era miembro de su célula izquierdista.
En la playa, el petróleo derramado ardía sin control, pero habían cerrado el suministro dejando así aislada la rotura. Tres hombres, uno francés y los otros dos iraníes, habían sufrido quemaduras graves, El camión de bomberos móvil arrojaba incesantemente agua de mar sobre las llamas, bombeándolas del Golfo. No soplaba viento y el negro y sofocante humo hacia más difíciles las operaciones de extinción.
—Echad espuma sobre él —gritó Legrande, el gerente francés, casi fuera de sí de ira, intentaba poner orden, pero todo el mundo iba de un lado para otro bajo los focos, sin saber qué hacer—. Reúne a todos, Jacques, y contemos las cabezas. Lo más rápidamente que puedas.
El total de efectivos en la isla estaba compuesto por siete franceses y treinta iraníes. Los tres hombres de Seguridad desaparecieron en la oscuridad, desarmados, salvo por unas cachiporras que habían hecho apresuradamente, sin saber qué otro acto de sabotaje podían esperar o por parte de quién.
—Monsieur! —El médico iraní hacía señas a Legrance para que se acercara.
Bajó por la playa hacia el conjunto de tuberías y válvulas que unían los tanques con la gabarra. El medico se encontraba arrodillado junto a dos de los hombres que habían sufrido quemaduras y que yacían sobre una lona, inconscientes y bajo los efectos de una conmoción. Uno de ellos tenía el cabello completamente chamuscado y sufría quemaduras graves en toda la cara; el otro había resultado con numerosas salpicaduras de petróleo en la explosión inicial, prendiéndose instantáneamente sus ropas y causándole gravísimas quemaduras en casi toda la parte delantera del cuerpo.
—!Madonna! —musitó Legrande santiguándose al ver la piel terriblemente quemada de aquel hombre, reconociendo apenas a su capataz iraní.
Algo más allá, uno de sus ingenieros franceses se encontraba sentado y encorvado, quejándose en voz baja. Tenía quemaduras en brazos y manos. Mientras se quejaba, no dejaba de soltar palabrotas.
—Te llevaré al hospital tan pronto como pueda, Paul,
—Encuentra a esos hijos de puta y pégales fuego —gruñó el ingeniero. Luego, volvió a concentrarse en su dolor.
—Claro —dijo Legrande impotente. Después, se volvió hacia el médico—. Haga lo que pueda. Yo voy a llamar un CASEVA.
Se alejó presuroso de la orilla en dirección a la sala de radio que se encontraba en uno de los barracones, intentando ajustar su vista a la oscuridad. Entonces, observó cómo dos hombres, en el lugar más alejado de la minúscula pista de aterrizaje, subían corriendo por la pista hacia los ligeros riscos. «Apuesto a que esos bastardos tienen una embarcación ahí» se dijo. Luego, casi enloquecido por la furia, les gritó en la noche:
—¡Bastardossss!
Al producirse la primera explosión, De Plessey se precipitó hacia la radio, situada en el puente, la cual comunicaba el buque con la playa.
—¿Han encontrado la ametralladora? —preguntó en francés al subgerente de la base. Detrás de él, Scragger, Kasigi y el capitán se encontraban igualmente sombríos. Las luces del puente habían sido atenuadas. La luna estaba alta y brillaba con fuerza.
—No, m'sieur. Después del primer disparo, los atacantes han desaparecido.
—¿Qué hay de los daños en el sistema de bombeo?
—No lo sé. Estoy esperando a que... ¡Ah!, un momento. Ahora llega m'sieur Legrande.
Al cabo de un momento, se oyó hablar también en francés.
—Legrande al habla. Tres sufren de quemaduras, dos de ellos, iraníes, muy graves, y el otro es Paul Beaulic, manos y brazos... Pedid un CASEVAC inmediatamente. He visto a un par de hombres corriendo hacia la cala..., probablemente se trate de los saboteadores y es de presumir que tengan allí una embarcación. Estamos reuniendo a todo el mundo para comprobar quiénes faltan,
—Sí, que sea de inmediato. ¿Qué hay de los daños?
