CAPÍTULO XLVII
El kalandar de Abu Mard se encontraba de rodillas y como petrificado.
—No, no, Alteza, juro que fue el mollah Mahmud quien nos, que...
—No es un verdadero mollah, hijo de perro. Todo el mundo sabe eso. ¡Por Dios! ¿Tú, tú ibas a lapidar a mi hija? —chilló el Khan con el rostro congestionado y respirando con enorme dificultad—. ¿Tú lo decidiste? ¿Tú decidiste que ibas a lapidar a mi hija?
—Fue él, Alteza —gimoteó el kalandar—. Fue el mollah quien lo decidió después de interrogarla y de que ella admitiera haber cometido adulterio con el saboteador...
—¡Hijo de perro! Tú ayudaste y fuiste cómplice del falso mollah... ¡Embustero! Ahmed me contó todo lo ocurrido.
El Khan se incorporó en su cama de almohadas. Había un guardia junto a él mientras Ahmed y otros soldados custodiaban al kalandar que se encontraba a su lado. Najoud, su hija mayor, y Aysha, su joven esposa, estaban sentadas allí, intentando ocultar su terror ante aquella furia, y petrificadas por el temor de que la volviera hacia ellas. Arrodillado junto a la puerta, y vistiendo todavía la indumentaria sucia por el viaje, embargado por el miedo, se encontraba Hakim, el hermano de Azadeh. Acababa de llegar y había sido conducido hasta allí apresuradamente y custodiado en respuesta a la convocatoria del Khan, y que escuchaba con igual furia el relato de Ahmed de lo que ocurriera en la aldea.
—¡Tú, hijo de perro! —vociferó de nuevo el Khan salivando—. ¡Tú dejaste que se escapara...! Dejaste que ese perro de saboteador se escapara y luego..., luego te atreves a juzgar a un miembro de mi... MI... familia. ¡Y la hubieras lapidado... sin pedir mi... MI... aprobación!
—¡Fue el mollah...! —gritó el kalandar repitiéndolo una y otra vez.
—¡Hacedle callar!
Ahmed le sacudió con fuerza en una de las orejas, dejándole casi inconsciente. Luego, lo arrastró brutalmente obligándole a ponerse de nuevo de rodillas.
—Una palabra más —dijo sibilante—, y te cortaré la lengua. El Khan estaba intentando recuperar el aliento.
—Ashya, dame... dame una de esas... de esas píldoras... La joven se deslizó hacia él, siempre de rodillas, abrió el frasco y le puso una píldora en la boca, limpiándosela luego.
El Khan mantuvo la píldora debajo de la lengua, tal como el doctor le dijera, y al cabo de un momento el espasmo pasó, los oídos dejaron de zumbarle y el salón se inmovilizó. Volvió los ojos inyectados en sangre hacia el viejo, que gemía y temblaba de manera incontrolable.
—¡Hijo de perro! Así que te atreves a morder la mano de tu amo, tú... tú, tu carnicero, y tu apestosa aldea. Ibrim —dijo el Khan dirigiéndose a uno de sus guardias—, llévalo de regreso a Abu Mard y lapídalo, haz que los aldeanos lo lapiden, lo lapiden, y luego córtale las manos al carnicero.
Ibrim y otro guardia obligaron a levantarse al hombre que aullaba desesperado, le golpearon para hacerle callar y abrieron la puerta deteniéndose al oír decir a Hakim con dureza:
—¡Y luego prende fuego a la aldea!
El Khan lo miró con los ojos entornados.
—Sí, luego prende fuego a la aldea —repitió, sin apartar los ojos de Hakim, que sostuvo su mirada intentando mostrarse valiente.
La puerta se cerró y el silencio se hizo todavía más profundo, roto tan sólo por la trabajosa respiración de Abdollah.
—Najoud, Ashya, salid —ordenó.
Najoud vaciló pues deseaba quedarse, quería oír la sentencia que se pronunciaría sobre Hakim, regocilándose con la noticia de que Azadeh hubiera sido sorprendida en adulterio y, por lo tanto, esperándole el castigo cuando fuera capturada de nuevo. Bien, bien, bien. Y con Azadeh perecerán los dos, Hakim y el Pelirrojo del Cuchillo.
—Estaré cerca por si me necesitas, Alteza —dijo.
