CAPÍTULO XLI

Teherán: 5.16 de la tarde.

La «Marcha de las Mujeres» había terminado.

Comenzaron aquella mañana con el mismo ambiente de expectación que reinara desde hacía dos días en Teheran..., cuando, de manera increíble, por primera vez en la historia, iban a tomar las calles a modo de protesta, para hacer patente su solidaridad contra cualquier usurpación de sus bien ganados derechos por parte de los nuevos gobernantes e incluso del propio Imán.

La indumentaria propia de la mujer es el hijab con el que debe cubrirse el cabello, los brazos y las piernas... y el zinast para sus partes tentadoras.

—¡Yo quise llevar el chador como protesta contra el Sha, Meshane! —le había gritado, irritada, Zarah, su mujer—. ¡Lo quise yo! ¡Y jamas llevaré un velo, un chador o un chal contra mí voluntad! ¡Jamás, jamás, jamás...!

La coeducación introducida hace unos años por el satánico Sha dejará de practicarse porque, en realidad, ha convertido a muchas de nuestras escuelas en casas de prostitución.

—¡Mentiras, todo mentiras! ¡Es ridículo! —había dicho Sharazad a Lochart—. La verdad ha de proclamarse a gritos desde todas partes. No es el Imán quien dice esas cosas, son los fanáticos que lo rodean.

Queda derogada la odiosa Ley de Protección del Matrimonio promulgada por el satánico Sha.

—Se trata, con toda seguridad, de una equivocación —había alegado cautelosa la mujer del mollah—. El Imán no puede haber dicho eso, porque esa ley nos protege contra el repudio del marido, contra la poligamia, nos concede el derecho al divorcio, nos da el voto y protege la propiedad de la mujer...

En nuestra nación islámica, todo el mundo se regirá únicamente por el Corán y el Sharia, la mujer no deberá trabajar, tendrá que retornar al hogar, quedarse en el hogar para cumplir con la ley bendita de Dios de traer hijos al mundo y criarlos y cuidar de sus dueños.

—Por el Profeta, Erikki —había dicho Azadeh—, por grandes que sean mis deseos de tener hijos tuyos y ser para ti la mejor de las esposas, juro que jamás podré quedarme indiferente viendo cómo mis hermanas menos afortunadas se ven obligadas a volver a las épocas oscurantistas, sin mi libertad y derechos. Son los fanáticos, los intolerantes y no Jomeiny quienes tratan de hacer esto. Participaré en las marchas dondequiera que esté...

En todo Teherán, las mujeres habían organizado marchas simpatizantes, en Qom, Estaban, Meshed, Abadán, Tabriz, incluso en ciudades corno Kowiss..., pero jamás en las aldeas. Por todo Irán había habido discusiones y disputas entre la mayoría de los padres con sus hijas, los maridos con sus mujeres, los hermanos con las hermanas, las mismas luchas, súplicas, juramentos, exigencias, promesas, peticiones, prohibiciones y, ¡Dios nos proteja!, incluso rebeliones..., francas o disimuladas. Y en todo Irán prevalecía la misma resolución secreta de las mujeres.

—Me alegro de que mi Tommy no esté aquí, así todo resultará mucho más fácil —había dicho Sharazad aquella mañana a su imagen reflejada en el espejo—. Estoy contenta de que se encuentre ausente porque dijera lo que dijese, le iba a desobedecer igualmente. —El comienzo de la marcha estaba fijado para el mediodía.

Sintió un estremecimiento de excitación., agradable y penoso a un tiempo.

Estaba comprobando su maquillaje en el espejo por última vez asegurándose de que el hematoma de su ojo izquierdo quedaba bien disimulado con los polvos. Ahora, apenas se notaba. Se sonrió a sí misma, satisfecha con lo que veía. Llevaba el cabello ondulado y suelto y vestía un suéter verde, muy cálido, con una falda verde y medias de seda debajo de unas botas de cabritilla en crudo rusa. Y para salir había decidido ponerse un abrigo haciendo juego, forrado de piel y un sombrero. «¿Acaso no es el verde el color del Islam?», se dijo feliz, olvidados todos sus dolores.