—No demasiado grandes. Con suerte quedarán arreglados en el plazo de una semana..., quizá para cuando llegue el próximo petrolero.
—Bajaré a tierra tan pronto como me sea posible. ¡Espere un momento! —De Plessey se volvió hacia los otros y les repitió lo que Legrande había dicho.
Scragger se ofreció al punto.
—Yo me ocuparé del CASAVAC. No es necesario que llames a nadie.
—Suban a bordo a los heridos —dijo Kasigi a su vez—, disponemos de enfermería y de un médico, muy hábil, por cierto, sobre todo en lo que a quemaduras se refiere.
—Formidable por su parte —dijo Scragger y se alejó rápidamente,
—Nosotros nos ocuparemos del CASEVAC —dijo De Plessey al micrófono—. Colocad a los hombres en camillas. El capitán Scragger los traerá a bordo. Aquí hay un médico.
Un joven oficial de puente japonés se acercó al capitán y le murmuró unas breves palabras. Éste sacudió la cabeza y contestó brevemente, con energía. Después, habló en inglés con De Plessey.
—Los tres iraníes que quedaron a bordo al irse la gabarra quieren que se les lleve a tierra inmediatamente. Les he dicho que esperen.
Luego, llamó a la sala de motores para que se prepararan a hacer sitio.
Kasigi contemplaba la isla. Y también los tanques que había en ella. «Necesito ese petróleo —se dijo— y necesito la isla segura. Pero no lo es y nada puedo hacer para que lo sea.»
—Bajo a tierra —dijo a De Plessey alejándose.
Scragger se encontraba ya junto al «206», quitando el seguro a las portezuelas traseras.
—¿Qué haces, Scrag? —preguntó De Plessey acercándose a él.
—Puedo colocar la camilla en el asiento de atrás y amarrada para que permanezca segura. Será mucho más rápido que aparejar un transportador desde fuera.
—Iré contigo.
—Arriba pues. —Se volvieron al oír ruido a sus espaldas. Los tres iraníes habían llegado corriendo y todos hablaban a la vez. Resultaba evidente que querían ir a tierra en el helicóptero.
—¿Nos los llevamos, Scrag?
Scragger estaba ya instalado en el asiento del piloto, las manos ya sobre las clavijas.
—Ni hablar. Tú eres una emergencia, ellos no. Arriba, amigo. —Indicó el asiento de la derecha y luego hizo señas a los iraníes de que se alejaran—. 'Yak aja/eh datara. No, tengo prisa —dijo recurriendo a una de las pocas frases que conocía del farsi.
Dos de ellos se alejaron obedientemente. El tercero, Saiid, se deslizó hasta el asiento trasero y empezó a abrocharse el cinturón. Scragger hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que bajara. El hombre hizo caso omiso y empezó a hablar con rapidez, forzando una sonrisa y señalando hacia la playa.
Scragger le hizo señas, impaciente, de que bajara, con un dedo ya sobre el botón para poner el motor en marcha. Se escuchó al punto el silbido. De nuevo, el hombre se negó a bajar, señalando ya furioso hacia la playa, su voz ahogada por el ruido del motor. Por un momento, Scragger pensó: «Está bien. ¿Por qué no?» Entonces, observó el sudor que le caía por la cara a aquel individuo y su mono empapado también de sudor y le pareció oler su miedo.
—¡Fuera! —ordenó, observando su reacción atentamente.
Sahid no le prestaba la menor atención. Sobre sus cabezas, las palas giraban lentamente, tomando velocidad.
—Déjale quedarse —le gritó De Plessey por encima del ruido—. Hemos de darnos prisa.
Bruscamente, Scragger paró el motor y con un gran vigor tratándose de un hombre pequeño, desabrochó el cinturón de Sahid y empujó al hombre, casi inconsciente, a la cubierta, antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Luego, haciendo bocina con las manos, gritó en dirección al puente.
—¡Eh, los de ahí arriba! ¡Kasigi! Este tipo está condenadamente ansioso por llegar a la playa... ¿No estuvo bajo cubierta?