—Puedes volver a tus habitaciones. Y tú, Aysha, espera al final del corredor.
Las dos mujeres salieron, Ahmed cerró la puerta contento, todo se sucedía como estaba planeado. Los otros dos guardias esperaban en silencio.
El Khan se acomodó penosamente, haciéndoles ademán de que salieran.
—Esperad afuera. Tú, Ahmed, quédate. —Cuando hubieron salido y sólo quedaron los tres en el inmenso y frío salón, volvió la mirada a Hakim.
—Prende fuego a la aldea, has dicho. Una buena idea. Pero eso no excusa tu traición o la de tu hermana.
—Nada excusa la traición cometida contra un padre, Alteza. Pero ni Azadeh ni yo te hemos traicionado o planeado nada contra ti.
—¡Embustero! ¡Tú lo has oído, Ahmed! Admitió que fornicaba con el saboteador, lo admitió.
—Admitió «amar» al saboteador, Alteza, hace ya muchos años. Juró ante Dios que jamás había cometido adulterio o traicionado a su marido. ¡Jamás! Delante de esos perros y de esos hijos de perra y aún peor, de ese mollah de la Mano Izquierda, ¿qué debería decir la hija de un Khan? ¿Acaso no intentó proteger tu nombre ante esa descreída canalla de mierda?
—¿Todavía sigues tergiversando las palabras? ¿Todavía sigues protegiendo a la ramera en que se ha convertido?
El rostro de Hakim adquirió un tono ceniciento.
—Azadeh se enamoró igual que se enamoró nuestra madre. ¡Si es una prostituta entonces tú prostituiste a mi madre!
De nuevo se congestionó el rostro del Khan.
—¡Cómo te atreves a decir semejante cosa!
—Es verdad. Yaciste con ella antes de que os casarais. Te dejó entrar en secreto a su dormitorio arriesgándose a morir porque te amaba. ¿Acaso nuestra madre no persuadió a su padre de que te aceptara y persuadió a tu padre de que te permitiera casarte con ella en vez de tu hermano mayor que la quería para sí como segunda esposa? —La voz de Hakim se quebró recordándola mientras se moría. Él contaba siete años y Azadeh seis, y no entendían nada, sólo que su madre tenía unos dolores terribles a causa de algo llamado «tumor» y que, afuera, en el patio, su padre Abdollah estaba fuera de sí de pena—. ¿Acaso no estuvo siempre junto a ti frente a tu padre y a tu hermano mayor y luego, cuando mataron a tu hermano y tú te convertiste en heredero, no colmó la brecha que te separaba de tu padre?
—No puedes..., no puedes saber esas cosas. Erais..., erais demasiado jóvenes.
—La vieja niñera Fátima nos lo contó, antes de morir, nos dijo todo cuanto ella podía recordar...
El Khan apenas lo escuchaba, rememorando también, recordando el accidente de caza que él preparara con tanta habilidad. Tal vez la vieja niñera estuviera enterada de ello y, de ser así, Hakim y Azadeh lo sabrían, razón de más para silenciarlos. Recordó todos los momentos mágicos que pasara con Naphtala la Bella, antes y después del matrimonio y durante cada día antes de que comenzaran los dolores. Llevaban apenas un año de matrimonio cuando Hakim nació y dos cuando nació Azadeh. Por entonces, Naphtala tenía apenas dieciséis años, menuda, físicamente parecida a Aysha pero mil veces más bella, el largo cabello semejante a oro hilado. Otros cinco años celestiales, ningún hijo más, pero eso le importaba poco, ¿acaso no había tenido un hijo al fin, fuerte y vigoroso, mientras que los tres hijos de su primera mujer habían nacido todos ellos enfermizos, muriendo al poco tiempo, y no eran sus cuatro hijas feas y pendencieras? ¿Acaso su segunda mujer no tenía más que veintiún años, gozaba de buena salud, era fuerte y tan maravillosa como los dos hijos a los que ya había dado a luz? Había mucho tiempo por delante para tener más hijos.
Y entonces empezaron los dolores. Y el sufrimiento. Ninguno de los médicos de Teherán pudo ayudarla.
Insha'Allah, dijeron.
Nada era capaz de aliviarla salvo las drogas, cada vez más fuertes a medida que se habituaba a ellas. «Dios le haya concedido la paz del Paraíso y me permita encontrarla allí.»