Detrás de ella, la cama desbordaba de atuendos de esquí v otros trajes que en un principio había considerado si se pondría y que luego descartó. «Después de todo, las mujeres jamás hemos protestado antes como grupo así que, a buen seguro, debemos procurar tener la mejor presencia posible. Qué lástima que no estemos en primavera. Podría llevar mi vestido de seda ligera amarilla con el sombrero amarillo y...» Se sintió embargada por una tristeza inmensa. El vestido amarillo era un regalo que su padre le había hecho por su cumpleaños el año anterior junto con una preciosa gargantilla de perlas. «¡Pobre padre querido! —pensó, sintiendo que su furia crecía—. ¡Dios maldiga a los hombres que lo asesinaron! ¡Que Dios los arroje para siempre al abismo! Que Dios proteja a Meshang y a toda la familia y a mi Tommy y no permita que los fanáticos nos priven de nuestras libertades.»

Los ojos se le habían llenado de lágrimas que se limpió bruscamente. «Insha'Allah —se dijo—. Padre está en el Paraíso al que pertenecen los Creyentes y no hay motivo para lamentarse. No. Sólo desearía que se hiciera justicia a los horribles asesinos. ¡Asesinato! El tío Valik, "HBC", Annoush y los niños. ¡"HBC"! ¡Cómo aborrezco esas siglas! ¿Qué habrá sido de Karim?» Desde el domingo no había vuelto a saber nada de él. Ignoraba si lo habían denunciado, si había muerto o estaba libre, como tampoco nada más sobre el télex... Sólo le quedaba el recurso de rezar.

Y así lo hizo. Una vez más. Descargó todos aquellos problemas de su mente sobre los hombros de Dios y se sintió purificada. Mientras se ponía su pequeño sombrero forrado de piel se abrió la puerta y Jari entró presurosa, luciendo sus mejores galas.

—Ya es hora, Princesa. Su Alteza Zarah acaba de llegar... ¡Pero qué preciosa está!

Excitada en grado sumo, Sharazad cogió su abrigo y corrió por el pasillo y escaleras abajo, revoloteándole la falda, para reunirse con Zarah que la esperaba en el vestíbulo.

—Estás guapísima, Zarah, cariño —dijo abrazándola—. Llegué a pensar que Meshang te hubiera detenido en el último minuto.

—No tuvo la menor oportunidad —repuso Zarah riendo. Llevaba ladeado en la coronilla un gracioso sombrero de piel—. Empecé a darle la lata ayer en el desayuno, y seguí durante todo el día y toda la noche, e incluso esta misma mañana, hablándole del nuevo abrigo de marta, absolutamente preciso, que es indispensable que yo tenga o moriré de vergüenza delante de mis amigos. Así que salió corriendo para el bazar para escapar de mí y olvidó todo lo referente a la marcha. Vamos. No debemos llegar tarde. Tengo un taxi esperando. Ha dejado de nevar, el día promete ser hermoso, a pesar de que haga frío.

Ya había otras tres mujeres en el taxi, amigas y primas, dos de ellas vestían, orgullosas, jeans, tacones altos y chaquetas de esquí. Llevaban el cabello suelto y una se tocaba con un gorro de esquiar. Todas estaban tremendamente excitadas, como si fueran a una de las excursiones con barbacoa de los viejos tiempos. Ninguna se dio cuenta del murmullo desaprobador del taxista, ni se preocuparon de él.

—A la Universidad —le ordenó Zarah, y todas empezaron a parlotear como otros tantos pájaros.

Cuando se encontraban todavía a dos calles de distancia de la puerta de la Universidad donde debía formarse la marcha, el taxi hubo de detenerse ante la ingente muchedumbre que allí había.

Todo el mundo esperaba que sólo hubiera unas quinientas mujeres, pero había miles, y seguían llegando de forma incesante, a cada minuto, desde todos los puntos cardinales. Jóvenes y viejas, de elevada cuna y de nacimiento humilde, cultas y analfabetas, campesinas y patricias, ricas y pobres... con jeans, faldas, pantalones, botas, zapatos, harapos, pieles, y todas ellas igualmente enfervorizadas, incluso aquellas que habían acudido vistiendo chador. Algunas de las que más sentían la militancia estaban ya lanzando arengas y algunas gritaban consignas:

—No queremos chador por la fuerza...

—Unidad, lucha, victoria...

—Mujeres unidas. Nos negamos a que nos obliguen a llevar purdah o chador.