Sin esperar contestación, subió a la carlinga de nuevo y puso el motor en marcha.
De Plessey lo observaba en silencio.
—¿Qué viste en ese hombre? —preguntó finalmente.
Scragger se encogió de hombros. Antes siquiera de que el motor hubiera adquirido toda su potencia, los marineros habían agarrado al hombre y a los otros dos y los conducían al puente.
El «206» se dirigió hacia la playa como una flecha.
Los dos hombres heridos se encontraban en las camillas. Rápidamente se colocó una camilla libre a través del asiento trasero y sujeta a ella la primera de las camillas. Scragger ayudó al francés herido, que ya tenía vendados los brazos y las manos, a instalarse en el asiento junto a él, y luego, tratando de eludir el hedor, se alzó en el aire y regresó al petrolero, posándose en él suavemente. El doctor y los enfermeros les estaban esperando con el plasma preparado y con una jeringuilla de morfina también
En cuestión de segundos, Scragger salió disparado de nuevo. Momentos después, la segunda camilla quedaba instalada en el helicóptero que de nuevo estuvo en el aire, aterrizando finalmente con la mis ma suavidad. Una vez más, el médico los estaba esperando con la jeringuilla preparada y, de nuevo, encorvándose, corrió hacia la camilla bajo las palas giratorias. En esa ocasión no hubo que utilizarla.
—¡Ah! Lo siento —dijo en un inglés vacilante—. Este hombre está muerto.
Bajando la cabeza una vez más, corrió presuroso a la enrfermería. Los sanitarios retiraron el cuerpo.
Cuando Scragger hubo parado el motor y asegurado todo a conciencia, se acercó a la borda del barco y vomitó violentamente. Desde que viera, oyera y oliera a. un piloto en un biplano ardiendo que se había estrellado, año tras año le había atormentado el terror constante de volver a encontrarse en las mismas circunstancias. Jamás había sido capaz de soportar el olor del cabello y la carne humanos abrasados.
Al cabo de unos momentos, se limpió la boca, aspiró profundamente el aire limpio y bendijo su suerte, Por tres veces le habían disparado derribándole, dos de ellas en llamas, pero en las tres ocasiones había logrado salir ileso. Cuatro veces hubo de volar para salvar a sus pasajeros y a sí mismo, dos de ellas en la selva y entre los árboles y una con el motor incendiado.
—Pero mi nombre no estaba en la lista —murmuró—. Al menos en esas ocasiones.
Oyó pasos que se acercaban. Volvióse y vio a Kasigi que atravesaba la cubierta en su dirección con una helada botella de cerveza «Kirin» en cada mano.
—Por favor, perdóneme; pero tome esto —dijo Kasigi con gravedad, alargándole la cerveza—. Las quemaduras me producen el mismo efecto. Yo también me he puesto enfermo. Bajé..., bajé al consultorio para ver cómo estaban los heridos y..., y me sentí muy mal.
Scragger, agradecido, bebió. El líquido frío, con el sabor a lúpulo y las burbujas cosquilleantes mientras bebía, le reconfortó grandemente.
—Santo Cielo, qué bien sienta. Gracias, amigo. —Y después de haberlo dicho una vez, le resultó mucho más fácil repetirlo—. Gracias, amigo.
Kasigi lo oyó las dos veces, considerándolo como una gran victoria. Ambos vieron a un marinero que se dirigía presuroso hacia ellos con un mensaje en la mano. Se lo entregó a Kasigi quien, acercándose a la luz más próxima se puso los lentes y le echó un vistazo. Scragger le oyó aspirar con fuerza y observó su palidez.
—¿Malas noticias?
—Só... sólo..., sólo problemas —murmuró Kasigi al cabo de una pausa.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?
Kasigi no contestó. Scragger esperó. Podía ver reflejado en los ojos de aquel hombre, aunque no en su rostro, el torbellino en que se debatía y estaba seguro de que Kasigi trataba de decidir sin hablarle de ello.
—No lo creo —dijo finalmente el japonés—. Es... Se refiere a nuestra fábrica petroquímica de Bandar Delam.
