CAPÍTULO XXVI
«... no se le permite aterrizar», se escuchó a través de la HF, acompañadas de toda una serie de ruidos. Gavallan, McIver y Robert Armstrong se agolpaban en derredor de ella, escuchando con atención. A través de las ventanas, el panorama era gris y tristón. Empezaba a caer la noche.
De nuevo se escuchó la voz jovial de John Hogg, procedente del «125».
—Control Teherán. Eco Tango Lima Lima al habla, desde ayer tenemos autorización de Kish para aterrizar y...
—ETLL, ¡no se le permite aterrizar! —El tono de voz del controlador aéreo era inexperto y atemorizado y McIver maldijo entre dientes.
—Lo repito, negativo. Todo el tráfico aéreo civil se encuentra en tierra y cancelados los próximos vuelos hasta nuevas órdenes del Imán... —Como fondo a aquella voz podían oírse otras charlando en farsi, encontrándose abierto cierto número de micrófonos en esa frecuencia—. ¡Regrese al punto de partida!
—Repito, tenemos autorización para aterrizar del radar de Kish que nos trasladó al controlador del tráfico aéreo de Esfahan quien confirmó nuestra autorización. Larga vida al Ayatollah Jomeiny y a la victoria del Islam... Estoy a sesenta kilómetros al Sur del puesto de control Veramin, esperando pista 29 izquierda. Por favor, confirmen que su ILS funciona. ¿Tienen otro tráfico en su sistema?
Por un instante voces en farsi dominaron en la torre y luego...
—Tráfico negativo ETLL, negativo ILS, pero no pue... —El inglés americano calló bruscamente y ocupó su lugar una voz airada, de acento cerrado—. ¡Nada de aterrizajes! ¡Comité da órdenes Teherán! Kish no ser Teherán... Esfahan no Teherán... Nosotros mandamos Teherán. Arrestado si aterriza.
Al punto, se escuchó la voz cordial de John Hogg.
—Eco Tango Lima Lima. Entendido. No quieren que aterricemos, y desean rechazar nuestras autorizaciones, lo que me parece un error de acuerdo con las regulaciones del tráfico aéreo... Manténgase a la escucha Uno, por favor. —Inmediatamente su clara voz llegó por la frecuencia privada de «S-G», acompañada de confusos ruidos—. Cuartel General, ¿decisión?
Mclver cambió inmediatamente de canal.
—Tres Sesenta. Alerta Uno —dijo por el micrófono, lo que significaba «Manténte en círculos y espera la respuesta». Miró a Gavallan que estaba ceñudo. Robert Armstrong silbaba entre dientes—. Valdrá más que le hagamos alejarse. Si toma tierra, pueden echarle el guante y confiscar el aparato —dijo Mclver.
—¿Con autorizaciones oficiales? —alegó Gavallan—. Dijiste a la torre que teníamos la carta del embajador británico con el visto bueno de la oficina de Bazargan...
—Pero no por el propio Bazargan, señor —intervino Robert Armstrong—, e incluso si la tuviéramos, esos granujas de la torre son allí, a todos los efectos útiles, la ley. Por el momento. Le sugeriría qu... —Calló y señaló con gesto más sombrío aún—. ¡Miren eso!
Dos camiones y un coche de radiocontrol con todos sus aditamentos aéreos elevados, circulaba veloz por la carretera limítrofe. Mientras observaban, los camiones enfilaron directamente hacia la pista 29 izquierda, aparcando en el centro de ella. Saltaron Green Bands armados, que tomaron posiciones defensivas. El coche de control siguió avanzando en dirección a ellos.
—¡Mierda! —farfulló Mclver.
—¿Crees que puedan haber intervenido nuestra frecuencia, Mac? —Lo más seguro será suponerlo, Andy.
Gavallan cogió el micrófono.
—Suspende. B repito B.
—¡Eco Tango Lima Lima! —Luego, por la frecuencia de la torre, dijo con tono amable y cordial—: Torre de Teherán. Aceptamos su petición de cancelar nuestra autorización y solicitarla oficialmente para tomar tierra mañana al mediodía, a fin de entregar urgentemente, repito, urgentemente, los repuestos destinados a «IranOil», y a la tripulación que sale con permiso aplazado. Regresaremos de inmediato al punto de partida.
Mclver gruñó.
—Johnny siempre ha estado al quite —gruñó Mclver; después, se dirigió a Armstrong—. Le pondremos a usted...
—Atención Uno. Eco Tango Lima Lima —le interrumpieron, procedente de la torre.
—Le pondremos en la lista de pasajeros tan pronto como nos sea posible, Mr. Armstrong. Siento que hoy no haya habido suerte. ¿Qué me dice de su documentación?
—Yo..., bueno, preferiría figurar como asesor especializado de «S-G», que se va con permiso. Si es que no les importa. Naturalmente sin cobrar. —Miró de nuevo a Gavallan—. ¿Qué significa B repito B?
—Que lo intente de nuevo mañana a la misma hora.
—¿Y si autorizan la solicitud ETLL?
—Entonces, será mañana..., y usted un asesor especializado.
—Gracias, esperemos a mañana. —Armstrong vio acercarse al coche y añadió presuroso—: ¿Estará libre esta noche a las diez, Mr. Gavallan? Tal vez yo podría darme por ahí una vuelta..., sólo para charlar, nada importante.
—Desde luego. Lo esperaré. Nos hemos visto antes, ¿verdad?
—Sí. En el caso de que no estuviera allí a las diez y cuarto es que habrán surgido impedimentos y no he podido acudir... Ya sabe lo que pasa..., entonces, me pondré en contacto por la mañana. —Armstrong inició su marcha—. Y gracias.
—Muy bien. ¿Dónde nos conocimos?
—En Hong Kong. —Robert Armstrong hizo una cortés inclinación de cabeza y salió, alto y enjuto.
Le vieron atravesar la oficina y dirigirse a la puerta que conducía al hangar y a la puerta trasera que daba al aparcamiento «S-G» donde dejara su usado coche... El de Mclver estaba aparcado delante.
—Parece como si hubiera estado aquí antes —comentó Mclver pensativo.
—¿Hong Kong? No lo recuerdo en absoluto. ¿Y tú?
—No. —Mclver frunció el entrecejo—. Le preguntaré a Gen, tiene muy buena memoria para los nombres.
—Pese a lo que Talbot diga, no estoy seguro de que me guste o confíe en ese condenado Robert Armstrong.
A mediodía, habían ido a ver a Talbot para averiguar quién era Armstrong y qué hacía allí.
—Bueno, en realidad es un tipo muy decente —fue cuanto pudieron sacarle a George Talbot—, y nosotros..., humm, os agradeceríamos que lo llevarais en el helicóptero y..., humm, sin hacer demasiadas preguntas. Por supuesto, almorzaréis aquí. Aún nos quedan algunos excelentes lenguados de Dover, recién congelados, también hay mucho caviar, o salmón ahumado, si lo preferís, un par de «La Doucette» del 76 en hielo..., o salchichas y puré con el clarete de la casa que os recomiendo de veras, si es que lo preferís. Pastel de chocolate o tartaletas de cerezas y aún nos queda la mitad de un «Stilton» muy bueno. El mundo entero podrá estar en llamas pero, al menos, podemos verlo arder como caballeros. ¿Qué me decís de una ginebra rosada antes de almorzar?
El almuerzo había sido muy bueno. Talbot había dicho que Bajtiar cedía el campo a Bazargan y que Jomeiny podría evitar mayores males.
—Ahora ya no existe posibilidad alguna de un golpe. Finalmente, todo volverá a la normalidad.
—¿Cuándo piensas que será ese «finalmente»?
—Cuando «ellos», quienesquiera que sean, se queden sin municiones.
Pero, mi querido amigo, poco importa en realidad lo que yo piense. Lo importante es lo que piense Jomeiny y sólo Dios sabe lo que Jomeiny piensa.
Gavallan recordó el estridente cacareo de las risas de Talbot por su propio chiste y sonrió.
—¿Qué? —le preguntó McIver.
—Estaba recordando a Talbot durante el almuerzo.
El coche se encontraba aún a unos cien metros.
—Talbot conoce montañas de secretos. ¿De qué crees que querrá «charlar» Armstrong?
—Acaso para desorientarnos más aún. ¡Es curioso! Habitualmente yo no olvido... ¿Hong Kong? Parece ir asociado con las carreras en «Happy Valley». Lo recordaré. Hay algo que puedo decir en favor suyo, que es puntual. Le dije que a las cinco en punto y aquí estaba..., a pesar de que parecía haber surgido del maderaje. —En los ojos de Gavallan, bajo las pobladas cejas, brilló una mirada maliciosa. Luego, dirigió de nuevo su atención al coche que llegaba y que se había detenido delante del edificio—. Tan seguro como que Dios hizo Escocia, es evidente que no quería encontrarse con nuestro simpático comité. Y me pregunto por qué.
El comité lo formaban dos jóvenes armados, un mollah..., aunque no era el mismo que el del día anterior, y Sabolir, el sudoroso oficial de inmigración veterano, que seguía estando muy nervioso.
—Buenas tardes, Excelencias —dijo McIver, mientras su olfato se rebelaba ante el penetrante hedor a sudor acre—. ¿Les gustaría una taza de té?
—No, no, gracias —repuso Sabolir. Aún se mantenía a la defensiva, aunque tratase de ocultarlo bajo una actitud de arrogancia. Ocupó el mejor asiento—. Tenemos nuevas regulaciones para ustedes.
Ante la sorpresa de ambos, Sabolir sacó el pasaporte de Gavallan, así como la autorización anterior, y los dejó sobre la mesa.
—Aquí está su pasaporte y sus documentos..., humm, autorizados —dijo, adoptando al punto el tono untuoso de los funcionarios públicos—. El Imán ha ordenado que empiecen las operaciones habituales de inmediato. El..., humm, el Estado Islámico de Irán ha vuelto a la normalidad y el aeropuerto será abierto de nuevo dentro de..., humm, tres días para el tráfico normal establecido de antemano. Ahora, ustedes tienen que volver a la normalidad.
—¿Empezamos a entrenar de nuevo a las Fuerzas Aéreas iraníes? —preguntó McIver, esforzándose por reprimir el jubilo de su voz, ya que se trataba de un contrato muy importante y beneficioso.
Sabolir vaciló.
—Sí, supongo que ust...
—No —intervino con firmeza el mollah hablando un inglés excelente—. No..., hasta que el Imán y el Comité Revolucionario lo aprueben. Me ocuparé de que les den una respuesta definitiva. No creo que esa parte de sus operaciones vaya a empezar todavía. Entretanto, procedan a sus trabajos habituales..., repuestos para las bases y los vuelos contratados para ayudar a «IranOil» a reanudar la producción de petróleo, o a «Iran-Timber», y así sucesivamente. Todo ello podrá comenzar pasado mañana, siempre que los vuelos sean previamente aprobados. —Excelente —dijo Gavallan y McIver se hizo eco.
—También podrán proceder a la renovación de las tripulaciones de vuelo o los equipos de trabajo en las plataformas..., siempre que hayan sido aprobadas de antemano y que su documentación esté en orden —siguió diciendo el mollah—, a partir de pasado mañana. La producción de petróleo ha de ser prioritaria. Un guardia islámico los acompañará en todos los vuelos por el interior.
—Si se solicita previamente y el hombre acude en punto para la salida del vuelo. Aunque no armado —dijo Mclver con la más exquisita cortesía, preparado para el inevitable enfrentamiento.
—Llevarán guardias islámicos armados para su propia protección a fin de evitar asaltos por parte de los enemigos del Estado —repuso el mollah tajante.
—Nos sentiremos muy complacidos de cooperar, Excelencia —le interrumpió Gavallan con calma—, en extremo complacidos, pero estoy seguro de que usted no desea poner vidas humanas en peligro o comprometer al Estado islámico. Solicito de usted, oficialmente, que pida la autorización del Imán para que no se lleven armas en absoluto... Resulta evidente que usted tiene acceso inmediato a su presencia. Entretanto, todos los aparatos permanecerán en tierra hasta que se me dé la autorización o mi Gobierno lo autorice.
—¡Usted no retendrá los aparatos en tierra y normalizará los vuelos! —El mollah estaba realmente irritado.
—Tal vez podamos llegar a un acuerdo hasta tanto se reciba la autorización del Imán. Sus guardias conservarán las armas pero el capitán llevará la munición durante el vuelo. ¿De acuerdo?
El mollah pareció vacilar.
Gavallan endureció su actitud.
—El Imán ordenó que fueran entregadas TODAS las armas. ¿No es así?
—Sí, muy bien. Estoy de acuerdo.
—Gracias. Mac, prepara el documento para que lo firme Su Excelencia y esto incluye a todos nuestros muchachos. Ahora, Excelencia, necesitaremos nuevas documentaciones de vuelo, ya que las únicas de que disponemos son las antiguas..., humm, las inútiles del régimen anterior. ¿Nos concederá la autoridad necesaria? ¿Usted, usted mismo, Excelencia? Resulta evidente que es usted un hombre importante y está al tanto de cuanto ocurre —dijo Gavallan mientras observaba al mollah quien parecía crecer en estatura con el halago. El hombre estaba en la treintena, tenía la barba grasienta y su indumentaria aparecía raída. Por su acento, Gavallan lo clasificó como un antiguo estudiante en Gran Bretaña, uno entre los millares de iraníes que el Sha enviara con becas al extranjero para que adquirieran una educación occidental—. Por supuesto, nos proporcionará documentaciones nuevas inmediatamente para legalizar nuestra situación en la nueva era, ¿no es así?
—Nosotros firmaremos nuevos documentos para cada uno de nuestros aparatos. Sí.
El mollah sacó algunos papeles de su manoseada cartera y se puso unos lentes viejos, de gruesos cristales, uno de ellos resquebrajado. El papel que buscaba estaba en el fondo.
—En su compañía tienen trece «212» iraníes, siete «206» y cuatro «Alouettes» en diversos lugares, todos ellos con matrícula iraní y propiedad de la «Iran Helicopter Company... ». ¿No es así?
Gavallan negó con la cabeza.
—No del todo. Por el momento, siguen siendo propiedad de «S-G Helicopters», de Aberdeen. Nuestra empresa conjunta, la «Iran Helicopter Company», con socios iraníes, no será propietaria de los aparatos hasta que éstos no hayan sido acabados de pagar.
El mollah frunció el ceño y se acercó más los papeles a los ojos.
—Pero el contrato por el que se da la propiedad a «Iran Helicopter», que es una compañía iraní, está debidamente firmado, ¿no?
—Sí, pero sujeto a los correspondientes pagos que están..., que tienen algo atrasados.
—El Imán ha dicho que se pagarán todas las deudas, de manera que se pagarán.
—Desde luego, pero, entretanto, la propiedad depende de los pagos reales.
Gavallan seguía hablando, cauteloso. Esperaba, contra toda esperanza, que la torre accediera a la inteligente solicitud de Johnny Hogg de poder tomar tierra al día siguiente. «Me pregunto si este fastidioso granuja podría dar la autorización», se dijo. Si Jomeiny ha ordenado que todo vuelva a la normalidad, es evidente que volverá y yo podré regresar a Londres sin más incidentes. Con algo de suerte, incluso podré firmar el contrato con «ExTex» que cubre los pagos del arriendo de los «X63» para el fin de semana.
—Durante meses hemos estado haciendo pagos por cuenta de «IHC» por todos esos aparatos, con intereses, cargas bancarias y todo el resto, con cargo a nuestros propios fondos y nos...
—El Islam tiene prohibida la usura y el pago de intereses —le interrumpió el mollah de forma tan tajante que dejó de piedra a Gavallan y Mclver—. Los Bancos no pueden cargar intereses. Ninguno. Es usura.
Gavallan miró a McIver que, inquieto, centró toda su atención en el mollah.
—Si los Bancos no cargasen intereses, ¿cómo podrían operar en el interior y el exterior?
—De acuerdo con la ley islámica. Sólo por la ley islámica. El Corán prohibe la usura —dijo el mollah con expresión de desagrado—. Lo que hacen los Bancos extranjeros es diabólico..., por culpa de ellos, Irán tiene muchas dificultades. Los Bancos son instituciones diabólicas y no serán permitidos. En cuanto a la «Iran Helicopter Company», el Comité Revolucionario Islámico ha ordenado la suspensión de todas las empresas conjuntas, quedando pendientes de revisión. —El mollah agitó los documentos—. Todos estos aparatos son iraníes, ¡de matrícula iraní, iraníes! —Repasó de nuevo los documentos—. Aquí en Teherán, y en este mismo aeropuerto, tienen tres «212», cuatro «206» y un «47G4», ¿no es así?
—Están repartidos por ahí —respondió cauteloso McIver—, aquí, en Doshan Tappeh y en Galeg Morghi.
—¿Pero todos pertenecen aquí, a Teherán?
Mientras Gavallan hablaba, McIver había estado tomando la medida del mollah, intentando al mismo tiempo leer, del revés, el contenido de los documentos. En el que el mollah tenía en la mano figuraba una lista de todos los aparatos, con sus respectivos números de matrícula, y una copia del permiso que se encontraba de forma permanente en la torre y que «S-G» estaba obligada a mantener constantemente al día. Sintió encogérsele desagradablemente el estómago cuando atisbó EPHBC con un círculo rojo, el «212» de Lochart y también EP-HPC, el «206» de Pettikin.
—Tenemos un «212» en calidad de préstamo, en Bandar Delam —dijo, decidiendo jugar sobre seguro, maldiciendo a Valik en su fuero interno y esperando que Tom Lochart se encontrara, bien en Bandar Delam o a salvo de regreso a casa—. El resto está aquí.
—En calidad de préstamo... ¿Ése sería el EP..., EP-HBC? —dijo el mollah muy satisfecho de sí mismo—. Veamos..., que... —La voz del controlador le interrumpió.
—Eco Tango Lima Lima, solicitud rechazada. Llamen Esfahan, el 118.3... Buenos días.
—Perfectamente..., muy bien. —El mollah hizo, satisfecho, un movimiento de aprobación con la cabeza.
