CAPÍTULO XXXIII

En Teherán: 4.17 de la tarde.

Jean-Luc Sessonne repicó con la aldaba de bronce en la puerta del apartamento de McIver. Iba acompañado por Sayada Bertolin. Ahora que habían dejado atrás la calle y estaban solos, le cubrió con las manos los senos por debajo del abrigo y la besó.

—Prometo que no tardaremos un minuto. Luego, otra vez a la cama. —Bien —dijo ella riendo.

—¿Reservaste mesa en el «French Club»?

—Pues claro. ¡Nos sobrará tiempo!

—Sí, chérie.

Llevaba un grueso y elegante impermeable sobre el uniforme. Su vuelo desde Zagros lo había hecho lleno de inquietud debido a que nadie contestaba a sus frecuentes llamadas por radio aun cuando las ondas vibraran continuamente con un farsi excitado que él no hablaba ni comprendía.

Se había mantenido a una altura reglamentaria y realizado un acercamiento standard al Aeropuerto Internacional de Teherán. Y seguía sin recibir respuesta a sus llamadas. La manga de viento estaba hinchada y revelaba un fuerte viento de costado. En la pista, cerca de la terminal, había cuatro «Jumbo» juntos con otros jets, uno de ellos destruido por el fuego. Vio que algunos estaban cargando, rodeados de demasiados hombres, mujeres y niños, sin orden ni concierto, los escalones de la popa y la proa de las cabinas aparecían sobrecargados, maletas y todo tipo de equipajes se veían desperdigados por doquier. Policías y agentes de la circulación brillaban por su ausencia, al igual que al otro lado del edificio de la terminal donde había un fenomenal atasco de circulación en todos los caminos de entrada al aeropuerto. La zona de aparcamiento también se encontraba abarrotada, pese a lo cual, más coches trataban de entrar en ella. Las aceras estaban atestadas de gente cargada de bultos.

Jean-Luc dio gracias a Dios de estar volando y no andando y aterrizó sin dificultad en el aeropuerto próximo de Galeg Morghi, alojó el «206» en el hangar de «S-G» y organizó una incursión inmediata a la ciudad, con la ayuda de un billete de diez dólares. Primera parada en la oficina de «Schlumberger», dejando fijada una hora de madrugada para el vuelo de regreso a Zagros. Luego, al apartamento de ella. Sayada se encontraba en casa. Como siempre ocurría al cabo de largo tiempo de estar separados, el encuentro fue inmediato, impaciente, borrascoso, egoísta y mutuamente explosivo.

Hacía exactamente un año, dos meses y tres días que la conociera en una fiesta navideña en Teherán. Recordaba perfectamente aquella velada. El salón aparecía lleno de gente, pero nada más entrar la vio como si hubiera estado completamente desierto. Se encontraba sola, con un vestido de un blanco maravilloso, y saboreaba una bebida.

—Vous parlen francais, Madame? —le preguntó, deslumbrado por su belleza.

—Lo siento, Monsieur, sólo algunas palabras. Preferiría el inglés.

—Sea en inglés. No sabe la alegría que me embarga de haberla conocido, pero me encuentro ante un dilema.

—¡Ah! ¿Y de qué se trata?

—Deseo hacer el amor con usted inmediatamente.

—¿Cómo?

—Es usted la personificación de un sueño... —dijo, pensando que hubiera sonado mucho mejor en francés, aunque poco importaba—. Me quedaría mirándola por toda la eternidad y necesito hacer el amor con usted. ¡Es tan deseable!

—Pero..., pero mi..., mi marido está ahí mismo. Soy una mujer casada.

—Eso es una condición, Madame, no un impedimento.

Ella se echó a reír y en aquel mismo momento supo que era suya. Sólo una cosa faltaba para que todo fuese perfecto.

—¿Sabe guisar?

—Sí —repuso ella con tal seguridad que Jean-Luc tuvo la seguridad de que sería soberbia, que en la cama sería divina y que cualquier carencia que pudiera tener él se la enseñaría. «Menuda suerte ha tenido al conocerme», pensó satisfecho y volvió a llamar a la puerta.

Los meses que estuvieron juntos pasaron volando. El marido de ella rara vez visitaba Teherán. Era un banquero libanés, de Beirut, de origen francés.

—Y, por lo tanto, civilizado —había afirmado Jean-Luc completamente convencido—, así que si alguna vez llegara a descubrir nuestra liasion, la aprobaría, chérie. Es muy viejo para ti. No dudes que la aprobaría.

—No estoy tan segura, chéri. Además, no tiene más que cincuenta años y tú eres...

—Divino —había dicho él ayudándola—. Como tú.

Y lo decía de verdad. Jamás había visto una tez semejante, un cabello tan sedoso, unas piernas tan largas y una pasión tan sinuosa que toda ella era un regalo del cielo.

—Mon Dieu —dijo con voz entrecortada una noche, flotando en la cima del placer gracias a la magia femenina—. Moriría a gusto en tus brazos.

Ella, después de besarle, se había llevado una toalla caliente, metiéndose otra vez en la cama. Aquello ocurrió durante unas vacaciones en Estambul, en el otoño del año anterior, durante las que ambos se sumergieron en la envolvente sensualidad de aquella ciudad.

Para ella, aquel affaire era excitante, aunque no lo suficiente como para desdeñar otros. La misma noche de la fiesta había hablado de Jean-Luc con su marido.

—¡Ah! —le había dicho él, divertido—. ¿Era ése el motivo de que quisieras conocerle?

—Sí. Me pareció interesante..., aun cuando sea francés y, en consecuencia, absolutamente pagado de sí mismo, como todos ellos. Pero sí, me excitó. Sí..., de verdad que lo hizo.

—Bien, estarás en Teherán durante dos años. Yo no puedo quedarme aquí más que unos días cada mes... Sería demasiado peligroso..., y una lástima que estuvieras sola todas las noches. ¿No lo crees?

—Entonces, ¿me das tu permiso?

—¿Dónde está su mujer?

—En Francia. Él pasa dos meses en Irán y uno con ella.

—Tal vez esa liaison resulte una idea excelente... Buena para tu cuerpo, buena para tu alma y buena para nuestro trabajo. Y lo más importante, servirá para distraer la atención.

—Sí, yo también lo había pensado así. Le he dicho que no sé francés. Y tiene otras muchas ventajas, ¡es miembro del «French Club»!

—¡Caramba! Entonces, acepto. Bien, Sayada. Dile que soy un banquero de origen francés, lo que en parte es verdad. ¿Acaso uno de mis tatara-tatarabuelos no fue soldado de a pie con Napoleón en su avance por Oriente Medio hacia la India? Cuéntale a tu francés que nuestros orígenes libaneses se remontan a muchas generaciones, que no son de hace dos días.

—Sí, te muestras tan inteligente como siempre.

—Convéncele para que te haga socia del «French Club». ¡Eso sería perfecto! Hay mucho poder allí. Debemos lograr, de alguna forma, romper la entente Irán-Israel, hay que doblegar al Sha, apartar a Israel del petróleo iraní o el gran diabólico Begin pudiera sentir la tentación de invadir el Líbano a fin de expulsar a nuestros luchadores de allí. Con el petróleo iraní triunfaría y ése sería el final de otra civilización. Estoy cansado de ir siempre de un lado a otro.

—Sí, sí, de acuerdo.

Sayada se sentía muy orgullosa. ¡Realmente, durante ese año había logrado mucho! ¡En verdad, era increíble! El líder Yaser Arafat había sido invitado, la semana siguiente, a Teherán para celebrar una entrevista triunfal con Jomeiny a modo de agradecimiento por su ayuda a la revolución; las exportaciones de petróleo a Israel habían acabado, el fanático Jomeiny, enemigo encarnizado de los israelíes, había logrado el poder y el Sha, partidario de Israel, había sido expulsado con la mayor ignominia. Todos aquellos progresos conseguidos desde que conociera a Jean-Luc. ¡Un avance inconcebible! Y sabía que había estado ayudando a su marido, que tenía una elevada posición en la OLP, con su actuación como correo especial, llevando mensajes y cassettes de ida y vuelta a Estambul, de ida y vuelta al «French Club» en Teherán. «¡Cuántas intrigas para persuadir a los iraquíes que dejaran salir a Jomeiny hacia un puerto seguro francés donde no podría ser acallado, recorriendo todo tipo de lugares escoltado por mi guapo amante! ¡Ah, sí —pensó satisfecha—, los amigos y contactos de Jean-Luc me han sido de gran utilidad! Y un día, muy pronto, regresaremos a Gaza y recuperaremos nuestras tierras y casas, y tiendas, y viñedos...»

La puerta de Mclver se abrió. Era Charles Pettikin.

—¡Santo Dios, Jean-Luc! ¿Qué diablos haces aquí? Hola, Sayada, estás más bonita que nunca. Entrad.

Estrechó la mano de Jean-Luc y a ella le dio un amistoso beso en ambas mejillas, sintiendo su cálida piel.

Su abrigo, largo y grueso, así como la capucha, la ocultaban prácticamente. Ella conocía bien los peligros de Teherán y se vestía de una manera conveniente.

—Me evita muchas molestias, Jean-Luc —le había dicho—. Comparto contigo la opinión de que resulta estúpido y arcaico, pero no quiero que me escupan o que cualquier asqueroso bruto agite delante de mí su pene o que se masturbe cuando paso junto a él. Esto no es Francia, y jamás lo será. De acuerdo, resulta increíble que ahora hayamos de llevar una especie de chador en Teherán para poder estar segura y que, sin embargo, hace un mes no lo llevara. Por mucho que te empeñes, chéri, el viejo Teherán ha desaparecido para siempre...

«Y en cierto modo, es una pena —pensaba Sayada entrando en el apartamento—. Tenía lo mejor de Occidente y lo mejor de Oriente, y también lo peor. Pero ahora, ahora me dan lástima los iraníes, las mujeres sobre todo. ¿Por qué los musulmanes, y en particular los chiítas, han de ser tan estrechos de miras y no dejan que sus mujeres se vistan de una forma moderna? Tal vez se deba a que están tan reprimidos y tan embrutecidos por el sexo. ¿Por qué no pueden tener una mente abierta como nosotros los palestinos, o los egipcios, los dubaianes, o los indonesios, pakistaníes y tantos otros? Debe tratarse de impotencia sexual. Bien, nada me va a impedir tomar parte en la Marcha de Protesta de las Mujeres. ¡Qué atrevimiento el de Jomeiny al intentar traicionarnos a nosotras, las mujeres, que fuimos a las barricadas por él!»

En el apartamento hacía frío, debido a que la estufa eléctrica funcionaba sólo a media potencia, así que conservó el abrigo puesto aunque se lo desabrochó para estar más cómoda. Su vestido era cálido, de París, abierto hasta la cadera. Los dos hombres se dieron cuenta. Sayada había estado allí muchas veces y el apartamento le parecía siempre triste e incómodo aunque sentía una gran simpatía por Genny.

—¿Dónde está Genny?

—Se fue Al Shargaz esta mañana en el «125».

—Entonces, ¿se ha ido Mac? —preguntó Jean-Luc.

—No, sólo ella. Mac está fuera en...

—¡No puedo creerlo! —dijo Jean-Luc—. Juró que jamás se iría sin el viejo Dirty Duncan.

Pettikin se echó a reír.

—Yo tampoco lo creía, pero se fue como un corderito.

Pensó que ya tendría tiempo de contarle a Jean-Luc el motivo de su marcha.

—¿Van mal las cosas por aquí?

—Sí, y cada vez peor. Muchas más ejecuciones. —Pettikin consideró preferible no mencionar al padre de Sharazad delante de Sayada. No merecía la pena preocuparla—. ¿Qué os parece un poco de té? Acabo de hacerlo. ¿Habéis oído hoy algo sobre la Prisión Qasr?

—¿Respecto a qué?

—Las turbas la asaltaron —explicó Pettikin mientras entraba en la pequeña cocina en busca de más tazas—. Rompieron la puerta y liberaron a todo el mundo. Colgaron a algunos de la SAVAK y de la Policía y ahora corre el rumor de que los Green Bands han entrado en contubernio con tribunales canguro y están llenando las celdas al buen tuntún y vaciándolas con igual rapidez ante pelotones de ejecución.

Sayada hubiese dicho que la cárcel había sido liberada y que los enemigos de la revolución, los enemigos de Palestina, estaban recibiendo ahora su justo castigo. Pero permaneció callada, escuchando con atención mientras Pettikin proseguía.

—Mac fue a primera hora al aeropuerto con Genny, después al Ministerio y luego aquí. Pronto estará de vuelta. ¿Qué tal andaba la circulación en el aeropuerto, Jean-Luc?

—Un atasco de kilómetros.

—El Viejo aparcó el «125» en Al Shargaz para, de ser necesario, sacar a toda nuestra gente o para traer equipos de relevo.

—Bien. Scot Gavallan ya lleva retraso en su permiso y también un par de mecánicos. ¿Podrá obtener autorización el «125» para hacer escala en Shiraz?

Lo intentaremos la semana próxima. Tanto Jomeiny como Bazargan quieren que comience de nuevo la producción a pleno rendimiento por lo que pienso que colaborarán.

—¿Os será posible traer nuevos equipos, Charlie? —preguntó Sayada, asombrada de que se permitiera operar a un «125» británico con tanta libertad. «¡Malditos ingleses. Siempre tan intrigantes!»

—Ése es el plan, Sayada. —Pettikin estaba vertiendo más agua hirviendo en la tetera y no se dio cuenta de la mueca de Jean-Luc.

—La Embajada británica nos ha ordenado, más o menos, que evacuemos a todo el personal que no sea estrictamente indispesnable. Hemos sacado a algunos de ellos y a Genny, mientras que Johnny Hogg iba a recoger a Manuela Starke a Kowiss.

—¿Manuela está en Kowiss? —Sayada estaba tan sorprendida como Jean-Luc.

Pettikin les contó cómo había llegado y que McIver la había enviado allí.

—Están pasando tantas cosas que resulta difícil estar en todo. ¿Y vosotros qué hacéis aquí? ¿Y cómo van las cosas en Zagros? Os quedaréis a cenar, esta noche cocino yo.

Jean-Luc disimuló su horror.

—Lo siento, mon vieux, esta noche es imposible. En cuanto a Zagros, allí todo marcha a la perfección, como siempre. Al fin y al cabo, es el sector francés. Estoy aquí para recoger a Schlumberger. Regreso mañana al amanecer y he de traerles de vuelta dentro de dos días... ¿Cómo me iba a resistir a un vuelo extra? —Sonrió a Sayada que le devolvió la sonrisa—. De hecho, Charlie, hace ya mucho tiempo que debía haberme tomado un fin de semana... ¿Dónde está Tom Lochart? ¿Cuándo va a regresar a Zagros?