—Estuve en Doshan Tappeh contra los Inmortales... No luchamos y sufrimos para vernos sometidas por el despotismo...

—Fuera el despotismo, cualquiera que sea su nombre...

—Síííí. ¡Hurra por las mujeres! —gritó Sharazad—. ¡Abajo con la imposición del chador, los velos y los chales!

Al igual que las otras, estaba sobreexcitada. Zarah pagó al hombre y le dio una espléndida propina; luego, se volvió gozosa cogiendo el brazo a Sharazad y a Jari.

Ninguna de ellas oyó al taxista gritarles mientras se alejaba. —Todas vosotras sois unas putas.

La multitud se agitaba constantemente sin saber en realidad qué hacer. La mayoría de ellas estaban abrumadas ante el inmenso número y variedad de las mujeres, de las indumentarias y las edades. Incluso algunos hombres se les habían incorporado entu tusiasmados.

—Estamos protestando, Zarah. Nos encontramos aquí en realidad, ¿no?

—¡Sí, sí, Sharazad! ¡Y somos tantas...!

Algunos grupos de hombres, estudiantes y maestros, a favor y en contra, junto con unos pocos mollahs, todos en contra, escuchaban a una mujer elegantemente vestida, Namjeh Lengehi, bien conocida abogado, activista y defensora de los derechos de la mujer, que gritaba para hacerse oír entre todo aquel ruido.

—Algunos mollahs dicen que nosotras, las mujeres, no podemos ser jueces, no deberíamos tener una educación y tendríamos que llevar chador. Durante tres generaciones hemos ido sin velo, durante tres generaciones hemos tenido derecho a la educación, y desde hace una generación tenemos derecho a votar. ¡Dios es Grande...!

—¡Dios es Grande! —repitieron como un eco miles de voces.

—Algunas de nosotras somos más afortunadas que otras, algunas más cultas que otras, algunas más cultas incluso que algunos hombres. Algunas de ésas conocen las leyes modernas, incluso la ley coránica mejor que muchos hombres... ¿Por qué esas mujeres no pueden ser jueces? ¿Por qué?

—¡No hay motivo! ¡Esas mujeres deben ser jueces! —gritó Zarah junto a un centenar de voces más, ahogando los gritos de los mollahs y sus partidarios.

—¡Sacrilegio! —clamaban ellos.

Cuando al fin pudo hacerse oír de nuevo, Namjeh Lengehi prosiguió: —Nosotras apoyamos al Ayatollah con todo nuestro corazón... —la interrumpieron nuevos vítores, un inmenso y sincero derroche de afecto—. Le bendecimos por lo que hizo y luchamos lo mejor que pudimos, codo a codo, con los hombres, compartimos sus sufrimientos y las cárceles y ayudamos a ganar la revolución y a arrojar al déspota, y ahora somos libres, Irán está libre de su yugo y del yugo extranjero, pera eso no le da derecho a nadie, ni a los mollahs, ni siquiera al Ayatollah a dar marcha atrás a las manecillas del reloj...

—¡No, no, no! —fue como un inmenso y cerrado grito—. ¡Voto para la mujer! ¡Abajo el despotismo bajo cualquier forma! ¡Lengehi para e Tribunal! ¡Lengehi para ministra de Educación!

—¡Esto es maravilloso, Zarah! —dijo Sharazad—. ¿Has votado alguna vez?

—No, querida, claro que no. Pero eso no significa que no quiera tener el derecho a hacerlo si así lo deseara. Le he dicho un centenar de veces a Meshang que, desde luego, llegado el caso, le consultaría a él a quién debería votar. Pero aún sigo queriendo depositar yo misma mi voto si ésa fuera mi decisión.

—¡Tienes razón! —Sharazad se volvió y gritó—: ¡Arriba la Revolución! ¡Dios es Grande! ¡Dios es Grande! ¡Lengehi para el Tribunal Supremo! ¡Mujeres para jueces! Insistimos en nuestros derechos...

Teymour, el iraní entrenado por la OLP que confiscara el apartamento de Sharazad, y que había sido enviado para informarse sobre la marcha e identificar a los militantes, la reconoció por las fotografías que le habían enseñado. Su furia subió de grado.

