CAPÍTULO XLIII
En la madrugada, la cara de otro Mahmud, el mollah islámico-marxista, aparecía contraída por la furia.
—¿Has yacido con este hombre? —vociferó—. Ante Dios, ¿has yacido con él?
Azadeh se encontraba de rodillas ante él embargada por el pánico.
—No tienes derecho a irrumpir en la...
—¿Has yacido con este hombre?
—Soy... soy fiel a mi..., ¡a mi marido! —jadeó.
Hacía tan sólo unos segundos que ella y Ross se encontraban sentados sobre las alfombras en la cabaña, devorando apresuradamente la comida que ella llevara, felizmente reunidos y preparados para partir de inmediato. El jefe había aceptado, agradecido y humilde, su pishkesh, cuatro rupias de oro para él y otra que Azadeh diera en secreto a su mujer, y les había dicho que salieran a hurtadillas de la aldea por la parte del bosque, tan pronto como hubieran terminado de comer, bendiciendo a Azadeh. Luego, la puerta se había abierto violentamente, precipitándose sobre ellos unas gentes extrañas. Sujetaron a Johnny y les arrastraron a los dos afuera, empujándola a ella a los pies de Mahmud y golpeando a Ross hasta someterle.
—Soy fiel, soy fiel, lo juro...
—¿Fiel? ¿Por qué no llevas chador? —le gritó Mahmud, frente a la mayoría de las gentes de la aldea que ahora les rodeaban, silenciosas y asustadas.
Media docena de hombres armados descansaban apoyados sobre sus armas, dos de ellos se encontraban junto a Ross quien estaba tumbado boca abajo, inconsciente, y un hilillo de sangre le resbalaba por la frente.
—Llevaba... yo llevaba chador pero me... me lo quité mientras comía...
—¿Te quitaste el chador en una cabaña con la puerta cerrada mientras comías con un forastero? ¿Qué otra cosa te quitaste?
—¡Nada, nada! —dijo, presa de un pánico mayor, ciñéndose fuertemente su parka con la cremallera bajada—. Sólo estaba comiendo y, además, él no es un extraño, es un viejo amigo mío..., es un viejo amigo de mi marido —se apresuró a rectificar, pero el desliz no había pasado desapercibido—, el khan Abdollah es mi padre y tú no tienes der...
—¿Viejo amigo? ¡Si no eres culpable no tienes nada que temer! Ante Dios, ¿has yacido con él? ¡Júralo!
—¡Kalandar, envía por mi padre, envía por él!
El kalandar no se movió. Todas las miradas estaban clavadas en ella. Impotente, vio la sangre sobre la nieve, y oyó quejarse a su Johnny que empezaba a recobrar el conocimiento.
—¡Juro por Dios que soy fiel a mi marido! —chilló.
El grito les penetró a todos y también en la mente de Ross, ayudándole a recobrar plenamente la consciencia.
—Responde a la pregunta, mujer. ¿Sí o no? En el Nombre de Dios, ¿has yacido con él? —preguntó el mollah que se encontraba en pie dominándola, semejante a un cuervo morboso, con los aldeanos esperando, todo el mundo esperando, los árboles y el viento esperando..., incluso Dios.
—¡Insha'Allah!
Su miedo desapareció. Su lugar lo ocupó el odio. Sostuvo la mirada de aquel hombre, Mahmud, al tiempo que se ponía en pie.
—¡En el Nombre de Dios, soy y siempre he sido fiel a mi marido! —afirmó—. ¡En el Nombre de Dios, sí, amé a este hombre hace muchos, muchísimos años!
Sus palabras hicieron estremecerse a muchos y Ross se sintió aterrado al oír que lo admitía.
—¡Ramera! ¡Perdida! Has reconocido públicamente tu culpabilidad. Serás castigada de acuerdo con...
—¡No! —gritó Ross, haciéndose oír por encima de sus palabras. Logró incorporarse hasta ponerse de rodillas y aun cuando los dos mujadines le apuntaban a la cabeza con sus armas, los ignoró por completo—. ¡No fue culpa de Su Alteza! Yo... yo soy el culpable. Sólo yo.
