CAPÍTULO XXIII

En la refinería «Iran-Toda», Bandar Delam: 12.04 del mediodía.

Scragger silbaba monótono mientras bombeaba a mano el combustible en los principales tanques desde los grandes barriles alineados junto al recién lavado «206», que lanzaba destellos bajo el sol. Cerca se encontraba un joven Green Band, en cuclillas a la sombra, apoyado en su «M16» y medio dormido.

El sol era cálido y una ligera brisa contribuía a hacer el día agradable, aliviando algo la constante humedad propia de la costa. Scragger llevaba una indumentaria ligera, camisa blanca con trabillas de capitán, pantalones y zapatos negros de verano, las inevitables gafas oscuras y gorra de visera.

Los tanques rebosaban.

—Esto ya está, hijo —dijo al japonés que le habían asignado para que le ayudara.

—Hai, Anjin-san. Sí, señor Piloto —contestó el hombre.

Al igual que todos los empleados de la refinería llevaba guantes y vestía un mono blanco, impecable, con el nombre de «Iran-Toda Industries» grabado en la espalda y sobre él, cortésmente encima las mismas palabras en farsi. Y debajo, su traducción en caracteres japoneses.

—Hai, ya está —dijo Scragger utilizando una de las palabras que oyera decir a Kasigí el día anterior en ruta desde Lengeh—. Y ahora, nuestros tanques de largo alcance, y por último, llenaremos los de repuesto. —Para el viaje que De Plessey, magnánimo, había autorizado para el domingo por la noche, como celebración de su victoria frente a los saboteadores, Scragger había retirado el asiento trasero, y amarrado en su lugar dos tambores de ciento cincuenta litros—. Por si acaso, Mr. Kasigi, los he conectado a los tanques principales. Podemos utilizar una bomba manual e incluso repostar en el aire en caso de necesidad..., si usted hace el bombeo. Así que no tendremos que tomar tierra para ello. Nunca puede predecirse el tiempo en el Golfo, siempre hay tempestades repentinas, turbulencias, niebla... los vientos suelen jugar malas pasadas. Nuestra mejor baza es permanecer algo apartados de la costa.

—¿Y el Mandíbulas?

Scragger rió con él.

—¿El viejo pez martillo de Kharg? Con algo de suerte, podríamos verlos..., si es que llegamos tan lejos y no tenemos que desviarnos.

—¿Siguen sin llamar del radar Kish?

—Nada. Pero no importa. Nos han dado paso a Bandar Delam. ¿Está seguro de poder facilitarme combustible en su fábrica?

—Sí, tenemos tanques almacenados, capitán. Helipuerto, hangar y taller de reparaciones. Todo ello fue lo primero que construimos..., teníamos un contrato con «Guerney».

—Sí sí, ya estoy enterado, pero abandonaron, ¿no es así?

—Sí, lo hicieron hace una semana, más o menos. Puede que su compañía estuviese dispuesta a aceptar el contrato. Acaso pudieran ponerle a usted al frente... Tenemos trabajo para tres «212» y tal vez para dos «206» de manera constante, mientras estemos construyendo.

Scragger rió entre dientes.

—Eso haría tan felices al viejo Andy y a Gay como gatos en un barril lleno de arenques y pearse a Dirty Dunc.

—¿Cómo dice?

Scragger intentó explicarle la broma sobre Mclver. Mas cuando hubo terminado, Kasigi no rió.

—¡Ah! ahora comprendo —se limitó a decir.

«Son una extraña gente», pensó Scragger.

Cuando hubo terminado de repostar, hizo otra revisión en tierra: motor, rotores, estructura del aparato, a pesar de que no tenía intención de salir ese mismo día. De Plessey le había pedido que esperara a Kasigi, que lo llevara adonde necesitase ir y que lo devolviera a Lengeh el jueves. El «206» se hallaba en perfectas condiciones. Satisfecho, miró la hora.

—Hora de rancho, hai? —dijo frotándose el estómago.

—Hai!

Su ayudante sonrió, señalando hacia el pequeño camión que se encontraba allí cerca y luego al edificio principal de oficinas de cuatro plantas enclavado a unos doscientos metros, donde estaban los despachos de los ejecutivos.

Scragger negó con la cabeza.

—Caminaré —dijo y movió los dedos índices y corazón simulando dos piernas, por lo que el joven japonés, después de hacerle una leve reverencia, subió al camión y se alejó. Scragger permaneció allí en pie un momento, observando y siendo observado a su vez por el guardia. Ya que el camión se había manchado y los tanques estaban cerrados, podía oler la mar y los desperdicios putrefactos de la playa cercana. La marea bajaría pronto... En el Golfo sólo había una marea diaria, igual que en el Mar Rojo, porque tenía poca profundidad y estaba prácticamente cercado por la tierra salvo por el angosto estrecho de Ormuz.

A Scragger le gustaba el olor marino. Había crecido en Sidney, siempre frente al océano. Después de la guerra se había instalado allí de nuevo. «Al menos —se recordó a sí mismo—, estuve allí entre un trabajo y otro; la mujer y los chicos se quedaron y, más o menos, siguen allí.» Su hijo y sus dos hijas estaban casados ya y tenían hijos propios. Siempre que volvía de permiso a casa, una vez al año, los veía. Mantenían unas relaciones cordiales aunque lejanas.