—¿La que está construyendo Japón? ¡Eso sí que es una fábrica!
Al igual que casi todos en el Golfo, Scragger tenía conocimiento de aquel inmenso esfuerzo, por un valor de tres mil millones y medio de dólares que, una vez llevado a cabo, se convertiría, con toda seguridad, en el mayor complejo petroquímico de Asia Menor y el Oriente Medio, con una fábrica produciendo 300.000 toneladas de etileno como eje principal.
—Sí, pero la está construyendo la industria privada japonesa, no el Gobierno japonés —dijo Kasigi—. La fábrica «Iran-Toda» es de financiación privada.
—¡Ah! —exclamó Scragger, y entonces vio claramente la conexión—. «Toda Shipping», «Iran Toda», ¿son la misma compañía?
—Sí, pero nosotros sólo somos una parte del sindicato japonés que aportó el dinero y el asesoramiento técnico al Sha..., a Irán —se corrigió Kasigi. «Que todos los dioses, grandes y pequeños, maldigan a este país, maldigan a todos los que lo forman, maldigan al Sha por crear todas esas crisis del petróleo, maldigan a la OPEP y maldigan a todos esos fanáticos bastardos y embusteros que viven aquí.» Miró de nuevo el mensaje y comprobó con satisfacción que la mano no le temblaba. Estaba redactado en la clave privada de su presidente, Hiro Toda:
URGENTE. A causa de la continua y absoluta intransigencia iraní, he tenido que ordenar, finalmente, el cese de la construcción en Bandar Delam. El actual costo excede el total de 500 millones de dólares y probablemente alcanzará los mil millones antes de que podamos iniciar la producción. Los pagos actuales por intereses son de 495.000 dólares diarios. Debido a la indigna presión secreta de «Broken Sword», nuestro «Plan de Contingencia 4» ha sido rechazado. Trasládese urgentemente a Bandar Delam y presénteme su informe personal. El Ingeniero Jefe Director Batanabe lo espera. Le ruego acuse recibo.
«Es imposible que yo vaya allí —pensó Kasigi alicaído—. Y si rechazan el "Plan 4" estamos arruinados.»
El «Plan de Contingencia 4» preveía que Hiro Toda se pusiera en contacto con el Gobierno japonés para solicitar préstamos a bajo interés que absorbieran el déficit y, al mismo tiempo, pedir, discretamente, al Primer Ministro que declarase el complejo «Iran-Toda», en Bandar Delam, «Proyecto Nacional». Ello significaría que el Gobierno aceptaba oficialmente la naturaleza vital del proyecto y que se ocuparía de que fuese terminado. «Broken Sword» era el nombre en clave del enemigo personal de Hiro Toda y también su primer competidor. Hideyoshi Ishida, que capitaneaba aquel grupo, inmensamente poderoso, de compañías mercantiles, bajo la denominación general de «Mitsuwari».
En su fuero interno, Kasigi deseaba que todos los dioses maldijeran a Ishida, aquel embustero y envidioso hijo de ladilla, al tiempo que decía:
—Mi compañía es sólo una de tantas del Sindicato.
—En una ocasión volé sobre su fábrica, al salir de nuestra base en Abadán —dijo Scragger—. Realizaba un servicio de transbordador con un «212». ¿Tiene dificultades allí?