—¡Las mujeres han de obedecer la ley de Dios! —vociferó—. ¡Nada de mujeres para jueces! ¡Las mujeres han de hacer el trabajo de Dios!

Pero su voz quedó ahogada por miles de otras voces y nadie le prestó la menor atención.

Nadie supo cómo empezó la marcha, sólo que empezó a moverse y pronto invadió las avenidas, de acera a acera, deteniendo toda circulación, avanzando felizmente, con fuerza irresistible. Quienes se encontraban en las tiendas, en las ventanas o en las terrazas, contemplaban aquel avance con la boca abierta.

La mayoría de los hombres estaban escandalizados.

—Mira a ésa, la puta joven del abrigo verde que lleva la falda abierta dejando ver su raja. ¡Mira, mira allí! Que Dios la maldiga por tentarme...

—Pues mira a sea otra con los pantalones ceñidos como si fuera otra piel.

—¿Dónde? Ah, ya la veo, la de los pantalones azules. ¡Dios nos proteja! ¡Se le ve hasta la última arruga de su zinaat! ¡Está invitando a ello! ¡Como la que va cogida de su brazo con,.. el abrigo verde! ¡Meretriz! Eh, tú, puta, lo que quieres es un buena polla..., eso es todo lo que tú quieres...

Los hombres miraban y hervían. La lujuria acompañaba a la marcha. Las mujeres miraban y cavilaban. Cada vez era mayor el número de las que abandonaban sus compras o sus tiendas y se unían a sus hermanas, tías, madres, abuelas, despojándose sin temor de los chales que llevaban sobre sus cabezas, de sus velos y de su chador. ¿Acaso no era aquélla la capital, no eran ellas teheraníes, la élite de Irán? ¿No habían dejado de ser aldeanas? Aquí era diferente, no como en la aldea, donde ninguna jamás se atrevió a gritar consignas ni a quitarse velos, chales o chadors.

—Unidad de mujeres. ¡Dios es Grande, Dios es Grande, Dios es Grande! Victoria, unidad, lucha. ¡Igualdad para las mujeres! ¡El voto! No al despotismo, a ningún despotismo...

Delante de la marcha, detrás de ella, en derredor suyo, en las calles principales y en las bocacalles empezaron a formarse grupos de hombres. Unos a favor y otros en contra. Las discusiones fueron volviéndose cada vez más violentas... La ley coránica exigía que los musulmanes hicieran frente a cualquier intento contra el Islam. Se iniciaron algunas refriegas. Un hombre sacó un cuchillo y murió con el cuchillo de otro clavado en la espalda. Algunas armas y heridas. Muchos enfrentamientos. Disturbios dispersos entre liberales y fundamentalistas, entre izquierdistas y Green Bands. Algunas cabezas rotas. Otro hombre muerto, y aquí y allá niños atrapados en medio del fuego cruzado, algunos muertos, otros protegiéndose detrás de los coches aparcados.

Ibrahim Kyabi, el estudiante líder tudeh que escapara a la emboscada la noche en que cogieron a Rakoczy, corrió a la calle y cogió a una de las petrificadas criaturas mientras sus amigos le cubrían disparando. Buscó la protección de una esquina.

—Seguidme —gritó a sus amigos una vez se hubo asegurado de que la chiquilla estaba ilesa, y consciente de que allí los superaban en número. Echó a correr.

Eran cinco los que le siguieron por bocacalles y callejones. Pronto estuvieron a salvo y se dirigieron hacia la Roosevelt Avenue. Se había ordenado a los tudehs que evitaran enfrentamientos directos con los Green Bands, que desfilaran con las mujeres, que se infiltraran en sus filas e hicieran proselitismo. Estaba contento de volver a la actividad después del tiempo que había pasado escondido.

Media hora después de que Rakoczy fuera capturado, Ibrahim había informado de la traición a su controlador en el cuartel general tudeh. Aquel hombre le había ordenado que no regresara a su casa, se afeitara la barba y no se dejase ver, debiendo mantenerse oculto en una casa segura, cerca de la Universidad.

—No hagas nada hasta el martes que es el día de la «Marcha de las Mujeres». Incorpórate a ella con tu céluda, tal como estaba planeado.. Luego, al día siguiente, ve a Kowiss. Allí estarás a salvo durante algún tiempo.

—¿Y qué pasará con Dimitri Yazernov? —Era el nombre por el que él conocía a Rakoczy.