En los primeros años, su mujer y sus hijos habían ido a instalarse al Golfo. Al cabo de un mes regresaron a casa, en Sidney.

—Estaremos en Bondi, Scrag —le había dicho ella—. No más lugares extranjeros para mí.

Durante uno de sus contratos por dos años en Kuwait, ella había conocido a otro hombre. Y cuando finalmente regresó Scragger, ella le dijo:

—Creo que vamos a divorciarnos, muchacho. Es lo mejor para los chicos..., y también para ti y para mí.

De manera que así lo hicieron. Su nuevo marido vivió algunos años y luego murió. De manera que Scragger y ella retornaron a su antiguo estilo de amistad... «La verdad es que nunca lo abandonamos —se dijo—. Es una excelente persona, los chicos son felices y yo vuelo.» Seguía enviándole dinero mensualmente. Ella siempre le aseguraba que no lo necesitaba.

—Entonces, ingrésalo en la cartilla de ahorros por si llegan tiempos difíciles, Nell —le repetía él siempre. Hasta el momento, aunque más le valía tocar madera, no habían tenido tiempos difíciles ni ella, ni los chicos ni los hijos de éstos.

La madera más próxima a él era la culata del rifle que el revolucionario tenía sobre las rodillas. Desde la sombra, el hombre lo miraba con malevolencia. «Tú no vas a estropearme el día, inmundo bastardo», pensó, y le sonrió de oreja a oreja, luego, dando media vuelta, se desperezó y miró en derredor suyo.

«Éste es un gran emplazamiento para una refinería —se dijo—. Lo bastante cerca de Abadán y de los principales oleoductos que comunicaban los campos petrolíferos del Norte y del Sur..., y una gran idea el intento de utilizar todo el gas que se quema, billones de toneladas en todo el mundo. Pensándolo bien, es un despilfarro criminal.»

La refinería se hallaba enclavada sobre un promontorio, con su propia instalación de muelles de dragado que se internaban en el Golfo hasta cuatrocientos metros de distancia, y que, según Kasigi le dijera, sería capaz de servir a dos superpetroleros al mismo tiempo, cualquiera que fuese su tamaño. Alrededor de los helipuertos se extendían hectáreas de terreno con complejas fábricas de primera categoría y edificios, todos ellos conectados entre sí al parecer merced a kilómetros de tuberías de acero y plásticos de todos los tamaños; un laberinto de ellas con espitas y válvulas inmensas, estaciones de bombeo y, por doquier, cráteres y excavadoras, con grandes montones de todo tipo de materiales de construcción, montañas de cemento y arena, y, desperdigada por allí, malla reforzada de acero—junto con limpios vertederos del tamaño de campos de fútbol, jaulas y contenedores protegidos con lonas plásticas—y calles a medio terminar, cimientos, muelles y excavaciones. Pero casi no se veía a nada ni a nadie activos, ni hombres ni máquinas.

Cuando tomaron tierra, fueron recibidos por un comité de bienvenida, reunido apresuradamente, de veinte o treinta japoneses en el helipuerto, junto con casi un centenar de trabajadores iraníes y «Guardias Islámicos» armados, algunos ostentando brazaletes IPLO, los primeros que Scragger viera en su vida. Al cabo de muchas voces, amenazas y de examen de sus documentos y de la autorización pendiente del radar Kish, el portavoz les había informado que los dos podían quedarse, pero que ninguno podría irse o llevarse el helicóptero sin permiso del comité.

De camino hacia el edificio de oficinas, el ingeniero jefe Watanaba, que sabía hablar inglés, les explicó que, a todos los efectos, el comité de huelga había tomado posesión del lugar desde hacía casi dos meses. Durante ese tiempo, no se hizo prácticamente progreso alguno y todos los trabajos estaban suspendidos.

—Ni siquiera nos han permitido el mantenimiento de nuestro equipo. —Era un hombre de cabello gris, en la sesentena, de rasgos enérgicos y aspecto duro con grandes y fuertes manos de trabajador. Encendió otro cigarrillo con el que tenía a medio fumar.

—¿Y su radio?

—Hace seis días cerraron la sala de radio con llave, prohibieron su uso y se llevaron la llave. Llevamos semanas con los teléfonos fuera de servicio y el télex hace una semana o más. El personal japonés aún lo forman unas mil personas, desde luego, nunca se ha permitido la estancia de familiares aquí, el suministro de artículos alimenticios es muy escaso, y hace seis semanas que no recibimos correo alguno. No podemos irnos, y tampoco trabajar. Prácticamente, nos encontramos prisioneros y nada podemos hacer sin exponernos, desde luego, a muy grandes dificultades. Sin embargo, estamos vivos al menos para proteger lo que hemos hecho y esperar, con paciencia, que se nos permita continuar. Y, desde luego, nos sentimos muy honrados en verle, Kasigi-san y a usted también, capitán.

Scragger los había dejado enfrascados en sus asuntos, sintiendo la tensión existente entre los dos hombres por mucho que ellos habían intentado disimularla. Por la noche había tomado una cena ligera, como siempre permitiéndose una cerveza japonesa helada.

—Por todos los diablos, no es tan buena como la «Foster». Seguidamente, y luego de hacer sus once minutos de ejercicios de las Fuerzas Aéreas Canadienses, se fue a la cama.