No apartaba la vista de Hakim, viendo en él una reproducción de Azadeh quien, a su vez, lo era de su madre. Y que seguía hablando.
—Azadeh se enamoró, Alteza. Si amaba a ese hombre, ¿es que no puedes perdonarla? ¿Acaso no tenía sólo dieciséis años y la habías desterrado al colegio de Suiza como yo más adelante lo fuera a Khoi?
—¡Porque los dos erais traidores, ingratos y perniciosos! —vociferó el Khan, mientras empezaban a zumbarle de nuevo los oídos—. ¡Vete de aquí! Tienes que..., tienes que mantenerte alejado de todos los demás, bajo vigilancia, hasta que yo envíe a llamarte. Ocúpate de ello, Ahmed. Luego, vuelve aquí.
Hakim se levantó, al borde del llanto, sabedor de lo que iba a ocurrir e impotente para evitarlo. Vacilante, abandonó la cámara y Ahmed, después de dar a los guardias las órdenes oportunas, entró de nuevo en el salón. El Khan tenía los ojos cerrados, la tez muy grisácea y respiraba con una mayor dificultad. «Dios mío, no permitas que muera todavía. Por favor», imploró Ahmed.
El Khan abrió los ojos y se le quedó mirando.
—Tengo que tomar una decisión respecto a él, Ahmed. Y de prisa.
—Sí, Alteza —empezó a decir el consejero eligiendo sus palabras con sumo cuidado—. Tienes dos hijos, Hakim y el bebé. Si Hakim llegara a morir —sonrió de manera extraña—, si llegara a quedarse ciego e inválido, entonces, Mahmud, el marido de Su Alteza Najoud sería regente hast...
—¿Ese loco? En menos de un año habríamos perdido nuestras tierras y poderío. —En el rostro del Khan aparecieron unas manchas rojas y le resultaba cada vez más difícil pensar con claridad—. Dame otra píldora.
Ahmed obedeció y luego le ayudó a beber un poco de agua al tiempo que lo calmaba.
—Estás en las manos de Dios, te recuperarás, no te preocupes.
—¿Que no me preocupe? —farfulló el Khan sintiendo un gran dolor en el pecho—. Fue la Voluntad de Dios que el mollah muriera a tiempo, extraño. Petr Oleg cumplió lo acordado..., aunque él... el mollah murió demasiado de prisa.., demasiado de prisa.
—Sí, Alteza.
Al fin, el espasmo pasó.
—¿Qu... qué me aconsejas... respecto a Hakim?
Ahmed simuló reflexionar un momento.
—Tu hijo Hakim es un buen musulmán, se le puede adiestrar, administró bien tus asuntos en Khoi y no se escapó como tal vez hubiera podido hacerlo. No es hombre violento, excepto para defender a su hermana ¿eh? Pero eso es muy importante porque en ello reside la clave. —Se acercó más y dijo en voz queda—: Nómbrale tu heredero, Alteza, a...
—¡Jamás!
—... a condición de que jure por Dios proteger a su hermano como lo haría con su hermana, a condición también de que su hermana regrese a Tabriz de inmediato por su propia voluntad. En verdad, Alteza, no tienes pruebas reales contra ellos. Sólo por lo que se dice. Confía en mí para descubrir la verdad sobre ambos y para informarte en secreto.
El Khan trataba de concentrar sus ideas, escuchando con atención, a pesar de que el esfuerzo le estuviera agotando.
—Ah, el hermano es el cebo para atraer a la hermana..., al igual que ella fue el cebo para atraer al marido.
—Como ambos son cebos uno del otro. Sí, Alteza, naturalmente, tú pensaste en ello antes que yo. En compensación por conceder al hermano tu favor, ella habrá de jurar ante Dios quedarse aquí para ayudarle.
—¡Y ella lo hará! ¡Ah, sí, lo hará!
—Y entonces tendrás a los dos a tu alcance y podrás jugar con ellos a placer, dando y retirando a tu capricho, sean o no culpables.
—¡Son culpables!