—No temas, Infiel. Serás castigado —dijo Mahmud y añadió, volviéndose hacia los aldeanos—. Todos habéis oído que la ramera admite la fornicación, todos habéis oído que el Infiel admite la fornicación. Para ella sólo hay un castigo... Para el Infiel, ¿qué debería pasarle al Infiel?
Los aldeanos se mantuvieron a la espera. Aquel mollah no era su mollah, tampoco pertenecía a su aldea y no era un verdadero mollah sino un islámico-marxista. Se había presentado allí sin que lo invitaran. Nadie sabía por qué había ido a la aldea, sólo que había aparecido de repente como la ira de Dios, con izquierdistas... que tampoco eran de la aldea. No verdaderos chiítas, sólo dementes. ¿Acaso el Imán no había dicho cincuenta veces que aquellos hombres eran todos unos locos que sólo hablaban a Dios de dientes para afuera, mientras en secreto adoraban a Marx-Lenin?
—¡Bien! ¿Deberá él compartir el castigo de ella?
Nadie le contestó. Tanto el mollah como sus hombres iban armados.
Azadeh recibió el impacto de todos los ojos clavados en ella, pero ya se sentía incapaz de moverse o decir nada. Permanecía allí en pie, con las rodillas temblorosas, llegándole lejanas las voces, incluso la de Ross que gritaba:
—¡No tienes jurisdicción sobre mí..., ni sobre ella! ¡Estás profanando el nombre de Dios...!
Uno de los hombres que había a su lado le propinó un empujón tan brutal que le hizo caer al suelo. Luego, le puso la bota en el cuello impidiéndole todo movimiento.
—Castrémosle y terminemos con él —dijo uno de los hombres.
—No, fue la mujer la que le tentó —aseguró otro—. ¿Acaso no la vi quitarse su chador para él anoche en la cabaña? Vedla ahora, tentándonos a todos nosotros. Creo que el castigo para él debería ser cien latigazos.
—Puso las manos sobre ella. Cortémosle las manos —sugirió otro. —Bien —dijo Mahmud—. Primero las manos, luego los latigazos—. ¡Atadle!
Azadeh intentó gritar contra aquella maldad, pero no logró emitir sonido alguno. La sangre le golpeaba las sienes, tenía el estómago revuelto y la mente bloqueada, mientras arrastraban a su Johnny obligándole a ponerse en pie, luchando dando patadas hasta que finalmente lo ataron, con las piernas abiertas, a dos vigas que sobresalían de la cabaña... Aquello le hizo recordar un día en que ella y Hakim cuando niños, con su hermano, dándoselas de valiente, cogió una piedra y se la arrojó a un gato, y cómo el gato aulló mientras rodaba por el suelo, logrando enderezarse, aunque estaba herido, e intentando alejarse de allí arrastrándose y quejándose hasta que un guardia le disparó para terminar con su sufrimiento... Ahora..., ahora sabía que nadie le dispararía a ella. Dando un alarido, se lanzó sobre Mahmud intentando alcanzarle con las uñas pero las fuerzas le fallaron y perdió el conocimiento.
Mahmud la miró.
—Colocadla contra ese muro —ordenó a algunos de sus hombres—, y luego traedle su chador. —Se volvió de cara a los aldeanos—. ¿Quién es el carnicero aquí? ¿Quién es el carnicero de esta aldea? —Nadie contestó. Su tono se hizo imperativo—. Kalandar, ¿quién es tu carnicero?
El jefe señaló a un hombre que se encontraba entre la multitud, un hombre pequeño, toscamente vestido.
—Abrim, Abrim es nuestro carnicero.
—Ve y trae el cuchillo más afilado que tengas —le ordenó Mahmud—. Los demás, amontonad piedras.
Abrim hizo lo que le mandaban.
«Es la Voluntad de Dios», murmuraron los demás entre sí. —¿Habéis visto alguna vez una lapidación? —preguntó alguien.
—Yo vi una hace mucho tiempo. Fue en Tabriz, cuando era pequeña —dijo y su voz se hizo trémula—. La adúltera era la mujer de un mercader, sí, recuerdo que era la mujer de un mercader. Su amante era mercader también y le cortaron la cabeza delante de la mezquita, después, los hombres la apedrearon a ella. Las mujeres podían haberle arrojado piedras de haberlo querido, pero no lo hicieron. No vi que ninguna mujer la lapidara. Duró mucho tiempo, la lapidación, y durante años seguí oyendo sus gritos.