Gavallan y McIver seguían maldiciendo en su fuero interno y Sabolir, que había estado observando y escuchando en silencio el tira y afloja, comprendiendo con claridad meridiana el intento de los dos hombres de manipular al mollah, rió satisfecho para sus adentros, evitando cuidadosamente la mirada de cualquiera de ellos, con los ojos clavados en el suelo para mayor seguridad. En un momento dado, hacía poco, cuando la atención del mollah se había distraído con algo, su mirada se había encontrado hábilmente con la de McIver y había esbozado una ligera sonrisa, alentadora, pretendiendo amistad, aterrado ante la idea de que McIver pudiera interpretar erróneamente todos sus anteriores favores que no eran otra cosa que la compensación por allanarles el camino de entrada de repuestos y de salida de tripulaciones y equipos. Aquella misma mañana, por la radio, un portavoz del Comité Revolucionario Islámico instaba a todos los ciudadanos leales a denunciar a cualquiera que hubiera «cometido delitos contra el Islam». A lo largo de ese mismo día, tres de sus colegas habían sido detenidos, lo que tenía estremecido de horror a todo el aeropuerto. Los «Guardias Islámicos» no habían alegado motivos específicos, se habían limitado a llevarse prácticamente a rastras a los hombres, encerrándoles en la Cárcel Evin, la aborrecida prisión de la SAVAK, donde, según se rumoreaba, habían sido fusilados ese mismo día medio centenar de «enemigos del Islam» después de unos juicios sumarísimos. Uno de los detenidos era uno de sus propios hombres que el día anterior había aceptado los cinco mil rials y los tres bidones de gasolina de veinte litros del almacén de McIver. El hombre se había quedado uno y él se había llevado los otros dos como era su derecho. «Dios mío, no permitas que registren mi casa.»
Se oyó a través de la HF a Johnny Hogg, su voz siempre animosa.
—Eco Tango Lima Lima, gracias. Arriba la Revolución y que tengan un buen día —añadiendo luego por su propia canal, lacónico—: Confirmación cuartel general.
Mclver cambió al canal propio.
—Alerta Uno —ordenó, plenamente consciente de la atención del mollah—. Cree ac...
—¡Ah! Habla directamente con el aparato..., ¿canal privado? —Canal de la Compañía, Excelencia. Es práctica habitual. —Habitual. Sí. De manera que EP-HBC está en Bandar Delam —dijo el mollah leyendo luego el documento—. «Entregando repuestos.» ¿Es así?
—Sí —repuso Mclver encomendándose a Dios.
—¿Para qué hora está previsto que regrese el aparato?
Mclver podía sentir el peso de la atención del mollah sobre él.
—No lo sé. No me ha sido posible comunicar con Bandar Delam. Se lo diré tan pronto como me sea posible. Y ahora, Excelencia, respecto a las autorizaciones para nuestros diversos vuelos, ¿cree ust...?
—EP-HFC. ¿EP-HFC está en Tabriz?
—Está en la pequeña pista de aterrizaje Forsha —respondió Mclver realmente inquieto, rezando para que la locura que había tenido lugar en el bloqueo de la carretera de Kazvin no hubiera sido notificada y estuviera ya olvidada. De nuevo se preguntó dónde se encontraría Erikki. Habían acordado que se reuniría con ellos en el apartamento a las tres de la tarde para acudir juntos al aeropuerto. Pero no se presentó.
—¿Pista de aterrizaje Forsha?
Vio que el mollah tenía la mirada fija en él e hizo un esfuerzo por concentrarse.
—EP-HFC voló el sábado a Tabriz para entregar unos repuestos y a recoger al equipo del relevo. Regresó anoche. Mañana figurará en el nuevo permiso.
De repente, el mollah adoptó una actitud severa.
—Pero debe informarse de inmediato la llegada o salida de cualesquiera aparatos. No tenemos registrada ninguna autorización de entrada en el día de ayer.
—Ayer, el capitán Pettikin no pudo comunicar con ATC Teherán. Creo que los militares se habían hecho cargo de todo. Intentó comunicar durante el vuelo. —Mclver se apresuró a añadir—: Si hemos de reanudar nuestras operaciones, ¿quién autorizará nuestros vuelos «Iran-Oil»? ¿Mr. Darius, como de costumbre?
—Humm, sí. Creo que sí. Pero, ¿por qué no se ha comunicado hoy su llegada?
Gavallan intervino, esforzándose por mostrarse admirativo.
—Estoy muy impresionado por su eficiencia, Excelencia. Es una lástima que no le imitaran los controladores de vuelo militares que estaban de servicio ayer. Me doy cuenta de que la nueva República islámica superará con mucho a cualquier nación occidental. Será un placer servir a nuestros nuevos jefes. Un viva por los innovadores. ¿Podría conocer su nombre, por favor?
—Yo..., soy Mohammed Tehrani —dijo el hombre, desviada de nuevo su atención.
—Entonces, Excelencia Tehrani, ¿podría pedirle que nos conceda el beneficio de su autoridad? Si mi Eco Tango Lima Lima pudiera obtener su permiso para tomar tierra mañana, mejoraríamos de manera inconmensurable nuestra eficiencia, emulando la de usted. Y entonces podré asegurarle que nuestra compañía dará al Ayatollah Jomeiny y a sus ayudantes personales, como usted mismo, el servicio que tanto él como ellos tienen derecho a esperar. Los repuestos ETLL que traiga nos permitirán poner de nuevo en movimiento otros dos «212» más y podré volver a Londres para incrementar nuestro respaldo a la Gran Revolución. Naturalmente, estará usted de acuerdo, ¿verdad?
—No es posible. El comité ib...
—Estoy seguro de que el comité seguirá el consejo de usted. Bien, me he dado cuenta de que ha tenido la desgracia de que se le rompan los lentes. Es terrible. Yo apenas puedo ver sin los míos. Tal vez pueda hacer que el «125» le traiga mañana un par nuevo de Al Shargaz.
El mollah se sentía perturbado. Tenía los ojos muy mal. El ansia de unos lentes nuevos, de unos lentes buenos casi le desbordaba. Aquello sería un increíble tesoro, un regalo de Dios. Con toda seguridad, era Dios quien había inspirado esa idea al extranjero.
—No creo..., no sé. El comité no puede hacer lo que usted pide con tanta rapidez.
—Sé que es difícil, pero si usted intercede en favor nuestro cerca de su comité, con toda seguridad, ellos le escucharán. Será una ayuda inconmensurable para nosotros y estaremos en deuda con usted —añadió Gavallan, recurriendo a la eterna frase que en casi todas las lenguas significa, «¿qué quiere a cambio?». Vio cómo Mclver cambiaba a la frecuencia de la torre y le ofrecía el micrófono—. Para hablar apriete el botón. Excelencia, si es que desea honrarnos con su ayuda...
El mollah Tehrani vaciló, sin saber qué hacer. Mientras contemplaba el micrófono, Mclver dirigió una mirada intencionada a Sabolir.
Sabolir lo comprendió al punto, sus reflejos eran perfectos.
—Desde luego, cualquiera que sea su decisión, Excelencia Tehrani, su comité se mostrará de acuerdo —dijo con tono meloso—. Pero mañana, mañana creo saber que le han ordenado la visita a los demás aeropuertos para asegurarse dónde y cómo se encuentran muchos helicópteros civiles correspondientes a su área que abarca todo Teherán, ¿no?
—Sí, ésas son las órdenes —admitió el mollah—. Yo y algunos otros miembros de mi comité tenemos que visitar mañana los demás aeropuertos.
Sabolir suspiró profundamente, simulando decepción, y a Mclver le resultó difícil contener la risa ante lo exagerado de su actuación.
—Desafortunadamente no le será posible visitarlos todos en coche o a pie y poder estar de regreso para supervisar personalmente la llegada e inmediata salida de ese único aparato al que, sin culpa alguna por su parte, se le ha prohibido aterrizar, porque esos arrogantes controladores aéreos de Kish y de Esfahan no se han dignado consultar antes con usted.
—Una gran verdad, una gran verdad —asintió el mollah—. ¡Cometieron un error!
—¿Le vendría bien a las siete en punto de la mañana, Excelencia Tehrani? —se apresuró a preguntarle Mclver—. Nos sentiremos enormemente satisfechos de ayudar al comité de nuestro aeropuerto. Le cederé a mi mejor piloto y estará de regreso con tiempo más que suficiente para, humm, supervisar la salida. ¿Cuántos hombres irían con usted?
—Seis... —respondió el mollah con aire ausente, maravillado ante la idea de cumplir sus órdenes, el trabajo de Dios, de una forma tan conveniente y cómoda, como un auténtico ayatollah—. Eso..., ¿puede hacerse eso?
—Por supuesto —afirmó McIver—. A las siete en punto de la mañana aquí. El capitán, humm, el capitán jefe Nathaniel Lane tendrá preparado un «212». Siete incluido usted, y hasta siete esposas. Desde luego, usted volará en la carlinga con el piloto. Considérelo hecho.
El mollah sólo había volado dos veces en su vida... a Inglaterra a la Universidad, y de regreso a casa, en un vuelo charter especial para estudiante de la «Iran Air». Su rostro se iluminó y alargó la mano para coger el micrófono.
—A las siete en punto de la mañana.
Tanto McIver como Gavallan disimularon su alivio ante aquel triunfo. Y también Sabolir.
Éste se sentía feliz de que el mollah hubiese quedado cogido en la trampa. ¡Dios lo había querido! «Ahora, ya tengo un aliado si me acusan falsamente —se dijo—. ¿Acaso ese loco, ese falso mollah hijo de perra no ha aceptado un soborno? Es evidente que no se trata de pishkesh, sino de dos en realidad: unos lentes nuevos y un vuelo que es un despilfarro y no autorizado además. ¿Acaso no ha permitido, deliberadamente, convertirse en la víctima de esos dos ingleses charlatanes, y como siempre astutos, que aún creen que pueden seducirnos con baratijas y robar nuestra herencia por unos cuantos rials? ¡Escuchen a ese loco dando a los extranjeros cuanto ellos quieren!»
Miró a Mclver. Con intención. Pero tropezó con su mirada. Y al punto clavó de nuevo los ojos en el suelo. «Y ahora, arrogante occidental, hijo de perra, ¿qué favor valioso deberás hacerme en compensación por mi ayuda?»
En el «Club Francés»: 7.10 de la tarde. Gavallan cogió la copa de vino tinto que el uniformado camarero francés le ofrecía. McIver la de vino blanco.
Ambos hicieron chocar sus copas y saborearon su vino, fatigados de su viaje desde el aeropuerto. Al igual que otros invitados, en su mayoría europeos, hombres y mujeres se encontraban sentados en el vestíbulo, que daba a los jardines y pistas de tenis, con sus confortables y modernas butacas, el bar amplio... y otros muchos salones para banquetes, bailes, almuerzos, naipes, sauna..., repartidos en diversos lugares de aquel hermoso edificio enclavado en la mejor zona de Teherán. El «Club Francés» era el único extranjero que todavía seguía abierto. El «American Service Club» con su inmenso complejo de diversiones, campos deportes y terrenos de béisbol, así como los clubes británicos, persamericano, alemán y la mayoría de los otros, habían sido cerrados y destrozados sus bares y existencias.
—Caramba, esto sí que está bueno —dijo Mclver mientras que el vino helado, purificador, arrastraba consigo todos los residuos—. No le digas a Gen que nos paramos aquí.
—No es necesario, Mac. Ella se enterará.
McIver asintió.
—Tienes razón, pero no importa. He logrado reservar mesa para cenar esta noche..., cuesta un ojo de la cara pero merece la pena. A esta hora solía haber gente esperando, en pie. —Miró en derredor al escuchar las risas de un francés sentado en un rincón—. Por un instante me dio la impresión de oír a Jean-Luc, parece que hayan pasado años desde que celebramos aquí su fiesta de Navidad... Me pregunto si llegará a haber alguna otra.
—Claro que sí —afirmó Gavallan tratando de animarle, preocupado por el decaimiento de su viejo amigo—. No dejes que ese mollah te apabulle.
—Me puso la carne de gallina... y, bien pensado, también Armstrong. Y Talbot. Pero tienes razón, Andy, no voy a permitir que todos ellos me acobarden. Estamos en mejor forma que hace dos días... —Nuevas risas atrajeron su atención y comenzó a pensar en los buenos ratos que pasara allí con Genny, y Pettikin y Lochart, no quería pensar en él en aquellos momentos, y con todos los demás pilotos, y sus muchos amigos británicos, americanos, iraníes. Todos se habían ido, la mayoría. Solía decir: «Vamos a darnos una vuelta por el "French Club", Gen, esta tarde son las finales de tenis...». 0 también «el cocktail party de Valik es a las ocho de la tarde en el club de oficiales iraní...». 0 «hay un partido de polo, o de béisbol, o unas pruebas de natación, o una excursión para esquiar...». 0 «lo siento, no puedo. Este fin de semana vamos a casa del embajador, en el Caspio». 0 «me encantaría, pero a Genny no le es posible, está en Esfahan comprando alfombras».
—Es que antes teníamos tanto que hacer aquí, Andy. La vida social superaba a todas, sobre eso no cabe la menor duda —dijo—. Ahora, el mantenernos en contacto con nuestros operadores es una tarea realmente difícil.
—Escucha, Mac, quiero que me contestes con absoluta sinceridad —dijo cariñosamente—. ¿Quieres irte de Irán y que venga otro a sustituirte?
McIver se le quedó mirando, estupefacto.
—¡Santo Cielo, no! ¿Qué te ha hecho pensar eso? No, en modo alguno. Quieres decir que has pensado que por estar algo desanimado yo querría... ¡Dios mío, no! —repitió. Pero en su fuero interno se hizo de repente la misma pregunta, la que sólo unos días antes hubiera sido impensable: «las estás perdiendo, tu voluntad, tu energía, necesitas proseguir... ¿Ha llegado el momento de irse? No lo sé», se dijo, sintiendo que la verdad le helaba la sangre en las venas. Pero sonrió—. Todo está bien, Andy. No hay nada que no podamos resolver.
—Bien. Lo siento. Espero que no te importará que te lo haya preguntado. Creo que me sentí alentado por el mollah salvo cuando se refirió a «nuestro aparato iraní».
—La verdad es que tanto Valik como sus socios han estado actuando, desde que firmamos el contrato, como si nuestros aparatos fueran suyos.
—Gracias a Dios que se trata de un contrato británico, protegido por las leyes británicas.
Gavallan miró por encima del hombro de Mclver y sus ojos expresaron un ligero asombro. La joven que entraba en el salón contaría veintitantos años, tenía el cabello y los ojos oscuros y era realmente atractiva. Mclver siguió la dirección de su mirada. Se le iluminó el rostro y se puso en pie.
—Hola, Sayada —dijo, llamando su atención—. Me permito presentarte a Andy Gavallan. Sayada Bertolin, Andy. Es amiga de Jean-Luc.
¿Querrías acompañarnos?
—Gracias, Mac, pero me es imposible. Lo siento, precisamente voy a jugar squash con una amiga. Tienes muy buen aspecto. Encantada de conocerle, Mr. Gavallan. —Le alargó la mano que Gavallan se apresuró a estrechar—. Lo siento, he de irme. Dale un beso a Genny.
Volvieron a sentarse.
—Camarero, otra ronda, por favor —dijo Gavallan—. Entre tú y yo, Mac, esa maravilla ha hecho que me sienta débil.
Mac rió.
—Por lo general, el efecto suele ser contrario. Desde luego es muy popular, trabaja en la Embajada kuwaití, es libanesa y lleva a Jean-Luc de cabeza.
—No le culpo, palabra... —La sonrisa de Gavallan se desvaneció. Robert Armstrong acababa de entrar, acompañado de un iraní alto, de rasgos enérgicos, en la cincuentena. Vio a Gavallan, le hizo un breve saludo y subió, junto con el otro hombre, las escaleras que conducían a otros salones y habitaciones—. Me pregunto qué diablos ese hombre va a... —Gavallan calló al hacerse la luz en su memoria—. Robert Armstrong, superintendente jefe de CID Kowloon. ¡Eso es..., o era!
—¿CID? ¿Estás seguro?
—Sí. CID o Sección Especial... Espera un momento..., era, sí, eso es...
Si mal no recuerdo, era amigo de Ian, así fue como lo conocí, en la «Gran Mansión», en el «Peak», no en las carreras, aunque es posible que le haya visto también allí con Ian. Si no recuerdo mal, fue la misma noche en que Quillan Gornt hizo un acto de presencia no deseado... No puedo recordar con toda exactitud, pero creo que era la fiesta de aniversario de Ian y Penélope, poco antes de que yo me fuera de Hong Kong... ¡Dios mío, casi han pasado dieciséis años!, no es de extrañar que no le recordara.
—Tengo la impresión de que él te recordó en el mismo instante en que nos encontramos ayer en el aeropuerto.
—Eso mismo me pasó a mí.
Apuraron sus copas y se fueron, sintiéndose ambos curiosamente inquietos.
Universidad de Teherán: 7.52 de la tarde. La manifestación de más de mil estudiantes izquierdistas en la zona cuadrangular anterior al patio era bronca y peligrosa, demasiadas facciones, demasiados fanáticos, muchos de ellos armados. Hacía frío y humedad, y aunque todavía no estaba oscuro, ya había encendidas algunas luces y antorchas, brillando en el crepúsculo.
Rakoczy se encontraba al fondo de la muchedumbre, confundido con ella, vestido de cualquier manera, como los demás, presentando el mismo aspecto que ellos, aun cuando su identidad había cambiado una vez más. Ya no era Smith o Fedor Rakoczy, el ruso musulmán, el simpatizante islámico-marxista, sino que allí, en Teherán, volvía a ser Dimitri Yazernov, representante soviético en el Comité Central Tudeh, cargo que había ostentado de vez en cuando durante los últimos años. Se encontraba en pie, en un rincón del cuadrángulo junto con cinco de los líderes de los estudiantes tudeh, al abrigo del viento glacial, con un fusil de asalto al hombro, armado y preparado, a la espera de que se disparara la primera arma.
—Ahora, ya, en cualquier momento —dijo con voz queda.
—¿A por quién voy primero, Dimitri? —preguntó nervioso uno de los líderes.
—A por el mujadin... Ese hijo de su madre que está allí —respondió paciente, señalando a un hombre de barba negra mucho mayor que los otros—. Tómate todo el tiempo necesario, Farmad, y sigue mis indicaciones. Es un profesional y pertenece a la OLP.