—Si son culpables, y yo lo averigüaré rápidamente si me concedes autoridad absoluta para investigar, entonces es voluntad de Dios que mueran de una muerte lenta y que designes al marido de Fazulia para que te suceda como Khan, aunque no sea mucho mejor que Mahmud. Si no son culpables, entonces Hakim seguirá siendo el heredero siempre que ella se quede. Y si llegara a ocurrir, y una vez más sería la voluntad de Dios, que se quedara viuda, incluso podrá casarse con aquel a quien tú elijas, Alteza, para mantener a Hakim como tu heredero..., incluso con un soviético si llegara a escapar de la añagaza, ¿no?
Por primera vez en aquel día el Khan sonrió. Esa misma mañana, cuando Armstrong y el coronel Hashemi Fazir llegaron para hacerse cargo de Petr Oleg Mzytryk, simularon mostrarse debidamente preocupados por la salud del Khan al igual que él pretendiera dar la impresión de estar más enfermo de lo que en aquel momento lo estaba. Había simulado una voz débil, vacilante y muy baja, hasta el punto de que los dos hubieron de inclinarse hacia él para oírle.
—Petr Oleg ha de venir hoy aquí. Iba a ir yo a reunirme con él, pero le he pedido que venga él aquí porque mi sal..., porque estoy enfermo. Le he enviado recado de que venga aquí y estará en la frontera a la puesta de sol. En Julfa. Si se dirigen allí en seguida, tendrán tiempo de sobra. Atraviesa la frontera en un pequeño helicóptero soviético bien pertrechado y toma tierra cerca de una carretera secundaria de la general de Julfa-Tabriz, donde su coche le está esperando... Es imposible que no encuentren el recodo, el único que hay. A unos kilómetros al norte de la ciudad... sólo hay esa carretera lateral, un terreno desolado, al cabo de un trecho se convierte prácticamente en un sendero. La forma que... que utilicen para apoderarse de él es asunto de ustedes... y... y yo no puedo estar presente. ¿Me darán una cinta de la investigación?
—Sí, Alteza —había dicho Hashemi—. ¿Cómo nos aconseja que le detengamos?
—Cierren la carretera por ambos lados con un par de grandes camiones de granja muy cargados... con troncos o cajones de pescado... La carretera es angosta, zigzagueante, llena de baches y con un tráfico muy denso, por lo que una emboscada resultaría fácil. Pero... pero tengan cuidado siempre hay coches tudehs, para ayudarle en cualquier momento. Es un hombre prudente y audaz, en la solapa lleva una cápsula de veneno.
—¿En cuál de ellas?
—No lo sé..., no lo sé. Aterrizará alrededor de la puesta de sol. No pueden dejar de ver el recodo, es el único...
Abdollah suspiró, perdido en sus pensamientos. Muchas veces había subido él a ese mismo helicóptero para ir a la dacha en Tbilisi. Muchos ratos excelentes pasados allí con abundancia de manjares, con mujeres jóvenes y complacientes, de bocas sensuales y ansiosas de agradar, y, a veces, si le acompañaba la suerte, Vertinskya, la tigresa, para una mayor diversión.
Se dio cuenta de que Ahmed le observaba.
—Espero que Petr escape a la emboscada. Sí, sería bueno para él tener... tener a Azadeh —murmuró abrumado por la fatiga—. Ahora, dormiré. Envía de nuevo a mi guardia y esta noche, después de que haya comido, reúne aquí a mi «devota» familia, y haremos lo que has sugerido. —Esbozó una cínica sonrisa—. Resulta prudente no tener ilusiones.
Ahmed se puso en pie. El Khan le envidió el cuerpo poderoso y ágil.
—Sí, Alteza.
—Espera, hay algo... hay algo más —dijo el Khan quien reflexionó un instante, proceso que le resultó extrañamente agotador—. ¡Ah, sí! ¿Dónde está el Pelirrojo del Cuchillo?
—Con Cimtarga, arriba, cerca de la frontera, Alteza. Cimtarga dijo que era posible que estuviesen fuera unos días. Se fueron el martes por la noche.
—¿El martes? ¿Qué día es hoy?
—Sábado, Alteza —replicó Ahmed disimulando su preocupación.
—Ah, sí, sábado. —Otra oleada de cansancio. Sentía el rostro extraño e inició un movimiento de mano para frotársela pero se dio cuenta de que el esfuerzo era excesivo—. Averigua dónde está, Ahmed. Si ocurre algo..., si tengo otro ataque y estoy... bien, ocúpate de que..., de que me lleven inmediatamente a Teherán, al International Hospital. Al instante. ¿Entendido?