—Algunas temporales... —Kasigi calló y se lo quedó mirando. Las piezas de un plan empezaron a encajar—. Algunos problemas temporales..., importantes pero temporales. Como ya sabe, hemos tenido nuestra buena cuota de problemas desde el principio, aunque ninguno nos sea imputable. El primero fue en febrero del 71, cuando veintitrés de los productores de petróleo firmaron el acuerdo sobre precios de la OPEP, formaron su cártel y doblaron el precio hasta 2,16 dólares..., luego, en el 73 estalló la guerra de Yom Kipur y la OPEP suspendió los embarques a Estados Unidos y subió el precio hasta 5,12 dólares. Después, vino la catástrofe del 74 cuando la OPEP reanudó los embarques, pero aumentando el precio de nuevo más del doble, a 10,95 dólares y comenzó la recesión mundial. Jamás sabremos por qué los Estados Unidos permitieron a la OPEP hundir la economía mundial cuando sólo ellos tenían el poder de aplastarla. Baka! Y ahora todos nos encontramos perpetuamente empeñados con la OPEP, mientras que Irán, nuestro principal proveedor, es víctima de una revolución, el petróleo está casi a 20 dólares el barril y hemos de pagarlos, tenemos que hacerlo. —Descargó el puño sobre la borda y luego abrió la mano, disgustado por su falta de control—. En cuanto a «Iran-Toda» —dijo obligándose a recuperar la calma exterior—, en años recientes nos ha resultado muy difícil tratar con los iraníes, como a todos los demás. —Indicó el mensaje—. Mi presidente me ha pedido que me desplace a Bandar Delam.
Scragger emitió un silbido.
—Eso va a ser condenadamente... difícil.
—Sí.
—¿Es importante?
—Sí. Sí lo es.
Kasigi dejó la cuestión en el aire, seguro de que Scragger sugeriría la solución. En la playa, la tierra, empapada de petróleo alrededor del complejo de la válvula saboteada, seguía ardiendo con fuerza. El camión contra incendios lanzaba espuma. Podían ver a De Plessey cerca de él, hablando con Legrande.
—Oiga, amigo. Usted es un cliente importante de De Plessey, ¿no? Él puede organizar un viaje para usted. Tenemos un «206» disponible. Si él está de acuerdo, todos los aparatos han sido contratados para la «IranOil», pero, en realidad, lo están por él, acaso pudiéramos obtener permiso del control de tráfico aéreo para llevarle a usted costa arriba.., o si usted puede lograr la autorización de Inmigración y Aduanas en Lengeh, tal vez nos fuese posible trasladarle a Dubai o a Al Shagaz a través del Golfo. Desde allí, podría coger un vuelo para Abadan o Bandar Delam. De cualquier manera, quizá nos deje darle el primer impulso, amigo.
—¿Cree que lo haría?
—¿Por qué no? Usted es importante para él.
Kasigi reflexionaba. «Claro, somos muy importantes para él y lo sabe. Pero jamás olvidaré esa inicua prima de 2 dólares por barril.»
—Lo siento, ¿qué me decía?
—Le preguntaba que, en definitiva, cuál fue la causa que les impulsó a comenzar el proyecto. Les queda muy lejos de casa y sólo podía crearles dificultades. ¿Qué les hizo comenzarlo?
—Un sueño. —A Kasigi le hubiera gustado fumarse un cigarrillo, pero sólo se permitía hacerlo en determinadas zonas a prueba de incendios—. Hace once años, en 1968, un hombre llamado Banjiro Kayama, un ingeniero veterano que trabajaba para mi compañía y estaba emparentado con nuestro presidente, Hiro Toda, recorría en coche los campos petrolíferos en los alrededores de Abadán. Era su primera visita a Irán y allá adonde iba veía surgir chorros de gas natural. De pronto, se le ocurrió una idea: ¿por qué no podemos convertir ese gas desperdiciado en productos petroquímicos? Tenemos la tecnología, la experiencia y nos hallamos dispuestos a establecer proyectos a largo plazo. ¡La pericia y el dinero japoneses empleados en las materias primas iraníes desaprovechadas por el momento! Una idea brillante, única..., y, una vez más, la primera. Costó tres años la planificación de su viabilidad, un período muy largo, aun cuando competidores envidiosos afirmasen que íbamos demasiado de prisa, al tiempo que intentaban robarnos las ideas y envenenar a otros en contra nuestra. Pero el plan «Toda» siguió adelante perfectamente y se obtuvieron los tres millones y medio. Claro que sólo somos una parte del «Sindicato Gyokotomo-Mitsuwari-Toda», pero los buques «Toda» transportarán desde Japón la cuota de aquellos productos que nuestras industrias necesitan desesperadamente. «Si es que alguna vez llegamos a acabar el complejo», se dijo asqueado.