Todos se le quedaron mirando, asombrados.
—Los de la OLP han sido grandes amigos nuestros a lo largo de los años, entrenándonos, prestándonos ayuda y dándonos armas.
—Porque ahora la OLP apoyará a Jomeiny —explicó pacientemente—. ¿Acaso no ha invitado Jomeiny a Arafat para que venga aquí la semana próxima? ¿Acaso no ha cedido a la OLP la sede de la misión israelí para que instalen su cuartel general en ella? La OLP puede aportar todos los técnicos que Bazargan y Joeminy necesitan para sustituir a los israelíes y a los americanos, especialmente en los campos petrolíferos. No querréis que Jomeiny se haga fuerte, ¿verdad? —No, pero la OLP ha sido...
—Irán no es Palestina. Los palestinos deberían estar en Palestina.
Vosotros ganasteis la revolución. ¿Por qué ceder vuestra victoria a los extranjeros?
—Pero los de la OLP han sido nuestros aliados —insistió Farmad, y Rakoczy se sintió satisfecho de haber descubierto el fallo antes de que alguna parcela de poder hubiese pasado a aquel hombre.
—Aliados que se convierten en enemigos no tienen el menor valor. Recuerda el objetivo.
—Estoy de acuerdo con el camarada Dimitri —intervino otro con tono cortante. Su mirada era fría y muy dura—. No necesitamos a la OLP dándonos órdenes aquí. Si tú no quieres suprimirle, Farmad, lo haré yo. ¡A todos ellos, y también a todos esos perros Green Bands!
—No se puede confiar en la OLP —insistió Rakoczy, prosiguiendo con la misma lección, plantando las mismas semillas—. Ved cómo vacilan y cambian de actitud incluso en su propia tierra, afirmando tan pronto que son marxistas, como diciendo a renglón seguido que son musulmanes, coqueteando inmediatamente después con el mayor de los traidores, Sadat, para luego atacarle. Tenemos documentos que lo demuestran. —Y añadió, ajustándose perfectamente en aquel momento la desinformación—: También hay documentos que demuestran que tienen un plan para asesinar al rey Hussein, apoderarse de Jordania y firmar una paz por separado con Israel y América. Ya han celebrado reuniones secretas con la CIA e Israel En realidad, no son enemigos de Israel.
«¡Ah, Israel! —pensaba entretanto para su fuero interno—, cuán importante eres para la Madre Rusia, instalada de manera tan estratégica en el centro mismo de la caldera, un fuelle perfecto para animar eternamente la ira de los musulmanes, en especial en los Estados rebosantes de petróleo, para mantener a todos los musulmanes eternamente enfrentados a los cristianos, nuestro principal enemigo, tus aliados americanos, británicos y franceses, doblegando entretanto su poder y manteniendo desequilibrado a Occidente, mientras nosotros alcanzamos los premios vitales...: Irán este año, también Afganistán; el próximo, Nicaragua; luego, Panamá y todos los demás, siguiendo siempre el mismo plan: la posesión del estrecho de Ormuz, Panamá, Constantinopla y el arcón de los tesoros de Sudáfrica. ¡Ah, Israel!, tú eres la carta del triunfo en nuestra partida mundial de Monopoly. ¡Pero que jamás descartaremos o venderemos! ¡Jamás renunciaremos a ti! Te dejaremos perder muchas batallas, nunca la guerra; te dejaremos pasar hambre, jamás morir de inanición; permitiremos que nos financien tus compatriotas conduciéndolos por tanto a su propia destrucción, aguantaremos mientras desangras a América hasta la muerte, fortaleceremos a nuestros enemigos..., aunque no demasiado, y contemplaremos cómo eres violada. Pero no te preocupes, jamás permitiremos que desaparezcas. Nada de eso. Nunca. Eres demasiado valiosa.»
—Los de la OLP son arrogantes y pagados de sí mismos —dijo con expresión sombría un estudiante alto—. Además, nunca se muestran corteses y tampoco consideran la importancia de Irán en el mundo. Y no saben una palabra de nuestra historia antigua.
—Sí —asintió otro de ellos—. Son peores que los judíos...
Racokzy rió para sus adentros. Disfrutaba inmensamente con su trabajo, disfrutaba trabajando con los estudiantes universitarios, siempre campo fértil, disfrutaba siendo maestro. «Pero, en definitiva, eso es lo que yo soy —se dijo satisfecho—. Un profesor de terrorismo, de poder y de consecución del poder. Tal vez me asemeje más a un agricultor: planto la semilla, la alimento, la vigilo y la recolecto, trabajando a todas horas durante todas las estaciones, tal como un granjero debe de hacer. Algunas cosechas son buenas y otras malas, pero todos los años se avanza un poco más, se adquiere algo más de experiencia, se conoce mejor la tierra, incluso se llega a ser más paciente, primavera-verano, otoño-invierno, siempre en la misma granja: objetivo: en el mejor de los casos, que Irán llegue a ser suelo ruso, en el peor, que se convierta en un satélite ruso para proteger a la sagrada Madre Rusia. Y tendremos un pie en el estrecho de Ormuz...»
«Ah —pensaba, invadido por un anhelo sublime, casi religioso e irreal—. Si pudiera darle Irán a la Madre Rusia, mi vida no habría sido en vano.»
«Occidente merece perder, en especial los americanos. Son tan demenciales, tan egocéntricos pero, sobre todo, tan estúpidos. Es inconcebible que ese Carter no sea capaz de ver el incalculable valor de
Ormuz en general y de Irán en particular y la gran catástrofe que para Occidente representará su pérdida. Pero ahí está. A todos los efectos útiles, nos ha entregado Irán.»
Rakoczy recordaba la sobresaltada oleada de incredulidad que había sacudido hasta los más altos niveles cuando sus más íntimos contactos en Washington les susurraron que Carter había abandonado al Sha. «¡Qué aliado tan formidable ha resultado ser Carter para nosotros! Si creyera en Dios, rezaría sin cesar: Dios es Grande, Dios es Grande, ¡protege a nuestro mejor aliado, el presidente Cacahuete y permítele ganar su segundo mandato! Con él gobernando durante otros cuatro años, llegaremos a poseer América y a gobernar el mundo. Dios es Grande, Dios es...»
De repente, se quedó frío. Hacía tanto tiempo que estaba haciéndose pasar por musulmán que a veces su disfraz tomaba carta de naturaleza y ya empezaba a hacerse preguntas y tener dudas.
«Sigo siendo Igor Mzytryk, capitán de la KGB, casado con mi preciosa Delaurah, mi bellísima armenia, que espera en Tbilisi mi regreso a casa. ¿Está ella en casa?, cree, tan en secreto, en Dios..., en el Dios de los cristianos que es el mismo que el Dios de los musulmanes y los judíos.»
«Dios. Dios, que tienes miles de nombres. ¿Acaso existe Dios?»
«Dios no existe», se dijo como en una letanía y devolvió ese pensamiento a su lugar para concentrarse en los disturbios que había de provocar.
Alrededor de ellos, la tensión iba creciendo entre la multitud de estudiantes, escuchándose sin cesar imprecaciones iracundas.
—¡No derrochéis nuestra sangre para que los mollahs se hagan con el poder! ¡Uníos, hermanos y hermanas! ¡Uníos bajo las banderas tudeh!
—¡Abajo los tudeh! ¡Uníos por la santa causa islámico-marxista. Nosotros, los mujadines, hemos derramado nuestra sangre y somos los mártires del Imán Alí, Señor de los Mártires y Lenin...!
—¡Abajo los mollahs y Jomeiny, el más grande traidor de Irán...! Ese grito fue vitoreado multitudinariamente y otros gritos se le unieron aunque, dominándolos a todos, persistía el de:
—Uníos, hermanos y hermanas, uníos a los verdaderos líderes de la revolución, los tudeh, uníos para proteger a...
Rakoczy observaba a la muchedumbre con mirada crítica. Todavía estaba formada por grupos, sin consistencia, sin constituir todavía una masa que pudiera ser dirigida y utilizada a modo de arma. Algunos transeúntes, islámicos, miraban y escuchaban con diversos grados de ira o desprecio. Los más moderados se alejaban sacudiendo la cabeza, dejando libre el campo a la inmensa mayoría profundamente comprometida y contraria a Jomeiny.
En derredor de ellos, los edificios se alzaban altos, construidos de ladrillo. Era la Universidad edificada por el Sha en los años treinta. Hacía cinco que Rakoczy estudiara algunos cursos allí, haciéndose pasar por un oriundo de Azerbaiján aunque los tudeh lo conocían por Dimitri Yazernov así como que le habían enviado, siguiendo siempre un patrón, para organizar células universitarias. Desde sus comienzos, la Universidad había sido siempre centro de disensiones y de enemigos del Sha, aunque éste hubiese ayudado con prodigalidad a la educación, más que cualquier otro monarca en la historia de Persia. Los estudiantes de Teherán habían sido la vanguardia de la rebelión, mucho antes de que Jomeiny se convirtiera en el núcleo de fusión.
«Sin Jomeiny, jamás lo hubiéramos logrado —se dijo—. Él fue la llama alrededor de la cual nosotros podíamos agolparnos todos y unirnos para echar al Sha y, con él, a los Estados Unidos. Jomeiny no está senil ni es un fanático como dicen tantos, sino un líder implacable, con un plan perfectamente definido, y muy peligroso, un gran carisma muy peligroso y un inmenso poder, muy peligroso, entre los chiítas... De manera que ya es hora de que se reúna con el Dios que nunca fue.»
De repente, Rakoczy rompió a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Farmad.
—Estaba pensando en lo que dirán Jomeiny y todos los mollahs cuando descubran que no hay Dios y que jamás existió ninguno. Que no hay cielo, ni infierno, ni huríes. Y que todo eso no son más que mitos.
Todos los demás rieron. Pero hubo uno que no lo hizo. Ibrahim Kyabi. Ya no le quedaban risas, sólo el deseo de venganza. Cuando el día anterior, por la tarde, acudió a su casa, la encontró sumida en una gran confusión, a su madre en un mar de lágrimas y a sus hermanos y hermanas angustiados. Acababa de llegar la noticia de que los «Guardias Islámicos» habían asesinado a su padre, el ingeniero, en las afueras del cuartel general de la «IranOil», y que habían abandonado su cuerpo a los buitres.
—¿Por qué? —gritó.
—Por... por crímenes contra el Islam —le había dicho entre lágrimas su tío, Dewar Kyabi, que había sido quien llevara a casa la terrible noticia—. Eso es lo que nos dijeron..., sus asesinos. Eran de Abadán, fanáticos, analfabetos en su mayoría. Y también nos dijeron que era un colaboracionista de los americanos, que durante años había cooperado con los enemigos del Islam, permitiéndoles y ayudándoles a robar nuestro petróleo, el...
—¡Mentira, todo mentiras! —había gritado Ibrahim—. Mi padre era enemigo del Sha, un patriota..., ¡un Creyente! ¿Quiénes eran esos perros? ¿Quiénes? Les haré arder en el fuego a ellos y a sus padres. ¿Cómo se llamaban?
—Fue Voluntad de Dios el que lo hicieran. lnsha'Allah! ¡Mi pobre hermano! Voluntad de Dios...
—¡Dios no existe!
Todos se le quedaron mirando, sobresaltados. Aquélla era la primera vez que Ibrahim formulaba la idea que durante tantos años había estado formándose en su cerebro, alimentada por sus amigos estudiantes que regresaban del extranjero, por amigos de la Universidad, avivada por algunos de los profesores que jamás lo decían abiertamente, únicamente alentándoles a poner en tela de juicio todo y a todos.
—Insha'Allah es para los tontos. Una maldita superstición tras la que se esconden los locos.
—No debes decir eso, hijo mío —había gritado su madre, aterrada—. Ve a la mezquita, pide perdón a Dios... El que tu padre haya muerto ha sido la Voluntad de Dios. Nada más. Ve a la mezquita.
—Lo haré —había contestado él aunque, en el fondo de su corazón, sabía que su vida había cambiado..., ningún Dios podría haber permitido que aquello sucediera—. ¿Quiénes eran esos hombres, tío? ¡Descríbemelos!
—Como ya te he dicho, Ibrahim, eran corrientes, la mayoría de ellos más jóvenes que tú..., no les acompañaba líder o mollah alguno..., aunque había uno en el helicóptero de los extranjeros que había llegado a Bandar Delam. Pero mi pobre hermano murió maldiciendo a Jomeiny. Si al menos no hubiera vuelto en el helicóptero de los extranjeros, si al menos..., aunque, de todos modos, Insha'Allah, ya le estaban esperando.
—¿Había un mollah en el helicóptero?
—Sí, sí. Lo había.
—¿Irás a la mezquita, Ibrahim? —volvió a preguntarle su madre.
—Sí. —Era la primera mentira que jamás le dijera a ella.
No le costó mucho encontrar a los líderes tudeh de la Universidad y a Dimitri Yazernov, jurar lealtad, hacerse con una metralleta y, sobre todo, pedirles que averiguaran el nombre del mollah que viajara en el helicóptero de Bandar Delam. Y en aquellos momentos se encontraba allí esperando, anhelando venganza, rebelándose su alma por el ultraje cometido contra su padre en nombre de un falso Dios.
—¡Empecemos ya, Dimitri! —pidió, atizada su furia por los gritos de las turbas.
—¡Tenemos que esperar, Ibrahim! —repuso Rakoczy con tono tranquilizador, muy contento de tener al joven con él—. No olvides que la multitud es un medio para alcanzar un fin..., ¡recuerda el plan!
Cuando sólo una hora antes les había puesto al corriente, habían quedado como petrificados.
—¡Asaltar la Embajada americana!
—Sí —había asentido con calma—. Un asalto rápido, entrar y salir, mañana, o pasado mañana. Esta noche, los manifestantes se transformarán en sublevados. La Embajada se encuentra a dos kilómetros de distancia apenas. Resultará fácil enviar a las turbas desmandadas en esa dirección a modo de experimento. ¿Qué mejor arma podemos tener para un asalto que un levantamiento? Dejamos que los enemigos mujadines y fedayines luchen contra los islámicos y se maten entre ellos, mientras nosotros tomamos la iniciativa. Esta noche plantamos más semillas. Mañana o pasado mañana, asaltaremos la Embajada de los Estados Unidos.
—¡Pero es imposible, Dimitri! ¡Imposible!
—Es fácil. No se trata más que de un asalto, no de un intento de apoderarnos de ella. Eso llegará más adelante. Esta incursión tendrá el carácter de lo inesperado, es pan comido llevarla a cabo. La Embajada se puede dominar fácilmente durante una hora, más o menos, reteniendo cautivo al embajador y a todos cuantos se encuentren allí mientras se saquea. ¡Los americanos no tienen voluntad para resistir! Ésa es la clave para llegar hasta ellos. Aquí están los planos de los edificios y el número de soldados de infantería que habrá allí. Y yo iré para ayudar. Vuestro golpe tendrá un inmenso alcance... Acapararán los titulares de toda la Prensa mundial, colocando a Bazargan y a Jomeiny en una posición altamente embarazosa, y a los americanos aún más. No olvidéis quién es vuestro verdadero enemigo y que ahora tenéis que actuar rápidamente para quitarle la iniciativa a Jomeiny...
Había resultado fácil convencerles. Sería fácil realizar las dos fases de la operación: encaminarse directamente a la oficina y sala de radio de la CIA en el sótano, volar la caja fuerte y sacar todos los documentos y libros de claves. Subir luego por las escaleras traseras hasta le segunda planta, girar a la izquierda hasta llegar a la tercera habitación de la izquierda, el dormitorio del embajador y, una vez allí, volar la caja fuerte que se encontraba detrás de la pintura al óleo que había sobre la cabecera de su cama, y vaciarla de manera similar. Repentino, rápido y violento..., si es que encontraban alguna oposición.
—¡Dimitri! ¡Mira!
Rakoczy giró rápido. Por la calle bajaban centenares de jóvenes..., encabezados por Green Bands y mollahs.
—¡Muerte a Jomeiny! —aulló Rakoczy al punto, e hizo un disparo al aire.
Lo repentino del disparo enloqueció a todo el mundo, se vociferaban gritos contrarios, comenzaron a ser disparadas, simultáneamente, otras armas por todo el área y la gente empezó a dispersarse, pisoteándose unos a otros en su apresuramiento por huir. Entonces, los chillidos hicieron acto de presencia.
Antes de que pudiera detenerle, vio a Ibrahim apuntar a los Green Bands que avanzaban y disparar. Varios hombres de la primera fila cayeron, otros lanzaron un rugido colectivo de furia y empezaron a disparar en su dirección. Se tiró al suelo, maldiciendo. No le alcanzó la lluvia de balas pero sí a Farmad y a otros que se encontraban cerca de él. Tampoco Ibrahim ni los tres líderes tudeh restantes resultaron alcanzados. Les gritó y ellos se tiraron al suelo mientras que los estudiantes, dominados por el pánico, disparaban sus carabinas y pistolas.
Muchos de ellos resultaron heridos antes de que el gran mujadin Rakoczy reuniera a sus hombres y lanzara una carga contra los islámicos haciéndoles retroceder. Al punto, otros llegaron en su ayuda y la retirada se convirtió en una fuga desordenada. Un rugido se propagó entre los estudiantes y la manifestación acabó en levantamiento.
Rakoczy sujetó a Ibrahim que se disponía a atacar sin objetivo fijo.
—¡Seguidme! —ordenó, empujando prácticamente a Ibrahim y a los otros al abrigo del edificio. Luego, una vez seguro de que estaban con él, inició una frenética huida.
En una encrucijada de senderos, en un jardín cubierto por la nieve, se detuvo un momento para recuperar el aliento. El viento era helado y ya se había hecho de noche.
—¿Y qué hay de Farmad? —jadeó Ibrahim—. ¡Está herido! —No, se estaba muriendo —respondió él—. ¡Vamos!
De nuevo, guió a los hombres con seguridad a través del jardín, por la calle que bordeaba la Facultad de Ciencias, pasando a la siguiente por la zona de aparcamiento, y no se detuvo hasta que el estruendo de los amotinados se oyó a lo lejos. Sintió una punzada en el costado y su respiración era jadeante, desgarrándole el pecho.