—Sí, Alteza.
—Averigua dónde está él y... y durante los próximos días mantenle cerca... Haz caso omiso de Cimtarga. Manténle cerca a él al del Cuchillo.
—Sí, Alteza.
Cuando la guardia volvió a la habitación, el Khan cerró los ojos y sintió que se sumergía en las profundidades.
—No hay más Dios que Dios... —musitó muy atemorizado.
Estaba a punto de ponerse el sol y el «212» de Erikki se encontraba bajo un tosco cobertizo construido con apresuramiento y del que el techo estaba ya hundido en la nieve a unos treinta centímetros de profundidad a causa de la tormenta de la noche anterior y Erikki sabía que la expresión durante mucho más tiempo a temperaturas bajo cero acabaría destruyéndolo.
—¿No podría darme mantas, paja o algo para darle calor? —había preguntado al jeque Bayazid tan pronto como regresaron de Rezaiyeh con el cuerpo de la anciana jefa hacía ya dos días—. El helicóptero necesita calor.
—No tenemos suficientes para los vivos.
—Si se hiela no funcionará —había dicho, irritado por el hecho de que el jeque no le hubiera permitido despegar de inmediato para Tabriz que estaba apenas a cien kilómetros de distancia, hondamente preocupado por Azadeh y preguntándose qué habría sido de Ross y Gueng—. Y si no funciona, ¿cómo vamos a salir de estas montañas?
El jeque, malhumorado, había ordenado a su agente que construyeran un cobertizo y le había dado algunas pieles de cabra y oveja que Erikki había colocado sobre aquellas partes que a su juicio lo necesitaban más. El día anterior, poco después de amanecer, intentó irse. Ante su absoluta consternación, Bayazid le dijo que esperaba recibir un rescate tanto por él como por el «212».
—Ha de ser paciente, capitán, y es libre de andar por nuestra aldea con una guardia pacífica para cuidar de su aparato —le había dicho Bayazid tajante—. 0 puede mostrarse impaciente y furioso; entonces, se le maniatará y se le tratará como a un animal salvaje. No busco dificultades, capitán, no las quiero y tampoco me gusta discutir. Queremos que el Khan Abdollah nos pague un rescate.
—Pero si ya le he dicho que me odia y que no estará dispuesto a pagar por mí rescate alguno y...
—Si él dice que no, buscaremos a otros que paguen el rescate. Su compañía de Teherán o su Gobierno..., o acaso sus amos soviéticos. Entretanto, usted se quedará aquí como invitado, comiendo lo que nosotros comemos, durmiendo como nosotros dormimos, compartiéndolo todo con igualdad. 0 atado, maniatado y hambriento. De cualquiera de las dos maneras, se quedará aquí hasta que paguen el rescate.
—¡Pero pueden pasar meses y...!
—¡Insha'Allah!
Durante todo el día anterior y parte de la noche Erikki había estado intentando concebir un plan para salir de aquella trampa. Le habían quitado la granada, pero tenía el cuchillo. Pero los hombres que lo vigilaban lo hacían estrechamente y con gran constancia. Con aquella acumulación de nieve, le sería casi imposible descender hasta el valle con sus pesadas botas y sin indumentaria invernal, y aunque lo lograra, seguiría encontrándose en territorio hostil. Tabriz se hallaba apenas a treinta minutos con el «212» pero, ¿a pie?
—Esta noche volverá a nevar, capitán.
Erikki miró en derredor. Bayazid se encontraba a unos pasos de él y ni siquiera le había oído acercarse.
—Sí, y unos cuantos días más con este tiempo y mi pájaro..., mi avión ya no podrá volar, la batería quedará muerta y la mayoría de los instrumentos destruidos. Tengo que ponerlo en marcha para cargar la batería y calentar sus botes. Tengo que hacerlo. ¿Quién pagaría un rescate por sacar de estas colinas un «212» destrozado?
Bayazid reflexionó un instante.
—¿Durante cuánto tiempo han de funcionar los motores?
—Diez minutos cada día... como mínimo.
—Muy bien, podrás hacerlo cada día cuando sea completamente de noche, pero primero me lo dices. Nosotros te ayudaremos a arrastrarla. ¿Por qué es «ella» y no «lo» o «él»?