Poco antes de la medianoche, cuando aún estaba leyendo, sonaron en su puerta unos suaves golpecitos y Kasigi entró, presa de gran excitación, pidiéndole excusas por molestarle, pero creía que Scragger debería saber de inmediato lo que acababan de oír. A través de una emisora en Teherán, un portavoz de Jomeiny había dicho que todas las Fuerzas Armadas se habían puesto a las órdenes de éste, que el Primer Ministro Bajtiar había dimitido, que Irán se encontraba ya totalmente libre del yugo del Sha, que por deseo personal de Jomeiny toda lucha debería cesar, se suspenderían todas las huelgas, comenzaría de nuevo la producción de petróleo, se abrirían los bazares y tiendas, todos los hombres devolverían las armas y se reincorporarían al trabajo y, lo que era más esencial, todos deberían dar gracias a Dios por concederles la victoria.

Kasigi desbordaba de alegría.

—Ahora podremos empezar de nuevo. Gracias a todos los dioses, ¿eh? Las cosas volverán a la normalidad.

Una vez que Kasigi se hubo ido, Scragger permaneció allí tumbado, con la luz encendida, barajando sin cesar en su mente las posibilidades de lo que pudiera ocurrir a partir de ese momento. «Es asombroso lo rápidamente que ha ocurrido todo —se dijo—. Yo habría apostado cualquier cosa a que el Sha jamás sería derrocado y aún habría apostado mucho más a que Jomeiny nunca sería autorizado a volver y hubiera envidado mi resto a un golpe militar.»

Apagó la luz.

—Así aprenderás, Scrag, muchacho.

Por la mañana se despertó temprano, aceptó el té verde japonés en lugar del que habitualmente bebía en el desayuno, té indio, muy fuerte y siempre con leche condensada, y se fue a revisar, limpiar y repostar. Ahora ya, con todo en orden, se sentía realmente hambriento. Dirigió un breve saludo al guardia, que no le hizo el menor caso, y se encaminó hacia el edificio de cuatro plantas de oficinas.

Kasigi estaba en pie junto a una de las ventanas, en el ático donde se encontraban los despachos de los ejecutivos. Se hallaba en la sala de juntas, una espaciosa habitación de chaflán, con una mesa enorme y sillas para veinte personas. Había estado contemplando el «206» y a Scragger con aire ausente, su cabeza era un auténtico maremágnum de ideas y se esforzaba al máximo por dominar su ira. Desde muy temprano había estado revisando presupuestos de costos, informes, cuentas pendientes de cobro, proyectos de trabajo y así sucesivamente, todo ello con idéntico resultado. Para empezar la producción se necesitaría al menos, otros mil millones de dólares y otro período de un año. Aquélla era la segunda vez que visitaba la refinería, ya que ésta no pertenecía a la esfera de su responsabilidad aunque él fuese director y miembro del Comité Ejecutivo de la Presidencia, el más alto escalón de su conglomerado en la adopción de decisiones.

Detrás de él, Watanaba, el ingeniero jefe, se encontraba sentado, solo, ante la gran mesa, armado de paciencia y fumando un cigarrillo tras otro. Había estado al frente de aquello durante los dos últimos años, y como subdirector desde que se iniciara el proyecto en el setenta y uno. Un hombre con gran experiencia. El ingeniero jefe anterior había muerto allí, al pie del cañón, de un ataque al corazón.

«No es de extrañar —pensaba Kasigi furioso—. Hacía dos años, tal vez cuatro, que debió resultarle evidente que nuestro presupuesto máximo absoluto de tres mil quinientos millones de dólares resultaría inadecuado, ya por entonces se excedían en mucho de los presupuestos y las fechas de entrega eran irreales por completo.

—¿Por qué no nos informó el ingeniero jefe Kasusaka? ¿Por qué no hizo un informe especial?

—Lo hizo, Kasigi-san —dijo Watanaba con cortesía—, pero, de acuerdo con la dirección de los Acuerdos Base de la empresa conjunta, todos los informes deben canalizarse a través de aquéllos de nuestros socios designados por el Tribunal. Es un sistema iraní... Se considera que es una empresa conjunta, al cincuenta por ciento, con responsabilidades compartidas, pero los iraníes logran, de forma gradual, manipular las reuniones, los contratos y las cláusulas, poniendo como excusa, por lo general, al tribunal o al Sha, hasta obtener de facto el control y entonces...

Se encogió de hombros.

—No tiene idea de lo listos que son..., peores que un mercader chino, mucho peores. Se muestran de acuerdo en comprar el animal entero, mas no cumplen el trato y tan sólo se llevan el filete dejándole a uno con la osamenta. —Apagó el cigarrillo a medio fumar y encendió otro—. Hubo una reunión de toda la junta de socios con Gyokotomo-sama..., el propio Yoshi Gyokotomo, presidente del Sindicato..., aquí, en esta oficina, poco antes de que el ingeniero jefe Kasusaka-san muriera. Yo estuve presente. Kasusaka-san advirtió a todos que los retrasos y el hostigamiento, yo diría mejor presiones, burocráticos de los iraníes retrasarían las fechas de producción y eso redundaría en un gran incremento de los precios de costo. Yo estaba aquí. Lo escuché con mis propios oídos pero fue invadido por los socios iraníes quienes dijeron al presidente que todo se organizaría de nuevo, que Kasusaka-san no entendía al Irán ni cómo se hacían las cosas aquí. —Watanaba estudiaba atentamente la punta de su cigarrillo—. Kasusaka-san incluso llegó a repetir lo mismo, a Gyokotomo-sama en privado, le rogó que anduviese con tiento y le entregó un informe por escrito perfectamente detallado.