—No te preocupes, le liberaremos de ese canalla. Vuelve a describirme el aspecto de aquellos hombres.

Ibrahim le contó lo poco que recordaba de los Green Bands y de la emboscador.

— Cuántos vendran conmigo a Kowiss? —preguntó finalmente. —Tú y otros dos seréis más que suficientes para una escoria de mollah.

«Sí —se dijo una vez más—, pero yo no necesito a nadie... Mi padre será vengado pronto.» Apretó con fuerza el «M16» que fuera robado una semana antes en una armería de Doshan Tappeh.

—Libertad! —gritó y enfiló pon la Roosevelt para incorporarse a las primeras filas de la protesta, mientras sus amigos se dispersaban. Unos cien metros atrás un camión abierto, abarrotado de jóvenes, aunaba lentamente. Iba rodeado por miles de personas, saludando y liando palabras de aliento. Todos eran pilotos de paisano. Entre ellos se encontraba Karim Pashadi. Durante horas había estado buscando a Sharazad en la manifestación sin el menor resultado. Él y los otros estaban destinados en Doshan Tappeh, donde la disciplina y el orden eran prácticamente inexistentes, siendo los comités los que llevaban las riadas, dando órdenes y contraórdenes, las que llegaban del Alto Mando dependiente del Primer Ministro Bazargan, otras, del Comité Revolucionario, algunas de la radio, por la que el Ayatollah Jomeiny, de vez en cunado, promulgaba una ley.

Al igual que los demás pilotos y oficiales en todo el país, Karim había recibido la orden de presentarse ante un comité para ser interrogos sobre su historial, su credo político y sus relaciones anteriores a la revolución. Su historial era bueno y podía jurar con toda sinceridad que siempre había apoyado al Islam, a Jomeiny y a la revolución. Pero el espectro de su padre gravitaba sobre él y había ocultado celosamente en el fondo de su corazón su deseo de venganza que, hasta aquel momento, había permanecido inalcanzable.

Dos noches antes intentó deslizarse hasta la Torre de Doshan Tappeh en busca del registro de autorizaciones «HBC», pero le habían hecho retirarse. Esa noche lo intentaría de nuevo..., se había jurado a sí mismo no fallar. «No debo fallar —se dijo—, Sharazad depende de mí... ¡Oh, Sharazad, tú que das significado a mi vida aun cuando me estés prohibida!»

La había buscado ansioso entre las manifestantes, seguro de que se encontraría allí, en alguna parte. La noche anterior había escuchado con un grupo de amigos la violenta e incendiaria arenga de un ayatollah fundamentalista, retransmitida por radio, contra la «Protesta de las Mujeres» y exigiendo que tuviera lugar una contraprotesta por parte de los «Creyentes». Ello le hizo sentir una inmensa preocupación por Sharazad, sus hermanas y sus amigas, pues tenía la seguridad de que también participarían en la marcha. Sus amigos se sentían igualmente preocupados por las suyas. A causa de eso, aquella mañana habían cogido el camión y se habían incorporado a la protesta. ¡Con armas!

—¡Igualdad para la mujer! —gritó—. ¡Por siempre la democracia! ¡Por siempre el Islam! Democracia, ley e Islam por siemp... —Sus palabras murieron.

Delante de la marcha se había formado una densa barrera de hombres a todo lo ancho de la calle que impedía el avance. Las mujeres de las seis primeras filas, al ver su furia y sus puños enarbolados y amenazadores, intentaron contener la marcha, pero les fue imposible. Los millares que iban detrás las impelían a continuar de manera inexorable.

—¿Por qué están tan furiosos esos hombres? —preguntó Sharazad, desvaneciéndose su felicidad al tiempo que aumentaba la presión.

—Son gentes equivocadas, aldeanos en su mayoría —dijo Namjeh con valentía—. Ellos nos quieren esclavas, esclavas. ¡No tengáis miedo! Dios es Grande...

—¡Cojámonos del brazo! —gritó Zarah—. ¡No pueden detenernos! Allahhhh-u Akbarrrr...

Entre los hombres que bloqueaban la calle se encontraba el que,en la cárcel Evin, asesinara a Jared Bakravan. Había reconocido a Sharazad en la vanguardia de la manifestación.