—No lo sé. Los barcos son siempre «ella»... y esto es un barco del cielo, ¿no?
Se encogió de hombros.
—Muy bien. Te ayudaremos a arrastrarla afuera, y la pondrás en marcha y mientras los motores estén funcionando, tendrás cinco armas apuntándote a una distancia de dos metros por si acaso te sintieses tentado a escapar.
Erikki se echó a reír.
—Entonces no me sentiré tentado.
—Bien. —Bayazid sonrió. Era un hombre guapo aunque con una dentadura detestable.
—¿Cuándo te pondrás en contacto con el Khan?
—Ya lo he hecho. Con estas nieves se tarda un día entero para llegar a la carretera, incluso a caballo. Luego no se necesita mucho tiempo para llegar a Tabriz. Si el Khan contesta inmediatamente de manera favorable, tal vez tengamos noticias mañana, o acaso pasado. Depende de las nieves.
—O quizá nunca. ¿Cuánto tiempo esperarás?
—¿Son siempre tan impacientes todas las gentes del Norte Lejano? Erikki cuadró la barbilla.
—Los dioses antiguos eran muy impacientes cuando se les retenía contra su voluntad..., y eso fue algo que nos transmitieron. Es malo que te retengan contra tu voluntad. Muy malo.
—Somos un pueblo pobre, en guerra. Tenemos que coger lo que el Único Dios nos da. Pedir rescate por alguien es una vieja costumbre. —Sonrió levemente—. Aprendimos de Saladino a mostrarnos caballerosos con nuestros cautivos, a diferencia de muchos cristianos. Ellos no son famosos por su caballerosidad precisamente. Nosotros trat... —se interrumpió: su oído era más agudo que el de Erikki y también sus ojos—. ¡Allí! Abajo, en el valle.
En ese momento, también Erikki oyó el motor. Necesitó unos pocos minutos para descubrir el helicóptero con camuflaje que se aproximaba desde el Norte en vuelo bajo.
—Un «Kajychokiv 16». Una aeronave armada soviética de apoyo inmediato... ¿Qué está haciendo?
—Se dirige a Julfa —dijo el jeque, quien escupió al suelo después—. Esos hijos de perro van y vienen como les da la gana.
—¿Pasan muchos ahora?
—No muchos..., pero uno ya es demasiado.
La zigzagueante carretera de segundo orden que cruzaba el bosque estaba cubierta de densa nieve y apenas hollada. Algunas marcas de carros y camiones y las huellas dejadas por el viejo «Chevy» aparcado debajo de algunos pinos, cerca del campo raso, a unos metros de la carretera general. Armstrong y Hashemi podían ver a través de sus prismáticos a dos hombres, embutidos en gruesos abrigos y guantes, instalados en los asientos delanteros, con las ventanillas abiertas y prestando oído atento.
—No le queda mucho tiempo —musitó Armstrong.
—Tal vez no venga después de todo.
Hacía media hora que estaban vigilando, desde una ligera elevación, ocultos entre los árboles que daban a la zona de aterrizaje.
Su coche y el resto de los hombres de Hashemi se encontraba en la carretera general, debajo y detrás de ellos. Reinaba el más absoluto silencio. Poco viento. Algunas aves volaron sobre sus cabezas lanzando graznidos lastimeros.
—¡Aleluya! —susurró Armstrong, excitado.
Uno de los hombres había abierto la portezuela y bajado del coche. En ese momento estaba mirando al cielo, hacia el Norte. El conductor puso el motor en marcha. Luego, dominando el ruido, oyeron al helicóptero que llegaba, le vieron deslizarse sobre la elevación y descender al valle, rozando las copas de los árboles; su motor de pistón moderó suavemente la velocidad. Realizó un aterrizaje perfecto entre una inmensa nube de nieve. Desde su puesto de observación, pudieron ver al piloto y a otro hombre que iba a su lado. El pasajero, de pequeña estatura, descendió del aparato y se dirigió hacia el que estaba junto al coche. Armstrong lanzó una maldición.
—¿Lo reconoces, Robert?
—No. Pero no es Suslev... Petr Oleg Mzytryk. De esto estoy seguro —repuso Armstrong con una amarga decepción.
—¿Cirugía estética?
—No, nada de eso. El otro era un bribón grande, macizo, tan alto como yo.