—No os preocupéis de nada —dijo cuando finalmente pudo hablar—.Volved a vuestras casas o a vuestros dormitorios. Preparad a todo el mundo para el asalto de mañana o pasado mañana... El comité dará la orden.
Se alejó rápidamente entre las sombras de la noche que avanzaba.
En el apartamento de Lochart: 7.30 de la tarde. Sharazad yacía en un baño de espuma, con la cabeza reposando sobre una almohada impermeable, los ojos cerrados, y el cabello recogido con una toalla.
—Soy tan feliz, Azadeh, querida —dijo somnolienta, la frente cubierta de gotitas de sudor.
Azadeh se encontraba también en el baño, con la cabeza reposando sobre el otro extremo, disfrutando del calor, de la intimidad, del agua agradablemente perfumada y del lujo. También se había recogido el largo cabello bajo una toalla de un blanco puro. La bañera era amplia y profunda, cómoda y capaz para las dos. Pero Azadeh aún tenía unas profundas y oscuras ojeras y resultaba imposible olvidar el terror del día anterior en el bloqueo de la carretera o del helicóptero. Detrás de las cortinas, la noche había llegado. Se escuchaban disparos lejanos. Ninguna de ellas les prestó atención.
—Quisiera que Erikki estuviese ya de vuelta —dijo Azadeh.
—No tardará. Hay mucho tiempo por delante, querida. La cena no es hasta las nueve así que tenemos casi dos horas para prepararnos. —Sharazad abrió los ojos y puso la mano sobre el esbelto muslo de Azadeh, disfrutando con el tacto—. No te preocupes, querida Azadeh, tu pelirrojo gigante estará pronto de regreso. Y no olvides que voy a pasar la noche con mis padres así que vosotros dos podéis correr desnudos por la casa sin preocuparos durante toda la noche. Disfrutad de nuestro baño, sé feliz y desmáyate cuando él vuelva. —Rieron ambas—. Ahora, todo es maravilloso, estás a salvo, todos lo estamos. Irán está a salvo..., con la ayuda de Dios, el Imán ha triunfado y ahora Irán está seguro y es libre.
—Quisiera poder creerlo, quisiera poder creerlo como tú —dijo Azadeh—. No puedo explicar lo terrible que resultaba aquella gente de las barricadas..., era como si su odio me ahogara. ¿Por qué han de odiarnos? ¿Por qué han de odiar a Erikki y a mí? ¿Qué les hemos hecho nosotros? Nada. No les hemos hecho nada y, sin embargo, nos odian.
—No pienses en ellos, queridísima —pidió Sharazad, ahogando un bostezo—. Los izquierdistas están todos locos, asegurando que son musulmanes y al mismo tiempo marxistas. No creen en Dios y por tanto están malditos. ¿Los aldeanos? Los aldeanos carecen de educación, como sabes muy bien, y la mayoría de ellos son bobos. No te preocupes, eso ya pertenece al pasado... Ahora, todo mejorará. Ya lo verás.
—Espero, no te imaginas cómo espero, que tengas razón. Yo no necesito que sea mejor, sólo como era antes, normal. Como siempre lo ha sido. Volver a la normalidad.
—Volverá. —Sharazad se sentía tan contenta, el agua era tan suave, tan cálida, semejante al vientre de una madre. «Ah —pensó—, sólo tres días más para asegurarme y luego Tommy le dirá a mi padre que sí, que claro que quiere hijos e hijas, y luego, al día siguiente, el gran día, lo sabré con toda seguridad aunque ahora ya estoy casi segura. ¿Acaso no he sido siempre regular? Entonces, podré ofrecer a Tommy mi regalo de Dios y él se sentirá tan orgulloso...» El Imán hace el Trabajo de Dios. ¿Cómo puede dejar de ser bueno?
—No lo sé, Sharazad, pero a lo largo de nuestra historia jamás se ha podido confiar en los mollahs..., no han sido otra cosa que parásitos sobre las espaldas de los aldeanos.
—Bueno..., pero ahora es distinto —dijo Sharazad, no deseando, en realidad, discutir cuestiones tan serias—. Tenemos un verdadero líder. Gobierna Irán por primera vez. ¿Acaso no es el más piadoso de los hombres, el más erudito sobre el Islam y la ley? ¿No hace el trabajo de Dios? ¿No ha logrado lo imposible, consiguiendo derrocar al Sha y su despreciable corrupción, e impidiendo que los generales dieran un golpe junto con los americanos? Mi padre dice que ahora estamos más seguros que nunca.
—¿Lo estamos? —Azadeh recordaba a Rakoczy en el helicóptero y cuanto había dicho sobre Jomeiny y remontándose a la historia, y ella sabía que estaba diciendo la verdad, una gran parte de verdad, y se había lanzado contra él, aborreciéndole, deseándole la muerte porque estaba claro que era uno de aquellos que utilizaban a los estúpidos mollahs para esclavizar a todo el mundo—. ¿Quieres ser gobernada por leyes islámicas de los tiempos del Profeta, hace ya casi quince mil años..., el chador obligado, la pérdida de nuestro derecho al voto, tan duramente logrado, el poder trabajar y ser iguales?
—Yo no quiero votar, ni trabajar, ni ser igual... ¿Cómo puede una mujer ser igual que un hombre? Yo sólo deseo ser una buena esposa para Tommy y, en Irán, prefiero el chador en las calles. —Sharazad ahogó con delicadeza otro bostezo, somnolienta a causa del cálido ambiente—. Insha'Allah, Azadeh, querida. Claro que todo volverá a ser como antes, pero mi padre dice que mucho más hermoso aún porque ahora seremos dueños de nosotros mismos, de nuestra tierra, de nuestro petróleo, de todo cuanto hay en nuestra patria. No habrá generales despreciables o políticos extranjeros que nos deshonren y, una vez que el perverso Sha se ha ido, viviremos todos felices por siempre jamás, tú con tu Erikki, yo con mi Tommy y niños y más niños. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¡Dios está con el Imán y el Imán está con nosotros! Somos tan afortunados... —sonrió a Azadeh y rodeó afectuosamente con el brazo las piernas de su amiga—. Estoy tan contenta de que te encuentres en mi casa, Azadeh. Parece que ha pasado tantísimo tiempo desde que estuviste en Teherán.
—Sí.
Hacía muchos años que eran amigas. Primero, en Suiza, donde se conocieron en el colegio, arriba, en las montañas, a pesar de que Sharazad sólo había permanecido allí un curso porque sentía nostalgia de su familia y de Irán. Más tarde, en la Universidad de Teherán. Y ahora, desde hacía algo más de un año, como las dos estaban casadas con extranjeros de la misma compañía, se habían hecho más íntimas, más que si fueran hermanas, ayudándose mutuamente a adaptarse a las idiosincrasias extranjeras.
—A veces no puedo entender a mi Tommy en absoluto, Azadeh —había dicho llorosa Sharazad en un principio—. Disfruta estando solo, quiero decir, completamente solo, únicamente él y yo, la casa vacía, ni siquiera un sirviente... Incluso me ha asegurado que le gusta la soledad, leyendo, sin niños ni familiares cerca, sin conversación ni amigos. Te aseguro que a veces resulta verdaderamente espantoso.
—Erikki es igual —le había asegurado Azadeh—. Los extranjeros no son como nosotros..., ellos son muy raros. Yo quiero pasar algunos días con amigos y niños y familiares, pero Erikki no. Está bien que Erikki y Tommy trabajen durante días..., tú tienes más suerte, Tommy está fuera dos semanas seguidas y puedes vivir normalmente. Y otra cosa, Sharazad. Verás, me costó meses acostumbrarme a dormir en una cama y...
—Yo nunca he podido. ¡A esa altura del suelo, tan fácil de caerse, y siempre hay un gran hoyo en su lado! Así siempre estás incómoda y te despiertas con la espalda dolorida. Es tan horrorosa una cama, si la comparamos con los suaves edredones o las hermosas alfombras en el suelo, tan confortables y civilizadas.
—Sí. Pero Erikki no quiere utilizar edredones o alfombras de ninguna manera, insiste en la cama. En realidad, ya ni lo intenta siquiera... A veces, es un alivio cuando está fuera.
—Bueno, ahora, nosotros dormimos como es debido, Azadeh. A partir del primer mes, acabé con esas tonterías de las camas occidentales.
—¿Cómo lo lograste?
—Me pasaba toda la noche suspirando, y mi pobre amado no podía dormir... Yo dormía durante todo el día para estar descansando y pasarme suspirando toda la noche siguiente. —Sharazad rió encantada—. Siete noches y mi amado se vino abajo, durante las tres noches siguientes, durmió correctamente, como un bebé, y ahora siempre duerme como debe hacerlo culaquier persona civilizada. ¡Incluso duerme así en Zafiros! ¿Por qué no lo intentas? Te garantizo el éxito, cariño, sobre todo si también te quejas, sólo un poquito, de que la cama te ha dado dolor de espalda y que, por supuesto, te encanta hacer el amor pero, «por favor, ten un poco más de cuidado».
Azadeh rió.
—Mi Erikki es más listo que tu Tommy. Cuando probó los edredones sobre nuestra alfombra, él fue quien se pasó toda la noche suspirando y dando vueltas y más vueltas. Naturalmente, yo estuve despierta... Al cabo de tres noches me encontraba tan cansada que incluso me gustó enormemente la cama. Durante los días que visito a mi familia, duermo al estilo civilizado, aunque utilizamos una cama cuando Erikki está en el palacio. Y aún tengo otro problema. Quiero muchísimo a mi Erikki, pero a veces es tan rudo que casi me siento morir. Cada vez que le pregunto algo, se pasa el tiempo diciendo «sí» y «no»... ¿Cómo puedes mantener una conversación después de tantos síes o noes?
En aquellos momentos sonrió para sus adentros. «Sí, resulta muy difícil vivir con él, pero ya vivir sin él sería impensable... Todo su amor y buen humor y estatura y fuerza y hacer siempre lo que yo quiero, incluso con demasiada facilidad, me roban cualquier oportunidad de practicar mis ardides.»
—Las dos somos muy afortunadas, Sharazad. ¿No te parece? —Desde luego, querida. ¿No podrías quedarte una o dos semanas, aunque Erikki tenga que irse? Quédate, por favor.
—Me gustaría. Cuando vuelva Erikki..., tal vez se lo pida.
Sharazad cambió de postura en la bañera, agitando las burbujas sobre sus senos, soplando a las que tenía en las manos.
—Mac dijo que si llegaban con retraso, vendrían aquí directamente desde el aeropuerto. Genny lo hará por su cuenta, desde el apartamento, aunque no antes de las nueve... También he pedido a Paula que nos acompañe, la joven italiana, pero no para Nogger sino para Charlie. —Rió entre dientes—. Charlie está a punto de desmayarse cada vez que ella lo mira.
—¿Charlie Pettikin? Caramba, eso es maravilloso, estupendo. Tenemos que ayudarle, ¡nosotros le debemos tanto! Ayudémosle a pescar a la sexy italiana.
—¡Maravilloso! Pensemos en cómo darle a Paula.
—¿Como amante o como esposa?
—Amante. Bueno..., ¡déjame pensar! ¿Qué edad tiene ella? Veintisiete por lo menos. ¿Crees que sería una buena esposa para él? Ha de casarse. Todas las jóvenes que Tommy y yo le hemos presentado discretamente sólo han logrado hacerle sonreír y encogerse de hombros. Incluso le traje a mi prima tercera, de quince años, porque pensé que tal vez le atrajese, pero nada. Bien, ahora tenemos algo sobre lo que hacer planes. Nos queda mucho tiempo para pensar, vestirnos y prepararnos..., y tengo algunos vestidos encantadores entre los que podrá elegir.
—Me siento tan rara, Sharazad, al no tener nada..., nada. Dinero, documentación... —Por un instante, Azadeh volvió a encontrarse en el «Range Rover», cerca de la carretera bloqueada, y allí, frente a ella, se hallaba aquel hombre de cara gordinflona, el que les robara sus documentos, con la metralleta centelleando mientras Erikki lo aplastaba contra el coche, como si de una cucaracha se tratara, arrojando sangre y obscenidades por la boca—. No tener nada —dijo forzándose a apartar aquella horrenda visión—, ni siquiera un lápiz de labios.
—Poco importa. Aquí hay montones de todo. Y Tommy se alegrará muchísimo de teneros a ti y a Erikki aquí. Tampoco le gusta que me quede sola. No te preocupes, querida pequeña. Ahora estás a salvo.
«No me siento a salvo del todo —se dijo Azadeh a sí misma—; odio este miedo, tan ajeno a todo lo que me han enseñado... que, incluso en este momento me parece que se va a llevar el calor del agua. No dejé de sentirlo hasta que dejamos a Rakoczy. A pesar de encontrar un coche con gasolina, el miedo me acompañó. Y odio sentirme tan asustada.»
Se hundió algo más en la bañera y luego abrió el grifo del agua caliente, saliendo un vigoroso chorro.
—Se está tan bien aquí... —murmuró Sharazad, entre la abundante espuma y el agua sensual—. Me ha dado tanta alegría que quisieras quedarte.
Cuando Azadeh, Erikki y Charlie llegaron el día anterior al apartamento de Mclver, ya era de noche. Encontraron allí a Gavallan de manera que no había habitación para ellos, y Azadeh estaba demasiado asustada para querer quedarse en el apartamento de su padre, incluso con Erikki. Así que preguntó a Sharazad si podían quedarse con ella hasta el regreso de Lochart. Sharazad asintió rápidamente, encantada de tener compañía. Todo iba perfectamente hasta que de pronto, durante la cena, se produjo un tiroteo en las cercanías que hizo que Azadeh se sobresaltase.
—No tienes de qué preocuparte —la tranquilizó Mclver—. Son unos exaltados que se desahogan así, es posible que celebrando algo. ¿No os habéis enterado de la orden que ha dado Jomeiny para que se entreguen las armas?
Todo el mundo se mostró de acuerdo.
—Obedecerán al Imán —había dicho Sharazad, siempre refiriéndose a Jomeiny como el Imán, casi asociándole con los Doce Imanes chiítas, los descendientes directos del Profeta Mahoma, casi una divinidad, lo que desde luego era sacrilegio—. Pero lo que el Imán ha logrado es casi un milagro, ¿verdad? —había añadido Sharazad con su seductora ingenuidad—. Desde luego, nuestra libertad es un regalo de Dios.
Más tarde, en la cama con Erikki, caliente y acurrucada, le notó extraño y triste. Desde luego, no era el Erikki que ella conocía. —¿Qué pasa, qué pasa?
—Nada, Azadeh, nada. Mañana trazaremos un plan. Ahora, duerme, cariño. Esta noche no era el momento de hablarlo con Mac o Gavallan. Mañana ya veremos.
Por la noche, ella se había despertado dos veces con horribles pesadillas, temblando aterrada, y llamando a Erikki.
—No pasa nada, Azadeh. Estoy aquí. Sólo era un sueño. Ahora estás completamente a salvo.
—No, no es cierto. No me siento segura, Erikki... ¿Qué me está pasando? Volvamos a Tabriz, o vámonos lejos. Alejémonos de esta horrible gente.
A la mañana siguiente Erikki salió a reunirse con Mclver y Gavallan y Azadeh había dormido algo más, pero aquel sueño distó mucho de ser reparador. El resto de la mañana lo pasó soñando despierta o escuchando las noticias de Sharazad sobre ir a Galeg Morghi u oyendo los crecientes rumores transmitidos por los sirvientes: muchos más generales fusilados, seguían nuevas detenciones, las turbas habían abierto las cárceles, los hoteles occidentales habían sido incendiados o disparado contra ellos. Rumores sobre Bazargan cogiendo las riendas del Gobierno, los mujadines en abierta sublevación en el Sur, los kurdos en el Norte, Azerbaiján se había declarado independiente, las tribus nómadas de Kash'kai y Bajtiari se habían sacudido el yugo de Teherán, todo el mundo había entregado las armas o nadie había entregado las armas. Rumores de que el Primer Ministro Bajtiar había sido capturado y fusilado o también que había huido a las colinas, o a Turquía o a América; el presidente Carter estaba preparando una invasión o reconociendo al Gobierno de Jomeiny; las tropas soviéticas se concentraban en la frontera preparadas para la invasión o Breznev acudía a Teherán a felicitar a Jomeiny; el Sha había entrado en Kurdistán apoyado por tropas americanas o el Sha había muerto en el exilio.
Más tarde, fueron a almorzar a casa de los padres de Sharazad, a la mansión Bakravan, cerca del bazar, pero sólo después de que Sharazad insistiera en que llevara puesto el chador, ya que Azadeh lo aborrecía, al igual que todo aquello que representaba. Nuevos rumores en la inmensa casa familiar, pero ahora ya más optimistas, nada de temor y una confianza absoluta. Abundancia como siempre, como en su propia casa, en Tabriz, sirvientes sonrientes y seguros, y «gracias sean dadas a Dios por la victoria», les había dicho con jovialidad Jared Bakravan y ahora que el bazar iba a volver a abrir y que estaban cerrados todos los Bancos extranjeros, los negocios serían fabulosos como lo fueran antes de que el Sha impusiera sus impías leyes.
Después del almuerzo, regresaron al apartamento de Sharazad. A pie. Envueltas en el chador. No tropezaron con dificultad alguna y todos los hombres mostraron una actitud deferente. El bazar estaba atestado de gente aunque eran lastimosamente escasos los artículos puestos a la venta, aunque cada mercader prometía una inminente abundancia que permitiría todo tipo de trueques, ventas y tratos..., porque los puertos estaban abarrotados de barcos cargados de mercancías. En la calle, miles de personas andaban de un lado a otro, con el nombre de Jomeiny en todas las bocas, salmodiando Allah-u Akbarr, casi todos los hombres y los muchachos iban armados..., nadie de la gente vieja. En algunas zonas, Green Bands dirigían la circulación en lugar de los policías, de una manera descabellada e inexperta o se apostaban por allí en actitud truculenta. En otros lugares, la Policía seguía como siempre. Pasaron dos tanques atronadores, conducidos por soldados y cargados de guardias y civiles que saludaban efusivos a los grupos de peatones que los vitoreaban.