Pettikin sintió una opresión en el pecho. Desde que tres días antes recibieran la llamada de Rudi Lutz desde la Torre de Abadan informando que el «HBC» había sido derribado cuando intentaba pasar clandestinamente la frontera y que Tom Lochart había «vuelto de su permiso», no habían tenido otra información salvo una llamada oficial transmitida a través de Kowiss que les notificaba el regreso de Tom Lochart a Teherán por carretera. Todavía no se había iniciado una investigación oficial sobre el derribo del aparato.

«Daría cualquier cosa porque Tom estuviera de regreso. Si Sayada no hubiese venido, le hubiera hablado a Jean-Luc de ello, él tiene más amistad con Tom que yo, pero no sé nada de Sayada. Después de todo, no es de la familia, trabaja para los kuwaitíes y este asunto del "HBC" podría ser considerado como alta traición.»

Con gesto ausente, sirvió una taza y se la alargó a Sayada, otra para Jean-Luc, caliente y negro, con azúcar y leche de cabra que a ninguno de ellos les gustaba pero que aceptaban por cortesía.

—Tom ha hecho lo que tenía que hacer —dijo, cauteloso, tratando de hablar en tono ligero—. Salió anteayer de Bandar Delam por carretera. Dios sabe el tiempo que le costará, pero debía de haber estado aquí anoche. Esperemos que llegue hoy.

—Eso sería perfecto —dijo Jean-Luc—. Entonces, él podría llevar a Schlumberger a Zagros y yo me tomaría algunos días de permiso. —Acabas de volver de permiso. Y estás al mando.

—Bien, pero al menos podría volver conmigo, tomar el mando de la base y yo regresaría aquí el domingo —repuso Jean-Luc que miró regocijado a Sayada—. Voilk, ya está todo arreglado. —Sin darse cuenta, tomó un sorbo de té y estuvo a punto de atragantarse—. Mon Dieu, Charlie, te quiero como a un hermano pero esto es pura merde.

Sayada se echó a reír y Pettikin sintió envidia de Jean-Luc. «De cualquier manera —se dijo acelerándose el pulso—, el vuelo de Paula con "Alitalia" llegará un día de éstos. ¡Qué no daría yo porque sus ojos se iluminaron al verme como los de Sayada al mirar al Monsieur Seducción en persona!»

«Ándate con ojo, Charlie Pettikin. Puedes hacer el ridículo. Ella tiene veintinueve años, tú cincuenta y seis, y sólo habéis charlado un par de veces. Sí, pero me excita como jamás lo he estado en años y ahora comprendo cómo Tom Lochart ha podido perder la cabeza por Sharazad.»

El zumbador de aviso cobró vida en el transmisor-receptor de Alta Frecuencia instalado sobre la consola. Se levantó y subió el volumen. —Cuartel General de Teherán. Adelante.

—Habla el capitán Ayre en Kowiss para el capitán McIver. Urgente. —La voz se oía mezclada con estática y baja.

—Al habla el capitán Pettikin. El capitán McIver no está aquí en este momento. Está hablando a dos por cinco.

Se trataba de una escala, uno a cinco, de la potencia de la señal.

—¿Puedo ayudarle en algo? —continuó.

—Standby Uno.

—¿Qué pasa con Freddy y contigo? —gruñó Jean-Luc—. ¿Capitán Ayre y capitán Pettikin?

—Se trata de una clave —dijo Pettikin en actitud ausente con la mirada fija en el aparato.

Sayada prestó una mayor atención.

—Acabamos de prepararla y significa que hay alguien, presente o escuchando, que no debería estar. Alguien hostil. Al contestar de la misma forma oficial aseguras haber recibido el mensaje.

—Eso es muy inteligente —dijo Sayada—. ¿Tenéis muchas claves, Charlie?

—No, pero estoy empezando a desear que fuese así. Resulta desmoralizador no saber lo que sucede en realidad, no poder vernos frente a frente, sin correo, los teléfonos y el télex deteriorados con tantos dementes aficionados a darle al gatillo intentando amedrentarnos a todos. ¿Por qué no se guardarán sus armas y nos dejarán vivir a todos felices por los siglos de los siglos?

La HF sonaba con un zumbido armonioso. Afuera, el cielo estaba cubierto y tristón, las nubes amenazando más nieve, la luz de la última hora del atardecer daba una tonalidad grisácea a los tejados de la ciudad e incluso a las montañas en lontananza. Esperaron, impacientes.

—Habla el capitán Ayre en Kowiss... —de nuevo la estática interfería en la voz y hubieron de concentrarse para poder oírle—, primero transmito un mensaje recibido desde Zagros Tres hace tan sólo unos minutos, del capitán Gavallan.

Jean-Luc se puso rígido.

—El mensaje dice exactamente: «Pan, pan, pan[3]... El Comité local acaba de decirme que ya no somos persona grata en Zagros, y que dentro de cuarenta y ocho horas hemos de evacuar el área de todos nuestros enclaves, junto con todos los inmigrantes. De lo contrario, habremos de atenernos a las consecuencias.» Fin del mensaje. ¿Lo han registrado?

—Sí —se apresuró a decir Pettikin mientras garrapateaba algunas notas.

—Eso es cuanto ha dicho, salvo que parecía resultarle dificultoso el respirar.

—Informaré al capitán Mclver y volveré a llamar tan pronto como me sea posible.

Jean-Luc se inclinó hacia delante y Pettikin le dejó coger el micro.

—Soy Jean-Luc, Freddy. Haz el favor de llamar a Scott y decirle que, tal como planeamos, estaré de regreso mañana antes del mediodía. Encantado de hablar contigo, gracias. Aquí está otra vez Charlie.

Le devolvió el micro, pero toda su jovialidad había desaparecido.

—Lo haré, capitán Sessonne. Encantado de hablar con usted. Siguiente mensaje: «El "125" recogió a los que se iban junto con Mr. Starke, incluido el capitán Jon Tyrer que resultó herido en un contraataque izquierdista abortado en Bandar Delam...»

—¿Qué ataque? —farfulló Jean-Luc.

—Es la primera noticia que tengo. —Pettikin estaba igualmente desconcertado.

—«... y de acuerdo con el plan, dentro de unos días traerá a los equipos que los remplazarán.» El siguiente: «Capitán Starke...»

Todos pudieron darse cuenta de la vacilación, de la ansiedad subyacente y de la curiosa forma de hablar entrecortada, como si estuviera leyendo la información.

—«... el capitán Starke ha sido conducido a Kowiss para ser interrogado por un comité...»

Ambos hombres se sobresaltaron.

—«... a fin de aclarar los hechos respecto a una huida masiva en helicóptero de oficiales de las Fuerzas Aéreas partidarios del Sha desde Esfahan, el martes pasado, día trece, y que se cree iba pilotado por un europeo.» El siguiente: «La operación aérea continúa mejorando bajo la estrecha supervisión de la nueva gerencia. Mr. Esvandiary es ahora nuestro gerente de área de la "IranOil" y quiere que nos hagamos cargo de todos los contratos "Guerney". Para hacer esto se necesitarían otros tres "212" y un "206". Por favor, informen. Necesitamos repuestos para "HBN", "HKI" y "HGX" y dinero para salarios vencidos.» Esto es todo por ahora.

Pettikin seguía garrapateando al tiempo que hacía trabajar su cerebro.

—He anotado, humm, todo e informaré al capitán McIver tan pronto como regrese. Ha hablado, humm, ha hablado de «un ataque en Bandar Delam». Dé los detalles, por favor.

Las ondas permanecieron silenciosas, salvo por la estática. Esperaron. Y luego de nuevo la voz de Ayre, esta vez normal.

—La única información que tengo es que hubo un ataque por parte de los contrarios al Ayatollah Jomeiny que los capitanes Starke y Lutz ayudaron a repeler. Después, el capitán Starke trajo aquí a los heridos para que fuesen atendidos. De nuestro personal, sólo Tyrer fue alcanzado. Eso es todo.

Pettikin sintió correrle el sudor por el rostro y se lo limpió. —¿Qué..., qué le pasó a Tyrer?

Silencio. Y luego:

—Una ligera herida en la cabeza. El doctor Nutt dice que se pondrá bien.

—Pregúntale qué es eso de Esfahan.

Como en una ensoñación, Pettikin vio sus propios dedos manipular el interruptor emisor.

—¿Qué es eso de Esfahan?

Esperaron en silencio. Y luego:

—No tengo más información que la que les he proporcionado. —Alguien le está diciendo lo que tiene que decir —farfulló Jean-Luc. Pettikin apretó el botón emisor, pero luego lo pensó mejor. Tenía muchas preguntas que hacer, preguntas que, a todas luces, Ayre no podría contestar.

—Gracias, capitán —dijo contento de que su voz sonase más firme—. Por favor, pida a Hotshot que ponga por escrito su solicitud de helicópteros extra, junto con el período del contrato que sugieren y el programa de pagos. Envíelo con nuestro «125» cuando traiga los remplazos. Ténganos..., ténganos informados respecto al capitán Starke. McIver se pondrá en contacto con usted tan pronto como le sea posible.

—Wilco, fuera.

Ya sólo se escuchaba la estática.

Pettikin jugueteó con las palancas. Los dos hombres se miraron, sin acordarse para nada de Sayada, que seguía en silencio, sentada en el sofá, sin perderse una palabra.

—¿Estrecha supervisión? Eso suena mal, Jean-Luc.

—Sí. Probablemente significa que tienen que volar llevando Green Bands armados a bordo. —Jean-Luc empezó a maldecir, con la mente centrada en Zagros y en cómo se las arreglaría el joven Gavallan sin su liderazgo—. Merde! Cuando me fui esta mañana todo estaba en orden, con el CTA de Shiraz tan obsequioso como un hotelero suizo fuera de estación. Merde!

De repente, Pettikin se acordó de Rakoczy y lo cerca que había estado de un desastre. Por un segundo consideró la conveniencia de decírselo a Jean-Luc, pero lo pensó mejor. ¡Noticia vieja!

—Tal vez deberíamos ponernos en contacto con «TCA» solicitando ayuda.

—Acaso Mac tenga alguna idea. Mon Dieu, no parece que las cosas se presenten muy bien tampoco para Duke..., con esos comités proliferando como chinches. Más les valdrá a Bazargan y a Jomeiny ocuparse pronto de ellos antes de que lo devoren vivos.

Jean-Luc se puso en pie muy preocupado, y se desperezó; entonces, vio a Savada acurrucado en el sofá, con la taza de té sin tocar en la mesa pequeña que había junto a ella, y sonriéndole.

Al punto, recuperó la jovialidad. «No hay nada más que pueda hacer por el momento por el joven Scot y tampoco por Duke —se dijo—, pero sí por Sayada.»

—Lo siento, chérie —dijo con amplia sonrisa—. Como verás, en cuanto yo no estoy surgen problemas en Zagros. Ahora nos vamos, Charlie. He de echar un vistazo al apartamento, pero volveremos antes de cenar. Digamos a las ocho. Para entonces ya habrá vuelto Mac, ¿no?

—Sí. ¿No queréis tomar una copa? Aunque siento que no tengamos vino. ¿Whisky? —Lo ofreció reacio ya que aquélla era la única botella de tres cuartos que les quedaba.

—No, gracias, mon vieux. —Jean-Luc se puso el abrigo, y echó una ojeada al espejo y pudo comprobar que seguía tan atractivo como siempre, y pensó en las cajas de vino y en las latas de queso que, prudentemente, había dicho a su mujer que almacenara en el apartamento—. A bientót. Os traeré algo de vino.

—Charlie —dijo Sayada, observando cuidadosamente a ambos como lo hiciera desde que la HF cobró vida—, ¿a qué se refería Scot al hablar de la huida de un helicóptero?

Pettikin se encogió de hombros.

—Hay todo tipo de rumores respecto a toda clase de fugas —dijo, confiando en parecer convincente—. Se nos culpa a nosotros de todo cuanto ocurre.

«¿Y por qué no? —se dijo Sayada Bertolin sin rencor—, puesto que vosotros sois los responsables.» Desde un punto de vista político estaba encantada de verles sudando la gota gorda. Aunque no era así en lo personal. Ambos le eran simpáticos, también la mayoría de los pilotos, y Jean-Luc en especial, que le gustaba muchísimo y siempre la divertía. «Tengo suerte de ser palestina —se dijo—y cristiana copta..., de antiquísimo linaje. Eso me da una fuerza de la que ellos carecen, la conciencia de una herencia que se remonta a los tiempos bíblicos, una comprensión de la vida que ellos jamás alcanzarán, junto con la capacidad de disociar la política de la amistad y de la cama..., siempre que sea necesario y prudente. ¿Acaso no tenemos a nuestras espaldas treinta siglos de adiestramiento para la supervivencia? ¿Es que no ha estado asentada Gaza durante tres mil años?»

—Corre el rumor de que Bajtiar ha logrado salir del país y que ha huido a París.

—No lo creo, Charlie —dijo Sayada—. Pero corre otro que sí me parece que debe ser cierto —añadió, dándose cuenta de que él no había contestado a su pregunta respecto al helicóptero de Estaban, parece ser que vuestro general Valik y su familia han huido para reunirse con sus otros socios «IHC» en Londres. Se cree que entre todos ellos han logrado sacar un millón de dólares.

—¿Socios? —dijo Jean-Luc despectivo—. Ladrones todos ellos, estén aquí o en Londres. Y cada año que pasa, la cosa empeora.

—No todos son malos —dijo Pettikin.

—Esos crétins nos roban el sudor de la frente, Sayada —afirmó Jean-Luc—. Me asombra que el viejo Gavallan les deje salirse con la suya.

—Déjate de tonterías, Jean-Luc —intervino Pettikin—. Lucha contra ellos cada centímetro de terreno.

—Cada centímetro de nuestro terreno, amigo mío. Nosotros somos quienes volamos, no él. En cuanto a Valik... —Jean-Luc se encogió de hombros con exuberancia gala—. Si yo fuera un iraní acaudalado, hace ya meses que me hubiera ido con todo cuanto hubiese podido reunir. Porque también hace meses que algo se ha hecho patente: el Sha ha perdido todo el control. Ahora ocurre lo mismo que cuando la Revolución francesa y también el Terror, aunque carecen de nuestro estilo, sentido, herencia civilizada o modales. —Sacudió la cabeza asqueado—. !Qué desperdicio! Cuando se piensa en tantos siglos de enseñanza y el dinero que nosotros, los franceses, hemos malgastado tratando de sacar a esta gente del oscurantismo, ¿con qué nos encontramos? !Ni siquiera saben hacer una hogaza de pan decente!