—El adulterio es un gran pecado y debe ser castigado, quienquiera que sea la pecadora, incluso ella. El Corán dice: cien latigazos al hombre... El mollah es quien impone la ley, no nosotros —dijo el kalandar.
—¡Pero él no es un verdadero mollah y el Imán nos ha prevenido contra ellos y sus maldades!
—El mollah es el mollah. La ley es la ley —repuso el kalandar con gesto torvo, deseoso en su fuero interno de humillar al Khan y destruir a aquella mujer que había enseñado ideas inquietantes a sus hijos—. Amontonad las piedras.
Mahmud permanecía en pie, en medio de la nieve, ajeno al frío, a los aldeanos y al saboteador, que maldecía, se quejaba e intentaba, frenético, librarse de sus ligaduras. Y también a la mujer inerte contra el muro.
Aquella mañana, antes del amanecer, cuando llegaba para imponer su autoridad en la base, se había enterado de que el saboteador y ella estaban en la aldea. «La de la sauna —se había dicho haciéndose más intensa su ira—. La que se pavoneaba, el retoño de alta cuna del maldito Khan, ese que pretende ser nuestro patrón pero que nos ha traicionado y me ha traicionado a mí; él intentó que me asesinaran anoche a la salida de la mezquita después de la última oración, con una ráfaga de metralleta que mató a muchos pero no a mí. El Khan trató de que me asesinaran, a mí al protegido de la Palabra Sagrada de que el Islam, junto con Marx-Lenin es el único camino para ayudar al mundo a levantarse.»
La miró, viendo las largas piernas enfundadas en los pantalones de esquí azules, el cabello descubierto y flotando, los erguidos senos tensando la chaqueta de esquí azul y blanca. «Ramera», dijo para sí, odiándola por tentarle. Uno de sus hombres arrojó sobre ella el chador. Azadeh gimió levemente aunque sin salir de su estupor.
—Estoy preparado —dijo el carnicero, probando su cuchillo. —Primero la mano derecha —dijo Mahmud a sus hombres—. Atadle por encima de las muñecas.
Lo maniataron fuertemente con tiras de la arpillera que cubría la ventana. Los aldeanos se apelotonaban para poder ver mejor el espectáculo, y Ross hizo acopio de toda su energía para contener el terror que amenazaba con desbordarle al ver la cara marcada de viruelas sobre el cuchillo de trinchar, el bigote y la barba enmarañada, los ojos vacuos y el pulgar del hombre, comprobando, con aire ausente, el filo del cuchillo. Entonces su mirada se aclaró. Vio a Azadeh volver en sí y, de repente, se acordó.
—¡La granada! —gritó—. ¡La granada, Azadeh!
Ella le oyó claramente y rebuscó en su bolsillo lateral mientras él seguía chillando una y otra vez, sobresaltando al carnicero y atrayendo hacia sí la atención de todos. El carnicero se acercó maldiciéndole, le cogió la mano derecha, con firmeza, fascinado por ella, se movió ligeramente de un lado a otro, con el cuchillo preparado, mientras reflexionaba por dónde debía cortar los tendones de la articulación. Esa vacilación dio el tiempo justo a Azadeh para levantarse y lanzarse contra su espalda a través del corto espacio que los separaba, consiguiendo que cayese al suelo y soltase el cuchillo, que se hundió en la nieve. Luego, se volvió hacia Mahmud, quitado el seguro de la granada, y permaneció allí, temblando, sujetando la palanca con su pequeña mano.
—¡Aléjate de él! —chilló—. ¡Aléjate!
Mahmud no se movió. Todos los demás se dispersaron. Algunos se atropellaban entre sí al atravesar la plaza en busca de refugio, mientras lanzaban maldiciones y gritaban.
—¡De prisa, por aquí, Azadeh! —gritó Ross—. ¡Azadeh!
Ella le oyó a través de las brumas de su cerebro y obedeció, retrocediendo hacia donde él se encontraba, vigilando a Mahmud, unas burbujas de espuma en la camisura de su bonita boca. Entonces, Ross vio a Mahmud volverse y dirigirse hacia uno de sus hombres que se encontraba fuera del alcance, y gimió, consciente de lo que ocurriría seguidamente.