Aun así, todo el mundo estaba tenso bajo la pátina de la alegría, en especial las mujeres envueltas en sus túnicas. En una ocasión, al dar vuelta a una esquina, vieron, a cierta distancia, a un grupo de jóvenes que rodeaban a una mujer de cabello oscuro vistiendo una indumentaria occidental. Se mofaban de ella, le hacían muecas, la insultaban a gritos y le hacían gestos obscenos. Algunos de ellos incluso hacían alardes de exhibicionismo, agitando sus penes ante ella. La mujer estaría en la treintena e iba correctamente vestida, con un abrigo corto sobre la falda, piernas largas y una crecida melena debajo de un sombrerito. Al momento, un hombre, que hubo de abrirse paso entre la multitud, se reunió con ella. Inmediatamente empezó a gritar que eran ingleses y que los dejaran en paz, pero aquellos hombres no le hicieron el menor caso y, dándole empellones, concentraron toda su atención en la mujer. Ella estaba como petrificada.
No había forma de que Sharazad y Azadeh rodearan por detrás a la muchedumbre que aumentaba rápidamente inmovilizándolas, de manera que se vieron forzadas a observarlo todo. Finalmente, llegó un mollah y ordenó a la gente que se dispersara, después, arengó a los dos extranjeros para que respetaran las costumbres islámicas. Cuando al fin llegaron a casa, estaban cansadas y se sentían mancilladas. Se quitaron la ropa y se dejaron caer sobre la cama edredón.
—Me alegro de haber salido hoy —había dicho Azadeh fatigada y presa de una profunda preocupación—. Pero más nos vale a las mujeres organizar una protesta antes de que sea demasiado tarde. Más vale que recorramos las calles, sin chador ni velos para proclamar ante los mollahs nuestro punto de vista, decirles que no somos objetos inanimados, que tenemos nuestros derechos y que llevar o no el chador es cosa nuestra..., no de ellos.
—Sí. ¡Hagámoslo! Después de todo, nosotras hemos ayudado a lograr la victoria. —Sharazad había bostezado, medio dormida—. ¡Estoy tan cansada...!
La siesta las había hecho recuperarse.
Azadeh observaba estallar las burbujas, el agua estaba ya más caliente y el aroma dulzón del vapor resultaba agradable. Se sentó por un instante, extendiéndose la espuma sobre los senos y los hombros.
—Resulta curioso, Sharazad, pero hoy me he alegrado de llevar el chador..., esos hombres eran espantosos.
—En la calle, siempre son espantosos, querida Azadeh. —Sharazad abrió los ojos y la miró, la húmeda piel dorada, los pezones orgullosos—. Eres muy bella, cariño.
—Caramba, muchas gracias. Pero la bella eres tú —repuso Azadeh y puso la mano sobre el vientre de su amiga, dándole unas palmadas—. Conque una madrecita, ¿eh?
—¡Deseo tanto que sea así! —suspiró Sharazad, cerrando los ojos y sumergiéndose de nuevo en el calor—. Apenas puedo imaginarme como madre. Tres días más, y lo sabré. ¿Cuándo vais a tener hijos tú y Erikki?
—Dentro de uno o dos años —respondió Azadeh que procuró mantener la voz tranquila al repetir la misma mentira que llevaba repitiendo tantas veces. Pero tenía la terrible sospecha de ser estéril; desde que se casaron, no había utilizado anticonceptivos, deseando, de todo corazón, tener un hijo de Erikki. Siempre se sentía atormentada por la misma pesadilla: que la operación del aborto hubiese puesto punto final a toda esperanza de tener hijos, pese a todas las seguridades que el médico alemán le diera. ¿Cómo pude ser tan estúpida?
Muy fácil: estaba enamorada. Acababa de cumplir los diecisiete años y estaba enamorada. «¡Estaba tan enamorada, Dios mío! No fue como con Erikki, por quien yo daría, feliz, mi vida. Con Erikki el amor es verdadero, para siempre; tierno, apasionado y seguro. Con mi Johnny Brighteyes fue como un sueño.»
«Me pregunto dónde estarás ahora, qué harás tú tan alto y rubio, con tus ojos azul grisáceo y, desde luego, tan británico. ¿Con quién te has casado? ¿Cuántos corazones habrás roto como hiciste con el mío, cariño?»
Aquel verano, él estaba en la escuela, en Rougemont, una aldea cercana al colegio residencia donde ella estaba, al parecer para aprender francés. Ocurrió después de que Sharazad se fuera. Lo había conocido en el Sonnenhof, tostándose al sol, frente a la inmensa belleza de Gstaad en su cuenco de montañas. El tenía diecinueve años y ella hacía tres días que cumpliera los diecisiete y durante todo aquel verano vagaron por aquellas tierras, tan hermosas, tan maravillosamente hermosas, subiendo por las montañas y recorriendo los bosques, nadando en los ríos, jugando, haciendo el amor, cada vez más arriesgados, hasta por encima de las nubes.
«Más nubes de las que yo podía pensar —se dijo ensoñadora—. Mi cabeza en las nubes aquel verano, conociendo a los hombres y la vida, pero sin saber nada.» Luego, en otoño, él había dicho:
—Lo siento, pero ahora he de irme, tengo que volver a la Universidad, pero regresaré en Navidad.
Nunca más volvió. Y el descubrimiento, mucho antes de Navidad. Tanta angustia y terror donde sólo debió haber habido felicidad. Horrorizada ante la posibilidad de que lo descubrieran en la escuela, porque entonces sus padres habrían de ser informados. En Suiza, era ilegal practicar abortos sin el consentimiento de los padres, así que hubo de trasladarse al otro lado de la frontera, a Alemania, donde la operación era posible, encontrando aún no sabía como a aquel amable médico, que la había tranquilizado en cualquier sentido No le dolería, ni tendría problemas, nada..., sólo una pequeña dificultad, cómo obtener el dinero. Y aún amaba a Johnny. Al año siguiente, terminados sus estudios, con su bien guardado secreto, volvio a casa, en Tabriz. Su madrastra lo descubrió, no podía imaginarse cómo... «Estoy segura de que mi hermanastra Najoud me traicionó. ¿Acaso no fue ella quien me prestó el dinero? Luego, se enteró mi padre.
Durante un año estuvo como una mariposa atravesada con un alfiler. Luego, el perdón, las paces..., una forma especial de paces. Suplicó poder asistir a la Universidad, en Teherán.
—Estoy de acuerdo siempre que jures por Dios que no tendrás amoríos, obediencia absoluta y que te casarás con quien yo quiera —había dicho el Khan.
La primera de su clase. Luego, había suplicado que la permitiera entrar en el Teaching Corps, cualquier excusa para estar fuera de palacio.
—De acuerdo, pero sólo en nuestras tierras. Tenemos aldeas más que suficientes de las que puedas ocuparte —le había dicho.
Muchos hombres de Tabriz quisieron casarse con ella, encontrándose siempre con la negativa de su padre, avergonzado de ella.
—¿Y qué pasará cuando ese extranjero, ese..., ese monstruo sin dinero, vulgar, de modales desastrosos, adorador de espíritus, incapaz de hablar una sola palabra en farsi o turco, que lo ignora todo de nuestras costumbres, de nuestra historia o cómo comportarse en una sociedad civilizada, cuyo único talento estriba en poder beber cantidades ingentes de vodka y pilotar un helicóptero..., qué pasará cuando descubra que no eres virgen, que estás mancillada, y acaso estéril por siempre?
—Ya se lo he dicho padre —le aseguro ella llorosa—. Y también que sin tu permiso no puedo casarme.
Entonces, se produjo el milagro del asalto al palacio y a mi padre a punto de morir y Erikki irguiéndose, semejante a un guerrero vengador de los antiguos libros de cuentos. Y otro milagro: autorización para casarse. La compresión de Erikki, un milagro más. Pero el hijo sin llegar. El viejo doctor Nutt dice que estoy perfectamente y que soy normal, que he de tener paciencia. Con la ayuda de Dios, pronto tendré un hijo y esta vez nos colmará de felicidad, como le pasa a Sharazad, tan hermosa, con su bonita cara, sus senos y sus caderas, con el cabello y la piel como la seda.
Sintió la suavidad de su amiga bajo sus dedos y ello le produjo un gran contento. Con talante ausente, comenzó a acariciarla, dejándose llevar por el afecto y la ternura. «Es una bendición que seamos mujeres —pensó—, que podamos bañarnos y dormir juntas, besarnos, tocarnos y querernos sin una sensación de culpabilidad.»
—¡Cómo me gusta tu tacto, Sharazad! —murmuró.
El hombre atravesó con apresuramiento la plaza cubierta de nieve, cerca de la antigua mezquita Mehrid, y entró por la puerta principal del bazar cubierto, pasando del frío glacial a la semipenumbra familiar, cálida y rebosante de gente. Estaba en la cincuentena, era corpulento y jadeaba a causa de sus prisas. Llevaba el gorro de astrakán ladeado y vestía ropas caras. Un burro, cargado en exceso, le impedía el paso en la angosta calleja, y maldijo al tiempo que se apartaba para permitir que el animal y su amo pasaran a duras penas. Luego, reanudó rápido el paso, torció a la izquierda, entró en un pasaje y, finalmente, en la calle de los Vendedores de Ropas.
«Tómate tu tiempo —se decía una y otra vez, con el pecho y las extremidades doloridos—. Ahora estás a salvo, reduce la marcha.» Pero el terror dominaba su mente y, presa del pánico, todavía se deslizó en el inmenso laberinto, y desapareció. Tras de él, a escasa distancia, avanzaba un grupo de Green Bands. No mostraban prisa.
Delante de él, la angosta calle de las tiendas de arroz estaba bloqueada por una mayor concurrencia de lo que era habitual, todos protestaban por la reducida cantidad en venta. Se detuvo un momento para secar su frente y, después, se puso en marcha de nuevo. El bazar era semejante a una colmena, hirviente de vida, con centenares de sucios senderos, callejas y pasajes, con las tiendas abiertas y pobremente alumbradas, alineadas a ambos lados, algunas de ellas eran de dos plantas, así como de cabinas y cubículos, varios, apenas más grandes que nichos, encastrados en los muros, ofreciendo artículos o servicios de todo tipo, desde productos alimenticios a relojes extranjeros, desde carniceros a oro y plata en barras, desde prestamistas a comerciantes de armas..., todos ellos esperando a un cliente, aun cuando no hubiese demasiadas cosas para vender o qué hacer. Por encima del ruido, del estruendo y del regateo, el alto techo abovedado tenía claraboyas para la ventilación y para que penetrara la luz durante el día. La atmósfera era densa, con aquel olor especial del bazar; olor a humo y guisos con grasas rancias, fruta podrida y carne asándose, alimentos, especias y orines, estiércol, polvo y gasolina, miel y dátiles y asaduras, mezclados con los olores de los cuerpos y del sudor de la multitud que naciera, viviera y muriera allí.
Gentes de todas las edades y de toda clase atestaban los caminos: turcos, kurdos, kash'kais, armenios y árabes, libaneses y levantinos, pero el hombre no les prestaba la menor atención como tampoco a las constantes incitaciones a que se detuviese y comprara; él se limitaba a empujar y abrirse camino entre la muchedumbre. Atravesó veloz su propia calle de los orfebres, bajó por la de los vendedores de especias, la de los joyeros, hundiéndose cada vez más en el laberinto, con el pelo empapado de sudor debajo de su astracán y la cara congestionada. Dos comerciantes que lo vieron, comentaron riendo:
—Por Dios, que jamás he visto al viejo Paknouri andar tan aprisa..., ese perro viejo debe estar en camino de cobrar una deuda de diez rials.
—Lo más probable es que Miser Paknouri tenga esperándole sobre una alfombra a algún jugoso muchachito de alguna tribu con el trasero en pompa.
Su talante bromista se apagó como por ensalmo al pasar los Green Bands.
—¿Qué buscan aquí esos perros descastados? —preguntó alguien una vez se hubieron alejado
—Persiguen a alguien. Debe ser eso. ¡Así ardan sus padres! ¿No os habéis enterado que han estado deteniendo gente durante todo el día?
—¿Deteniendo gente? ¿Y qué les hacen?
—Los meten en la cárcel. Ahora tienen montones de cárceles. ¿No habéis oído decir que han asaltado la prisión Evin, y han puesto en libertad a todo el mundo y encerrado a los carceleros? Ahora, son ellos quienes las tienen a su cargo. Parece ser que han constituido sus propios tribunales y pelotones de fusilamiento, y que han fusilado a muchos generales y policías. Ahora mismo, se están produciendo disturbios..., en la Universidad.
—¡Dios nos proteja! Mi hijo Farmad está allí participando en una manifestación. ¡El muy estúpido! Le dije que no saliera esta noche.
Jared Bakravan, el padre de Sharazad, se encontraba en su habitación interior privada del piso alto sobre la tienda abierta al público en la calle de los prestamistas que había pertenecido a su familia durante cinco generaciones y que era una de las más acreditadas. Su especialidad era las actividades bancarias y la financiación. Estaba sentado sobre una gruesa pila de alfombras, bebiendo té con su viejo amigo. Ah Kia, que había logrado un cargo de funcionario en el Gobierno Bata gan. Meshang, el hijo mayor de Bakravan, se hallaba sentado detrás de él, escuchando y aprendiendo... Era un hombre bien parecido; completamente rasurado, en la treintena, y con tendencia a una confortable corpulencia. Alí Kia también iba bien afeitado, llevaba gafas. Bakravan, con barba blanca y más bien grueso. Ambos estaban en la sesentena y se conocían prácticamente desde toda la vida.
—¿Y cómo saldarán el préstamo? ¿Durante qué período de tiempo? —preguntó Bakravan.
—Con los ingresos del petróleo, como siempre —respondió paciente Kia—. Tal como lo hubiera hecho el Sha, durante un período de cinco años, con el uno por ciento usual por mes. Mi amigo Mehdi, Mehdi Bazargan, dice que el Parlamento avalará el préstamo tan pronto corno se reúna. —Sonrió, añadiendo con ligera exageración—. Como pertenezco no sólo al gabinete de Mehdi, sino también a su gabinete privado, puedo vigilar la legislación. Desde luego, ya sabes lo importante que es este préstamo, e igualmente importante para el bazar.
—Naturalmente. —Bakravan se acarició la barba para contener la risa. «¡Pobre Ah! —pensaba—. Tan ampuloso como siempre.» Es cierto que no me corresponde a mí mencionarlo, mi viejo amigo, pero algunos de los mercaderes del bazar que han preguntado qué pasa con los millones de oro en barras que ya se adelantaron para apoyar la revolución. Adelantados al fondo para el Ayatollah Jomeiny... Dios le proteja —añadió coro cortesía, aunque en su fuero interno se dijera: «Quiera Dios quitarle de en medio pronto, ahora que hemos ganado, antes de que él y los parásitos de sus mollahs, rapaces y malditos, cometan daños irreparables. En cuanto a ti, Alí, mi viejo amigo, desfigurador de la verdad, hiperbólico de tu propia importancia, podrás ser mi más viejo amigo, pero si crees que voy a confiar en ti por más tiempo de lo que tarda un camello en soltar un boñiga..., como si alguno de nosotros pudiera confiar en cualquier iraní, aparte de sus familiares más inmediatos..., y, aun así, sólo con gran cautela»—, Desde luego, sé positivamente que el Ayatollah jamás vio, necesitó o tocó un solo rial —siguió diciendo, realmente convencido de ello—, pero, aun así, nosotros, los mercaderes, adelantamos grandes cantidades de dinero, oro en barras y divisas extranjeras para ayudarle, financiando su campaña..., para mayor gloria de Dios y de nuestro amado Irán, desde luego.
—Sí, lo sabemos. Y Dios os bendecirá por ello. Y también el Ayatollah. No dudes que esos préstamos serán saldados tan pronto como dispongamos de dinero, ¡en el mismo instante! Los préstamos del bazar de Teherán figuran en el primer lugar de la lista de todas las deudas internas que han de pagarse... Nosotros, los del Gobierno, comprendemos cuán importante ha sido vuestra ayuda. Pero Jared, Excelencia, mi viejo amigo, antes de que podamos hacer nada, hemos de reanudar la producción de petróleo y, para conseguirlo, necesitarnos disponer de cierto capital. Los cinco millones de dólares americanos, imprescindibles de inmediato, serán como un grano de arroz en un barril, ahora que todos los Bancos extranjeros van a ser doblegados, controlados y, en muchos casos, expulsados, El Pr...
—Irán no necesita Bancos extranjeros. Nosotros, los mercaderes, podemos hacer todo lo necesario..., si se nos pide. Todo. Si buscamos con diligencia por la gloria de Irán, acaso, digo acaso, lleguemos a descubrir que, entre nosotros, tenemos todas las habilidades y relaciones. —Bakravan tomó un sorbo de té con estudiada elegancia—. Mi hijo Meshang es licenciado por la Harvard Business School. —Aquel embuste no soliviantó a ninguno de ellos—. Con la ayuda de estudiantes inteligentes como él... —dejó flotando la idea.
Alí Kia la captó al vuelo.
—¿Tal vez no has considerado la idea de ceder tus servicios a mi Ministerio de Finanzas y Banca? Quizás es demasiado importante para ti y tus colegas. Claro, tiene que serlo!
—Si, sí, lo es. Pero las necesidades de nuestro amado país tienen prioridad sobre nuestros deseos personales..., en el caso que el Gobierno deseara hacer uso de su talento único...
—Se lo mencionaré a Meheli por la mañana. Sí, durante la reunión que cada mañana mantengo con mi viejo amigo y colega —dijo Alí Kia, preguntándose por un instante in mente cuándo se le permitiría celebrar su primera audiencia que hacía va tiempo debiera haber celebrado, ya que había sido nombrado ayudante del ministro de Finanzas—. ¿Podré decirle también que aceptas hacer el préstamo?
—Consultaré con mis colegas de inmediato. Por supuesto, será la decisión de ellos, no la mía —añadió Bakravan con franca tristeza que no engañó a nadie—. Pero abogaré por tu caso, viejo amigo.
—Gracias —sonrió Kia—. Nosotros, los del Gobierno, y el Ayatollah, agradeceremos la ayuda de los mercaderes.
—Siempre nos hallamos dispuestos a ayudar. Como sabes que hemos hecho siempre —dijo con voz melosa el hombre de más edad, recordando el masivo apoyo financiero dado por el bazar a los mollahs, a jomeiny, a lo largo de los años..., o a cualquier personalidad política de integración, como Mí Kia, que siempre se habia opuesto a cualquier Sha.