Sayada se echó a reír, se puso de puntillas y lo besó.

—Te adoro, Jean-Luc. A ti y tu confianza. Ahora, mon vieux, hemos de irnos. Tienes muchas hazañas que llevar a cabo.

Una vez que se hubieron ido, Pettikin se acercó a la ventana y miró hacia los tejados. Se escuchaban los inevitables tiroteos esporádicos y vio algo de humo cerca de Jaleh. No eran grandes incendios, pero lo suficiente. Una fuerte brisa dispersaba el humo. Las montañas aparecían envueltas en nubes. Junto a la ventana se sentía vivamente el frío y en los alféizares había hielo y nieve. Abajo, en la calle, se veía a muchos Green Bands y también en camiones. En ese momento desde los minaretes, por todas partes, los almuédanos empezaron a llamar para la oración de la tarde. Sus llamamientos parecieron envolverle.

De repente, se sintió invadido por el terror.

En el Ministerio del Aire: 5.04 de la tarde.

Duncan Mclver se encontraba sentado, con aspecto de cansancio, en una silla de madera, en un rincón de la atestada antesala del subsecretario. Tenía frío y hambre, y estaba muy irritable. Su reloj le decía que hacía casi tres horas que esperaba. Desperdigados por la habitación había otra docena de hombres: iraníes, algunos franceses, americanos, británicos y un kuwaiti, vistiendo una galabia, y con una cinta en la cabeza. Hacía unos momentos que los europeos habían tenido la cortesía de dejar de charlar, en respuesta a las llamadas de los almuédanos que seguían llegando a través de las altas ventanas, y los musulmanes se habían arrodillado de cara a La Meca para decir la oración de la tarde. Fue breve y rápida, y de nuevo las conversaciones. Nunca lo bastante prudentes para discutir sobre algo importante en una oficina gubernamental, sobre todo en aquellos momentos, La habitación estaba llena de corrientes de aire y éste era gélido. Ninguno de los allí presentes se había quitado el abrigo, todos parecían igualmente cansados, algunos en actitud estoica, la mayoría furiosos, porque todos ellos, al igual que Mclver, tenían citas concertadas que les aplazaban continuamente.

—Insba'Allah —dijo entre dientes, pero le sirvió de poco.

Si había habido suerte, Gen ya estaría en Al Shargaz, se dijo Se sentía endiabladamente contento de que se encontrara lejos, a salvo, y también de que se hubiera avenido a razones aduciendo argumentos propios.

—Soy la única que puede hablar con Andy. Tú no puedes poner nada por escrito.

—Es verdad —había asentido él a pesar de sus dudas—. Tal vez Andy pueda trazar algún plan que pudiésemos llevar a cabo —añadió reacio—. Espero en Dios que no nos veamos obligados a hacerlo. Demasiado peligroso. Demasiados muchachos y demasiados aparatos en exceso desperdigados. Condenadamente peligroso. No olvides, Gen, que no estamos en guerra a pesar de que nos encontremos en medio de ella.

—Sí, Duncan, pero no tenemos nada que perder.

—Te equivocas. Tenemos gente que perder, y también pájaros. —Sólo vamos a ver si es factible, ¿verdad, Duncan?

«La querida Gen es el mejor enlace que pudiéramos tener, si, en definitiva, necesitásemos alguno. Tiene razón, es demasiado peligroso para ponerlo por escrito: "La única manera de que podamos salir con bien de este maremágnum, Andy, es tratando de encontrar un plan para sacar de aquí todos nuestros aparatos, y repuestos, que en la actualidad figuran con matrícula iraní y de los que es técnicamente propietaria una compañía iraní denominada «IHC»..." ¡Santo Cielo! ¿Acaso no es eso complicidad en un fraude?

»El abandono no es la respuesta. Hemos de quedarnos y trabajar y tener acceso a nuestro dinero cuando abran los Bancos. De alguna forma, he de obligar a los socios a que ayuden... Quizás el ministro pueda echarnos una mano. Ellos necesitan los helicópteros y nosotros tendremos nuestro dinero.»

Levantó la mirada al abrirse la puerta interior y vio a un funcionario indicar a uno de los otros que pasara al despacho. Lo hizo llamándole por su nombre. Jamás parecía existir una lógica en la forma de ir llamando a la gente. Incluso en la época del Sha, nunca se hacía pasar en primer lugar al que había llegado primero. Era cuestión de influencia. 0 de dinero.

Había sido Talbot, de la Embajada británica, quien preparara la entrevista con el subsecretario de la Presidencia, dándole además una carta de presentación.

—Lo siento, amigo, pero ni siquiera yo puedo llegar al Primer Ministro, pero su subsecretario Antazam es un buen tipo, habla bien inglés..., y no es uno de esos payasos revolucionarios. Él te preparará la entrevista.

McIver había regresado del aeropuerto justo antes del almuerzo aparcando lo más cerca posible de las oficinas gubernamentales. Cuando enseñó la carta, escrita en inglés y en farsi, al guardia que se encontraba en la puerta principal, éste se tomó su tiempo antes de enviarle, calle abajo, a un edificio diferente y a otro guardia. Y así comenzó el peregrinaje de oficina en oficina hasta llegar a aquélla, con una hora de retraso y realmente furioso.

—No se preocupe, Agha, tiene mucho tiempo por delante —le aseguró con cordialidad el funcionario de recepción, ante su profundo alivio, devolviéndole el sobre que contenía la carta de presentación—. Se encuentra usted en la oficina correcta. Entre por esa puerta y siéntese en la antesala. El ministro Kia le recibirá lo más pronto posible.

—¡No es a él a quien deseo ver! —dijo explotando casi—. Mi entrevista es con el subsecretario del Primer Ministro, Antazam.

—Ah, el subsecretario Antazam, sí, Agha, ya no está en el Gobierno del Primer Ministro Bazargan. Insha'Allah —dijo amablemente el joven—. El ministro Kia se ocupa de todo lo que tiene que ver, humm, con extranjeros, finanzas y aviones.

—Pero debo insistir en que... —Mclver calló de pronto al abrirse camino aquel nombre en su mente y entonces recordó lo que Talbot le dijera respecto a Kia y a los restantes socios de «IHC» sobre que estos últimos habían logrado introducir a aquel hombre en la Junta mediante una cantidad extravagante y sin una garantía ex profeso de ayuda—. ¿El ministro Alí Kia?

—Sí, Agha. El ministro Alí Kia le verá tan pronto como le sea posible.

El recepcionista era un joven amable, bien vestido, con traje de calle, camisa blanca y una corbata azul como en los viejos tiempos. El dinero había desaparecido.

«Tal vez las cosas estén volviendo de veras a la normalidad», se dijo McIver. Entró en la otra habitación, tomó asiento en un rincón y empezó la espera. En el bolsillo llevaba otro fajo de rials y se preguntó si debería volver a llenar el sobre con la cantidad adecuada. «¿Por qué no? —pensó—. Estamos en Irán, los pequeños funcionarios admiten pequeñas cantidades, los altos funcionarios necesitan mucho dinero..., lo siento, pishkesh —Asegurándose primero de que nadie lo observaba, metió algunos billetes grandes en el sobre. Luego, añadió algunos más para mayor seguridad—. Tal vez esta sabandija pueda ayudarnos realmente. Los socios solían tener a la corte comiendo en su mano, acaso hayan hecho lo mismo con Bezargan.»

De vez en cuando, apresurados burócratas atravesaban la antesala con aires de importancia y las manos llenas de papeles y entraban en la otra habitación, saliendo al poco tiempo. De vez en cuando, hacían pasar, con toda cortesía, a alguno de los hombres que esperaban. Al cabo de algunos minutos, todos ellos, sin excepción, salían en actitud tensa o con el rostro congestionado de ira y, a todas luces, con las manos vacías. Los que seguían esperando se sentían cada vez más frustrados. El tiempo pasaba con enorme lentitud.

—Agha McIver.

Ahora, la puerta que daba a la otra habitación estaba abierta y un funcionario le hizo pasar.

Alí Kia se encontraba sentado ante una mesa escritorio inmensa sobre la que no se veía papel alguno. Sus labios sonreían mas su mirada era dura en unos ojos pequeños y a McIver le desagradó de manera instintiva.

—Ha sido muy amable de su parte recibirme, ministro —dijo McIver con forzada jovialidad, alargando la mano.

Alí Kia sonrió cortésmente y le dio un fláccido apretón de manos.

—Siéntese, por favor, Mr. McIver. Gracias por haber venido a verme. ¿He creído entender que tiene usted una carta de presentación?

Su inglés era excelente, con acento de Oxford, en cuya Universidad estudiara poco antes de la Segunda Guerra Mundial con una beca del Sha, permaneciendo en ella mientras duró la contienda. Hizo un ademán fatigado con la mano al funcionario que seguía junto a la puerta, que se retiró.

—Sí, era, humm, para el subsecretario Antazam, pero he creído entender que debería serle entregada a usted.

Mclver le alargó el sobre. Kia sacó la carta de presentación, calculó con exactitud los billetes que había dentro y lo dejó como al desgaire sobre la mesa a modo de recordatorio de que debían llegar más. Leyó la nota manuscrita con toda atención y luego la dejó sobre la mesa delante de él.

—Mr. Talbot es un honorable amigo de Irán aun cuando sea representante de un Gobierno hostil —dijo Kia con voz untuosa—. ¿Qué ayuda especial puedo prestar al amigo de una persona tan respetada?

—Hay tres cosas, ministro. Pero acaso me esté permitido decirle lo contentos que estamos en «S-G» de que haya decidido concedernos el beneficio de su inapreciable experiencia al incorporarse a nuestra Junta.

—Mi primo se mostró muy insistente. Dudo que yo pueda servirles de ayuda pero será como Dios lo quiere.

—Como Dios lo quiera. —Mclver le había estado observando atentamente y no podía explicarse el súbito desagrado que sintió y que por todos los medios intentó disimular—. En primer lugar, corre el rumor de que todas las empresas conjuntas quedarán en suspenso y pendientes de la decisión del Comité Revolucionario.

—Pendientes de la decisión del Gobierno —le corrigió Kia con sequedad—. ¿Y bien?

—¿Cómo afectará esa medida a nuestra empresa conjunta, «IHC»?

—Dudo que pueda afectarle en modo alguno, Mr. McIver. Irán necesita un servicio de helicópteros para la producción petrolífera. «Guerney Aviation» ha huido. Parece que el futuro se presenta más halagüeño que nunca para nuestra compañía.

—Pero hace ya muchos meses que no se nos ha pagado el trabajo llevado a cabo para Irán —dijo McIver midiendo las palabras con suma cautela—. Hemos estado haciendo frente a todos los pagos por el alquiler de los aparatos desde Aberdeen. Estamos fuertemente endeudados por los aparatos y el trabajo llevado a cabo que tenemos registrado en los libros.

—Mañana se espera que los Bancos..., que el «Central Bank» abra sus puertas. Por orden del Primer Ministro..., y del Ayatollah, naturalmente. Estoy seguro de que podrán retirar una sustanciosa parte de lo adeudado.

—¿Tiene alguna idea de lo que podemos esperar, ministro? —Se reavivó la esperanza de McIver.

—Más que suficiente para..., para mantener nuestras operaciones en marcha. Ya he tomado todas las disposiciones para que se lleve a sus equipos una vez hayan llegado los sustitutos.

Alí Kia, sacó un delgado expediente de un cajón y le alargó un papel. Se trataba de una orden dirigida a Inmigración de los aeropuertos de Teherán, Abadán y Shiraz autorizando la salida, uno a uno, de los pilotos y equipos de ingeniería de «IHC», a medida que fueran llegando los nuevos equipos. La orden estaba pésimamente mecanografiada en inglés y farsi y firmada a favor del comité responsable de «IranOil» con fecha del día anterior. McIver jamás había oído hablar del tal comité.

—Gracias. ¿Sería posible obtener también su autorización para que el «125» haga al menos tres vuelos semanales durante las próximas semanas? Por supuesto que esto sería hasta que sus aeropuertos internacionales vuelvan a la normalidad. Son necesarios para poder traer a los equipos, las piezas de repuesto, todo tipo de herramientas y equipamiento, ya sabe. Y..., sacar al personal que no es imprescindible —añadió como quien no quiere la cosa.

—Puede que sea posible aprobarlo —dijo Kia.

Mclver le entregó un montón de papeles.

—Me he tomado la libertad de ponerlo por escrito..., para evitarle molestias, ministro, con copias para el control de tráfico en Kish, Kowiss, Shiraz, Abadan y Teherán.

Kia leyó el original con extrema atención. Estaba redactado en farsi e inglés, sencillo, directo y oficialmente correcto. Los dedos le temblaban. Si lo firmaba, se excedería en su autoridad, pero ahora que el vicesecretario del Primer Ministro había caído en desgracia, al igual que su propio superior, ambos supuestamente cesados por ese, todavía misterioso, Comité Revolucionario, y con el Gobierno sumido en un caos creciente, sabía que debía correr ese riesgo. Un riesgo que, de hecho, merecía la pena correr ante la perentoria necesidad para él, su familia y sus amigos de tener fácil acceso a un avión privado.

«Siempre podré alegar que mi superior me dijo que lo firmara —pensó, tratando de mantenerse impávido—. El "125" es un regalo de Dios para el caso de que empiecen a divulgar falsedades sobre mí. ¡Ese maldito Jared Bekravan! Mi amistad con ese perro mercader casi llegó a involucrarme en su traición contra el Estado. Jamás en mi vida he prestado dinero, como tampoco he tomado parte en conspiraciones junto a extranjeros ni apoyado al Sha.»

A fin de mantener a McIver desconcertado, lanzó los papeles sobre la mesa, junto con la carta de presentación, con gesto airado.

—Puede que sea posible aprobar esto. Habrán de pagar una cuota de 500 dólares por aterrizaje. ¿Es esto todo, Mr. McIver? —preguntó, sabiendo perfectamente que no lo era. «¡Taimado perro inglés! Creerá que puede engañarme.»

—Sólo una cosa más, Excelencia. —McIver le alargó el último documento—. Tenemos tres aparatos que necesitan ser revisados y reparados con suma urgencia. Necesito un permiso de salida firmado a fin de poder enviarlos a Al Shargaz —dijo conteniendo el aliento.

—No es necesario enviar afuera aviones valiosos, Mr. Mclver. Repárenlos aquí.

—Lo haría si pudiese, Excelencia, pero no hay forma. No disponemos de los repuestos necesarios ni de los ingenieros especializados y cada día que pasa sin que uno de nuestros aparatos trabaje, les cuesta una fortuna a los socios. Una verdadera fortuna —insistió.

—Claro que pueden repararlos aquí, Mr. McIver. No tiene más que traer de Al Shargaz a los ingenieros y los repuestos.