—¿Y ahora el sueño se ha convertido en pesadilla? —preguntó Scragger—. Me parece haber oído... ¿No informaron que el proyecto empezaba a escasear de fondos?
—Los enemigos suelen difundir todo tipo de rumores. —Por encima del constante zumbido de los generadores del buque, llegó a sus oídos el comienzo de un alarido que había estado esperando..., sorprendiéndose de que hubiera tardado tanto en llegar—. ¿Querrá ayudarme cuando De Plessey suba a bordo?
—Encantado. Es precisamente el hombre que pue... Scragger calló. De nuevo, pareció oírse un grito.
—Las quemaduras deben ser terriblemente dolorosas.
Kasigi asintió.
Otra llamarada en la playa llamó su atención. Observaron a los hombres que trabajaban allí. El fuego parecía ya casi dominado. Otro alarido. Kasigi no le prestó atención, con la mente fija en Bandar Delam y la respuesta que había de enviar inmediatamente a Hiro Toda. «Si alguien es capaz de resolver nuestro problema ése es Hiro Toda. Tiene que resolverlo..., de no ser así, estoy arruinado, su fracaso será el mío también.»
—¡Kasigi-san! —Era el capitán que le llamaba desde el puente.
—¿Hai?
Scragger prestó atención al torrente de palabras japonesas del capitán, cuyo sonido no resultó muy agradable a sus oídos. Kasigi pareció sobresaltarse.
—Domo —gritó a su vez, luego hizo ademán a Scragger de que lo siguiera, olvidado todo lo demás—. ¡Venga! —Corrió delante en dirección a la pasarela—. El iraní..., ¿lo recuerda? ¿El que usted arrojó del helicóptero? Es un saboteador y ha colocado un mecanismo explosivo abajo.
Scragger atravesó la escotilla siguiendo a Kasigi; bajando la pasarela de dos en dos, recorrieron precipitadamente el corredor. Descendieron a otra cubierta, luego a otra, y recordó los gritos. «Me pareció que venían del puente y no de abajo —se dijo—. ¿Qué le habrán hecho?»
Ambos llegaron junto al capitán y su ingeniero jefe. Dos furiosos marineros empujaban delante de ellos, arrastrándole a veces, al aterrado Sahid. Las lágrimas le caían por el rostro y farfullaba de forma incoherente mientras se sujetaba los pantalones con una mano. Se detuvo, temblando y quejándose, y señaló la válvula. El capitán se puso en cuclillas y, con extremo cuidado, alargó la mano hasta alcanzar la parte de atrás de la inmensa válvula. Después, se puso de nuevo en pie. El explosivo le cubría la palma de la mano. El artefacto de relojería era químico, una ampolla encastrada en él y fuertemente asegurada.
—Desconéctalo —dijo furioso el capitán en farsi vacilante, al tiempo que se lo alargaba al hombre el cual retrocedió chillando y parloteando de manera ininteligible.
—No se puede... Está a punto de estallar... ¡No lo entiende! El capitán se quedó de piedra.
—¡Dice que está a punto de estallar!
Antes de que pudiera hacer el menor movimiento, uno de los marineros se lo arrebató de la mano y, arrastrando unas veces a Sahid y otras empujándole, se precipitó hacia la pasarela. En aquella cubierta no había portillas, pero sí en la siguiente. La más próxima se encontraba en una esquina del corredor, asegurada con dos tuercas con orejetas de metal. Lanzó prácticamente a Saiid contra ella gritándole que la abriera, mientras que con su mano libre empezó a desenroscar una de ellas. La clavija que él quitaba cayó al suelo, y luego la de Sahid. El marinero abrió la portilla de par en par. En ese preciso momento, el artefacto explotó volándole las dos manos y parte del rostro y arrancando de cuajo la cabeza de Saiid. Todo el mamparo, que se encontraba muy alejado, quedó salpicado de sangre.
Los otros que habían iniciado rápidamente la subida desde abajo casi fueron derribados de la pasarela por la explosión. Kasigi se acercó y se arrodilló junto a los cuerpos. Sacudió la cabeza tristemente.
El capitán rompió el silencio.
—Karma —musitó.