«Dios maldiga a los Pahlevi —pensaba Bakravan—. Ellos son los responsables de todos nuestros problemas. Malditos sean por todas las perturbaciones debido a su insistente y excesivamente apresurada exigencia de modernización, por su demencia y desprecio de nuestros consejos e influencia, por invitar a extranjeros: hace un año, sólo de americanos, entraron hasta cincuenta mil, permitiendo que se apoderaran de los mejores cargos y de todos los negocios bancarios. El Sha rechazó nuestra ayuda, quebró nuestro monopolio, nos estranguló y nos despojó de nuestra herencia histórica. En todas partes, por todo Irán.
»Pero tuvimos nuestra venganza. Apostamos nuestra restante influencia y riquezas por el odio implacable de Jomeiny y su poder sobre las masas sucias analfabetas. Y ganamos. Y una vez que los Bancos extranjeros se hayan ido, una vez que todos los extranjeros se hayan marchado, seremos más ricos y disfrutaremos de una influencia como jamás tuvimos. Será fácil otorgar ese préstamo, pero Al Kia y su Gobierno tendrán que sudar un poco para conseguido. Somos los únicos que podemos reunir el dinero. El pago ofrecido por él aún no es lo bastante alto, casi no llega a compensar el cierre del bazar durante todos estos meses. Ahora bien, ¿cuál debería ser? —se preguntó, altamente satisfecho con sus negociaciones—. Acaso el porcentaje deber...»
La puerta se abrió de golpe y el emir Paknouri se precipitó en la habitación.
—¡Van a detenerme, Jared! —gritó, con acento lacrimoso.
—¿Quién va a detenerte y por qué? —balbuceó Bakravan, destruida la calma que habitualmente reinaba en su casa, agolpándose ya en la puerta los ayudantes, empleados, muchacho del té y los gerentes, todos con caras atemorizadas.
—Por..., por crímenes contra Islam —lloraba Paknouri ya sin recatarse.
—Debe de haber alguna equivocación. ¡Es imposible!
—Sí. es imposible, pero ellos..., ellos vinieron a mi casa con mi nombre..., hace media hora, nosot...
—¿Quiénes? ¡Dame sus nombres y destruiré a sus padres! ¿Quiénes fueron?
—Te lo he dicho. Guardias, guardias revolucionarios, Green Bands, sí, ellos, naturalmente —dijo Paknouri, y siguió hablando precipitadamente, sin darse cuenta del repentino silencio que se había hecho. Alí Kia había palidecido y alguien musitó: «¡Dios nos proteja!»—. Hace más o menos media hora, con mi nombre en un trozo de papel..., mi nombre, emir Paknouri, jefe de la liga de orfebres que dio un millón de rial... Vinieron a mi casa acusándome, pero los sirvientes...., y mi mujer estaban allí y yo... ¡Por Dios y el Profeta, Jared! —gritó, cayendo de rodillas—. Yo no he cometido ningún crimen... Soy un Anciano del Bazar, he dado millones y... —de repente calló, al ver a Alí Kia—. Kia, Ah Kia, Excelencia, ¡tú sabes muy bien cuánto he hecho para ayudar a la revolución!
—Por supuesto. —Kia estaba lívido y el corazón le latía desbocado—. Tiene que haber un error. —Sabía que Paknouri era un mercader muy influyente, altamente respetado, el primer marido de Sharazad y uno de sus más antiguos patrocinadores—. Debe de ser un error.
—¡Por supuesto que es un error! —Bakravan rodeó con el brazo los hombros del infeliz, intentando calmarle—. ¡Té recién hecho, de inmediato! —ordenó.
—Un whisky, por favor, ¿tienes whisky? —farfulló Paknouri—. Luego tomaré té. ¿Tienes whisk ?
—Aquí, no, mi pobre amigo; pero, desde luego, hay vodka.
Al punto se lo llevaron y Paknouri lo bebió de un solo trago, ahogándose casi. Rechazó un segundo. Al cabo de uno o dos minutos se tranquilizó algo y empezó a contar de nuevo lo ocurrido. Se enteró por vez primera que algo andaba mal al oír voces destempladas en el vestíbulo de su casa palaciega, enclavada justo en los alrededores del bazar... Él se encontraba arriba, con su mujer, preparándose para la cena.
—El jefe de los guardias..., eran cinco, agitaba aquel trozo de papel y exigía verme. Naturalmente, los sirvientes jamás se hubiesen atrevido a molestarme o a permitir la entrada a semejante gorila, de manera que el jefe de mis sirvientes dijo que iría a ver si estaba. Subió y nos dijo que el papel iba firmado por alguien llamado Uwari, un hombre del Comité Revolucionario..., en el nombre de Dios, ¿quiénes son? ¿Ouidn es ese Uwari? ¿Has oído hablar de él., Jared?
—Es un nombre bastante común —dijo Bakravan, siguiendo la costumbre iraní de tener siempre una respuesta preparada para algo que no se sabe—. ¿Lo has oído tú, Excelencia Alí?
—Como bien dices, es un nombre común. ¿Mencionó ese hombre a alguien más, Excelencia Paknouri?
—Es posible, ¡Dios nos proteja! Pero, ¿quiénes son ésos..., ese Comité Revolucionario? Tú tienes que saberlo, Alí Kia.
—Han sido mencionados muchos nombres —dijo Kia dándose importancia y disimulando la incomodidad que sentía cada vez que se decía «Comité Revolucionario». «Al igual que todos en el Gobierno o fuera de él —se dijo fastidiado—, no dispongo de la menor información auténtica sobre su verdadera estructura, o cuándo o dónde se reúnen, sólo que pareció cobrar vida en el mismo momento en que Jomeiny retornara a Irán, apenas hará dos semanas y, desde que ayer huyera Bajtiar para ocultarse, ha actuado como si fuera la propia ley, ha dado órdenes en el nombre de Jomeiny y con su autoridad, nombrado precipitadamente nuevos jueces, la mayoría de ellos sin la más mínima experiencia legal, y autorizado detenciones, tribunales revolucionarios y ejecuciones inmediatas, con el desprecio más absoluto por las leyes y la jurisprudencia normales..., ¡y contra nuestra Constitución! ¡Ojalá sus casas ardan en llamas y ellos sean arrojados al infierno que se merecen!»—. Esta misma mañana, mi amigo Mehdi... —empezó a decir en tono confidencial, entonces, calló de súbito, simulando darse cuenta en ese momento del personal de la casa que seguía bloqueando la entrada. Les ordenó retirarse con un ademán imperioso de la mano. Una vez cerrada la puerta de mala gana, bajó la voz para contar un rumor, como si sólo fuera conocido por él. Esta misma mañana con, humm, con nuestra bendición, fue a entrevistarse con el Ayatollah y le ha amenazado con dimitir a menos que el Comité Revolucionario deje de actuar en su nombre y con su autoridad y los coloque en su sitio de una vez por todas.
—¡Loado sea Dios! —exclamó Paknouri muy aliviado—. No hemos logrado el triunfo de la revolución para permitir que otros transgresores de la ley ocupen el lugar de la SAVAK, la dominación extranjera y el Sha.
—¡Claro que no! Alabado sea Dios porque ahora el Gobierno está en las mejores manos. Pero, por favor, Excelencia Paknouri, prosiga con su horrenda historia.
—No hay mucho más que explicar, Alí —dijo Paknouri, ya más tranquilo y valiente, rodeado de amigos tan poderosos—. Yo, humm, bajé para ver inmediatamente a aquellos intrusos y les dije que todo aquello era un estúpido error. Entonces, aquel cabeza dura y analfabeto cacho de excremento de perro se limitó a agitar el papel delante de mis narices, me dijo que estaba detenido y que tenía que irme con ellos... Les pedí que esperaran..., les pedí que esperaran y fui a buscar unos papeles pero mi mujer..., mi mujer me dijo que no me fiara de ellos, que acaso fueran tudeh o mujadines disfrazados, o fedayines. Creí que estaba en lo cierto y llegué a la conclusión que lo mejor sería venir aquí para consultar contigo y con los demás. —No mencionó lo ocurrido en realidad, que había huido tan pronto como oyó gritar al líder que, en el nombre del Comité Revolucionario y del propio Uwari, Paknouri the Miser tenía que someterse al juicio de Dios para responder de crímenes contra Dios.
—¡Mi pobre amigo! —exclamó Bakravan—. ¡Cómo debes de haber sufrido! No importa, ahora estás a salvo. Te quedarás aquí esta noche. Y tú Alí, mañana, inmediatamente después de la primera oración, ve al despacho del Primer Ministro y ocúpate de que esta cuestión quede solucionada y esos locos sean castigados. Todos sabemos que el emir Paknouri es un patriota, que él y todos sus orfebres apoyaron la revolución y son esenciales para llevar a buen término este préstamo.
Fatigado, hizo oídos sordos a todas las vulgaridades que Alí Kia estaba farfullando.
Observó a Paknouri, su rostro pálido todavía y el cabello empapado por el sudor. «¡Pobre infeliz, qué susto deben de haberle dado! ¡Qué vergüenza! Con todas sus riquezas y buen nombre, relacionado con los Qajar a través de Annoush, la mujer del primo Valik, y que todo mi trabajo a favor de Sharazad resultara inútil. ¡Qué vergüenza que no engendrara hijos con ella! Así se habrían cimentado los lazos entre nuestras dos familias, aunque sólo hubiese sido uno porque, entonces, ciertamente, no hubiera habido divorcio y yo no me habría visto obligado a capitular con ese extranjero Lochart. Por mucho que él intente aprender nuestras maneras, jamás lo logrará. ¡Y qué costoso resulta mantenerle para conservar enhiesta la reputación de la familia! He de hablar con el primo Valik para pedirle de nuevo que se las arregle de forma que Lochart tenga ingresos extra. Valik y sus codiciosos socios de «IHC» pueden muy bien permitirse hacer eso por mí, con los millones que ganan ahora, en su mayor parte, en moneda extranjera. ¿Qué les costaría? ¡Nada! El gasto lo pasarían a Gavallan y «S-G». Los socios me deben mil favores. Yo, que a lo largo de los años les he asesorado sobre cómo ganar el máximo control y riquezas con tan poco esfuerzo.
«Paga tú mismo a Lochart, Jared, Excelencia —le había dicho Valik sin miramientos, la última vez que se lo había pedido—. Naturalmente, eso está a tu cargo. Tú participas en cuanto ganamos..., y, ¿qué representa una cantidad tan deleznable para mi primo favorito y el mercader más acaudalado de Teherán?
»Pero deberá ser un gasto asociado. Podemos utilizarle cuando tengamos el control al cien por cien. Con el nuevo plan para el futuro de "IHC", la sociedad será más rica que nunca y...
»Consultaré con los otros socios. Por supuesto, la decisión será de ellos, no mía.»
«¡Embustero! —se dijo el hombre mayor mientras saboreaba su té—. Aunque he de reconocer que yo habría respondido de idéntica forma.»
Ahogó un bostezo, ahora ya cansado y hambriento. «Me haría bien una siesta antes de cenar.»
—Lo siento muchísimo, Excelencia, lo siento muchísimo, pero he de ocuparme de algunos asuntos urgentes. Paknouri, viejo amigo, me alegra que todo haya quedado resuelto. Quédate aquí esta noche. Meshang preparará edredones y almohadones. ¡Y no te preocupes! Alí, amigo mío, acompáñame hasta la puerta del bazar. ¿Tienes medio de transporte? —preguntó incisivo, sabiendo de antemano que la primera atención de un ayudante de ministro era la de hacerse con un coche con chófer y abastecimiento ilimitado de gasolina.
—Sí, gracias, el Primer Ministro insistió en que dispusiera de uno, insistió..., la importancia de nuestro departamento, supongo. —Es Voluntad de Dios —dijo Bakravan.
Satisfechos consigo mismos, salieron de la habitación, bajaron la angosta escalera y recorrieron el pequeño pasaje que conducía a la puerta abierta de entrada a la tienda. Allí, sus sonrisas se desvanecieron y les subió una bocanada de bilis.
Esperando, se encontraban los mismos cinco Green Bands, repantigados en las sillas y sobre las mesas, todos ellos armados con fusiles del Ejército de los Estados Unidos, todos ellos apenas salidos de la adolescencia, sin afeitar o con barba, vestidos con ropas baratas y sucias, algunos con agujeros en los zapatos, otros sin calcetines. El líder se hurgaba los dientes en silencio, otros fumaban dejando caer, con indiferencia, la ceniza sobre las inapreciables alfombras «Kash-kai» de Bakravan. Uno de los jóvenes tosía constantemente mientras fumaba y su respiración era sibilante.
Bakravan sintió flojedad en las piernas. Su gente se encontraba como paralizada junto a una de las paredes. Todos. Incluso su servidor de té favorito. Afuera, en la calle, reinaba el más absoluto silencio, no se veía a nadie... Hasta los propietarios de las tiendas de préstamos del otro lado de la calle parecían haberse desvanecido.
—Salaam, Agha, la Bendición de Dios sea contigo —dijo con cortesía. Su voz sonó extraña—. ¿Qué puedo hacer por ti?
El cabecilla no le prestó la menor atención. Tenía los ojos clavados en Paknouri. Sus facciones eran hermosas pero marcadas por la enfermedad parasitaria, transmitida por el jején y casi endémica en Irán. Apenas habría cumplido los veinte años, de ojos y pelo oscuro y manos encallecidas por el trabajo que jugueteaban con el fusil. Se llamaba Yusuf Senvar..., Yusuf el albañil.
El silencio se hizo más denso y Paknouri no pudo resistir la tensión por más tiempo.
—¡Todo es una equivocación! —chilló—. ¡Estáis cometiendo un error!
—¿Crees que por huir vas a escapar a la Venganza de Dios? —dijo Yusuf con voz suave, casi amable..., aunque con un tosco acento aldeano que Bakravan no conseguía localizar.
—¿Qué Venganza de Dios? —chilló de nuevo Paknouri—. No he hecho nada malo. ¡Nada!
—¿Nada? ¿Acaso no has trabajado con extranjeros durante años, y les has ayudado a llevarse la riqueza de nuestra nación?
—Claro que no lo hice para eso sino para crear trabajo y ayudar a nuestra econ...
—¿Nada? ¿Acaso no has servido durante años al satánico Sha?
—No. ¡Yo estaba en la oposición! —volvió a gritar Paknouri—. Todo el mundo lo sabe. Yo... yo estaba en la opos...
—Aun así, le servías y obedecías sus mandatos.
Paknouri tenía las facciones contraídas y estaba prácticamente fuera de sí. Movía la boca pero no conseguía emitir palabras.
—¡Todo el mundo le servía! —logró articular finalmente—. Claro que todo el mundo le servía, era el Sha, pero nosotros trabajábamos para la revolución... El Sha era el Sha, claro que todo el mundo le sirvió mientras estuvo en el poder...
—El Imán nunca lo hizo. —De repente, la voz de Yusuf se hizo áspera—. El Imán Jomeiny jamás sirvió al Sha. ¿Acaso lo hizo, en el Nombre de Dios? —Lentamente fue pasando revista a todos los rostros. Nadie le contestó.
En medio de aquel silencio, Bakravan vio al hombre rebuscar en su desgarrado bolsillo, sacar un trozo de papel y mirarlo. Entonces, supo que él era la única persona que podía detener aquella pesadilla.
—Por orden del Comité Revolucionario —empezó a decir Yusufy Alí-Allah Uwari: Miser Paknouri, usted va a ser sometido a juicio. Entregu...
—No, Excelencia —intervino Bakravan con voz firme aunque cortés, al tiempo que sentía el corazón subírsele a la boca—. Esto es el bazar. Como ya sabes, desde el principio de los tiempos, el bazar tiene sus propias leyes, sus propios líderes. El emir Paknouri es uno de ellos, no puede ser detenido ni conducido a parte alguna contra su voluntad. No puede ser tocado..., ésta es la ley que impera aquí desde el comienzo de los tiempos. —Sostuvo la mirada del joven, sin temor, sabiendo que el Sha, incluso la SAVAK, jamás se atrevieron a desafiar sus leyes o derecho de santuario.
—¿Son esas leyes más grandes que la ley de Dios, prestamista Bakravan?
Bakravan se sintió invadido por un frío glacial.
—No..., no. Claro que no.
—Bien. Yo obedezco la ley de Dios y hago el trabajo de Dios.
—Pero no puede deten...
—Obedezco la ley de Dios y sólo hago el trabajo de Dios —repitió el cabecilla. Sus ojos eran castaños e inocentes bajo las espesas cejas negras. Agitó su fusil—. No necesito este arma..., ninguno de nosotros las necesitamos para hacer el trabajo de Dios. Yo rezo de todo corazón para ser un mártir por Dios, porque, entonces, iré directamente al Paraíso sin necesidad de ser juzgado, todos mis pecados me serán perdonados. Si es esta noche, moriré bendiciendo al que me mate, porque sé que habré muerto haciendo el trabajo de Dios.
—Dios es Grande —entonó uno de los hombres. Y los demás lo corearon.
—Sí. Dios es Grande. Pero tú, prestamista Bakravan, ¿rezaste hoy cinco veces, tal como lo ordena el Profeta?
—Naturalmente, naturalmente —se oyó decir Bakravan a sí mismo, sabedor de que su mentira no era pecado debido a la taquiyah, la ocultación. Es decir, el permiso que el Profeta da a todo musulmán para mentir en asuntos referentes al Islam, siempre que crea que su vida está amenazada.
—Bien. Estáte callado y muéstrate paciente. Más tarde me ocuparé de ti.
Otro escalofrío recorrió la espalda de Bakravan mientras veía al hombre volver su atención a Paknouri.
—Por Orden del Comité Revolucionario y Alí-Allah Uwari: Misern Pakouri, sométete a Dios por crímenes contra Dios.
Paknouri intentaba hablar.
—Yo... yo... no puedes... oye...
Su voz se fue apagando. En las comisuras de los labios se le había formado una espumilla. Todos lo miraban, los Green Bands, impasibles; los demás, aterrados.
Alí Kia se aclaró la garganta.
—Escuchad, tal vez sería mejor dejar esto para mañana —empezó a decir intentando mantener un tono de importancia—. El emir Paknouri se siente evidentemente trastornado por la equiv...