Le vieron reunirse con el otro, y entregarle algo.
—¿Era una carta? ¿Qué le ha dado, Robert?
—Parece un paquete. Pudiera ser una carta. —Armstrong maldijo de nuevo, concentrando su atención en los labios de los hombres.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Hashemi, pues sabía que Armstrong podía leer los labios.
—No lo sé. No hablan farsi, y tampoco inglés.
Hashemi maldijo a su vez y enfocó con gran atención sus ya bien enfocados prismáticos.
—A mí me ha parecido una carta.
El hombre habló algunas palabras más y luego regresó al helicóptero. Al punto, el piloto puso los motores en marcha y despegó, alejándose. El otro regresó trabajosamente hacia el «Chevy».
—Y ahora, ¿qué?
Armstrong observó al hombre que se dirigía al coche.
—Tenemos dos opciones: interceptar el automóvil, tal como planeamos, y averiguar «lo» que es, siempre que neutralicemos a esos dos bastardos antes de que destruyan «lo» que sea, pero eso dejaría al descubierto que conocíamos el punto de encuentro a través de Míster Todopoderoso..., también podemos limitarnos a seguirles, presuponiendo que se trata de un nuevo mensaje del Khan dando una nueva fecha. —Había superado ya la decepción que le produjera el que Mzytryk se hubiera librado de la añagaza. «En nuestro juego te ha de acompañar la suerte —se recordó—. No importa, la próxima vez lo atraparemos y él nos conducirá hasta nuestro traidor, al cuarto, al quinto, al sexto hombre y yo orinaré sobre sus tumbas y la de Suslev, o como quiera que Petr Oleg Mzytryk se haga llamar, si la suerte está conmigo»—. No necesitamos siquiera seguirles..., irá directamente al Khan.
—¿Por qué?
—Porque es un pivote vital en Azerbaiján, bien para los soviéticos o contra ellos, de manera que quieren averiguar de primera mano cómo está su corazón..., y a quién ha elegido como regente hasta que el pequeño tenga la edad o, lo que es más probable, practique con él la levitación. ¿Acaso el poder no va con el título, junto con las tierras y las riquezas?
—Y las cuentas bancarias suizas, secretas y numeradas. Un motivo tanto mayor para acudir de inmediato.
—Sí, pero no olvides que algo grave puede haber ocurrido en Tbilisi que justifique este retraso... Los soviéticos están tan preocupados y ansiosos por Irán como nosotros mismos.
Vieron al hombre subir de nuevo al «Chevy» y empezar a hablar con volubilidad. El conductor accionó el embrague y giró en dirección a la carretera general.
—Volvamos al coche.
El descenso desde la colina resultó bastante tranquilo. Abajo, en la carretera Julfa-Tabriz, la circulación era densa, empezaban a verse ya algunos faros encendidos y no había forma de que su presa escapara a la emboscada si decidían llevarla a la práctica.
—Existe otra posibilidad, Hashemi, y es que Mzytryk pueda haber descubierto en el último momento que su hijo le había traicionado y haya enviado una advertencia al Khan, cuya cobertura ha resultado también dinamitada. No olvides que todavía no hemos podido averiguar lo ocurrido a Rakoczy desde que tu difunto amigo, el general Janan, le dejara ir.
—Ese perro jamás se habría atrevido a hacerlo por sí solo —repuso Hashemi con sonrisa retorcida al recordar su inmenso regocijo cuando pulsó el botón de transmisión y vio el resultado de la explosión del coche bomba, borrando así a su enemigo de la faz de la tierra, junto con su casa, su futuro y su pasado—. Eso debió ordenarlo Abrim Pahmudi.
—¿Por qué?
Hashemi entornó los ojos y miró a Armstrong pero no pudo descubrir en él intención oculta alguna. «Estás enterado de demasiados secretos, Robert, sabes lo de las cintas de Rakoczy y, lo peor de todo, estás al corriente de mi «Group Four» y que ayudé a enviar a Janan al infierno, donde pronto el Khan se reunirá con él, al igual que Talbot, dentro de un par de días y tú, mi viejo amigo, cuando a mí me convenga. ¿Debería decirte que Pahmudi ha ordenado la condena de Talbot por crímenes contra Irán? ¿Debería decirte que me satisface dar cumplimiento a esos deseos? Durante años he deseado quitar a Talbot de en medio, pero jamás me atreví a ir yo solo contra él. Ahora, será a Pahmudi a quien culpará. Ojalá Dios le haga arder en el infierno y habrá apartado a otra irritante voluntad de mi camino. Así, sí, y el propio Pahmudi la próxima semana. Pero tú, Robert, eres el asesino elegido para ello, probablemente perecerás en el intento. Pahmudi no es merecedor de que pierda a alguno de mis auténticos asesinos.»