—Aparte del costo del aparato, hay que mantener a las tripulaciones, y pagarlas. Todo resulta muy costoso. Me permitiría recordarle que los socios iraníes tienen a su cargo, y así está estipulado en nuestro contrato, el facilitarnos todos los permisos necesarios. —Mclver siguió intentando convencerle—. Necesitamos disponer hasta del último aparato del equipo para cumplir todos los nuevos contratos de «Guerney» si hemos de acatar el decreto del Mata. humm, del Gobierno de que se normalice la producción de petróleo. Sin equipo... —Dejó en suspenso el resto de la frase y de nuevo contuvo el aliento, deseando con todas sus fuerzas haber colocado el cebo apropiado.

Kia frunció el ceño. Ahora, cualquier cosa que les costara dinero a los socios iraníes, repercutiría en parte en su propio bolsillo.

—¿Cuánto tiempo tardarían en repararlos y traerlos de nuevo?

—Si pudiera sacarlos dentro de un par de días, dos semanas más o menos.

De nuevo Kia se mostró dubitativo. Los contratos «Guerney», añadidos a los contratos «IHC» ya existentes, los helicópteros, equipamientos, instalaciones y guarniciones valían millones de los que, ahora, él poseía una sexta parte sin haber hecho inversión alguna. Rió satisfecho en su fuero interno. En especial si todo se lo aportaban aquellos extranjeros sin costo alguno. ¿Permiso de salida para tres helicópteros? Echó una ojeada a su reloj. Era «Cartier» y enjoyado..., un pishkesh de un banquero que hacía dos semanas había necesitado media hora de utilización privada de un télex en funcionamiento. En cuestión de minutos tuvo una entrevista con el presidente de Control de Tráfico Aéreo y pudo enredarle fácilmente para adoptar la decisión.

—Muy bien —dijo, encantado de sentirse tan poderoso, un funcionario en escala ascendente, capaz de ayudar a la complementación de la política gubernamental petrolífera y, al propio tiempo, de ahorrar dinero a su sociedad—. Muy bien, pero el permiso de salida sólo tendrá validez durante dos semanas. La licencia ascenderá... —reflexionó un instante—, será de 5.000 dólares por aparato, al contado, antes de la salida. Y habrán de estar de regreso dentro de dos semanas.

—Yo..., no puedo disponer de ese dinero en metálico en tan poco tiempo. Pero le daré un talón o cheques pagaderos en un Banco suizo por... 2.000 por aparato.

Regatearon algo dejándolo finalmente en 3.000 dólares.

—Gracias, Agha Mclver —dijo Alí Kia con cortesía—. Por favor, salga con aire decepcionado para no alentar a esos granujas que esperan fuera.

Una vez que Mclver se encontró de nuevo ante el volante de su coche, sacó los papeles y se quedó mirando las firmas y los sellos oficiales.

—Casi es demasiado bueno para que sea verdad —farfulló en voz alta. «Ahora la situación del "125" es legal, Kia dice que a nosotros no nos alcanza la suspensión, tenemos permiso de salida para los tres "212" que necesitan en Nigeria... ¡9.310 dólares frente a su valor de tres millones es más que justo! Jamás pensé que lo lograría.»—. ¡Te mereces un escocés, Mclver! —dijo contento—. ¡Un largo, largo escocés!

En los suburbios Norte: 6.50 de la tarde.

Tom Lochart bajó del baqueteado y viejo taxi y dio al hombre un billete de veinte dólares. Llevaba el impermeable y el uniforme muy arrugados, y estaba muy cansado, sin afeitar, sucio y, sobre todo, humillado, pero su felicidad al encontrarse ante el edificio de su propio apartamento y, al fin, cerca de Sharazad le hizo olvidarse de todo lo demás. Caían algunos copos de nieve pero él apenas se dio cuenta mientras entraba en el portal y subía los escalones de dos en dos. Era inútil intentar subir en el ascensor, ya que hacía meses que no funcionaba.

El coche que tomara prestado a uno de los pilotos de Bander Delam se había quedado el día anterior sin gasolina, por defecto de la válvula de combustible. Lo dejó en un garaje y luchó por subir a un autobús, luego a otro y, al cabo de interrupciones, retrasos y desviaciones, hacía dos horas que había llegado a la terminal principal de Teherán. No había dónde lavarse, ni agua corriente, los retretes con sus habituales agujeros en el suelo, apestaban y estaban atascados.

Ni un solo taxi en la parada o circulando por las calles. Ningún autobús que en su recorrido pasara, al menos, por las cercanías de su casa, demasiado lejos para ir andando. De repente, un taxi apareció y lo paró, aun cuando iba casi lleno, siguiendo la costumbre. Tras grandes esfuerzos logró introducirse en él, suplicando a los pasajeros que le permitieran compartir su medio de transporte. Finalmente, llegaron a un compromiso razonable. Se sentirían muy honrados si se quedaba y él, a su vez, se sentiría muy honrado pagando por todos ellos y apeándose el último. Y pagando al taxista en metálico, en moneda americana. Era su último billete.

Metió la llave e intentó abrir, pero la puerta tenía echado el cerrojo por dentro, de manera que tocó el timbre y esperó impaciente a que la sirvienta le abriera, pues Sharazad jamás lo hacía. Sus dedos tamborilearon un compás feliz, el corazón le rebosaba de amor por ella. Aumentó su excitación al acercarse los pasos de la sirvienta, oyó que corrían los cerrojos y la puerta se abrió sólo una rendija. Un rostro extraño, envuelto en un chador, se le quedó mirando.

—¿Qué quiere, Agha? —Su voz era tosca, al igual que su farsi.

Su excitación se esfumó, y sintió un desagradable malestar en el estómago.

—¿Quién eres tú? —preguntó él a su vez con igual rudeza.

La mujer intentó cerrar la puerta pero Lochart se lo impidió con el pie, abriéndola luego de par en par de un empujón.

—¿Qué estás haciendo en mi casa? ¡Soy Su Excelencia Lochart y ésta es mi casa! ¿Dónde está Su Alteza, mi mujer? ¿Eh?

A la mujer se le iluminó el rostro y luego, atravesando el vestíbulo, abrió la puerta de la sala de estar. Lochart vio allí a gente extraña, hombres y mujeres y armas adosadas a la pared.

—¿Qué diablos pasa aquí? —farfulló en inglés, atravesando la sala de estar.

Dos hombres y cuatro mujeres le miraron desde sus alfombras, cruzados de piernas o recostados sobre sus cojines, mientras comían delante de su chimenea donde un fuego ardía alegre, comiendo de sus fuentes desperdigadas con descuido, despojados de sus zapatos, los pies sucios. Uno de los hombres de más edad que los otros, rondando los cuarenta, se había llevado la mano a la automática que le colgaba del cinto.

Lochart se sintió dominado por una ira cegadora, ya que la presencia de aquellos extraños era una violación y un sacrilegio.

—¿Quiénes sois? ¿Dónde está mi mujer? Por Dios que vais a salir de mi... —Calló. El arma le estaba apuntando.

—¿Quién eres tú, Agha?

Lochart logró dominarse con un esfuerzo sobrehumano.

—Yo soy..., yo soy..., ésta es..., es mi casa... ¡Soy el propietario!

—Ah, el propietario. ¿Tú eres el propietario? —le preguntó un hombre llamado Teymour con una breve risa—. ¿El extranjero? ¿El marido de la mujer Bakravan? Tu... —Amartilló el arma al disponerse Lochart a lanzarse sobre él—. ¡No lo hagas! Puedo disparar rápidamente y siempre doy en el blanco. Registradle —dijo al otro hombre el cual se puso en pie de inmediato. El hombre le registró con manos expertas cogiendo luego el maletín de vuelo y examinándolo a conciencia.

—Ningún arma, manuales de vuelo, brújulas..., ¿eres el piloto Lochart?

—Sí —respondió él, latiéndole desordenadamente el corazón. —¡Siéntate ahí! ¡Vamos!

Lochart ocupó la silla muy alejada del fuego. El hombre dejó el arma sobre la alfombra, junto a él y sacó un papel.

—Dele esto.

El otro hombre hizo lo que le decía. Estaba escrito en farsi. Todos le observaban con gran atención. A Lochart le costó algo descifrar el texto. Orden de Confiscación: Por crímenes contra el Estado Islámico se confisca a Jared Bakravan todas sus propiedades excepto su casa familiar y su tienda en el bazar. Estaba firmado por un comité cuyo nombre no pudo descifrar y con fecha de hacía dos días.

—Esto es..., esto es ridículo —empezó a decir Lochart desconcertado—. Su Excelencia Bakravan era un formidable partidario del Ayatollah Jomeiny. Realmente formidable. ¡Debe de haber algún error!

—No lo hay, Agha. Fue encarcelado, se le encontró culpable de usura y ejecutado.

Lochart se le quedó mirando, atónito.

—Debe de haber..., ¡debe de haber algún error!

—No lo hay, Agha. Ninguno —afirmó Teymour. Su tono era más bien amistoso mientras observaba atentamente a Lochart, presintiendo en él el peligro—. Sabemos que eres canadiense, y también piloto. Que has estado fuera, que estás casado con una de las hijas del traidor y que no eres responsable de sus crímenes, o de los de ella si es que ha cometido alguno. —Llevó la mano al arma al ver enrojecer de furia a Lochart—. He dicho si, Agha. Controla tus impulsos. —Esperó sin echar mano a su mortífero y bien cuidada «Luger», aunque perfectamente preparado para hacerlo—. No somos gentuza inexperta, somos Luchadores por la Libertad, profesionales, y nos han asignado este lugar para proteger a los VIP que llegan tarde. Sabemos que no nos eres hostil, así que conserva la calma. Naturalmente, esto debe de haberte sobresaltado, y lo comprendemos, claro que lo comprendemos, pero tenemos derecho a coger lo que es nuestro.

—¿Derecho? ¿Qué derecho tien...?

—Derecho de conquista, Agha. ¿Alguna vez fue distinto? Vosotros, los británicos, lo sabéis mejor que nadie. —Mantenía el tono sereno. Las mujeres observaban con mirada dura y fría—. Tranquilízate. No se ha tocado ninguna de tus posesiones. Todavía. —Hizo un ademán con la mano—. Tú mismo puedes verlo.

—¿Dónde está mi mujer?

—No lo sé, Agha. Cuando vinimos aquí, no había nadie. Hemos llegado esta mañana.

Lochart casi estaba loco de preocupación. Si encontraron culpable al padre, ¿influiría ello sobre la familia? ¿Sobre todos? Un momento. Todo ha sido confiscado «... salvo su casa familiar». ¿No era eso lo que decía el papel? «Tiene que estar allí..., ¡pero eso está muy lejos, Dios mío, y además no tengo coche!»

Intentaba denodadamente pensar con lucidez.

—Has dicho, has dicho que no se ha tocado nada..., todavía. ¿Significa eso que pronto lo será?

—Un hombre prudente protege sus pertenencias. Sería prudente que te llevaras las tuyas a un lugar seguro. Todo cuanto perteneciera a Bakravan se quedará aquí, pero ¿y lo tuyo? —Se encogió de hombros—. Claro que puedes llevártelo, no somos ladrones.

—¿Y las pertenencias de mi mujer?

—También. Por supuesto que sí. Las cosas personales. Te he dicho que no somos ladrones.

—¿De cuánto tiempo dispongo?

—Hasta mañana a las cinco de la tarde.

—No tendré tiempo suficiente. ¿Tal vez hasta pasado mañana? —Hasta mañana a las cinco de la tarde. ¿Quieres comer algo? —No, no. Gracias.

—Entonces, adiós, Agha. Pero antes haz el favor de entregarme tus llaves.

Pese a su determinación, Lochart sintió que enrojecía. Las sacó, y el hombre que se encontraba más cerca se las cogió.

—Has hablado de VIP. ¿De qué VIP se trata?

—VIP Agha. Este sitio pertenecía a un enemigo del Estado. Ahora, es propiedad del Estado para quienquiera que elija. Lo siento aunque, naturalmente, tú lo comprendes.

Lochart se le quedó mirando, luego al otro hombre y finalmente volvió a mirar al primero. Le abrumaba la fatiga. Y también la impotencia.

—Yo, hummm, antes de irme querría cambiarme y... y afeitarme. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Teymour al cabo de una pausa—. Ve con él, Hassan.

Lochart salió de la habitación seguido por el hombre llamado Hassan, odiándose a sí mismo, a ellos y a cuanto estaba ocurriendo. Anduvo a lo largo de todo el pasillo hasta su propio dormitorio. Allí no habían tocado nada aunque los armarios estaban abiertos, así como los cajones. También olía a humo de tabaco aunque no se veía indicio alguno de una salida apresurada o de cualquier tipo de violencia. Habían utilizado la cama. «Domínate y traza un plan. No puedo. Muy bien, pues entonces aféitate, dúchate, cámbiate y ve a ver a Mac, no está lejos, puedes ir andando hasta allí y él te ayudará, te prestará dinero y un coche y la encontrarás en casa de su familia. Lo que has de hacer es no pensar en Jared, sencillamente, no pensar.»

Cerca de la Universidad: 8.10 de la tarde.

Rakoczy acercó la lámpara de petróleo al montón de documentos, diarios, expedientes y papeles que había robado de la caja fuerte en el piso superior, de la Embajada de los Estados Unidos y siguió clasificándolos. Se encontraba en un pequeño cuarto del sótano. Uno de la hilera de cuartos similares, en su mayoría para estudiantes, que Farmad, el estudiante líder tudeh que fuera muerto la noche de los disturbios, alquilara para él. La habitación era sombría, sin calefacción. En ella tan sólo había una cama, una mesa y una silla desvencijadas, con una ventana minúscula. Los cristales estaban resquebrajados y cubiertos a medias con cartones.

Rió con fuerza. «Una cosecha abundante con tan escaso costo. La planificación había sido perfecta. Primero, nuestros disturbios de cobertura hábilmente organizados delante de la verja de la Embajada. Más tarde, el repentino tiroteo desde los tejados de enfrente sembrando el pánico, momento que aprovechamos rápidamente para derribar las puertas e irrumpir en los terrenos de la Embajada. La única oposición que encontramos fueron la de los soldados de Infantería de Marina, armados con escopetas y que, además, tenían órdenes de no disparar. Con el tiempo justo antes de que pudieran llegar los partidarios de Jomeiny para matarles o capturarles. Protegido por el pandemónium, corrí hacia la parte de atrás del edificio, derribé la puerta trasera y subí las escaleras de tres en tres mientras, afuera, mi equipo me cubría con más acciones de dispersión, disparando al aire, con cuidado, para no matar a nadie aunque hubiesen de hacer mucho ruido y lanzar gritos. Un tramo de escaleras, luego el otro y después carreras por un pasillo, gritando a los americanos, dos mujeres viejas y un joven: "¡Al suelo! ¡Tumbaos o moriréis todos!"