A Kasiki se le ensombreció el rostro.

—¿Estuvo usted presente en esa reunión?

—No..., pero él me comunicó lo que habían hablado: parece ser que Gyokotomo-sama aceptó el informe y le dijo que él mismo lo haría llegar al más alto nivel en Teherán, y también en casa, en Japón. Pero no pasó nada, Kasigi-san. Nada.

—¿Dónde está la copia de ese informe?

—No hay copia. Al día siguiente, antes de salir para Teherán, Gyokotomo ordenó que todas fueran destruidas —respondió el hombre mayor que volvió a encogerse de hombros—. El trabajo del ingeniero jefe Kasusaka, así como el mío propio, se limita a construir la refinería, cualesquiera que sean los problemas, y a no interferir en el trabajo del Sindicato. —Watanaba encendió un nuevo cigarrillo con el otro fumado a medias, aspiró profundamente, y apagó el primero con suma delicadeza, aunque hubiese querido aplastarlo con fuerza como también el cenicero, la mesa de despacho, el edificio y toda la fábrica..., junto con ese intruso de Kasigi que se atrevía a interrogarle a él, alguien que no sabía nada, que jamás había trabajado en Irán y que el cargo que desempeñaba en la compañía se lo debía a ser pariente de los Toda—. A diferencia del ingeniero jefe Kasusaka —añadió con, ¡oh!, extremada amabilidad—, yo he conservado a lo largo de los años copias de mis informes mensuales.

—So ka? —preguntó Kasigi, mientras intentaba aparentar una gran flema.

—Sí —repuso Watanaba. «Y copias de las copias guardadas en un lugar muy seguro», dijo para sí, inexorable, en lo más recóndito de su corazón, al tiempo que sacaba un abultado expediente de la cartera y lo dejaba sobre la mesa. «Por si acaso intentaras cargarme la responsabilidad de los fracasos» —añadió también para sus adentros—. Puede leerlos si lo desea.

—Gracias —Kasigi, con un gran esfuerzo, resistió la tentación de hacerse inmediatamente con el expediente.

Watanaba se frotó el rostro con aire de cansancio. Había pasado la mayor parte de la noche preparándose para aquella reunión.

—Ahora que ya hemos vuelto a la normalidad, los trabajos progresarán con rapidez. Estamos al completo en un ochenta por ciento. Confío en que podamos terminarlo con la planificación adecuada..., todo figura en mis informes, incluida la cuestión de la reunión de Kasusaka con los socios y luego con Gyokotomo-sama.

—¿Qué sugiere como solución global para «Iran-Toda»?

—No la hay mientras no volvamos a la normalidad.

—Ya lo estamos. Habrá escuchado la radio.

—La he oído, Kasigi-san, pero normalidad, para mí, significa cuando el Gobierno Bazargan tenga el control absoluto.

—Eso ocurrirá dentro de unos días. ¿Su solución?

—Muy sencilla: encuentren nuevos socios con quienes cooperar, obtengan la financiación que necesitamos y en un año, en menos de un año, estaremos produciendo.

—¿Pueden cambiarse los socios?

La voz de Watanaba se volvió tan cortante como lo parecían sus delgados labios.

—Los antiguos habían sido nombrados o recibido el beneplácito de la Corte y, por lo tanto, hombres del Sha y ahora, en consecuencia, son sospechosos o enemigos. Desde que Jomeiny volvió, no hemos visto a uno solo de ellos ni sabido nada. Hemos oído rumores de que todos han huido, pero... —Watanaba encogió sus inmensos hombros—. No tengo forma de comprobarlo sin télex, teléfono o transporte. Y dudo mucho que la actitud de los nuevos «socios» pueda ser diferente.

Kasigi hizo un gesto de asentimiento y miró por la ventana sin ver nada. «Resultaba muy fácil culpar a los iraníes, a los muertos, a las reuniones secretas y a los informes destruidos. El presidente Yoshi Gyokotomo jamás había mencionado reunión alguna con Kasusaka ni hablado de informes por escrito. ¿Por qué Gyokotomo habría de ocultar un informe tan vital? Es ridículo, tanto él como su compañía corren el mismo riesgo que nosotros. ¿Por qué?» Si Watanaba estaba diciendo la verdad, y lo probaba con sus propios informes, ¿por qué...?

Entonces, tan solo por un instante, que Watanaba se diera cuenta, a Kasigi se le descompuso el rostro, cuando dio con la respuesta: «¡porque el inmenso desfase en los presupuestos y el fracaso de la gerencia del complejo "Iran-Toda", añadido a la desastrosa crisis del mundo naviero, hundiría a "Toda Shipping Industries", hundiría al propio Hiro y nos dejaría a merced de ellos! ¿A merced de quiénes? De Yoshi Gyokotomo, por supuesto. Naturalmente, a merced de ese advenedizo de origen campesino que siempre nos ha odiado a nosotros por ser de alta cuna, descendientes de samurais desde los tiempos más remotos»...

Llegado a ese punto, Kasigi sintió la cabeza a punto de explotarle.