—¡Aprisa, coge el cuchillo y suéltame! —urgió para apartar la atención de ella—. ¡No sueltes la palanca! Yo los vigilaré por ti. —Por detrás de ella, vio al mollah coger el rifle a uno de sus hombres, amartillarlo y volverse hacia ellos. Entretanto, Azadeh había cogido el cuchillo del carnicero y se disponía a cortar las ligaduras de la mano derecha de él. Ross supo que la bala la mataría o la heriría, la palanca saltaría y, después de cuatro segundos de espera, el olvido para ambos, pero rápido, limpio y sin obscenidades.
—Siempre te he amado, Azadeh —musitó.
Ella lo miró, sobresaltada, y sonrió a su vez.
Sonó un disparo. Ross sintió que el corazón se le paraba. Luego otro y otro, pero no era Mahmud quien disparaba sino que lo hacían desde el bosque. Mientras, Mahmud se retorcía y chillaba caído en la nieve. Luego, una voz siguió a los disparos.
—¡Allah-u Akbar! ¡Muerte a los enemigos de Dios! ¡Muerte a todos los izquierdistas, muerte a todos los enemigos del Islam!
Con un aullido de rabia, uno de los mujadines se lanzó hacia el bosque y murió. Al punto, el resto emprendió la huida, cayendo unos encima de otros en su aterrada precipitación por esconderse. En cuestión de segundos, la plaza de la aldea quedó desierta salvo por los barboteantes aullidos de Mahmud. Ya no llevaba el turbante en la cabeza. En el bosque, los cuatro hombres que formaban el equipo tudeh de ejecuciones, y que desde el alba lo iban siguiendo, le silenciaron con una ráfaga de metralleta. Después, los cuatro se retiraron con el mismo sigilo con que habían llegado.
Ross y Azadeh contemplaron, atónitos, la desierta plaza.
—¡No puede ser... no puede ser! —murmuraba Azadeh, trastornada todavía.
—No sueltes la palanca —le advirtió Ross con voz bronca—. No sueltes la palanca. Rápido, quítame las ligaduras..., ¡rápido!
El cuchillo estaba muy afilado. A Azadeh le temblaban las manos y las movía con lentitud, pero cortó las ataduras de un tajo. Tan pronto como Ross estuvo libre y cogió la granada con las manos doloridas y con hormigueo pero que sujetaban seguras la palanca, respiró de nuevo. Tambaleante, se dirigió a la cabaña, cogió la carabina y el kookri, que quedara envuelto en la manta durante el forcejeo inicial, y lo envainó. Una vez en la puerta, se detuvo.
—¡De prisa, Azadeh, coge tu chador y la mochila y sígueme! —gritó. Ella se le quedó mirando—. ¡De prisa! —aulló.
Azadeh obedeció como una autómata y Ross la sacó de la aldea adentrándose en el bosque, en la mano derecha la granada y en la izquierda el arma. Al cabo de una carrera vacilante de un cuarto de hora, se detuvo y prestó oído. Nadie les seguía, Azadeh jadeaba detrás de él. Vio que llevaba la mochila pero que había olvidado el chador. Su indumentaria de esquiadora, azul claro destacaba con gran claridad sobre la nieve y entre los árboles. Echó a correr de nuevo. Ella lo siguió tropezando, incapaz de hablar. Otros cien metros sin tropiezo alguno.
Todavía no había un lugar donde detenerse. Ross prosiguió la marcha, ahora ya más despacio, sintiendo un violento dolor en el costado que casi le provocó el vómito. Azadeh le seguía todavía más exhausta que él. Encontró el sendero conducente a la parte trasera de la base. Nadie los perseguía. Cerca de la elevación, por la trasera de la cabaña de Erikki, se detuvo para esperar a Azadeh; entonces sintió que se le revolvía el estómago, vaciló y, cayendo de rodillas, empezó a vomitar. Aunque muy débil, se puso en pie y subió para encontrar un mejor cobijo. Cuando Azadeh se reunió con él, respiraba con dificultad, entre grandes jadeos. Se derrumbó sobre la nieve, a su lado, haciendo esfuerzos para vomitar.