«Dios es Grande —farfulló en éxtasis, ahogadas sus palabras por el vocerío—. Dios hizo de mí su instrumento para enviar al diabólico mercader al infierno y ahora Dios ha puesto en mis manos a la ramera de su hija. —Sus ojos la devoraban lascivos, viéndola desnuda sobre el diván, las piernas separadas, los senos erectos, la mirada cargada de deseo, la boca entreabierta, los labios húmedos e incluso la oía suplicarle—: "Cógeme, cógeme, rápido, de ti no quiero dinero, déjame sentirla dentro de mí, toda ella, de prisa, de prisa, lléname, sáciame, para ti cualquier cosa, de prisa, de prisa.., oh, Satanás, ayúdame a sacar a Dios de su órgano...".»

Desenfundó su cuchillo violentamente, palpitante de deseo, el pene erecto, y se lanzó hacia ella.

—Dios es Grandeeee —gritó lanzándose en repentina carrera, atravesando el espacio que le separaba de las mujeres, hiriendo a media docena de ellas en su frenesí por alcanzar a Sharazad. Pero por su misma excitación, resbaló y cayó, golpeando el suelo con el cuchillo. Las mujeres a las que hiriera gritaban sin cesar y él luchó por ponerse en pie y, una vez más, intentó cogerla. Sólo la veía a ella, sus ojos desorbitados por el terror. Avanzó con la mano firme alrededor del mango del cuchillo dispuesto a destruirla... Sólo tres pasos, dos, uno... Tenía la cabeza llena del perfume de ella, el hedor del Demonio Encarnado. Inició el golpe mortal que jamás llegó a tocarla y supo que Satanás había puesto en su camino a un diabólico djinn [4]... Sintió un monstruoso ardor en el pecho, sus ojos dejaron de ver y murió con el Nombre de Dios en los labios.

Sharazad no podía apartar la vista del hombre caído en el suelo. Ibrahim se encontraba a su lado, con el arma en la mano. Detrás de ellos sólo se oían gritos, más alaridos y un rugido de ira en miles de gargantas de mujeres que seguían empujando.

Un nuevo disparo, otro hombre que caía chillando.

—¡Adelante por Dios! —gritaba Lengehi, sobreponiéndose a su miedo, y el grito fue recuperado por Ibrahim que empujó a Sharazad. —No tengas miedo, adelante por las mujeres.

Sharazad observó su seguridad en sí mismo y, por un instante, le confundió con su primo Karim, tan parecido era por su altura, constitución y rostro. Luego, todo el terror y el horror por cuanto sucedía desbordó incontenible y empezó a gritar:

—Adelante por mi padre... Abajo los fanáticos y los Green Bands... ¡Abajo los asesinos! —Cogió a Zarah—. ¡Vamos! ¡Adelante! —Y agarrándose del brazo de ella y de Ibrahim, su salvador, tan parecido a Karim que pudieran ser hermanos, se puso de nuevo en marcha.

Otros hombres corrían hacia la cabecera de la manifestación para ayudarles, entre ellos, el camión con los aviadores.

Otro individuo se lanzó hacia las mujeres enarbolando también un cuchillo.

—Dios es Grande... —gritó Sharazad, y la multitud con ella.

Antes de que el joven vociferante fuera inmovilizado, asestó un navajazo a Namjeh Lengehi en el brazo. Las primeras filas siguieron avanzando de manera inexorable, ambas partes clamando «Dios es Grande», ambas partes igualmente convencidas de que la razón estaba de su lado. Finalmente, la oposición se derrumbó.

—Dejemos que prosigan la marcha —gritó un hombre—. También nuestras mujeres están ahí, al menos algunas. Son demasiadas..., demasiadas...

Los hombres que estaban delante de ellas retrocedieron, otros se apartaron a los lados y el camino quedó libre.

—Allahlzlzlz-u Akbarrrr... ¡Dios está con nosotras, hermanas!

—¡Adelante! —gritó Sharazad y la marcha siguió avanzando.

Los heridos fueron trasladados o apartados a un lado, los demás continuaron adelante como la corriente de un río. La protesta volvió a hacerse de forma ordenada. Ninguna barrera les cortaba el camino, aunque, desde las aceras, muchos hombres las seguían malhumorados, mientras Teymour y otros fotografiaban a los participantes.