Por supuesto a merced de Yoshí Gyokotomo aunque ayudado, y con la complicidad, también por supuesto, de sus astutos rivales de «Mitsuwari Industries». Claro que Gyokotomo perdería una fortuna, «pero pueden soportar su cuota de pérdidas mientras untan las manos adecuadas; sugiriendo que absorberían conjuntamente las pérdidas de "Toda", la desmembrarían y, con la benevolencia de "Mitsuwari" la pondrían bajo una gerencia adecuada». Con los Toda se hundirían sus familiares: los Kasigi y los Kayama. «Más me valdría estar muerto.»

Oh ko!

«Y ahora, yo debo dar las terribles noticias. Los informes de Watanaba no servirán para demostrar nada, ya que, naturalmente, Gyokotomo lo negará todo, y, de paso, me perjudicará a mí por intentar acusarle y vociferará a pleno pulmón que los informe de Watanaba demuestran, de forma concluyente, la desastrosa administración de "Toda" en el transcurso de los años. Así que, como quiera que sea, me encuentro en dificultades. ¡Acaso la intención de Hiro fuera la de colocarme en el medio de este desbarajuste! Tal vez quiera remplazarme por uno de sus hermanos o sobra.»

En aquel momento, dieron con los nudillos en la puerta que inmediatamente se abrió de par en par. El joven ayudante de Watanaba, muy perturbado, entró precipitadamente, excusándose con profusión por molestarles.

—Ah, lo siento tantísimo Watanaba-san, ah, sí lo sienta.

—¿Qué pasa? —preguntó Watanaba haciéndole detenerse en seco. —Está llegando un comité muy numeroso, Watanaba-san, Kasigisama. ¡Miren!

El joven, blanco como el papel, señalaba a las otras ventanas que había frente al edificio.

Kasigi fue el primero en acercarse. Delante de la puerta principal había un camión atestado de revolucionarios, seguido de otros camiones y coches. De ellos saltaron hombres que fueron reagrupándose al azar.

Scragger se estaba acercando y le vieron detenerse, luego siguió avanzando hacia la puerta principal, pero le hicieron señas de que se alejara, al llegar a un gran «Mercedes». De la parte posterior se apeó un hombre recio, con túnica y turbante negros y barba blanca, acompañado de otro mucho más joven, con bigote, indumentaria ligera y una camisa abierta. Los dos llevaban gafas. Watanaba aspiró con fuerza.

—¿Quiénes son? —preguntó Kasigi.

—No lo sé, pero un ayatollah significa dificultades. Los mollahs llevan turbantes blancos, los ayatollahs los llevan negros.

Rodeados por media docena de guardias, los dos hombres entraron en el edificio.

—Condúzcalos aquí, Takeo, con toda ceremonia.

El joven salió corriendo.

—Sólo hemos recibido la visita de un ayatollah el año pasado, poco después del incendio de Abadán. Convocó a todo nuestro personal iraní a una reunión, les estuvo hablando durante tres minutos y luego, en el nombre de Jomeiny, les ordenó que fueran a la huelga, —Sus rasgos se petrificaron, era como si llevase una máscara—. Ése fue el comienzo de nuestras dificultades aquí... Desde entonces, nosotros hemos seguido adelante lo mejor que hemos podido.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Kasigi.

Watanaba se encogió de hombros, se acercó a un escritorio, cogió una fotografía enmarcada de Jomeiny que Kasigi no había visto y la colgó en la pared.

—Por amor de la cortesía —dijo con una sonrisa sardónica—. ¿Debemos sentarnos? Esperan de nosotros una actitud oficial. Por favor, ocupe la cabecera de la mesa.

—No Watanaba-san. Por favor, usted está al frente de esto. Yo no soy más que un visitante.

—Como usted ordene. —Watanaba ocupó su asiento habitual, de cara a la puerta.

Kasigi rompió el silencio.

—¿Qué es eso del incendio de Abadán?

—Ah, lo siento —respondió Watanaba en tono de excusa aunque, en realidad, le irritaba mucho que Kasigi no estuviese al corriente de un acontecimiento tan importante—. Fue en agosto pasado, durante su mes santo del Ramadán, cuando ningún Creyente puede comer o beber nada desde que el sol sale hasta que se pone, lo que no contribuye a su buen humor. Por entonces, sólo había una protesta muy reducida contra el Sha, centrada en su mayor parte en Teherán y Qom, aunque todavía no era nada serio y la Policía y la SAVAK dominaban los disturbios con facilidad. El quince de agosto, unos incendiarios prendieron fuego a un cinematógrafo, el «Rex Cinema», en Abadán. «Resultó que todas las puertas estaban cerradas o atascadas. «Resultó» que Bomberos y Policía fueron muy lentos en acudir y, debido al pánico, murieron casi quinientas personas, en su mayoría mujeres y niños.

—Realmente terrible.

—Sí. La nación entera se sintió conmocionada. Al punto se culpó a la SAVAK y, en consecuencia, al Sha, éste acusó a los izquierdistas y juró que ni la Policía ni la SAVAK habían tenido nada que ver con ello. Naturalmente, hizo que se comenzara una investigación, la cual se prolongó durante semanas. Por desgracia, el interrogante sobre las responsabilidades quedó sin respuesta. —Watanaba prestaba oído atento al ruido de pisadas—. Ése fue el chispazo que contribuyó a unir a las diversas facciones contrarios bajo Jomeiny, y el que derribó a los Pahlevi de su trono.