—¿Quién eres tú? —Los ojos del cabecilla se clavaron penetrantes en él como antes lo hicieran en Paknouri y Bakravan—. ¿Eh?
—Soy Alí Kia, ayudante del ministro —replicó Alí, haciendo acopio de todo su valor frente a la fuerza de aquella mirada—, del departamento de Finanzas, miembro del gabinete del Primer Ministro Bazargan y te sugiero que esperes un...
—En el Nombre de Dios: tú, tu departamento de Finanzas, tu gabinete y tu Bazargan no tenéis nada que ver conmigo o con nosotros. Obedecemos al mollah Uwari, quien obedece a Dios —salmodió el hombre con tono ausente. Luego, dirigió de nuevo su atención a Paknouri—. ¡A la calle! —ordenó con tono siempre amable—. 0 le llevaremos a rastras.
Paknouri emitió un quejido y cayó, inerte. Los demás les miraban, impotentes, alguien farfulló: «La Voluntad de Dios» y el chiquillo servidor del té, rompió a llorar con desconsuelo.
—Cállate, muchacho —le ordenó sin ira Yusuf—. ¿Está muerto? Uno de los hombres se adelantó poniéndose en cuclillas junto a Paknouri.
—No. Como Dios lo quiere.
—Como Dios lo quiere. Cógelo, Hassan y ponle la cabeza bajo el grifo del agua. Si no espabila lo llevaremos nosotros.
—No —le interrumpió Bakravan valeroso—. No, se quedará aquí. Está enfermo y...
—¿Estás sordo, viejo? —El tono de Yusuf era ahora levemente cortante.
El miedo planeó en la habitación. El chiquillo se metió el puño en la boca para contener los sollozos. Yusuf clavó la mirada en Bakravan mientras que el hombre llamado Hassan, fuerte y de hombros potentes, levantaba a Paknouri sin esfuerzo y salía de la tienda.
—Como Dios lo quiere —repitió sin apartar los ojos de Paknouri—. ¿Eh?
—¿Adónde..., por favor, adónde lo llevan?
—A la cárcel, por supuesto. ¿A qué otro sitio podría ir?
—¿A qué..., a qué cárcel, por favor?
Uno de los hombres se echó a reír.
—¿Qué importa la cárcel?
Para Jared Bakravan y los demás, la atmósfera de la habitación se había hecho sofocante, como si se encontraran ya en una celda, aunque el aire había cambiado y la puerta siguiera, como siempre lo estaba, abierta a la calle.
—Me gustaría saberlo, Excelencia —respondió Bakravan con voz sorda tratando de disimular su odio—. Por favor.
—Evin.
Aquélla había sido siempre la cárcel más infamante de Irán.
Yusuf sintió la presencia de una nueva oleada de temor. «Todos deben de ser culpables para tener tanto miedo», se dijo. Miró detrás de él, a su hermano más pequeño.
—Dame el papel.
Su hermano, que apenas contaba quince años, tenía un aspecto mugriento y una tos pertinaz. Sacando media docena de papeles rebuscó entre ellos. Finalmente, encontró el que buscaba.
—Aquí está, Yusuf.
El cabecilla lo examinó con atención.
—¿Estás seguro de que es éste?
—Sí —respondió el jovenzuelo mientras señalaba el nombre con un dedo achaparrado. Lo vocalizó lentamente J-a-r-e-d B-a-k-r-a-v-a-n.
—¡Dios nos protega! —musitó alguien.
En el profundo silencio que siguió, Yusuf alargó el papel a Bakravan. Los demás observaban petrificados.
El anciano, casi sin respiración, lo cogió con dedos temblorosos. Por un instante, le fue imposible fijar la mirada. Luego vio las palabras: Jared Bakravan, del bazar de Teherán: Por orden del Comité Revolucionario y de Alí-Allah Uwari, se le convoca ante el Tribunal Revolucionario, formado en la Cárcel Evin, inmediatamente después de la primera oración, para responder a unas preguntas. El papel iba firmado Alí-Allah, la firma de los analfabetos.
—¿Qué preguntas? —indagó con voz sorda.
—Las que Dios quiere —se echó de nuevo el fusil al hombro y se puso en pie—. Hasta la vista..., de madrugada. Tráete consigo el papel y no te retrases. —Entonces, vio la bandeja de plata con los vasos y una botella mediana de vodka sobre una mesa baja, prácticamente oculta por una cortina en el vestíbulo en penumbra, iluminado tan sólo por unas velas—. ¡Por Dios y el Profeta! —exclamo irritado—. ¿Has olvidado las leyes de Dios?
La gente de la tienda se dispersó, apartándose de su camino, mientras él enarbolaba la botella derramando su contenido sobre el sucio suelo, arrojándola lejos después. Parte del líquido se deslizó hasta una de las alfombras. El chiquillo servidor del té cayó de rodillas, de manera instintiva, y empezó a limpiarlo.
—¡No lo toques!
El muchacho, aterrado, se apartó de allí. Yusuf, indiferente, empujó casi todo el líquido con el pie.
—Que esa mancha sirva para recordarte las leyes de Dios, anciano... —se interrumpió y se quedó contemplando la alfombra unos instantes—. ¡Qué colores! ¡Hermosos! ¡De verdad que son hermosos! —Suspiró al tiempo que se rascaba, y se volvió hacia Bakravan y Kia—. Si recogierais todo lo que nosotros poseemos aquí y le añadierais lo que nuestras familias tienen y los padres de nuestras familias, con todo ello, no podríamos permitirnos, siquiera una esquina de semejante alfombra. —Yusuf esbozó una sonrisa aviesa—. Pero, por otra parte, si yo fuera tan rico como tú, prestamista Bakravan..., ¿acaso no sabes que la usura va también contra las leyes de Dios? Aunque yo fuera tan rico como tú, tampoco compraría una alfombra semejante. No necesito un tesoro así. No tengo nada, no tenemos nada, no necesitamos nada. Sólo a Dios.
Acto seguido, abandonó la tienda.
En las cercanías de la Embajada de los Estados Unidos: 8.15 de la tarde. Erikki había estado esperando durante casi cuatro horas. Desde donde se encontraba sentado, junto a la ventana del primer piso en el que se hallaba el apartamento de su amigo Christian Tollonen podía ver los altos muros que cercaban el complejo americano, profusamente iluminado, a los soldados de Infantería de Marina uniformados junto a las inmensas verjas de hierro, pateando para entrar en calor y, al fondo, el enorme edificio de la Embajada. La circulación era densa aún, con embotellamientos aquí y allá, todo el mundo haciendo sonar la bocina y queriendo adelantar a los demás peatones, tan impacientes y egocéntricos como siempre. Los semáforos no funcionaban. Tampoco había guardias de tráfico. «En realidad, poco importa —pensó—, maldito el caso que hacen los habitantes de Teherán a los reglamentos de circulación. Jamás lo han hecho, y nunca lo harán. Como esos dementes que se mataron en la carretera a través de las montañas. Como los de Tabriz. O los de Kazvin.»
El recuerdo de Kazvin le hizo apretar los puños. Aquella mañana se habían recibido informes en la Embajada finlandesa de que Kazvin se había levantado en armas, de que los nacionalistas de Azerbaiján y de Tabriz habían vuelto a rebelarse, que se luchaba contra las fuerzas leales al Gobierno de Jomeiny y que toda la provincia fronteriza, rica en petróleo y de enclave altamente estratégico, había declarado de nuevo su independencia de Teherán, independencia por la que llevaban luchando a través de los siglos, siempre ayudada y alentada por Rusia, enemiga inmutable de Irán y ansiosa por engullir el territorio. Rakoczy y otros de su ralea debían estar pululando por todo Azerbaiján.
—Claro que los soviéticos van tras de nosotros —había dicho furioso Abdollah Gorgon Khan durante su discusión, poco antes de que Azadeh y él salieran para Teherán—. Claro que tu Rakoczy y sus hombres se han hecho fuertes aquí. Caminamos por la cuerda floja más delgada de todo el mundo, porque somos su llave para el Golfo y también para Ormuz, la yugular de occidente. De no haber sido por nosotros, los Gorgon, nuestras conexiones tribales y algunos de nuestros aliados kurdos, a estas alturas seríamos ya una provincia soviética..., incorporada a la otra mitad de Azerbaiján que los soviéticos nos robaron hace años, ayudados, como siempre, por la insidiosa Gran Bretaña... Dios mío, cómo aborrezco a los británicos, incluso más que a los americanos que, en definitiva, no son más que unos bárbaros estúpidos y de malos modales. Ésa es la verdad, ¿no?
—No son así, al menos los que yo he conocido. Y «S-G» me ha tratado siempre muy bien.
—Hasta ahora. Pero te traicionarán..., los británicos siempre acaban traicionando a los que no lo son e incluso, si les conviene, también se traicionan entre sí.
—Insha'Allah.
Abdollah Gorgon Khan rió sin humor.
—Insha'Allah! E Insha'Allah que en el cuarenta y seis, el Ejército soviético retrocedió más allá de la frontera y entonces aplastamos a sus colaboracionistas y acabamos con su «República Democrática de Azerbaiján» y su «República del Pueblo Kurdo». Pero admiro a los soviéticos, sólo juegan para ganar y cambian las reglas como a ellos les conviene. El verdadero triunfador de vuestra Guerra Mundial fue Stalin. Era el coloso. ¿Acaso no lo dominó todo en Potsdam, Yalta y Teherán..., ganando a Churchill y a Roosevelt por la mano? ¿No llegó Roosevelt, cuando estuvo en Teherán, a alojarse en la Embajada soviética? ¡Cómo reímos los iraníes! El Gran Presidente entregó el futuro a Stalin en bandeja cuando tenía en su mano todo el poder para contenerlos dentro de sus propias fronteras. ¡Era todo un genio! Junto a él, vuestro aliado, Hitler, era un estúpido chapucero. La Voluntad de Dios, ¿eh?
—Finlandia sólo se unió a Hitler para luchar contra Stalin y recuperar nuestras tierras.
—Pero perdisteis. Elegisteis mal y perdisteis. Incluso un tonto hubiera podido darse cuenta de que Hitler iba a perder... ¿Cómo pudo ser el Sha Reza tan estúpido? Ah, capitán, jamás he podido comprender por qué Stalin os dejó vivir a vosotros, los finlandeses. Si yo hubiese sido él, hubiera arrasado Finlandia para que sirviera de lección..., como hizo con una docena más de países. ¿Por qué os dejó vivir a vosotros? ¿Porque le hicisteis frente con vuestra Guerra del Invierno?
—No lo sé. Tal vez. Estoy de acuerdo contigo en que los soviéticos jamás renuncian.
—Nunca, capitán. Pero nosotros tampoco. Nosotros, los de Azerbaiján, siempre iremos por delante de ellos y los mantendremos a raya. Como en el cuarenta y seis.
Pero, por aquel entonces, Occidente era fuerte, estaba en vigor la Doctrina de Truman en cuanto a los soviéticos se refería. «Las manos quietas o atenerse a las consecuencias —se decía Erikki ceñudo—. ¿Y ahora? Ahora es Carter quien gobierna. ¿Qué gobierna?»
Cansado, se inclinó hacia delante y volvió a llenar su vaso, impaciente por volver junto a Azadeh. Hacía frío en el apartamento y todavía llevaba puesto su abrigo. La calefacción central no funcionaba y entraba aire por todas las ventanas. Pero la habitación era grande, agradable y masculina, con viejos sillones, y las paredes adornadas con pequeñas aunque excelentes alfombras persas y bronces. Por todas partes había libros, revistas y periódicos, sobre mesas, sillas y estanterías, en finlandés, ruso e iraní..., un par de zapatos de mujer abandonados descuidadamente sobre uno de los estantes. Saboreó su vodka a sorbos, agradecido al calor que le proporcionaba, y luego miró de nuevo, a través de la ventana, hacia la Embajada. Por un instante se preguntó si valdría la pena emigrar a los Estados Unidos. Con Azadeh.
—Los baluartes se derrumban —musitó—. Irán ya no es seguro. Europa, demasiado vulnerable. Y Finlandia se encuentra sobre el filo de la espada...
Fijó la atención en lo que pasaba abajo. Ya la circulación había quedado bloqueada del todo por los enjambres de vehículos que confluían por las dos calles. El complejo de la Embajada de los Estados Unidos estaba en el chaflán de Tahkt-e-Jamshid y la calle principal llamada Roosevelt. «Solía llamarse Roosevelt —se dijo—. ¿Cómo la habrán bautizado ahora? ¿Calle Jomeiny? ¿Calle de la Revolución?»
Se abrió la puerta del apartamento.
—Hola, Erikki —dijo el joven finlandés sonriente. Christian Tollonen se cubría la cabeza con un gorro de piel estilo ruso y llevaba una trinchera forrada de piel que se comprara en Leningrado durante un fin de semana de copas con unos amigos de la Universidad—. ¿Qué hay de nuevo?
—Llevo esperando cuatro horas.
—Tres horas y veintidós minutos además de media botella de la mejor «Russian Moskava» de contrabando que el dinero puede comprar en parte alguna, y acordamos que sería de tres a cuatro horas. —Christian Tollonen estaba en los primeros años de la treintena, era soltero, rubio y de ojos grises, agregado cultural en la Embajada finlandesa. Eran amigos desde su llegada a Irán, hacía ya algunos años—. Dame una copa, ¡por Dios que la necesito! Ya empieza a bullir una nueva manifestación y me ha costado lo mío abrirme paso.
Sin quitarse la trinchera, se acercó a la ventana.
Los dos sectores de la muchedumbre se habían fusionado, bullendo la gente delante del complejo de la Embajada. Todas las puertas habían sido cerradas. Erikki, inquieto, observó que no se veía mollah alguno entre aquellos muchachos. Hasta ellos llegaban sus gritos.
—Muerte a América, muerte a Carter —iba traduciendo Christian. Hablaba bien el farsi ya que su padre, diplomático también, estuvo destinado allí hacía años y él había pasado cinco años de su adolescencia en una escuela de Teherán—. Son las idioteces habituales. Abajo Carter y el imperialismo americano.
—Nada de Allah-u-Akbar —dijo Erikki. Por un instante, se encontró de nuevo en la carretera bloqueada y sintió un peso insoportable en el estómago—. Nada de mollahs.
—No, no he visto ninguno por aquí.
En las calles, el ritmo se aceleraba al incorporarse nuevas facciones a las turbas agolpadas ante las verjas de hierro.
—La mayoría son estudiantes universitarios. Me tomaron por un ruso y me dijeron que se había librado una encarnizada batalla en la Universidad, izquierdistas contra Green Bands, con unos veinte o treinta muertos y que la lucha continúa. —Mientras observaba, cincuenta o sesenta jovenzuelos empezaron a sacudir las verjas—. Están locos por pelear.
—Y ni un solo policía para impedirlo.
Erikki le alargó la copa.
—¿Qué haríamos sin vodka?
Erikki rió.
—Beber brandy. ¡Lo tienes todo?
—No. esto es sólo el comienzo —dijo Christian, sentándose en uno de los sillones junto a la mesa baja que había frente a Erikki y abriendo la cartera—. Aquí están las copias de tus certificados de nacimiento y matrimonio..., gracias a Dios que teníamos duplicados. Pasaportes nuevos para los dos... Logré que alguien de la oficina de Bazargan estampara en el tuyo un permiso de residencia temporal con una vigencia de tres meses.
—¡Eres un auténtico mago!
—Han prometido que te extenderán una nueva licencia de piloto iraní, aunque no dijeron cuándo, Aseguraron que con tu documento de identidad «S-G» y la fotocopia de tu licencia británica te encuentras dentro de la legalidad. Ahora bien, el pasaporte de Azadeh es temporal. —Lo abrió y le enseñó la fotografía—. No es de las habituales de pasaporte..., saqué una de las que tú me diste, con la «Polaroid»..., pero servirá hasta que tengamos una en regla. Haz que lo firme tan pronto como la veas. ¿Ha salido alguna vez del país desde que os casasteis?
—No. ¿Por qué?
—Si sale al extranjero con pasaporte finlandés..., bueno, no sé cómo podrá afectar eso a su status iraní. Las autoridades han sido muy susceptibles siempre, sobre todo cuando se trata de sus propios nacionales. Jomeiny parece mostrarse más xenófobo todavía, y, por tanto, es probable que su régimen muestre una mayor dureza. A ellos puede parecerles como si hubiera renunciado a su nacionalidad. Creo que no la dejarán volver a entrar.
Por un momento, una sorda explosión de gritos, procedentes de la masa de jóvenes, distrajo su atención. Centenares de ellos alzaban los puños cerrados y en alguna parte alguien los arengaba con la ayuda de un altavoz.
—Tal como me siento en estos momentos, poco me importa lo que ocurra luego, mientras ahora pueda sacarla de aquí —dijo Erikki. Christian se le quedó mirando.
—Tal vez debiera estar enterada del peligro que correrá, Erikki —dijo al cabo de un momento—. No hay forma de que pueda restituirle sus documentos o su pasaporte iraní, pero corre un grave riesgo si se va sin ellos. ¿Por qué no le pides a su padre que los obtenga? Para él resultaría muy fácil. Es dueño de casi todo Tabriz, ¿no?
Erikki asintió con expresión de tristeza.
—Sí, pero tuvimos otra discusión antes de irnos. Sigue desaprobando nuestro matrimonio.
—Tal vez sea porque aún no tenéis un hijo —dijo Christian al cabo de una pausa—. Ya sabes cómo son los iraníes para eso.
—Aún hay mucho tiempo por delante para tener hijos —dijo Erikki descorazonado—. «Los tendremos a su debido tiempo —pensó—. No hay prisa, y el viejo doctor Nutt dice que Azadeh está en perfectas condiciones. ¡Mierda! Si le digo lo que Christian me ha comunicado con respecto a su documentación iraní jamás querrá irse. Si no se lo digo y luego le niegan la entrada, nunca me lo perdonará. Y, de cualquier manera, tampoco querrá salir sin el permiso de su padre.»
—Para que le den una documentación nueva tendríamos que regresar y..., bueno, no quiero volver.
—¿Por qué, Erikki? Habitualmente, nunca es lo bastante pronto para ti, para regresar a Tabriz.