Abajo, junto al hangar, Ross pudo ver el «206» que uno de los mecánicos estaba lavando. «Bien —se dijo—, tal vez lo estén preparando para un vuelo.» Tres revolucionarios armados se encontraban agazapados en una terraza cercana, estaban fumando protegidos del ligero viento por el saliente de un remolque. En el resto de la base no había señales de vida, aunque salía humo de la chimenea de la cabina de Erikki y de la que los mecánicos compartían, como también de la cocina. Incluso podía ver la carretera desde allí. Todavía seguía el control y los hombres que vigilaban así como algunos camiones y coches detenidos ante él.
Volvió la mirada a los hombres que se encontraban en la terraza y pensó en Gueng y en cómo habían arrojado su cuerpo, igual que si de un saco de huesos se tratara, sobre el suelo sucio de la furgoneta. Quizás habían sido esos mismos hombres o tal vez no. Por un momento, la cabeza le dolió por la fuerza de su ira. Miró de nuevo a Azadeh. Sus espasmos se habían calmado, aunque seguía más o menos en trance, sin verle en realidad, la barbilla manchada con algunos restos de saliva y de vómito. Ross le limpió la cara con la manga.
—Ya estamos bien. Descansa un rato y luego seguiremos adelante. Azadeh asintió y se recostó, sumiéndose una vez más en su propio mundo privado. Ross volvió a concentrarse en la base.
Diez minutos pasaron sin apenas cambio. Arriba, el cielo encapotado era como una manta sucia, cargada de nieve. Dos de los hombres armados entraron en la oficina y pudo verlos, de vez en cuando, a través de la ventana. El tercero de ellos prestaba escasa atención al «206». Ningún otro movimiento. Un cocinero salió de la cocina, orinó en la nieve y volvió a entrar. El tiempo transcurría. Uno de los guardias salió de la oficina y se dirigió, andando con dificultad por la nieve, hacia el remolque de los mecánicos, con el «M16» colgado del hombro; abrió la puerta y entró, al cabo de un momento volvió a salir. Iba acompañado por un europeo alto con indumentaria de vuelo y otro hombre. Ross reconoció al piloto Nogger Lane y al otro mecánico. Éste dijo algo a Lane, saludó con la mano y regresó al remolque. El guardia y el piloto se dirigieron hacia el «206».
«Todo el mundo en su puesto», pensó Ross, latiéndole el corazón. Comprobó la carabina con torpeza ya que la granada que llevaba en la mano derecha le dificultaba los movimientos. Luego, metió en su bolsillo los dos últimos cargadores y la última granada que llevaba en la mochila. De repente, se sintió invadido por el pánico y por unas ansias insostenibles de echar a correr, de salir corriendo, de esconderse, de llorar, de encontrarse en casa a salvo, lejos en cualquier parte. «¡Ayúdame, Dios!»
—Ahora voy a bajar ahí, Azadeh —se forzó a decir—. Prepárate para correr hacia el helicóptero cuando yo agite la mano o grite. ¿Dispuesta? —Vio que lo miraba y asentía con la cabeza formando sus labios la palabra sí, pero no estaba seguro de que hubiera penetrado en su mente lo que le había dicho. Lo repitió y sonrió alentador—. No te preocupes.
Azadeh asintió sin decir palabra.
Ross dejó suelto su kookri en la vaina y subió corriendo por la elevación como un animal salvaje en busca de comida.
Se deslizó por detrás de la cabina de Erikki, protegida por la sauna. Del interior le llegaron grititos infantiles y la voz de una mujer. Tenía la boca seca, la cálida granada en la mano. Fue acercándose más y más al remolque de la oficina, pasando de una protección a otra, bidones inmensos o montañas de tuberías y herramientas de transporte de troncos, siempre más cerca de aquel remolque. De vez en cuando, se paraba para localizar al guardia y al piloto, cerca del hangar, y al hombre de la terraza, que los vigilaba tranquilamente. La puerta de la oficina se abrió y otro hombre salió, acompañado de uno a quien Ross no había visto, de más edad, más corpulento, completamente afeitado, quizás europeo, vestido con ropas de mejor calidad y armado con un «Stern». De su ancho cinturón de cuero colgaba un kookri envainado.