»Obedecieron aterrados, como todos los demás, y no les culpo. El ataque fue tan súbito... No tenían armas, no estaban preparados y el terror se fue adueñando de ellos. En seguida al dormitorio. Desierto salvo por un aterrado sirviente iraní, con las manos sobre la cabeza y medio escondido debajo de la cama. Rápido, hice volar la puerta de la caja fuerte, y metí en el maletín cuanto contenía. Después salí de nuevo, bajando las escaleras de tres en tres, mezclado con la multitud en continuo movimiento, y retrocediendo de manera sistemática mientras Ibrahim Kyabi y los otros me rodeaban. Todos los objetivos se habían cubierto a la perfección.»

«Con toda seguridad, la fuente quedará impresionada —pensó de nuevo—. Con toda seguridad, mi ascenso a comandante será un hecho y mi padre se sentirá orgulloso de mí.»

«Por Dios y el Profeta de Dios —exclamó de forma involuntaria, mientras se sentía de nuevo en éxtasis, sin darse cuenta de lo que había dicho—. Jamás me he sentido tan satisfecho.»

Reanudó, contento, su trabajo. Hasta el momento, la caja fuerte me parecía haber contenido tesoros, sólo montones de documentos sobre la implicación de la CIA en Irán, algunos sellos de caucho privados del embajador, un manual de claves que podría ser especial, cuentas particulares, algunas joyas de escaso valor y unas cuantas monedas antiguas. «Poco importa —se dijo—, aún quedan por examinar montones de diarios y documentos personales.»

Para él, el tiempo pasaba con facilidad. Pronto llegaría Ibrahim Kyabi para discutir sobre la «Marcha de las Mujeres». Quería saber cómo podrían desbaratarla para servir los objetivos tudeh y perjudicar la imagen de Jomeiny y de los chiítas. «Jomeiny es el verdadero peligro —se dijo—, el único peligro. Aquel extraño anciano y su granítica inflexibilidad. Cuanto antes se le lleve ante los Sin Dios, tanto mejor.»

Una corriente de aire glacial penetró a través de los cristales rotos. No se inmutó. Él no sentía frío con su gruesa chaqueta de piel, el suéter, la camisa y la ropa interior, así como unos buenos calcetines y zapatos fuertes. «Lleva siempre calcetines y zapatos buenos por si tienes que correr —le habían dicho sus maestros—. Debes de estar siempre preparado para correr...»

Recordó, divertido, cómo había escapado de Erikki Yokkonen llevándole por el laberinto y librándose de él cerca de la «Casa de la Muerte de los Leprosos». «Estoy seguro que un día habré de matarle —pensó—. Y a la tigresa de su mujer. ¿Qué decir de Azadeh? ¿De la hija de Abdollah Khan, Abdollah el Cruel, el cual, aun cuando valioso como agente doble, se está volviendo demasiado arrogante, demasiado independiente y demasiado importante para nuestra seguridad? Sí, pero ahora quisiera que los dos, marido y mujer, estuvieran de nuevo en Tabriz, haciendo lo que exigimos de ellos. Y en cuanto a mí, me gustaría estar con permiso, otra vez en casa, sintiéndome seguro, siendo Igor Mzytryk una vez más, capitán de la KGB, a salvo en casa con Deiurah, con mis brazos a su alrededor, en nuestra hermosa cama, entre las más maravillosas sábanas de hilo de Irlanda, brillándole sus ojos verdes, el cutis como crema y tan bello... Sólo siete semanas más y llegará nuestro primer hijo. Espero que sea un chico.»

Escuchó a medias..., como siempre. Su oído estaba adiestrado para detectar el peligro, oyó a los almuédanos llamando a la oración de la noche. Empezó a despejar de papeles la pequeña mesa. Ibrahim Kyabi estaría pronto allí y no había necesidad de que el joven se enterase de lo que no le importaba. Todo desapareció en un momento dentro del maletín. Levantó una tabla del suelo y lo metió en el hueco que había debajo de ella en el que también tenía una automática cargada, cuidadosamente envuelta en papel engrasado, y media docena de granadas de piña británicas. Un poco de polvo y tierra que cubriesen las grietas, y no quedó ni rastro del escondrijo. Redujo la llama de la lámpara de petróleo hasta dejar sólo un leve resplandor y corrió de nuevo las cortinas. En la parte interior del alféizar se había acumulado algo de nieve. Satisfecho, comenzó su espera. Pasó media hora. No era propio de Kyabi retrasarse.

De repente, oyó pisadas. Cubrió con su arma la puerta. La llamada convenida fue impecable; aun así, una vez que hubo corrido el cerrojo de la puerta, se protegió en la relativa seguridad de la pared y la abrió de par en par, dispuesto a hacer volar por los aires al enemigo, si es que se trataba de un enemigo. Pero era Ibrahim Kyabi, tapado de tal forma que casi no se le veía el rostro, y contento de encontrarse bajo techado.

—Lo siento, Dimitri —dijo pateando para entrar en calor y sacudiéndose un poco de nieve del negro y rizado cabello—, pero los autobuses son prácticamente inexistentes.

Rakoczy volvió a echar el cerrojo a la puerta.

—La puntualidad es importante. Querías saber quién era el mollah que estaba en el helicóptero de Bandar Delam cuando asesinaron a tu padre, pobre hombre... He averiguado su nombre para ti. —Vio que la mirada del muchacho se iluminaba y disimuló una sonrisa—. Se llama Hussain Kowisi y es el mollah de Kowiss. ¿Lo conoces?

—No, no, nunca he estado allí. ¿Hussein Kowiss? Bueno, muchas gracias.

—He hecho las averiguaciones pertinentes para ti. Al parecer, es un fanático anticomunista y partidario de Jomeiny aunque, en realidad, pertenece secretamente a la CIA.

—¿Qué?

—Sí —aseveró Rakoczy considerando perfectamente justificada aquella falsa información—. Pasó algunos años en los Estados Unidos, enviado allí por el Sha, habla inglés con soltura y fue convertido secretamente por ellos cuando era estudiante. Su antiamericanismo es tan falso como su fanatismo.

—¿Cómo lo haces, Dimitri? ¿Cómo puedes saber tantas cosas y tan de prisa sin usar teléfono, télex ni nada por el estilo?

—Olvidas que siempre hay algunos de los nuestros en cada autobús, en cada taxi, camión, aldea, oficinas de Correos. Recuerdo —añadió, él mismo convencido de lo que decía—, recuerda que las Masas están de nuestro lado. Nosotros somos las Masas.

—Sí.

Se dio cuenta del celo del joven y en aquel momento supo que Ibrahim era el instrumento adecuado y dispuesto a todo.

—El mollah Hussain ordenó a los Greend Bands que dispararan contra tu padre, acusándole de ser un infiltrado y un embaucador de los extranjeros.

El color huyó del rostro de Kyabi.

—Entonces..., entonces quiero ocuparme yo de él en persona. Es mío. —Debemos dejárselo a los profesionales. Yo prepararé un... —No. Por favor. Tengo que vengarme.

Rakoczy fingió reflexionar sobre ello, disimulando su satisfacción. Hacía ya algún tiempo que Hussain Kowissi había sido condenado a la desaparición.

—Dentro de unos días me ocuparé de preparar las armas, un coche y a un equipo que vaya contigo.

—Gracias, pero todo cuanto necesito es esto —murmuró Kyabi y sacó, con dedos temblorosos, un cuchillo de bolsillo—. Esto y una o dos horas, además de un poco de alambre de espino. Le enseñaré hasta dónde puede llegar la venganza de un hijo.

—Bien. Ahora, hablemos de la «Marcha de las Mujeres». Está señalada definitivamente para dentro de tres días. Qu...

Calló, aterrado. Se colocó de un salto junto a la pared y oprimió un bulto apenas visible que había en ella. Parte de la pared se abrió dando acceso a una desvencijada y oscura escalera de incendios.

—¡Vamos! —ordenó y corrió veloz en busca de la libertad. Kyabi lo siguió ciegamente, presa del pánico.

En aquel preciso momento, la puerta se abrió de golpe, sin previo aviso, quedando casi arrancada de sus goznes y los dos hombres que la habían forzado con los hombros cayeron dentro de la habitación, seguidos de otros. Todos eran iraníes, todos Green Bands y se lanzaron en persecución de Rakoczy y Kyabi empuñando las armas.

Perseguidos y perseguidores bajaron los escalones de tres en tres. En su precipitación, tropezaban y caían, se incorporaban y seguían corriendo, veloces, hacia la calle y la noche, a mezclarse con la muchedumbre. Entonces, Rakoczy cayó directamente en la emboscada y en sus manos. Ibrahim Kyabi no vaciló un instante. Se limitó a cambiar de dirección, atravesó, veloz, la calle, y se sumergió en el atestado callejón, siendo tragado por la oscuridad.

Al otro lado de la calle, y desde un viejo coche allí aparcado, Robert Armstrong había visto entrar a sus hombres, la captura de Rakoczy y la huida de Kyabi. Metieron rápidamente a Rakoczy en una furgoneta que les estaba esperando, antes de que mucha gente, en la calle, pudiera darse cuenta de lo que ocurría. Dos de los Green Bands se dirigieron a grandes zancadas adonde Armstrong se encontraba. Ambos iban mejor vestidos de lo que era habitual. Y ambos llevaban cartuchas en el cinto para sus «Máuser». La gente se apartaba de su camino, inquieta, mientras observaban con la mayor cautela, sin querer inmiscuirse donde no les llamaban. Los dos hombres subieron al coche y Armstrong lo puso en marcha mientras los restantes Green Bands se fundían con la multitud.

En cuestión de minutos, Robert Armstrong se incorporaba a la circulación de la hora punta. Ambos hombres se quitaron los brazaletes verdes y los guardaron en sus bolsillos.

—Sentimos haber perdido a ese joven bastardo, Robert —dijo el de más edad, hablando inglés con fluidez y acento americano. Era un hombre perfectamente rasurado, en la cincuentena. El coronel Hashemi Fazir, subdirector del Servicio Secreto, adiestrado en los Estados Unidos y perteneciendo a la SAVAK antes de que fuera creado el departamento independiente del Servicio Secreto.

—No te preocupes, Hashemi —dijo Armstrong.

—Tenemos a Kyabi en una película de los disturbios en la Embajada, Agha. Y en la Universidad —dijo el hombre más joven, sentado en el asiento trasero. Estaba en la veintena, con un frondoso bigote y los labios contraídos en un rictus cruel—. Mañana lo detendremos.

—Yo de usted no lo haría ahora que está huyendo, teniente —dijo Armstrong conduciendo con sumo cuidado—. Como ya lo tenemos localizado, más vale que se limite a seguirle, le conducirá a usted hasta peces más gordos. Él le llevó hasta Dimitri Yazernov.

Los otros rieron.

—Sí, sí, en efecto, lo hizo.

—Y Yazernov nos conducirá a todo tipo de gente y lugares. Hashemi encendió un cigarrillo y les ofreció.

—¿Robert?

—Gracias. —Armstrong lo encendió, dio una chupada e hizo una mueca—. ¡Dios mío, Hashemi, son verdaderamente terribles, acabarán matándote!

—La Voluntad de Dios. —Luego, Hashemi citó en farsi—: «Lavadme con vino cuando muera. / En mi funeral decid un texto que se refiera al vino. / Si queréis encontrarme el Día del Juicio Final / Buscad entre el polvo de la puerta de una licorería.»

—Lo que te matará serán los cigarrillos, no el vino —dijo Armstrong sin ambages, percatándose de la belleza de las palabras farsi.

—El coronel estaba citando del Rubaiyat of Giner Khayyam —dijo el joven sentado detrás, y añadió amablemente en inglés—: Significa que...

—Ya sabe lo que significa, Mohammed —le interrumpió Hashemi—. Mr. Armstrong habla el farsi a la perfección. Tienes mucho que aprender. —Fumó durante un rato, observando la circulación.

—¿Quieres hacer el favor de parar un momento, Robert?

Cuando el coche se hubo detenido, Hashemi se dirigió al joven.

—Vuelve al cuartel general, Mohammed, y espérame allí. Asegúrate de que nadie, nadie vea a Yazernov antes que yo. Dile al equipo que se limiten a comprobar que todo está listo. Quiero empezar a medianoche.

—Sí, coronel.

El joven se alejó.

Hashemi le siguió con la vista hasta verlo desaparecer entre la multitud.

—Me vendría muy bien un whisky doble con soda. Sigue conduciendo un rato, Robert.

—De acuerdo. —Armstrong puso en marcha el coche, mirándole de soslayo. Había notado algo latente—. ¿Problemas?

—Muchos —respondió Hashemi que estudiaba la circulación y a los peatones con gesto impávido—. No sé cuánto tiempo podremos seguir operando, cuánto tiempo estaremos seguros y en quiénes confiar.

—Eso no es nada nuevo. —sonrió Armstrong tristemente—. Son gajes del oficio... —La lección bien aprendida durante los once años como consejero del Servicio Secreto y, otros veinte antes en la Policía de Hong Kong.

—¿Quieres estar presente cuando interroguemos a Yazernov, Robert? —Sí, si no os molesta.

—¿Qué quiere el MI6 de él?

—Yo no soy más que un ex CID, Sector Especial, bajo contrato privado para ayudaros a vosotros a formar el Servicio equivalente, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo muy bien. Dos contratos de cinco años cada uno, el último felizmente prolongado hasta el año próximo en que te retirarás con una pensión.

—¡Menuda suerte! —repuso Armstrong fastidiado—. ¿Es que Jomeiny y su Gobierno van a pagarme la pensión? ¡Menuda suerte! ¡Mi pensión se ha esfumado! Pensaba constantemente en que todos los servicios prestados a Irán serían inútiles ahora y con la devaluación del dólar de Hong Kong desde que él se retirara en el sesenta y seis, su pensión real sería verdaderamente ridícula.

Se endureció la mirada de los ojos oscuros.

—¿Hasta dónde está interesado el M16 en ese bastardo, Robert?

Armstrong frunció el ceño. Algo andaba muy mal esa noche. El joven Kyabi no debería haber escapado a la red y Hashemi estaba tan nervioso como un agente bisoño en su primer descenso detrás de las líneas.

—Hasta donde yo sé, no lo están. Es a mí a quien interesa. A mí —respondió con aire indiferente.

—¿Por qué?