—Rakoczy.
Erikki le había contado todo lo ocurrido..., salvo la muerte del mujadin en el bloqueo de la carretera y todos Ios hombres que Rakoczy mató durante el rescate. «Algunos detalles más vale callarlos», se dijo pesimista.
Christian Tollonen saboreaba su vodka.
—¿Cuál es el verdadero problema?
—Rakoczy —repitió Erikki. y mantuvo firme la mirada.
Christian se encogió de hombros. Otra ronda y la botella quedó vacía. —Prosit.
—Prosit. Gracias por los documentos y los pasaportes.
De nuevo, los gritos que llegaban de afuera atrajeron su atención. La muchedumbre se mostraba bien disciplinada aun cuando cada vez más ruidosa. En el patio americano habían aumentado los focos de luz y podían ver con claridad los rostros en las ventanas de la Embajada.
—Menos mal que tienen sus propios generadores.
—Sí..., y sus propias unidades calefactoras, bombas de gasolina, PX, en fin, todo —Christian se acercó a la alacena y sacó otra botella—. Eso, y su status especial en Irán, el hecho de no necesitar visados ni de estar sometidos a las leyes iraníes han provocado gran parte del odio.
—Oye, aquí hace frío, Christian. ¿No tienes leña?
—Ni una condenada astilla. La maldita calefacción ha estado sin funcionar desde que me trasladé aquí... Tres meses, casi todo el invierno prácticamente.
—Acaso sea mejor así —dijo Erikki haciendo un gesto hacia los zapatos—. Tú ya tienes ardor más que suficiente ¿eh?
Christian esbozó una sonriente mueca.
—A veces. Reconozco que Teherán es uno de los..., solía ser uno de los lugares más formidables del mundo para todo tipo de placeres. Pero ahora, ahora, amigo... —su rostro se ensombreció—. Ahora no creo que Irán vaya a ser el paraíso que esos pobres estúpidos de ahí fuera creen haber ganado, sino un infierno en la tierra para la mayoría de ellos. En especial para las mujeres. —Saboreó su vodka. Hubo una marea de excitación junto a los muros del complejo, cuando un joven, con el fusil del Ejército de los Estados Unidos colgado del hombro, trepaba sobre los hombros de otros, e intentaba, sin éxito, llegar hasta arriba.
—Me pregunto que haría yo si ése fuera mi muro y esos imbéciles bastardos intentaran escalarlo.
—Les volaría la cabeza, lo que sería absolutamente legal. ¿No es así?
De repente, Christian rompió a reír.
—Sólo si coronara con éxito la empresa —se volvió a mirar a Erikki—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Cuál es tu plan?
—No tengo ninguno. Al menos hasta que haya hablado con Mclver..., esta mañana no hubo posibilidad. Él y Gavallan estaban muy ocupados en localizar a sus socios iraníes. Después, celebraron varias reuniones en la Embajada con alguien llamado... Creo que la llamaron Talbot...
Christian disimuló su repentino interés.
—¿George Talbot?
—Sí, eso es. ¿Le conoces?
—Sí, es el segundo secretario —Christian se guardó mucho de añadir: «Talbot es también el jefe del Servicio Secreto británico en Irán, lo ha sido durante años y es un operador muy importante—. No sabía que se encontraba todavía en Teherán..., creí que se había marchado hace un par de días. ¿Qué querían de él Mclver y Andrew Gavallan?
Erikki se encogió de hombros y dio media vuelta, observando en actitud ausente a más jóvenes que intentaban escalar el muro. En su mente dominaba una preocupación, ¿qué podría hacer respecto a la documentación de Azadeh?
—Hablaron de que querían tener más información sobre un amigo de él que conocieron ayer en el aeropuerto..., un tal Armstrong. Robert Armstrong.
—¿Armstrong? —preguntó, intentando mantener la calma, contento de que Erikki le diera la espalda.
—Sí —respondió Erikki, volviéndose hacia él—. ¿Te dice algo ese nombre?
—Es un nombre muy común —dijo Christian, satisfecho de que su voz no revelara nada.
Robert Armstrong, MI6, antiguo miembro de la Special Branch, que había estado en Irán, bajo contrato, durante cierto número de años, posiblemente cedido de manera temporal por el Gobierno británico..., supuesto asesor jefe del Departamento del Servicio Secreto Interno de Irán, de alta cualificación, un hombre a quien rara vez se le veía en público y conocido por unos pocos, perteneciendo la mayoría de éstos a la comunidad del Servicio Secreto.
«Como yo», se dijo, preguntándose qué opinaría Erikki si supiera que era un experto del Servicio Secreto iraní que lo sabía casi todo sobre Rakoczy y muchos otros agentes extranjeros, y cuya tarea primordial consistía en averiguar todo sobre Irán aunque sin hacer nada y jamás interferir con cualquiera de los combatientes internos o externos. Simplemente esperar, observar, averiguar y recordar. ¿Qué estaría haciendo Armstrong allí?
Se levantó para disimular su inquietud, pretendiendo querer ver mejor a la multitud.
—¿Se enteraron de lo que querían saber? —preguntó.
Erikki volvió a encogerse de hombros.
—No lo sé. No volví a encontrarme con ellos... —calló y miró al otro hombre—. ¿Es importante?
—No... no, en absoluto. ¿Tienes apetito? ¿Estáis libre tú y Azadeh para cenar?
—Lo siento, esta noche no —respondió Erikki consultando su reloj—. Más vale que vuelva. Y gracias por la ayuda.
—De nada. ¿Qué decías de Mclver y tu Gavallan? ¿Tienen un plan para cambiar las operaciones aquí?
—No lo creo. Habíamos acordado que me reuniría con ellos a las tres de la tarde para ir al aeropuerto, pero para mí era más importante verte y obtener los pasaportes. —Erikki se puso en pie y le alargó la mano dominándole con su altura—. Y otra vez, muchas gracias.
—De nada —repuso Christian, y le estrechó la mano cordialmente—. Te veré mañana.
Abajo, el griterío había cesado y reinaba un silencio ominoso. Los dos hombres corrieron a la ventana. Toda la atención estaba centrada en la calle principal que un día se llamara Roosevelt. Entonces escucharon el creciente Allahhhh-uuuuu Akbarrrrrl
—¿Hay alguna salida trasera en el edificio? —farfulló Erikki. —No, no la hay.
Las nuevas hordas que llegaban contaban con mollahs y Green Bands en las primeras filas. La mayoría de ellos iban armados, al igual que la masa de jóvenes que los seguían. Todos gritaban al unísono, «Dios es Grande», «Dios es Grande», superando con mucho en número a la manifestación de estudiantes frente a la Embajada, aunque éstos también fueran armados. Al punto, los izquierdistas empezaron a situarse en puntos defensivos estratégicos, en los portales y entre los vehículos. Hombres, mujeres y niños, atrapados en coches y camiones, empezaron a dispersarse. Los islámicos se acercaban rápidamente. Mientras las primeras filas invadían las aceras y los huecos de los vehículos parados e iban acercándose a los muros profusamente iluminados, el incesante ritmo de sus disparos aumentaba, aceleraban el paso y todo el mundo se preparaba. Pero entonces, y de manera asombrosa, los estudiantes empezaron a replegarse. En silencio. Los Green Bands vacilaron, perplejos.
La retirada fue pacífica y, en consecuencia, las hordas se hicieron pacíficas. Pronto, los manifestantes se alejaron y ya nadie amenazaba la Embajada. Mollahs y Green Bands empezaron a dirigir la circulación. Aquellos transeúntes que habían huido y las personas que abandonaron sus vehículos, respiraban de nuevo, dando gracias a Dios por Su intervención y regresando en manadas. Al punto, los bocinazos y los juramentos comenzaron de nuevo en creciente frenesí al empezar a luchar por el espacio, coches, camiones y peatones. Las grandes puertas de hierro de la Embajada no fueron abiertas, sólo una puerta lateral.
Christian sentía la garganta seca.
—Hubiera apostado mi vida a que se preparaba una lucha cruenta. Erikki estaba igualmente asombrado.
—Es casi como si hubieran estado esperando a los Green Bands y supieran de antemano de dónde vendrían y cuándo. Parece como si se tratara de un ensayo por algo. —Calló, acercándose aún más a la ventana, con la cara súbitamente congestionada—. ¡Mira! ¡Allí, en aquel portal! ¡Es Rakoczy!
—¿Dónde? ¿Dón...? ¿Ah, te refieres al hombre con la chaqueta de vuelo que habla con ese tipo bajo? —Christian escudriñó abajo en la oscuridad. Los dos hombres se encontraban prácticamente en la penumbra, luego, se estrecharon la mano y salieron a la luz. En efecto, era Rakoczy—. ¿Estás seguro de que...?
Pero Erikki ya había abierto la puerta de entrada y se encontraba a mitad de la escalera. Christian le vio sacarse el gran cuchillo pukoh de su funda y metérselo por debajo de la manga con la empuñadura en la palma de la mano.
—No hagas locuras, Erikki —gritó, pero ya había desaparecido.
Christian se precipitó de nuevo hacia la ventana a tiempo de ver a Erikki salir del portal y correr a empellón limpio entre la multitud persiguiendo a Rakoczy a quien él no veía por parte alguna.
Pero Erikki sí que lo tenía a la vista. Rakoczy se encontraba a una distancia de unos cincuenta metros v le vio doblar la esquina con la calle Roosevelt y desaparecer. Cuando Erikki llegó a la esquina se alegró de no haberle perdido, el soviético estaba delante de él, andando rápidamente aunque no demasiado de prisa, muchos peatones entre ellos, la circulación lenta y muy ruidosa. Dando un rodeo por un embotellamiento de camiones, Rakoczy salió de la calzada, esperó que pasara a duras penas un viejo y baqueteado «Volkswagen» que no paraba de tocar la bocina y luego miró en derredor suyo. Vio a Erikki. Hubiera sido casi imposible lo contrario... pues era casi treinta centímetros más alto que cualquier otro. Sin vacilar un instante, Rakoczy puso pies en polvorosa, abriéndose camino entre la muchedumbre, y se metió por una bocacalle corriendo como un endemoniado. Erikki lo vio y corrió tras él. Los peatones les maldecían a ambos, un viejo cayó al asqueroso suelo al apartarle Rakoczy violentamente de su camino y enfilar por otra bocacalle.
Ésta era angosta, con porquería desperdigada por todas partes, los puestos y las tiendas ya cerrados y sin iluminación. Algunos peatones que se dirigían con paso cansino a sus casas y multitud de portales y arcadas que conducían a casuchas o escaleras por las que se llegaba a más casuchas... Toda la zona apestando a orines, desperdicios, asaduras y verduras podridas.
Rakoczy se encontraba a algo más de cuarenta metros de distancia. Entró en una calleja más pequeña, atropellando casetas donde dormían familias, dejando alaridos de rabia tras de sí. Entonces, cambió de dirección y se lanzó por un pasaje que daba a otro, lo atravesó y entró en una calleja, ya completamente desorientado, luego en otra y en otra. Irritado, se detuvo, comprobando que la última era un cul-de-sac. Instintivamente, se llevó la mano a la automática, pero entonces observó que, delante de él, se abría un pasaje y se precipitó por él.
Los muros estaban tan juntos que podía tocarlos con ambas manos mientras corría entre ellos, jadeante, hundiéndose más y más en el zigzagueante laberinto. Delante de él, una vieja estaba vaciando un orinal en el apestoso joub. La derribó mientras que los demás se apretaban contra los muros para apartarse de su camino. Erikki se encontraba ya sólo a veinte metros, su furia le daba alas y saltando por encima de la vieja que aún no había podido incorporarse y tenía medio cuerpo dentro del joub, redobló sus esfuerzos acortando distancias. Al dar la vuelta a una esquina, su adversario se detuvo, taponó la callejuela con un viejo carrito y, antes de que Erikki pudiera evitarlo, se estrelló contra él, cayendo medio conmocionado. Se puso en pie con un aullido de furia, se tambaleó mareado por un instante, saltó por encima del obstáculo y echó a correr de nuevo, enarbolando ya sin disimulo el cuchillo y torciendo una esquina.
Pero el pasaje que tenía ante sí aparecía desierto. Erikki se detuvo en seco. Jadeaba fuertemente y estaba empapado de sudor. Resultaba difícil ver, aun cuando su visión nocturna fuese muy buena. Entonces, divisó la pequeña arcada. La atravesó, cauteloso, con el cuchillo preparado. El pasaje terminaba en un patio descubierto, lleno de escombros por todas partes, encontrándose también un coche completamente desvencijado y herrumbroso. Muchos de los portales y aberturas daban a aquel sucio espacio, algunos, con puertas, otros, conduciendo a desvencijadas escaleras y a los pisos más altos. Imperaba el silencio..., un silencio amenazador. Podía sentir ojos que lo vigilaban. Unas ratas abandonaron los desperdicios y se escurrieron, veloces, entre un montón de escombros.
A uno de los lados había otra arcada. Sobre ella, una antigua inscripción en larsi que no pudo leer. A través de la arcada, la oscuridad pareció hacerse más densa. La profunda entrada abovedada terminaba ante un portal. La puerta era de madera y con bandas de vetusto hierro, descolgada de la mitad de sus goznes. Detrás de ella, parecía haber una habitacion. Al acercarse más, vio el parpadeo de una vela.
—¿Qué es lo que quiere?
La voz del hombre le llegó a Erikki desde el fondo de la oscuridad. Se le erizó el pelo en la nuca. La voz, en inglés, no era la de Rakoczy, ésta tenía acento extranjero, con una oquedad misteriosa.
—¿Quién..., quién es usted? —preguntó inseguro, mientras trataba de penetrar la oscuridad con todos sus sentidos, preguntándose si no sería Rakoczy haciéndose pasar por otro.
—¿Qué es lo que quiere?
—Yo..., quiero..., estoy siguiendo a un hombre —dijo sin saber hacia dónde hablar mientras sobre su cabeza, el tejado abovedado que no podía ver le devolvía su voz como un eco misterioso.
—El hombre que busca no está aquí. Váyase.
—¿Quién es usted?
—Eso no importa. Váyase.
La llama de la vela era un diminuto destello de luz en la oscuridad, haciendo que ésta pareciese más densa.
—¿Ha visto pasar a alguien por aquí..., a alguien que corría?
El hombre rió quedamente y murmuró algo en farsi. Al punto, le rodearon susurros y risas ahogadas y Erikki giró, enarbolando por delante el cuchillo a modo de protección.
—¿Quién es usted?
Los susurros prosiguieron. Todos en derredor suyo. La atmósfera estaba impregnada de un olor a rancio y a humedad. En alguna parte, goteaba agua en una cisterna. Se escuchó, lejano, el sonido de disparos. De nuevo los susurros. Dio otra media vuelta sintiendo a alguien muy cerca de él, pero sin verlo, sólo la arcada y la noche sombría más allá. El sudor le resbalaba por la cara. Se dirigió cauteloso hacia la puerta, apoyando la espalda contra un muro, convencido ya de que Rakoczy se encontraba allí. El silencio se hizo más denso.
—¿Por qué no contesta? ¿Ha visto a alguien?
De nuevo la risita entre dientes.
—Váyase.
Luego, silencio.
—¿Por qué tiene miedo? ¿Quién es usted?
—A usted no le importa quién soy yo, y aquí no hay miedo, sólo el de usted.
La voz era tan amable como antes. Luego, el hombre añadió algo en farsi y nuevas risas ahogadas lo rodearon.
—¿Por qué me habla en inglés?
—Le hablo en inglés porque a ningún iraní ni a cualquier lector del lenguaje del Libro.vendría aquí de día o de noche. Sólo un loco lo haría.
Erikki vio de soslayo algo, o alguien, que se interponía entre él y la vela. Al punto, enarboló el cuchillo en posición defensiva.
—¿Rakoczy?
—¿Se llama así el hombre que busca?
—Sí..., así es. Está aquí, ¿verdad?
—No.
—No le creo, quienquiera que usted sea.
Silencio. Luego, un profundo suspiro.
—Sea como Dios lo quiere —y luego, en tono quedo, una orden en farsi que Erikki no entendió.
En derredor suyo, por todas partes, se encendieron cerillas, iluminando velas y lámparas pequeñas de petróleo. Se veían bultos de harapos recostados contra los muros y las columnas de la caverna de alto techo abovedado. Centenares de ellos. Hombres y mujeres. Los restos enfermos, ulcerados de hombres y mujeres que yacían sobre paja o lechos de harapos. Ojos que lo miraban desde unos rostros estragados.
Extremidades con muñones. Una vieja se encontraba casi pegada a sus pies y él, presa de pánico, se alejó de un salto situándose en la puerta.
—Aquí todos somos leprosos —dijo el hombre. Apoyaba la espalda contra una columna cercana. Un montón informe de harapos. Otro harapo le cubría, prácticamente, las cuencas de los ojos. Apenas le quedaba nada de rostro, salvo los labios. Agitó débilmente el muñón de un brazo.
»Aquí todos somos leprosos, impuros. Ésta es una casa de leprosos. ¿Ve a ese hombre entre nosotros?
—No..., no. Yo..., lo siento —murmuró Erikki con voz trémula.
—¿Lo siente? —La voz del hombre estaba cargada de ironía—. Sí. Todos lo sentimos. Insha'Allah! Insha'Allah!
Erikki ansiaba desesperadamente dar media vuelta y salir corriendo, pero las piernas no le respondían. Alguien tosió, una tos seca, aterradora.
—¿Quién..., quién es usted? —se oyó decir a sí mismo.
—Una vez fui profesor de inglés..., ahora soy un impuro, uno de los muertos vivientes. Es la Voluntad de Dios. Váyase. ¡Bendito sea Dios por su Misericordia!
Erikki vio, anonadado, al hombre que hacía un ademán con lo que le quedaba de los brazos. Obedientemente, las luces empezaron a extinguirse por toda la caverna, mientras muchos ojos seguían mirándole.
Una vez fuera, bajo el aire nocturno, tuvo que hacer un esfuerzo hercúleo para no echar a correr aterrado, sintiéndose inmundo, ansiando despojarse al punto de toda su ropa y bañarse y enjabonarse, bañarse v enjabonarse v volverse a bañar.
—Basta va —farfulló entre dientes, con la carne todavía de gallina—. No hay nada que temer.