Rió para sí mientras bajaba trabajosamente la colina, sin sentir el frío ni preocuparse de que Mzytryk no hubiera aparecido. «Tengo preocupaciones más importantes —se dijo—. He de proteger a toda costa a los asesinos de mi "Group Four"..., mi garantía de un paraíso terrenal con un poderío por encima del propio Jomeiny.»
—Pahmudi es el único que puede haber ordenado la puesta en libertad de Rakoczy —dijo—. Pronto averiguaré por qué y dónde se encuentra. Puede encontrarse en la Embajada soviética, en una casa soviética segura o en una mazmorra de interrogatorios de SAVAMA.
—O a salvo fuera del país a estas alturas.
—Entonces, es casi seguro que esté muerto... La KGB no tolera traidores. —Hashemi sonrió sarcástico—. ¿Por cuál de estas posibilidades apostarías tú?
Por un momento, Armstrong no contestó, desconcertado por una pregunta tan poco corriente de Hashemi, quien desaprobaba el juego al igual que él... ahora. La última vez que apostara fue en Hong Kong, en el sesenta y tres, con el dinero de un soborno que habían metido en el cajón de su escritorio cuando era inspector, CID. Cuarenta mil dólares de Hong Kong, unos siete mil de los Estados Unidos en aquel tiempo. A pesar de ir en contra de todos sus principios, había cogido el heung yau, la «Grasa Fragante» como lo llamaban allí, del cajón para apostarlo todo, aquella misma tarde, en las carreras a un caballo llamado Pilot Fish, en un intento demencial por recuperar sus pérdidas de juego en caballos y Bolsa.
Era el primer soborno que jamás cogiera durante dieciocho años, aunque siempre tenía ofrecimientos en abundancia. Aquella tarde había ganado mucho y colocó el dinero de nuevo donde estaba antes de que el sargento de Policía que lo pusiera en su cajón se diese cuenta de que lo había cogido. Después de su estratagema le quedó más que suficiente para liquidar sus deudas. Pero, aun así, se sentía disgustado consigo mismo, y aterrado, ante tamaña estupidez suya. Jamás había vuelto a apostar ni a tocar heung yau, aunque siempre tenía oportunidades de hacerlo. «Eres un condenado idiota, Robert —le decían algunos de sus compañeros—, no es malo aceptar algún dinero extra para el retiro.»
«¡Retiro! ¿Qué retiro? Veinte años como policía en Hong Kong, cumpliendo siempre a rajatabla, once años aquí, en las mismas condiciones, para ayudar a esos idiotas sanguinarios y todo eso a cambio de una condenada miseria. Gracias a Dios que sólo he de preocuparme de mí, sin tener mujer, ni hijos, ni familiares cercanos. Sólo yo. A pesar de eso, si logro agarrar al condenado Suslev, que me conducirá hasta uno de nuestros malditos traidores asesinos de alto rango, todo ello habrá valido la pena.
—Al igual que tú, Hashemi, no soy de los que apuestan, pero si lo fuera... —calló al tiempo que le alargaba el paquete de cigarrillos. Los encendieron agradecidos—, si lo fuera, diría que lo más probable es que Rackozy haya sido el pishkesh de tu Pahmudi o algún VIP con el fin de cubrirse las espaldas.
Hashemi se echó a reír.
—Cada día que pasa te vuelves más iraní. Tendré que andar con más cuidado.
Ya casi habían llegado junto al coche y su ayudante salió para abrirles la puerta trasera.
—Iremos directamente a ver al Khan, Robert.
—¿Y qué hay del «Chevy»?
—Dejaremos que otros lo sigan. Quiero ir antes junto al Khan —dijo, con el rostro oscurecido por una expresión torva—. Sólo para asegurarme de que ese traidor está más de nuestra parte que de la de ellos.