«Es una historia tan larga... —se dijo Armstrong—. ¿Debería decirte que Dirnitri Yazernov es una tapadera de Fedor Rakoczy, el ruso islámico-marxista que hace meses estás intentando pescar? ¿Debería decirte que el verdadero motivo por el que se me encomendara ayudarte a cogerle esta noche es porque el M16 descubrió, por mera casualidad, por mediación de un desertor checo que su nombre verdadero es el de Igor Mzytryk, hijo de Petr Oleg Mzytryk, quien allá por mi época en Hong Kong era conocido como Gregor Suslev, maestro de espías y al que todos creíamos muerto hacía tiempo?»

No, nosotros no queremos a Yazernov, pero queremos..., yo quiero... al padre que se supone que vive en el Norte, justo del otro lado de la frontera, en alguna parte y al alcance. Oh, Dios, permite que esté vivo y al alcance, porque nuestro más profundo deseo sería el de desenmascarar a ese cabrón por cualquier medio posible... A ese antiguo jefe del Servicio Secreto, Lejano Oriente, lector veterano sobre espionaje en la Universidad de Vladivostok, miembro antiguo del Partido y, desde entonces, Dios sabe cuántas cosas más.

—Creo..., creemos que Yazernov tiene una misión más importante que la de actuar como enlace tudeh con los estudiantes. Es una tapadera de tu disidente kurdo Alí bin Hassan Karakose.

—¿Quieres decir que es el mismo hombre?

—Sí.

—¡imposible!

Armstrong se encogió de hombros. Le había arrojado un hueso, si él no quería roerlo, era problema suyo. De nuevo se había producido un atasco en la circulación, todo el mundo tocaba la bocina y maldecía.

El hombretón hizo oídos sordos al ruido y apagó su cigarrillo de labor iraní.

Hashemi lo observaba con el ceño fruncido.

—Si lo que dices es verdad, ¿por qué te interesan Karakose y los kurdos?

—Los kurdos se encuentran a caballo en todas las fronteras, soviética, iraquí, turca e iraní —respondió sin inmutarse—. Todo el movimiento nacional kurdo es en extremo sensitivo y muy fácil de manipular por parte de los soviéticos, con fuertes implicaciones internacionales por toda el Asia Menor. Por supuesto que estamos interesados.

El coronel miró por la ventanilla sumido en sus pensamientos. Nevaba ligeramente. Un ciclista, tratando de escurrirse por entre el tráfico, dio un bandazo al costado del coche. Ante la sorpresa de Armstrong, ya que, por lo general, Hashemi tenía buen carácter, éste bajó furioso el cristal y empezó a maldecir al joven y a toda su generación. Luego, aplastó ceñudo su cigarrillo.

—Déjame aquí, Robert. Empezaremos con Yazernov a medianoche. Y, desde luego, eres bienvenido.

Empezó a abrir la portezuela.

—Un momento, amigo —dijo Armstrong—. Hace mucho tiempo que somos amigos. ¿Qué diablos pasa?

El coronel vaciló. Luego cerró la portezuela de nuevo.

—El Gobierno ha declarado ilegal a la SAVAK, al igual que todos los departamentos del Servicio Secreto, incluidos nosotros. Y se nos ha ordenado que nos dispersemos de inmediato.

—Sí, pero la oficina del Primer Ministro te ha dicho ya que prosigas bajo cuerda. Tú no tienes nada que temer, Hashemi. Estás limpio. Se te ha dicho que aplastastes a los tudeh, a los fedayines y a los islámico-marxistas..., me has enseñado la orden. ¿Acaso la operación de esta noche no sigue esa línea?

—Sí. Sí, así era. —Hashemi hizo una nueva pausa. Sus facciones parecían talladas en piedra y su voz era sorda—. Sí, así era, pero... ¿Qué sabes tú del Comité Islámico Revolucionario?

—Sólo que se supone está formado por hombres elegidos personalmente por Jomeiny —empezó diciendo Armstrong con toda sinceridad—. Su poder es difuso. Ignoramos quiénes lo forman, cuántos, dónde o cuándo se reúnen. Incluso si lo preside Jomeiny o qué.

—Ahora sé con toda seguridad que, con la aprobación de Jomeiny, el poder supremo lo ejercerá ese Comité en el futuro, que Bazargan es, por el momento, el mascarón de proa hasta que el Comité promulgue la nueva Constitución islámica que nos hará retroceder a los tiempos del Profeta.

—¡Maldición! —farfulló Armstrong—. ¿No será un Gobierno electo? —¡No! —Hashemi estaba fuera de sí de ira—. ¡No, tal como nosotros concebimos ese término!

—Tal vez rechacen la Constitución, Hashemi. El pueblo tendrá que votarla y no todos son partidarios fanat...

—¡Por Dios y el Profeta! No trates de engañarte, Robert —exclamó Hashemi con rudeza—. La gran mayoría son fundamentalistas, eso es lo único a lo que pueden aferrarse. Nosotros los burgueses, los ricos y las clases medias somos de Teherán, Tabriz, Abadán, Esfahan..., todos patrocinados por el Sha, un puñado en comparación con los otros treinta y seis millones de iraníes, la mayoría de los cuales ni siquiera saben leer o escribir. ¡Pues claro que votarán cuanto Jomeiny apruebe! Y los dos sabemos cuál es su visión del Islam, el Corán y el Sharia.

—¿Para cuándo..., para cuándo tendrán preparada la Constitución?

—¿Tan poquito nos entiendes después de todo este tiempo? —preguntó Hashemi irritado—. Tan pronto como tenemos en nuestras manos el poder, lo utilizamos antes de que se nos escape. La nueva Constitución entró en vigor en el mismo momento en que ese pobre idiota de Bajtiar fue traicionado por Carter, y por los generales, y obligado a huir. En cuanto a Bazargan, hombre piadoso, honrado, justo y de tendencias democráticas, nombrado por Jomeiny, Primer Ministro legalmente reconocido hasta la celebración de las elecciones, ese pobre infeliz no es más que una cabeza de turco a quien poder imputar de todo lo que vaya mal de aquí a entonces.

—¿Quieres decir que será la víctima..., que lo someterán a juicio?

—¿A juicio? ¿Qué juicio? ¿No te he dicho ya lo que es un juicio según el Comité? Si ellos lo acusan, lo ejecutan. Insha'Allah. Además, como no puedo pensar con serenidad y estoy tan furioso, necesito emborracharme. Esta tarde ha llegado a mis oídos, de forma absolutamente privada, que se ha estado reorganizando a la SAVAK en secreto. Va a ser bautizado de nuevo como SAVAMA..., ¡y han nombrado director a Abrim Pahmudi!

—¡Dios Todopoderoso! —Armstrong sintió como si alguien le hubiese propinado un puñetazo en pleno estómago.

Abrim Pahmudi era uno de los tres amigos de toda la vida del Sha. Había ido al colegio con él en irán y más adelante en Suiza; había ascendido hasta ocupar un alto cargo en el consejo Imperial, SAVAK, y que, según se rumoreaba, después de la familia del Sha, era su más preciado consejero y que, en aquellos momentos, se decía que había pasado a la clandestinidad, esperando la oportunidad de poder negociar con el gobierno Bazargan, en nombre del Sha, la creación de una monarquía constitucional y la abdicación del Sha en favor de su hijo Reza.

—¡Dios Todopoderoso! Eso explica muchas cosas.

—Sí —asintió Hashemi con amargura—. Durante años, ese bastardo ha intervenido en casi todas las reuniones cruciales, políticas o militares, en cada conferencia de jefes de Estado, en cada acuerdo secreto, y, durante los últimos días, ha participado en cada una de las reuniones importantes mantenidas con el embajador de los Estados Unidos, con los generales americanos, en cada una de las decisiones trascendentales del Sha, de nuestros generales y ha estado presente cada vez que se ha discutido un golpe de estado... y se ha vuelto atrás. —Estaba tan furioso que las lágrimas le caían por las mejillas—. Nos ha traicionado a todos. Al Sha, a la revolución, al pueblo, a ti, a mí, ¡a todos! ¿Cuántas veces le hemos presentado tú y yo juntos informes a lo largo de los años y yo también de docenas de veces? Con listas, nombres, cuentas bancarias, enlaces, secretos que sólo nosotros podíamos descubrir y conocer. Todo..., todo por escrito pero con una sola copia..., ¿no era ésa la regla? ¡Todos hemos sido traicionados!

Armstrong se sintió invadido por un frío glacial. Por supuesto que Pahmudi sabía todo lo concerniente a su relación con Inner Intelligence. Pahmudi tenía que estar al corriente de todas las cosas importantes sobre George Talbot; sobre Masterson, su contrafigura de la CIA; sobre Lavenov, su contrafigura soviética; toda la planificación de posibilidades a corto y largo plazo; la planificación de invasión, las operaciones para neutralizar los emplazamientos alto secreto de radar de la CIA con hombres como el joven capitán Ross.

—Maldición —farfulló, furioso al mismo tiempo de que sus propias fuentes de información no les hubieran advertido por anticipado. Pahmudi, suave, inteligente, trilingüe y discreto. Jamás hubo, a lo largo de los años, la más ligera sospecha con respecto a él. Jamás. ¿Cómo pudo haber escapado limpiamente, incluso del Sha que ejercía una constante vigilancia, hasta la saciedad, sobre sus más altos colaboradores? «Y, desde luego, con toda la razón del mundo», se dijo. Había sufrido cinco intentos de asesinato, tenía cicatrices de bala en el cuerpo y en el rostro. ¿Acaso no gobernaba un pueblo bien conocido por la violencia que ejercía contra sus gobernantes y que, a su vez, recibía de ellos?

¡Santo Cielo! ¿Dónde terminaría todo aquello?

En la misma corriente de circulación: 9.15 de la mañana. McIver avanzaba centímetro a centímetro, en dirección Sur, hacia la zona del bazar donde se hallaba la casa de Jared Bakravan. Tom Lochart iba sentado junto a él.

—Todo se solucionará —afirmó McIver, pese a sentirse abrumado de preocupación.

—Claro, Mac. No hay de qué preocuparse.

—Sí, seamos optimistas.

Al regresar McIver jubiloso a su apartamento después de su entrevista con Alí Kia en el Ministerio, Tom Lochart se encontraba allí, llegado momentos antes. La alegría aún mayor que sintiera al comprobar que Tom Lochart estaba sano y salvo, se tornó rápidamente en profundo desasosiego al ver su aspecto y al conocer las noticias transmitida por radio por Freddy Ayre a través de Scot Gavallan en Zagros y al saber que Starke había sido retenido por el comité Kowiss para interrogarle sobre la «fuga de Esfahan».

—Todo ha sido por mi maldita culpa, Mac. Todo —había dicho Tom Lochart.

—No, no ha sido culpa tuya, Tom. Nos atraparon a los dos.. De cualquier forma, yo fui quien dio el visto bueno al vuelo, aunque no sirviese de mucha ayuda para Valik. Pero, si todos estaban a bordo, ¿cómo diablos te libraste tú? Cuéntanos lo ocurrido y luego llamaré a Freddy... ¿Quieres beber algo?

—No, no, gracias. Escucha Mac, he de encontrar a Sharazad. No se hallaba en casa. Espero que esté con su familia y tengo que..

—Allí está. Sé que es así, Tom. Erikki me lo dijo antes de salir esta mañana para Tabriz. ¿Te has enterado de lo del padre de ella?

—Sí, me he enterado. Es espantoso, condenadamente espantoso. ¿Estás seguro de que se encuentra allí?

—Sí. —Mclver se acercó pesadamente a la alacena y se sirvió una copa—. Desde que te fuiste, no ha estado en vuestro piso y se encontraba perfectamente hasta... Erikki y Azadeh la vieron anteayer. Ayer ellos...

—¿Dijo Erikki cómo estaba?

—Dijo que se encontraba todo lo bien que cabía esperar... Ya sabes los lazos tan estrechos que unen a las familias iraníes. No sabemos nada sobre su padre salvo lo que Erikki nos ha contado... Parece ser que se le había ordenado presentarse en la cárcel como testigo, y lo siguiente que su familia supo fue que les dijeron que recogiesen su cuerpo, lo habían ejecutado por «crímenes contra el Islam». Erikki dijo que habían ido a recoger el, humm, el cadáver y, bien, ayer estaban de duelo. Lo siento, pero así están las cosas. —Tomó un largo trago y se sintió algo mejor—. Sharazad está segura en su casa... Primero dinos lo que te ha ocurrido; después llamaré a Freddy y en seguida nos iremos e busca de Sharazad.

Lochart les contó rápidamente su odisea mientras ellos lo escuchaban aterrados.

—Cuando Rudi me dijo que el oficial de las Fuerzas Aéreas iraníe era el que había derribado el «HBC» estuve a punto de volverme loco Parece que me derrumbé porque cuando recuperé el conocimiento, era ya el día siguiente. Para entonces, Abbani y los otros ya se habían ido. Oye, Mac, la idea de Charlie del «asalto» no resultará..., ¡no hay forma.

—Lo sabemos, Tom —dijo Mclver—. Primero, termina tu historia

—No pude obtener autorización para volar de vuelta aquí, así que tomé prestado un coche, he llegado hace un par de horas yéndome directamente al apartamento. Aquellos bastardos me dijeron que ha sido confiscado por los Green Bands junto con todas las propiedades de Bakravan, salvo la tienda en el bazar y la casa familiar.

Lochart les dijo lo que había pasado.

—Me siento... Soy como un niño perdido en medio de la tormenta. Ahora no tengo nada, Sharazad y yo no tenemos nada. —Rió, pero era una risa desdichada y McIver pudo darse cuenta de que interiormente estaba muriendo—. Bien es verdad que el edificio era de Jared, y el apartamento, y todo lo demás, aunque parte de ello era, humm, la dote de Sharazad... ¿Nos vamos, Mac?

—Deja que llame primero a Freddy. Él...

—Sí, por supuesto. Pues claro, lo siento. Estoy tan preocupado que soy incapaz de pensar.

McIver terminó su bebida y se acercó a la HF. Se la quedó mirando

—¿Qué quieres hacer respecto a Zagros, Tom? —preguntó con tristeza.

Tom Lochart vaciló.

—¿Podría llevar conmigo a Sharazad?

—Demasiado peligroso, muchacho. Lo siento pero así son las cosas.

McIver observó a Lochart profundizar en su interior y calibrarse a mismo. Suspiró, sintiéndose muy viejo.

—Si Sharazad está bien, regresaré mañana por la mañana con Jean Luc y veremos en qué condiciones está Zagros mientras que ella saldrá en la primera lanzadera para Al Shargaz —dijo Lochart—. Depende de lo que encontremos en Zagros.., si tenemos que cerrarlo, Izzsha'Allal embarcaremos a todos nuestros mecánicos para Shiraz y que vaya: saliendo en vuelos regulares. Su compañía les dirá adónde tienen que ir. Nosotros lo trasladaremos todo a Kowiss, aparatos, repuestos y personal. ¿De acuerdo?