—Es un éxito —dijo con voz débil Namjeh Lengehi que seguía en primera fila con un chal arrollado al brazo para contener la sangre—. Nosotras somos el éxito... Ahora, incluso el Ayatollah estará enterado de nuestra resolución. Ya podemos volver a casa, con nuestros maridos y nuestras familias. Hemps hecho le que queríamos y podemos irnos a casa.

—!No! —dijo Sharazad con el rostro pálido y sucio de polvo, sín haber podido dominar todavía su terror—. Debemos volver a marchar mañana, y pasado mañana, y al otro día, y al siguiente hasta que el Imán acepte públicamente la no imposición del chador y que sean confirmados nuestros derechos.

—Sí —rubricó Ibrahim—, si ahora os detenéis, ¡los mollahs os aplastarán!

—Tienes razón, Agha. Dios mío, ¿cómo podré agradecerte el habernos salvado?

—Si —asintió a su vez Zarah, todavía sobresaltada—, marcharemos mañana o ésos... esos dementes.. !acabarán destruyéndonos!

La marcha siguió adelante sin más dificultades y ésa fue la norma general en las grandes ciudades. Perturbaciones al principio para proseguir luego la protesta pacífica.

Pero en las aldeas y en las ciudades pequeñas la marcha fue detenida antes siquiera de que hubiera empezado y más lejos, en el Sur, en Kowiss, se hizo un silencio absoluto en la plaza mayor sólo roto por el ruido del látigo y los alaridos. Cuando la marcha se formó, el mollah Hussain estaba allí.

—Esta protesta queda prohibida. Toda mujer que no vaya vestida de acuerdo con el al-Haditlz se expone a ser condenada por desnudez pública y por contravenir los mandatos del Corán.

Sólo una media docena de mujeres entre doscientas iban vestidas con abrigos y trajes occidentales.

—¿Dónde dice el Corán que desobedecemos a Dios cuando no llevamos el chador? —gritó una de las mujeres. Era la esposa del director del Banco y había estudiado en la Universidad de Teherán. Su aspecto era modesto, vestía chaqueta y falda pero llevaba suelto el cabello.

—«Oh, Profeta, di a tus esposas, e hijas y mujeres creyentes que se cubran más con los velos...» Irán es un estado islámico, el primero en la Historia. El Imán ha decretado Hadith. De manera que Hadith ha de ser. Ve y vístete de inmediato como Dios manda.

—Pero en otras tierras no se exige a las Creyentes que lleven chador y tampoco las obligan a ello sus líderes o maridos.

—«El hombre es el director de los asuntos de la mujer, por eso Dios ha preferido el dominio de uno sobre la otra..., por lo tanto, la mujer virtuosa es obediente... Amonesta a aquéllas cuya rebeldía temas; relégalas a sus divanes y azótalas. Si entonces te obedecen, no hagas nada más en contra de ellas.» ¡Ve y cúbrete el cabello!

—¡No lo haré! Durante más de cuarenta años las mujeres iraníes han ido con el rostro descubierto y...

—¡Cuarenta latigazos doblegarán tu desobediencia! ¡Dios es Grande! —Hussain hizo una seña a uno de sus acólitos.

Otros agarraron a la mujer inmovilizándola. El látigo pronto desgarró el tejido en su espalda entre las burlas y chacotas de los hombres presentes. Una vez que todo hubo terminado, otras mujeres se la llevaron, había perdido el conocimiento. Las demás regresaron a sus casas. En silencio.

Entonces, Hussain miró a su mujer con el vientre abultado por el hijo que llevaba en su seno.

—¿Cómo te has atrevido a unirte a la protesta de rameras y perdidas?

—Fue... fue un error —repuso ella petrificada—. Fue un grave error.

—Sí. Durante dos días no comerás, sólo podrás tomar agua a modo de recordatorio. Y si no llevaras a tu hijo en el vientre, habrías recibido el mismo tratamiento en la plaza.

—Gracias por ser tan magnánimo. Dios te bendiga y te conserve. Gracias...

En el aeropuerto de Teherán: 6.40 de la tarde.