—¿Quién cree usted que prendió fuego a la sala de cine? —preguntó Kasigi al cabo de una pausa.

—¿Quién quería destruir a los Pahlevi? ¡Resulta tan fácil gritar SAVAK! —Watanaba oyó detenerse el ascensor—. ¿Qué son quinientas mujeres y niños para un fanático..., cualquiera que sean sus ideas?

El ayudante Takeo abrió la puerta. El ayatollah y los civiles entraron dándose importancia, rodeados de seis hombres armados. Watanaba y Kasigi se levantaron cortésmente e hicieron una reverencia.

—Bienvenidos —dijo Watanaba en japonés, a pesar de que hablaba muy bien farsi—. Soy Naga Watanaba, al frente de todo esto. Les presento a Mr. Kasigi, de nuestra casa central en Japón. Por favor, ¿a quién tengo el placer de dirigirme?

Takeo, que hablaba farsi a la perfección, empezó a traducir pero el civil, que ya se había sentado, lo interrumpió tajante.

—Vous parlez f rancais? —preguntó a Watanaba con malos modos. —lye. No —respondió Watanaba en japonés.

—Bien sür, m'sieur —dijo vacilante Kasigi, ya que su francés era mediocre—. Je parle un peu, mais je parle anglais mieux, et M'sieur Watanaba aussi.

—Muy bien —dijo el hombre con tono cortante en un inglés, con acento de París—. Entonces, hablaré en inglés. Soy Muzadeh, delegado del Primer Ministro Bazargan para toda el área de Abadan y...

—Pero Bazargan no dicta leyes, es el Imán quien lo hace —le interrumpió sin ambages el ayatollah—. El Imán nombró temporalmente a Bazargan Primer Ministro hasta que, con la ayuda de Dios, quede constituido nuestro Estado islámico. —Era un hombre que rondaba los setenta, carilleno, con unas cejas tan blancas como la barba, meticulosa su túnica negra—. Bajo el liderato del Imán —añadió incisivo.

—Sí, por supuesto —dijo Muzadeh, para seguir hablando como si no hubiera habido interrupción alguna—, y les informo de manera oficial que ahora «Iran-Toda» queda bajo nuestro directo control. Dentro de tres días habrá una reunión, para organizar controles y futuras operaciones. Quedan anulados todos los contratos anteriores establecidos bajo el Sha y, por tanto, ilegales. Nombraré una nueva junta de control, conmigo como presidente, los representantes de los trabajadores, un trabajador japonés y usted. Usted hala..

—Y yo, y un mollah de Bandar Delam —intervino el ayatollah, mirándole desafiante.

Muzadeh, irritado, empezó a hablar en farsi.

—Más tarde podremos discutir la formación del comité —dijo en tono cortante—. Lo importante es hacer que los trabajadores estén representados.

—Lo importante es hacer el «Trabajo de Dios».

—En este caso el «Trabajo del Pueblo» y el «Trabajo de Dios» es el mismo.

—No si el «Trabajo del Pueblo» es una tapadera para disimular el «Trabajo de Satanás».

Los seis guardias iraníes se agitaban nerviosos. De manera inconsciente, habían formado dos grupos, uno de cuatro y otro de dos. En medio del silencio, sus ojos pasaban de uno a otro de los hombres sentados a la mesa. Uno de los guardias quitó, con calma, el seguro de su arma.

—¿Decía usted? —preguntó Watanaba apresuradamente y estuvo a punto de añadir Banzai con alivio, al ver que todos dirigían de nuevo su atención a él—. ¿Desea constituir un nuevo comité?

—Sí. —Haciendo un gran esfuerzo, Muzadeh apartó la vista del ayatollah—. Tendrá preparados todos los libros para nuestro examen y usted será el responsable de cualquier..., de cualquier problema, pasado o futuro, o de delitos contra Irán, pasados o futuros.

—Hemos sido socios de una empresa conjunta con el Gobierno de Irán desde el com...

—Con el Sha, no con el pueblo iraní —le cortó Muzadeh en seco.

Detrás de él, los guardias, todos muy jóvenes, algunos casi adolescentes y otros apenas apuntándoles la barba, empezaron a murmurar.

—Es cierto, Mr. Muzadeh —repuso Watanaba, sin mostrar temor alguno. Durante los últimos meses había pasado muchas veces por ese mismo tipo de enfrentamientos—. Pero nosotros somos japoneses. «Iran-Toda» está siendo construida por técnicos japoneses, con la máxima ayuda de auxiliares y trabajadores iraníes, y está siendo financiada en su totalidad por dinero japonés.

—Eso no tiene nad...

—Sí, lo sabemos —intervino el ayatollah en voz muy alta aunque agradable, prescindiendo del otro—. Sabemos eso y son bienvenidos a Irán. También sabemos que los japoneses no son infames como los americanos, ni insidiosos como los británicos y, aunque tengan la desgracia de no ser musulmanes, y sus ojos todavía no se hayan abierto a Alá, les damos la bienvenida. Pero ahora, ahora que con la ayuda de Dios hemos tomado de nuevo posesión de nuestro país, ahora tenemos que hacer..., tenemos que conseguir nuevos acuerdos para futuras operaciones. Nuestra gente se quedará aquí, haciendo preguntas. Por favor, cooperen con ellos..., ustedes no tienen nada que temer. Y recuerde. Deseamos tanto como ustedes que la fábrica quede terminada y empiece a funcionar. Mi nombre es Ishmael Ahwazi, y soy ayatollah de esta área. —Se puso en pie con tal brusquedad que hizo sobresaltarse a algunos de los hombres—. Volveremos el cuarto día a partir de ahora.