—Sí. Entretanto, lo primero que haré mañana será ir al Ministerio y ver si puedo arreglarlo todo. —Mclver hizo funcionar el transmisor—Kowiss, aquí el cuartel general. ¿Me reciben?

—Cuartel general, aquí Kowiss, capitán Ayre, adelante, por favor capitán McIver —se oyó de inmediato.

—Primero, respecto a Zagros Tres: Diga al capitán Gavallan que lo capitanes Lochart y Sessonne regresarán mañana alrededor del mediodía con instrucciones. Entretanto, disponga planes para obedecer al Comité.

—«¡Malditos condenados granujas!», se dijo, añadiendo luego por si alguien estaba escuchando—: El gerente de la base «IranOil» en Zagros debe recordar al Comité que el Ayatollah y el Gobierno han ordenado la inmediata normalización de la producción de petróleo. El cierre de Zagros perjudicaría gravemente la producción metódica en esa área. Informe al capitán Gavallan que me ocuparé de inmediato, y personalmente, de esto con el ministro Kia el cual me confirmó hace una hora, y me dio la aprobación por escrito para sacar a los equipos y proceder a su reemplazo con nuestro «125» hasta...

—Caramba, Mac, ésas sí que son buenas noticias —les llegó involuntariamente a través de las ondas.

—Sí... por nuestro propio «125» hasta que el servicio regular se reanude. Reemplazos de equipos y de aparatos para dar servicio a todo el trabajo extra y los contratos « Guerney» que el Gobierno nos pide que cumplamos. Por ello, la acción del comité local me resulta incomprensible. ¿Ha tomado buena nota, capitán Ayre?

—Sí, señor. Mensaje recibido cinco por cinco.

—¿Ha regresado ya el capitán Starke?

Un largo silencio. Finalmente...

—Negativo, cuartel general.

El tono de Mclver se hizo aún más glacial.

—Llámeme de inmediato tan pronto como llegue. Entre usted y yo, capitán Ayre, y que no se divulgue: Si el capitán Starke tiene problemas, cualesquiera que sean, y no está de regreso en la base, sano y salvo, de madrugada, ordenaré que todos nuestros aparatos en todo el territorio iraní aterricen de inmediato, cancelaré todas nuestras operaciones y ordenaré la salida de Irán del cien por cien de nuestro personal.

—¡Formidable, Mac! —murmuró Pettikin en voz queda.

Mclver estaba demasiado concentrado para oírle.

—¿Ha tomado buena nota de ello, Kowiss?

—Afirmativo —se escuchó tras un silencio.

—En lo que a usted se refiere —añadió Mclver, habiéndosele ocurrido una nueva idea—, informe al comandante Changiz y a Hotshot en mi nombre de lo siguiente: le ordeno que a partir de este mismo momento cesen todas las operaciones, CASEVAC incluido, hasta que el capitán Starke se encuentre de regreso en la base. ¿Entendido?

Un nuevo silencio y luego...

—Afirmativo. El mensaje será transmitido de inmediato.

—Bien. Pero sólo la información aplicable a su base. El resto es confidencial hasta la madrugada. —Sonrió pesimista y luego añadió—: Tan pronto como haya regresado el «125», haré una visita de inspección para asegurarme de que todos los manifiestos están al día. ¿Algo más?

—No, señor. Por el momento nada más. Esperamos verle pronto, señor, y nos mantendremos a la escucha.

—Cuartel general ha terminado. Corto y cierro.

—Esto les servirá de escarmiento, Mac —dijo Pettikin—. Como un avispón que les picara el trasero.

—Tal vez sí o tal vez no. Es imposible que interrumpamos los CASEVAC, aparte de los motivos humanitarios, nos colocaría en una situación ilegal y podrían robárnoslo todo. —Mclver apuró su bebida y miró el reloj—. Vamos, Tom, no esperaremos a Jean-Luc. Vamos a buscar a Sharazad.

La circulación se había aclarado algo, pero aún seguían avanzando a paso de tortuga. La nieve les hacía muecas sobre el parabrisas. El pavimento estaba resbaladizo y a los lados de la calle se amontonaba la nieve sucia.

—En la primera esquina gira a la derecha —dijo Lochart. —Muy bien, Tom. —Volvieron a quedar en silencio. Mclver giró en la esquina—. ¿Firmaste en Esfahan al repostar el combustible?

—No, no. No lo hice.

—¿Alguien te entrevistó, te preguntó tu nombre? Ya sabes, ese estilo de cosas. ¿Green Bands? Cualquiera.

Lochart logró apartar a Sharazad de la mente.

—No, al menos que recuerde. Era siempre «capitán» y formaba parte del escenario. Que yo recuerde, no me presentaron a nadie. Valik y... y Annoush y los niños se fueron a almorzar tan pronto como tomamos tierra con el otro general..., caramba, no recuerdo su nombre... Ah, sí, Seladi. Se llamaba Seladi. Todo el mundo me llamaba «capitán»... sencillamente, yo formaba parte de la puesta en escena. De hecho, me quedé con el helicóptero en el hangar todo el tiempo que estuvimos allí, vigilando cómo lo revisaban y llenaban los depósitos. Incluso me llevaron algo de comida en una bandeja y almorcé sentado en la cabina. Permanecí todo el tiempo allí hasta que aquellos condenados Green Bands cayeron sobre mí, me arrastraron y me encerraron en la habitación. No tuve el menor aviso, Mac. Sencillamente, rodearon la base, debieron prestarles una gran ayuda desde dentro. No tiene otra explicación. Los bastardos que me agarraron estaban todos enloquecidos, gritando que yo era de la CIA, americano... Lo repetían de una forma machacona, pero estaban más interesados en apoderarse de la base que en mí. Coge la próxima bifurcación de la izquierda, Mac. Ya estamos cerca.

Mclver conducía incómodo ya que toda la zona estaba muy frecuentada y los transeúntes les lanzaban miradas aviesas.

—Tal vez podamos seguir adelante con ello, pretender que el «HBC» fue asaltado en Doshan Tappeh por un desconocido. Es posible que no le sigan la pista desde Esfahan.

—Entonces, ¿por qué han cogido a Duke Starke?

—Rutina. —Mclver respiró helado—. Sé que es muy arriesgado, pero tal vez resulte. Quizá persistan en lo del «americano de la CIA» y eso sea todo. Déjate crecer bigote o barba, por si acaso.

Lochart hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No servirá. Figuro en la primera autorización. Los dos figuramos..., ése es el quid de la cuestión.

—¿Quién te vio despegar de Doshan Tappeh?

Lochart reflexionó un instante.

—Nadie. Creo que fue Nogger quien revisó el combustible el día anterior. El...

—Así es. Ahora recuerdo, no hacía más que lamentarse diciendo que yo le daba demasiado trabajo y, mientras tanto, la joven Paula estaba sola en la ciudad. ¿Había allí funcionarios o policías iraníes? ¿Pagaste a alguien baksheesh?

—No, no había nadie. Pero es posible que aparezca en sus registros automáticos. —Lochart escudriñó por la ventanilla. Su excitación aumentó al tiempo que señalaba—: Por esa bocacalle. Estaremos en un momento.

McIver enfiló por una angosta calle con el espacio justo para el paso de dos coches. La nieve se amontonaba junto a los altos muros, a ambos lados había portales y puertas. Mclver jamás había estado antes allí y quedó sorprendido de que Bakravan, tan acaudalado, viviera en una zona a todas luces humilde. Fue rico, recordó con involuntario estremecimiento, y ahora estaba completamente muerto por «crímenes contra el estado». ¿En qué consistían los crímenes contra el «estado»? Volvió a estremecerse.

—Ése es el portal. Allí, a la izquierda.

Se pararon junto a la nieve amontonada, mezclada con basuras. La puerta, que como tantas otras se abría en un muro alto y cubierto de moho, tenía unas barras de hierro cubiertas de herrumbre.

—Pasa, Mac.

—Esperaré un momento, luego, si todo va bien, me íré. Estoy muerto. —«No hay más que una solución», pensó McIver y alargó la mano para detener a Lochart—. Tenemos permiso para volar con nuestros tres «212». Tú cogerás uno. Mañana. Al diablo con Zagros, Jean-Luc es capaz de ocuparse de eso. No sé nada respecto a Sharazad, si la dejarán o no salir, pero tú más vale que te vayas y lo más aprisa posible. Es lo único que puede hacerse, irte cuando todavía estás a tiempo. A ella la embarcaremos en el próximo vuelo del «125».

—¿y tú? ¿Qué me dices de ti, Mac?

—¿Yo? No tienes de que preocuparte. Vete..., y si es que la dejan, llévatela a ella. Jean-Luc puede ocuparse de Zagros; de cualquier manera, parece que tendremos que cerrar. ¿De acuerdo?

—Sí.

McIver observó a su amigo golpear la anticuada aldaba. Resonó muy fuerte. Ambos esperaron. Lochart estaba angustiado, preparado a que la familia lo rodeara, y luego las lágrimas, la bienvenida, las preguntas, teniendo que mostrarse cortés cuando lo único que él deseaba era llevársela a sus habitaciones, abrazarla y sentirse seguros, acabada ya toda la pesadilla. Esperó un momento y volvió a llamar, esa vez con más fuerza. La espera. McIver paró el motor para ahorrar gasolina; el silencio empeoraba la espera. Los copos de nieve se acumulaban en el parabrisas. La gente pasaba, como fantasmas silenciosos, todo el mundo suspicaz y hostil.

Se oyeron pasos apagados que se acercaban y la enrejada mirilla se abrió una fracción. Los ojos que escudriñaron a Lochart eran duros y fríos y no le fue posible reconocer lo poco que pudo ver de aquel rostro.

—Soy yo, Su Excelencia Lochart —empezó a decir en farsi, intentando hablar con normalidad—. Mi mujer, Lady Sharazad, está aquí.

La mirada atisbó con más atención para ver si iba solo o acompañado. Examinó el coche que había detrás de él y a McIver ante el volante.

—Haga el favor de esperar, Agha.

La mirilla se cerró. Y otra vez la espera, pateando contra el frío, esperando, impaciente por utilizar la aldaba de nuevo, ansioso por derribar la puerta y sabiendo que no podía hacerlo. Más pasos. La mirilla volvió a abrirse. En esa ocasión, ojos y rostro diferentes.

—¿Cómo se llama, Agha?

Lochart hubiera querido gritarle al hombre, pero no lo hizo.

—Me llamo Agha Pilot Thomas Lochart, marido de Sharazad. Abre la puerta. Hace frío, estoy cansado y he venido a buscar a mi mujer.

La mirilla se cerró silenciosamente. Un momento de angustiada espera y luego escuchó, aliviado, cómo corrían los cerrojos. La puerta se abrió. El sirviente sostenía en alto una lámpara de petróleo. Detrás de el podía verse el patio de altos muros, con una fuente exquisita en el centro, árboles y plantas protegidos contra el invierno. En el extremo más alejado, había otra puerta claveteada en hierro. Estaba abierta y vio la silueta de ella a la luz de la lámpara; Lochart corrió hacia allá y al minuto Sharazad estaba en sus brazos, llorando y lamentándose...

La puerta de la calle se cerró de golpe y echaron los cerrojos.

—¡Espera! —dijo Lochart al sirviente, acordándose de McIver. Pero entonces oyó el coche ponerse en marcha y alejarse.

—¿Qué pasa, Agha?

—Nada —contestó él ayudando a Sharazad a entrar en la casa y al calor,

Cuando la vio a la luz, su felicidad se desvaneció y sintió algo helado en el estómago. Tenía el rostro tumefacto y sucio, el cabello también sucio y lacio, los ojos sin vida, la ropa arrugada.

—¡Dios mío! —musitó Lochart.

Ella no le prestó atención. Siguió aferrada a él de manera demencial, quejándose con una mezcolanza de farsi e inglés, cayéndole las lágrimas por las mejillas.

—Ya ha pasado todo, Sharazad. Ahora, ya ha pasado todo —dijo, tratando de calmarla. Pero ella seguía con su monótono parloteo—. Sharazad, Sharazad, cariño. Ya estoy aquí..., todo irá bien... —Calló. Era como si no hubiera dicho nada, y, de repente, quedó petrificado al pensar que Sharazad hubiera podido perder la cabeza. Empezó a sacudirle con suavidad y cariño pero sin el menor resultado. Entonces, se dio cuenta de que el viejo sirviente seguía al pie de la escalera, esperando órdenes—. ¿Dónde..., dónde está Su Alteza Bakravan? —preguntó, con los brazos de Sharazad rodeándole fuertemente el cuello,

—En sus habitaciones, Agha.

—Dile, por favor, que estoy aquí, que me gustaría verla.

—Ahora ella no ve a nadie, Agha. A nadie. Es la Voluntad de Dios. No ha visto a nadie desde el día... —Los viejos ojos se llenaron de lágrimas—. Su Excelencia ha estado fuera, acaso Su Excelencia no esté enterado...

—Lo sé. Sí, lo sé.

—Insha'Allah, Agha, Insha'Allah. Pero, ¿qué crímenes pudo haber cometido el señor? Insha'Allah que haya sido elegido, Insh...

—Insha'Allah. Por favor, dile a Su Alteza... ¡Basta ya, Sharazad! Vamos, cariño... —dijo en inglés, pues sus lamentos le estaban volviendo loco—. ¡Basta ya! —Luego se dirigió al sirviente en farsi—. Por favor, dile a Su Alteza que me reciba.

—Sí, se lo diré, Agha, pero Su Alteza no querrá abrir la puerta, ni contestar, ni verle, pero iré inmediatamente y le transmitiré su súplica. —Inició un movimiento para retirarse.

—Espera. ¿Dónde están todos?

—¿Quiénes, Agha?

—La familia. ¿Dónde está el resto de la familia?

—Ah, la familia. Su Alteza está en su habitación, la Lady Sharazad está aquí.

Lochart empezó a sentir que se enfurecía de nuevo, a lo que contribuía los lamentos de Sharazad.

—Quiero decir, ¿dónde está Su Excelencia Meshang con su mujer y sus hijos, y mis cuñadas con sus maridos?

—¿En qué otros sitios pueden estar más que en sus casas, Agha? —Entonces, dile a Su Excelencia Meshang que estoy aquí —le dijo. El hijo mayor, Meshang y su familia eran los únicos que residían casi permanentemente allí.

—Ciertamente, Agha. Es la Voluntad de Dios. Iré yo mismo al bazar.

—¿Está en el bazar?

El viejo asintió.