Ross soltó la palanca que se desprendió: «Uno..., dos..., tres...», se fue apartando para ponerse a cubierto, y lanzó la granada hacia los hombre que se encontraban en la terraza, a unos cuarenta metros de distancia, y volvió a ocultarse tras el tanque mientras comenzaba a preparar la otra.
Le habían visto. Por un instante, permanecieron como petrificados, cuando reaccionaron y se dejaron caer, tratando de ponerse a cubierto, la granada explotó: la mayor parte de la terraza y del voladizo saltaron por los aires, matando a uno de ellos, dejando al otro aturdido y malherido al tercero. Al punto, Ross se precipitó a campo abierto, apuntando con la carabina, la otra granada en la mano derecha fuertemente apretada, el índice en el gatillo. No hubo movimiento alguno con la terraza. Más allá, junto a la puerta del hangar, el piloto y el mecánico se tumbaron en la nieve y se cubrieron la cabeza con los brazos, dominados por el pánico; entretanto, el guardia se precipitaba hacia el hangar y, por un momento, constituyó un blanco perfecto. Ross disparó sin darle, corrió al hangar, observó una puerta trasera y se desvió hacia ella. La abrió y entró de un salto. El enemigo se encontraba del otro lado del espacio vacío, detrás de un motor, con su arma dirigida hacia la otra puerta. Ross le voló la cabeza, las paredes de hierro ondulado resonaron con el eco del disparo. Corrió hacia la otra puerta. A través de ella pudo ver al mecánico y a Nogger Lane, tumbados en la nieve cerca del «206». Permaneciendo siempre a cubierto les gritó:
—¡De prisa! —gritó Ross—. ¿Cuántos hostiles más hay aquí? —No hubo contestación—. ¡Por Dios Santo, contesten!
Nogger Lane levantó la vista, blanco como el papel.
—No dispare, somos civiles. Ingleses... ¡no dispare!
—¿Cuántos hostiles más hay aquí?
—Hay... había cinco... cinco... Éste de aquí y el resto en... en la oficina... creo que en la oficina.
Ross corrió hacia la puerta de atrás, se tiró al suelo y desde allí atisbó. No se observaba movimiento alguno. La oficina estaba a cincuenta metros... La única protección de que podía servirse era el camión. Rodearlo. Se puso en pie de un salto y corrió hacia él. Las balas chasquearon contra el metal y luego callaron. Ross había visto que disparaban a través de una ventana rota de la oficina.
Más allá, había un pequeño trecho de ángulo muerto y en él una zanja que conducía a la línea de tiro. «Si permanecen a cubierto son míos. Si salen, y posiblemente lo harán sabiendo que estoy solo, las cartas están a su favor.»
Reptó sobre el vientre en dirección al ángulo muerto. Todo permanecía quieto y en silencio: el viento, los pájaros, el enemigo. Todos esperaban. Ya había alcanzado la zanja. Avance lento. Ya se hallaba más cerca. Susurros y el crujido de una puerta. Otra vez el silencio. Un metro. Otro metro. Otro más. ¡Ahora! Se puso de rodillas, preparado, hundió en la nieve las puntas de los pies, aflojó la palanca de la granada y contó tres. Se incorporó, resbaló y pudo mantener el equilibrio apenas. En ese momento, lanzó la granada a través de la ventana rota, más allá del hombre que se encontraba allí en pie, apuntándole con el arma. Volvió a tirarse al suelo. La explosión, que detuvo la ráfaga de disparos, estuvo a punto de hacerle estallar los tímpanos. De inmediato se puso en pie y comenzó a correr hacia el remolque al tiempo que disparaba. Saltó sobre un cuerpo tendido en el suelo y siguió disparando. De súbito, su arma quedó callada y el corazón le dio un vuelco, latiéndole desacompasado, hasta que pudo sacar el cargador vacío e introducir uno nuevo. Disparó otra vez contra el de la metralleta y se detuvo.
Silencio. Luego, un alarido cercano. Abrió de un puntapié la puerta rota y entró en la terraza. El que gritaba tenía ambas piernas cercenadas, estaba enloquecido de dolor pero seguía con vida. Rodeándole la cintura llevaba el cinturón de cuero y el kookri que un día perteneciera a Gueng. La furia cegó a Ross que se lo arrancó de la vaina.