—Hay otras órdenes para estos extranj... —dijo acalorado Moradeh en farsi.

Pero el ayatollah ya había salido de la sala. Muzadeh se levantó desdeñoso, y salió a su vez seguido de sus hombres.

Una vez que se encontraron completamente solos, Kasigi se permitió sacar un pañuelo y enjugarse la frente. El joven Takeo se había quedado petrificado. Watanaba se registró los bolsillos en busca de cigarrillos pero la cajetilla que sacó estaba vacía. La estrujó. Takeo, volviendo a la vida, corrió presuroso hasta un cajón y sacó un nuevo paquete, lo abrió y se lo ofreció.

—Gracias, Takeo —dijo Watanaba y dejó que le diera lumbre—. Ahora, ya puedes irte. —Miró a Kasigi—. Así que a empezar de nuevo —murmuró.

—Sí —asintió Kasigi. La idea de un nuevo comité comprometido a llevar a buen fin la fábrica le había entusiasmado—. Éstas son las mejores noticias que podemos recibir. Y en Japón tendrán una muy buena acogida.

«De hecho —se decía con excitación creciente—, las noticias borrarán la maldición de los informes de Watanaba, e incluso tal vez nosotros, Hiro Toda y yo, juntos, podamos neutralizar a Gyokotomo de alguna forma. Y aún sería mejor, sería perfecto, si Hiro se retirara y su hermano ocupase su lugar.»

—¿Qué? —preguntó, viendo que Watanaba le miraba.

—No quería decir que el trabajo empezará de nuevo, Kasigi-san —dijo el ingeniero jefe con tono acerbo—. El nuevo comité no será mejor que el otro...; de hecho, será peor. Con los socios, el inevitable pishkesh abría puertas y uno sabía dónde estaba. Pero con estos fanáticos, con estos aficionados... —Watanaba irritado, se pasó la mano por el cabello. «¡Que todos los dioses y los espíritus me den la fuerza suficiente para no empezar a maldecir a este loco por su constante estupidez! —se dijo—. Sé prudente, cálmate, no es más que un mono de imitación, ni tiene una ascendencia tan noble como la tuya, tú eres descendiente directo de los señores del norte.»

—Entonces, ¿el ayatollah ha mentido? —preguntó Kasigi viendo desvanecerse sus esperanzas.

—No, ese pobre loco estaba convencido de cuanto decía, pero nada de eso ocurrirá. La Policía y la SAVAK, cualquiera que sea el nuevo nombre que le den ahora, seguirá controlando Abadán y su área... Los habitantes son en su mayoría árabes, sunnitas, no chiítas, iraníes. Quiero decir que la matanza empieza de nuevo. —Watanaba le explicó el enfrentamiento que ambos hombres habían tenido en farsi—. Y ahora será muchísimo peor, con todas las facciones maniobrando por alcanzar el poder.

—¿Esos bárbaros no obedecerán a Jomeiny? ¿No entregarán las armas?

—Lo que estoy diciendo es que los izquierdistas como Muzadeh proseguirán adelante con la guerra, ayudados e instigados por los soviéticos que están desesperados por poseer Irán, siempre lo han querido, y seguirá siendo así..., no por el petróleo, sino por el estrecho de Ormuz. Porque si consiguen poner un pie en el estrecho, dominarán al mundo occidental..., y a Japón. En lo que a mí se refiere, Occidente, América y el resto del mundo pueden irse al diablo, pero nosotros tenemos que ir a la guerra si se prohibe el paso a nuestros barcos por el estrecho de Ormuz.

—Estoy de acuerdo. Claro que estoy de acuerdo —dijo Kasigi igualmente irritado—. Todos lo sabemos. Por supuesto que habrá guerra..., mientras dependamos del petróleo.

—Sí —sonrió Watanaba inexorable—. Diez años, no más.

—Sí.

Los dos hombres tenían plena conciencia del enorme esfuerzo nacional en proyectos de investigación, tanto de público conocimiento como encubiertos, orientados al desarrollo de una fuente alternativa de energía que permitiera a los japoneses valerse por sí solos..., el Proyecto Nacional. La fuente: el sol y el mar.

—Diez años, sí. Sólo durante diez años —dijo Kasigi que parecía muy seguro—. Si conseguimos diez años de paz y libre acceso al mercado de los Estados Unidos, entonces, tendremos nuestra alternativa y el mundo será nuestro. Pero, entretanto —añadió, recrudeciéndose su ira—, durante los diez años próximos, tenemos que kowtow a los bárbaros y a los bandidos de todo tipo.

—¿No fue Kruschev quien dijo que los soviéticos no tenían nada que hacer respecto a Irán porque «es una manzana podrida que caerá en nuestras manos». —Watanaba estaba furibundo—. Puede asegurar que esos comedores de mierda están sacudiendo el árbol con todas sus fuerzas.