—Claro, Agha, esta noche está, él y su familia. Ahora él es el Señor y tiene que dirigir el negocio. Es la Voluntad de Dios Agha. Él es ahora el jefe de la casa de Bakravan. Iré inmediatamente.

—No, envía a alguien. —El bazar estaba muy cerca y no sería imposición alguna—. Hay alguien... ¡Sharazad, Sharazad, basta ya! —dijo con dureza, pero ella pareció no haberle oído—. ¿Hay agua caliente en la casa?

—Debería haber, Agha. La caldera es muy buena pero no está encendida.

—¿No hay combustible?

—Debería haber combustible, Agha. ¿Quiere que me cerciore?

—Sí, enciende la caldera y tráenos algo de comer, y té.

—Ciertamente, Agha. ¿Qué le gustaría a Su Excelencia?

Lochart hizo un esfuerzo sobrehumano por mantener la serenidad, acuciado aún más por los gimoteos de Sharazad.

—Cualquier cosa... no, arroz y horisht, horisht de pollo —dijo corrigiéndose a sí mismo y citando un plato fácil y corriente—. Horisht de pollo.

—Como quiera, Agha, pero el cocinero está muy orgulloso de su horisht de pollo y necesitará horas para hacerlo a la plena satisfacción de Su Excelencia —dijo el viejo y esperó cortés, yendo su mirada de Lochart a la joven y de nuevo a Lochart.

—Entonces, entonces, ¡por el amor de Dios!, sólo fruta. Fruta y té. Fruta de cualquier clase.

Lochart no fue capaz de resistirlo por más tiempo. Levantó a Sharazad en brazos, subió por la escalera y recorrió los pasillos hasta las habitaciones que habitualmente ocupaban en aquella casa de tres plantas y tejado plano, que era suntuosa, exquisita y serpenteante. Abrió la puerta, y la cerró tras de sí con el pie.

—Sharazad, escúchame... ¡Escucha, Sharazad! ¡Por Dios Santo, escúchame!

Pero ella seguía desplomada contra su pecho, lamentándose y monologando. Lochart la cogió en brazos y la llevó a la otra habitación, realmente sofocante, con las ventanas herméticamente cerradas y también las contraventanas y la obligó a sentarse en la cama deshecha. Luego, se precipitó al moderno cuarto de baño, casi toda la fontanería era moderna, salvo el inodoro.

No había agua caliente. Dejó correr la fría que no parecía demasiado salobre. Cogió algunas toallas, empapó una de ellas y volvió a la otra habitación, doliéndole el pecho, consciente de que aquello no era su fuerte. Sharazad no se había movido. Intentó limpiarle la cara pero ella se resistió, empezó a lloriquear, poniéndose aún más fea. Le caía saliva por la comisura de los labios.

—Sharazad. Sharazad, cariño, ¡por el amor de Dios, cariño! —La incorporó mientras la mantenía abrazada contra él, pero nada la conmovía. Sólo sus gemidos eran constantes, haciéndole llegar a él al límite de su paciencia—. ¡Domínate! —dijo con voz potente, sin saber ya qué hacer y poniéndose en pie. Pero las manos de ella se aferraron a su traje, intentando acercarle de nuevo.

—Dame fuerzas, Dios mío.

Vio su propia mano cruzar el rostro de Sharazad. Por un instante, los lamentos se interrumpieron y ella lo miró, incrédula. Luego, su expresión volvió a quedarse desvaída; entonces, empezó a balbucear de nuevo y se aferró con ambas manos a su traje.

—¡Que Dios me ayude! —exclamó Lochart con voz quebrada, y empezó a abofetearle, cada vez más fuerte, intentando desesperadamente darle fuerte aunque no demasiado. Finalmente, la echó en la cama boca abajo, y comenzó a pegarle en las nalgas hasta dolerle la palma y luego toda la mano. Y, de repente, la oyó gritar, verdaderos gritos y no aquel balbuceo incomprensible.

—Tommmyyyy, para ya, por favor Tommmy, por favor, paraaa... Me estás haciendo daño Tommmyyy, ¿qué te he hecho yo? Te juro que no he pensado en nadie. ¡Dios mío, por favor, Tommmyyy, paraaaa...!

Lochart dejó de pegarle. El sudor le corría hasta los ojos, tenía toda la ropa arrugada y se apartó jadeando de la cama. Sharazad se retorcía de dolor, con las nalgas y la cara enrojecidas. Sin embrgo, sus lágrimas eran ya lágrimas verdaderas, sus ojos eran de nuevo los suyos y su cerebro también.

—Por Dios, Tommyyy, me has hecho daño, me has hecho mucho daño —sollozó igual que un niño a quien hubieran dado unos azotes—. ¿Por quéééé? ¿Por quéééé? Si yo te amo tanto... Jamás he hecho nada... nada para... herirte y hacer que tú... y hacer que tú me dañases... —Deshecha por el dolor y la vergüenza de haberle enfurecido, sin saber por qué pero únicamente convencida de que tenía que ayudarle a olvidar su ira, se deslizó de la cama cayendo a sus pies y suplicándole entre lágrimas su perdón.

Al volver su mente a la realidad cesó su llanto y levantó la mirada hacia él.

—Tommy, querido —dijo con voz quebrada—. Mi padre está muerto..., asesinado..., asesinado por los Green Bands... Asesinado. —Sí, sí, cariño mío, lo sé, lo sé..., y lo siento tanto...

La levantó y sus lágrimas se mezclaron. La mantuvo apretada contra él, transmitiéndole toda su fuerza y colmándola, como ella le transmitió la suya a él y lo colmó. Luego, durmieron a ratos, despertándose de vez en cuando pero volviendo a coger un sueño tranquilo, haciendo acopio de fuerzas, la llama de la lámpara de petróleo proyectando sombras amables. Poco antes de medianoche, Lochart se despertó. Sharazad le estaba mirando. Ella intentó acercarse con cuidado para besarle, pero un espasmo de dolor se lo impidió.

—¿Te encuentras bien? —Los brazos de él la rodearon al punto.

—Ten cuidado..., lo siento. Sí... es... —Con esfuerzo intentó mirarse atrás, y entonces se dio cuenta de lo sucia que llevaba la ropa. Hizo una mueca—. Puff, vaya porquería... Perdóname, por favor, amado mío. —Se levantó con movimientos torpes y se la quitó. Con gesto dolorido cogió la toalla húmeda y se limpió la cara. Después, se cepilló el cabello.

Al acercarse más a la luz, Lochart vio que tenía ligeramente amoratado uno de los ojos y las nalgas con cardenales.

—Perdóname, por favor..., ¿qué hice... qué he hecho para ofenderte? —se angustió ella.

—Nada, nada en absoluto. —Lochart estaba aterrado y le contó cómo la había encontrado.

Ella se le quedó mirando sin comprender.

—Pero... dices que yo... No recuerdo nada de eso, sólo..., sólo que me pegaban.

—Lo siento muchísimo pero era la única manera que podía... No sabes cuánto lo siento.

—No te preocupes, ya no, cariño. —Se acercó de nuevo intentando recordar y con exquisito cuidado se tumbó de bruces sobre la cama—. De no haber sido por ti... Es la Voluntad de Dios, pero si yo estaba como dices, ¡qué extraño, no recuerdo nada, nada desde el momento en que...! —Se le quebró la voz ligeramente, luego, prosiguió procurando mostrarse firme—. De no haber sido por ti tal vez hubiera perdido la cabeza para siempre. —Se acercó más a él y lo besó—. Te quiero, amado mío —dijo en farsi.

—Te quiero, amada mía —repitió él bajo su hechizo.

Al cabo de un momento, Sharazad le habló con voz extraña.

—Pienso que sé lo que me volvió loca, Tommy... Vi a mi padre, le vi ayer, anteayer..., no recuerdo. Y es que muerto parecía tan pequeño, tan diminuto. Estaba muerto, con todos aquellos agujeros en el rostro y en la cabeza... Jamás lo recuerdo tan pequeño, pero son ellos los que le han hecho pequeño, ellos lo que le han quitado su...

—No pienses —dijo él con cariño, viéndole los ojos llenos de lágrimas—. Es Insha'Allah, no pienses en ello.

—Ciertamente, marido mío, si tú lo dices —dijo ella al punto, en farsi, con gran seriedad—. Claro que es la Voluntad de Dios, sí, pero para mí es importante decírtelo, apartar la vergüenza de mí, el hecho de que me hayas encontrado en este estado... Me gustaría decírtelo algún día.

—Entonces, dímelo ahora, Sharazad, y luego podremos olvidarlo para siempre —repuso él con igual seriedad—. Dímelo ahora, por favor.

—Es que han convertido al hombre más grande del mundo..., después de ti, lo han convertido en insignificante. Y sin motivo alguno. Siempre que le fue posible estuvo contra el Sha y era un gran partidario de ese mollah Jomeiny —lo dijo con toda calma y Lochart escuchó la palabra mollah y no Ayatollah, o Imán. Aquello le hizo ponerse en guardia—. Asesinaron a mi padre sin motivo alguno, sin juicio previo y fuera de la ley. Y le hicieron pequeño. Le quitaron cuanto tenía como hombre, como padre, como padre muy amado. Es la Voluntad de Dios, debería decir yo, y lo intentaré. Pero no puedo creer que Dios lo haya querido. Acaso sea más bien lo que quiere Jomeiny. No lo sé. Pronto lo averiguaremos nosotras, las mujeres.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Dentro de tres días nosotras, las mujeres, haremos una marcha pacífica de protesta... Todas las mujeres de Teherán.

—¿Contra qué?

—Contra Jomeiny y los mollahs que van en contra de los derechos de la mujer... Cuando nos vea marchando sin chador no hará lo que está mal, Lochart la escuchaba a medias, recordando que hacía sólo unos días, ¿sería posible que esa pesadilla hubiese comenzado sólo unos días antes...?, Sharazad se había mostrado tan satisfecha de sí misma llevando chador, contenta de ser únicamente una esposa y no una moderna como Azadeh. La miró a los ojos, leyó en ellos su decisión y supo que se había comprometido con ella misma.

—No quiero que participes en esa protesta.

—Sí, claro, esposo mío, pero todas las mujeres de Teherán marcharán contra los representantes de los asesinos de mi padre, y estoy segura de que no desearás avergonzarme ante su memoria... ¿Verdad que no?

—Es una pérdida de tiempo —dijo Lochart, consciente de que no iba a conseguir nada hablando, pero impulsado a seguir adelante—. Me temo, amor mío, que una marcha de protesta de todas las mujeres de Irán y de todo el Islam no afectará lo más mínimo a Jomeiny. Es su Estado islámico, la mujer jamás tendrá nada que no esté contenido en el Corán. Nada. Como tampoco ninguna otra persona. Es inflexible..., ¿acaso no reside su fuerza en eso?

—Desde luego, tienes razón. Pero marcharemos en protesta, y entonces Dios le abrirá los ojos y todo estará claro para él. Es la Voluntad de Dios, no la Voluntad de Jomeiny. En la historia de Irán tenemos ejemplos de cómo tratar con semejantes hombres.

La abrazó. «Marchar no es la respuesta —se dijo—. Ah, Sharazad. Tenemos tanto que decidir, tanto que decir, tanto que hablar, aunque ahora no es el momento. Pero está Zagros y un "212" para entregar. Sin embargo, eso deja solo a Mac para abordar la situación. ¿Y si me lo llevara también a él? No podría, a no ser por la fuerza.»

—Es posible que haya de hacer un viaje sin carga, Sharazad. Llevar un «212» a Nigeria. ¿Querrás venir conmigo?

—Pues claro, Tommy. ¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

Lochart vaciló.

—Algunas semanas..., quizás algo más. —Sintió el cambio entre sus brazos. Imperceptible.

—¿Cuándo quieres irte?

—Muy pronto. Mañana tal vez.

Sharazad abandonó su abrazo sin moverse.

—No puedo dejar a mi madre, al menos por un tiempo. Está... está deshecha por el dolor, Tommy, y... y si me fuera, siempre tendría miedo por ella. Y luego está el pobre Meshang, tiene que dirigir el negocio, necesita ayuda..., hay tanto que hacer y de qué ocuparse.

—¿Estás enterado de la orden de confiscación?

—¿Qué orden?

Lochart se lo dijo. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas y se sentó, dando al olvido sus dolores por un momento. Se quedó mirando la llama del petróleo y las sombras que proyectaba.

—Entonces, no tenemos hogar, nada. Es la Voluntad de Dios —dijo con voz opaca. Luego, casi de inmediato, añadió con voz diferente—: ¡No, no es la Voluntad de Dios! Es la voluntad de los Green Bands. Ahora hemos de unirnos para salvar a la familia, de otra manera, habrán vencido a mi padre y eso no podemos permitirlo. No podernos tolerar que lo maten y luego lo destruyan también. Sería terrible.

—Sí, estoy de acuerdo contigo, pero este transbordo resuelve nuestros problemas durante unas semanas.

—Tienes razón, Tommy. Como siempre. Sí, sí, los resolvería si necesitásemos irnos, pero aquí está nuestro hogar, tanto como el otro o más. ¡Qué felices seremos aquí, Dios mío! Por la mañana buscaré sirvientes y traeré todo lo que es nuestro del apartamento. Bah, ¿qué importan unas cuantas alfombras y chucherías, cuando tenemos esta casa y nos tenemos a nosotros? Lo arreglaré todo. Ah, aquí seremos felices.

—Pero si tu...

—Después de ese robo es aún más importante que estemos aquí, que resistamos, que protestemos... Eso hace que la marcha sea mucho más importante. —Le puso un dedo sobre los labios al ver que empezaba a hablar—. Si tienes que hacer ese transbordo y, naturalmente, tienes que cumplir con tu trabajo..., entonces, ve, cariño, pero date prisa en volver. Dentro de unas semanas, Teherán habrá vuelto a la normalidad, y todo será agradable de nuevo. Sé que ésa es la Voluntad de Dios.

«Ah, sí —pensó confiada—, olvidaré los dolores merced a su felicidad. Y entonces estaré en mi segundo mes y Tommy se sentirá muy orgulloso de mí; entretanto, será maravilloso vivir aquí, rodeada de la familia, vengado mi padre, la casa rebosante otra vez de risas.»

—Todos nos ayudarán —dijo, recostándose de nuevo entre sus brazos, cansada, pero muy feliz—. Estoy tan contenta Tommy de tenerte en casa, de que estemos en casa. Será maravilloso, Tommy. —Sus palabras se fueron haciendo confusas a medida que el sueño se apoderaba de ella—. Todos nosotros ayudaremos a Meshang... y los que están en el extranjero volverán, la tía Annoush y los niños... Ellos ayudarán también... y el tío Valik orientará a Meshang...

Lochart no tuvo valor para decírselo.

Torbellino
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