—¿Te apoderaste de esto en el control? —gritó en farsi.
—Ayúdame, ayúdame, ayúdame... —luego, un paroxismo en una lengua extranjera y después—. ¿Quiénerestú... quién... ayúdameeee —siguió chillando, entremezclados sus gritos con—... ayúdameayúdame... sí, maté al saboteador... ayúdameee...
Con un aullido estremecedor, Ross se abalanzó sobre él y cuando la vista y el entendimiento se le aclararon se vio mirando de frente a la cara de la cabeza cortada que enarbolaba en su mano izquierda. Asqueado, la dejó caer dando media vuelta. Por un instante, no recordó dónde se encontraba, luego, la mente se le aclaró. Había un intenso hedor a sangre y cordita, y cayó en la cuenta de que se encontraba entre las ruinas del remolque. Miró a su alrededor.
En la base no se oía nada, pero ya unos hombres corrían hacia ella desde el control de la carretera. Cerca del helicóptero, Lane y el mecánico seguían inmóviles tumbados en la nieve. Corrió hacia ellos, procurando mantenerse a cubierto.
Nogger Lane y el mecánico, Arberry, le vieron llegar a se sintieron embargados por el pánico... Un maníaco de mirada enloquecida, cabello enmarañado y barba de varios días. Un hombre tribal mujadin o fedayín, que hablaba inglés a la perfección, con las manos y las mangas manchadas de sangre de la cabeza que momentos antes le habían visto cercenar de un solo tajo y con un aullido demencial, llevando todavía en su mano el cuchillo corto ensangrentado y en la otra la carabina. Además, su vaina guardaba otro cuchillo casi idéntico. Se pusieron torpemente de rodillas con las manos levantadas.
—No nos mate, somos amigos, civiles... no nos mate hem...
—¡Cállese! Prepárese a despegar. ¡Rápido!
Nogger Lane se quedó atónito.
—¿Qué?
—¡Por Cristo Bendito, dese prisa! —le urgió, enfadado, Ross, furioso ante la expresión de ambos, completamente ignorante de su aspecto—. Usted —dijo señalando al mecánico con el kookri de Gueng—. ¿Ve aquella elevación?
—Sí..., sí, señor —pudo decir apenas Arberry.
—Vaya allí tan rápido como pueda, hay una dama, acompáñela aquí... —calló al ver a Azadeh que salía del bosque y empezaba a bajar corriendo la ladera de la pequeña colina en dirección a ellos—. Olvídelo. Vaya a buscar al otro mecánico, pero apresúrese, de un momento a otro, los bastardos del control estarán aquí. ¡Vamos, dese prisa! —Arberry se alejó corriendo, aterrado, pero todavía más aterrado de los hombres que ya podía ver acercarse, procedentes del control en la carretera. Ross se volvió hacia Nogger Lane—. Le he dicho que ponga el motor en marcha.
—Sí..., sí señor..., esa..., esa mujer..., ¿no es Azadeh? La Azadeh de Erikki, ¿no es ella?
—Sí... ¡He dicho que lo ponga en marcha!
Nogger Lane jamás había hecho una salida tan rápida como aquélla con un «206» y tampoco los mecánicos se habían movido nunca con tal rapidez. A Azadeh le quedaban cien metros por recorrer todavía y los elementos hostiles se encontraban ya demasiado cerca. De manera que Ross, poniéndose bajo las palas que ya giraban, se colocó delante de Azadeh y ellos y vació el cargador contra ellos. Quienes, agachados, se desperdigaron por el lugar. Lanzó el inútil cargador hacia ellos al tiempo que los maldecía. Algunas cabezas empezaron a aparecer. Una nueva ráfaga, y otra, trataba de economizar munición, les mantuvo quietos. Azadeh ya estaba cerca pero a una marcha más lenta. Sacando fuerzas de flaqueza, hizo un último esfuerzo y pasó junto a él, y se acercó, temblorosa, a la parte trasera, para, una vez allí, ser prácticamente izada por los mecánicos. Ross retrocedió disparando una última andanada se dejó caer en el asiento delantero. Levantaron el vuelo rápidamente y se alejaron.