—Una vez los vencimos —dijo Kasigi sombrío, recordando el combate naval ruso-japonés de 1904 en el que su abuelo había luchado—. Podemos hacerlo de nuevo. Ese hombre, ¿Muzadeh? Tal vez sólo sea progresista y contrario a los mollahs..., no todos los partidarios de Jomeiny son fanáticos.

—Estoy de acuerdo, Kasigi-san. Pero algunos son igualmente fanáticos de su dios Lenin-Marx, e igualmente estúpidos. Aunque apostaría cualquier cosa a que Muzadeh es uno de esos llamados «intelectuales», un antiguo estudiante de la Universidad francesa, cuyas clases fueron pagadas con becas del Sha y que fue adoptado, entrenado y adulado por profesores izquierdistas en Francia. Yo pasé dos años en la Sorbona, cursando estudios superiores. Conozco a esos intelectuales, a esos cretinos y a algunos de sus profesores... Intentaron convencerme. En una ocasión cuan...

Una breve ráfaga de disparos afuera lo interrumpió. Por un instante, los dos hombres permanecieron inmóviles, pero luego se precipitaron hacia la ventana. El ayatollah y Muzadeh estaban en pie, en los escalones de la puerta principal y abajo, en el antepatio, un hombre los amenazaba con un fusil automático, en pie, solo, en el centro de un semicírculo de otros hombres armados. El resto aparecía desperdigado por entre los camiones, algunos vociferando y todos ellos en actitud hostil. Scragger andaba por los alrededores y mientras los dos hombres observaban, le vieron colocarse en una mejor posición defensiva. El ayatollah alzó los brazos y les exhortó a todos. Watanaba no podía oír lo que estaba diciendo. Con extremo cuidado, abrió la ventana y atisbó por la rendija.

—Está diciendo: «En el Nombre de Dios, entregad vuestras armas, el Imán lo ha ordenado... Todos habéis oído su mensaje por la radio... Lo volveré a decir, obedecedle y entregad vuestras armas.»

Se escucharon voces furiosas a las que contestaron otras más furiosas todavía, los hombres se amenazaban unos a otros con el puño. Entre toda aquella confusión, vieron a Scragger escurrirse y desaparecer detrás de un edificio. Watanaba se inclinó aún más, esforzándose por oír mejor.

—El hombre que les apunta con el arma..., no puedo ver si lleva brazalete verde o no... Ah, no lleva, así que debe ser fedayin o Tudeh...

Ahora, un silencio absoluto reinaba en el antepatio. De manera imperceptible, los hombres empezaron a moverse, adoptaban mejores posiciones, todas las armas preparadas, todos y cada uno vigilaban a sus vecinos, todos con los nervios tensos.

El hombre que apuntaba a los dos, alzó el arma.

—¡Ordena a tus hombres que entreguen las armas! —aulló al ayatollah.

Muzadeh adelantó un paso. No quería tener un enfrentamiento allí, sabedor de que los superaban en número.

—¡Déjalo ya, Hassan! Te queda.

—¡No hemos luchado ni nuestros hermanos han muerto para entregar nuestras armas y el poder a los mollahs!

—El Gobierno tiene poder. ¡El Gobierno! —Muzadeh alzó aún más la voz—. Que todos conserven sus armas ahora, pero que las entreguen en mi oficina ya que represento al nuevo Gobierno y al...

—¡No lo representas! —vociferó a su vez el ayatollah—. Primero, en el Nombre de Dios, que todos los guardias no islámicos dejen sus armas en el suelo y se vayan en paz. Segundo, el Gobierno está sometido al Comité Revolucionario bajo el liderazgo directo del Imán, y este hombre, Muzadeh, no ha sido confirmado de manera que no tiene autoridad alguna. ¡Obedeced o se os desarmará!

—¡Yo soy aquí el Gobierno!

—Allah-u Akbarrr! —gritó alguien al tiempo que apretaba el gatillo y Hassan, el muchacho que estaba en el centro de todos ellos, recibió la andanada en la espalda e hizo una pirueta en su danza de la muerte. Al punto, otras armas empezaron a disparar y unos hombres trataron de ponerse a cubierto y otros se volvieron contra sus vecinos. El combate fue breve y cruel. Muchos murieron, pero los hombres de Muzadeh se encontraban en franca minoría. Los Green Bands fueron implacables. Algunos de ellos habían apresado a Muzadeh y en aquellos momentos lo tenían de rodillas sobre el polvo, suplicando clemencia.

El ayatollah se encontraba en los escalones. Había recibido una ráfaga de balas en el pecho y el estómago y yacía en los brazos de un hombre, con la sangre manchándole sus túnicas. De la boca le caía un hilillo que iba a sepultarse entre su barba.

—¡Dios es Grande... Dios es Grande...! —murmuraba. Seguidamente, emitió un sordo quejido al apoderarse de él el dolor.

—Maestro —dijo el hombre que lo sostenía, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—, dile a Dios que hemos intentado protegerte, díselo al Profeta.

—Dios... es... Grande... —murmuró.

—¿Y qué pasa con ese Muzadeh? —preguntó alguien—. ¿Qué hemos de hacer con él?

—Haced el trabajo de Dios. Matadle..., matadle al igual que debéis matar a todos los enemigos del Islam. No hay más Dios...

La orden fue obedecida de inmediato. Con toda crueldad. El ayatollah murió sonriendo, con el Nombre de Dios en los labios. Otros lloraban desconsoladamente..., le envidiaban el Paraíso.

Torbellino
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