Con Andrew Gavallan sentado junto a él, Mclver condujo hacia la salida de la zona de carga y tomó por el carril de la carretera en dirección a su «125» ETLL que se encontraba aparcado en la pista de carga, a cuatrocientos metros de distancia. Hacía alrededor de una hora que había regresado de Tabriz y, una vez hubo repostado, estaba ya preparado para el vuelo de retorno a través del Golfo. Cuando tomó tierra, Armstrong les dio las más efusivas gracias por haberle permitido el uso del aeroplano. Y también el coronel Hashemi Fazir.

—El capitán Hogg dice que el «125» regresará el sábado, Mr. Gavallan —dijo Hashemi con gran cortesía—. Me pregunto si tendría usted la amabilidad de llevarnos a Tabriz. En esta ocasión se trataría solo del viaje de ida. No sería necesario que esperaran. Nosotros encontraríamos el medio de regresar.

—Desde luego, coronel —respondió Gavallan con tono amable, aunque no sentía la menor simpatía por ninguno de los dos hombres.

Al llegar aquella mañana procedente de Al Shargaz, Mclver le había informado inmediatamente y en privado, por qué era necesario cooperar.

—Ya arreglaré yo esto con Talbot, Mac —le había dicho, realmente furioso por el chantaje—. A pesar del CID o de la Sección Especial.

Todos se taparon los oídos al deslizarse por la pista un transporte USAF gigante que se dirigía al lejano punto de despegue, uno de los numerosos viajes gubernamentales de los Estados Unidos destinados a evacuar al personal restante de la Embajada y del servicio americano, dejando tan sólo un equipo reducido. El aire recalentado provocado por los jets levantó paletadas de nieve que cayó sobre ellos.

—Talbot ha dejado un mensaje para usted, Mr. Armstrong —dijo Gavallan cuando finalmente pudo hacerse oír—, y le ruega que lo vea tan pronto como le sea posible.

Se dio cuenta de la mirada que los dos hombres cruzaban y se preguntó qué significaría.

—¿Dijo adónde, señor?

—No, sólo que lo vea tan pronto como le sea posible a usted.

La atención de Gavallan se centró en una gran limusina negra que se dirigía rápidamente hacia ellos y en la que ondeaba la bandera oficial de Jomeiny. Dos hombres de rostro duro se apearon y saludaron a Hashemi con gran deferencia. Después, mantuvieron la portezuela abierta mientras él subía.

—Hasta el sábado..., y gracias de nuevo, Mr. Gavallan.

Hashemi se instaló en el asiento posterior.

—¿Cómo podríamos ponernos en contacto con usted, coronel..., en el caso de que hubiera algún cambio de plan?

—A través de Robert. Él puede transmitirme los mensajes que tengan para mí. ¿Hay algo que yo pueda hacer por usted? ¿Aquí, en el aeropuerto?

—Respecto al combustible..., gracias por solucionarlo —se apresuró a decir Mclver—. Si pudiera disponer que obtengamos el mismo servicio rápido en cada ocasión, le estaría muy agradecido. Y también la concesión de las autorizaciones.

—Me ocuparé de ello. Su vuelo del sábado tendrá prioridad. Si hay algo más, diríjase a Robert, por favor. Vamos, Robert.

—Gracias por todo, Mr. Gavallan. Le veré el sábado o tal vez antes —dijo Robert Armstrong.

Cuando Talbot había acudido horas antes para enterarse de la hora de llegada de Armstrong de regreso de Tabriz, Gavallan le había llevado a un aparte, casi aullando de furia por la cuestión del chantaje.

—Por Dios bendito —había exclamado Talbot escandalizado—. ¡Ésa es una acusación espantosa, terriblemente antibritánica, Andrew, si me permites decírtelo! Tengo entendido que Robert ha hecho un considerable esfuerzo y superado difíciles situaciones, para intentar salvarte a ti, a tu compañía, a Duncan y Lochart, buen chico ése, una mujer encantadora, realmente lamentable lo de su padre... Bien, como te decía, para intentar salvaros del desastre que puede mostrar su horrible faz en cualquier momento. Es posible, ¿no? —sonrió amablemente—. Y también tengo entendido que Robert solicitó, únicamente solicitó, un modesto favor, fácil de conceder, nada del otro mundo, Andrew.

—Pertenece a la Sección Especial, es un ex CID de Hong Kong, ¿verdad?

La sonrisa de Talbot seguía rebosando amabilidad.

—Con franqueza, no sabría decírtelo. Pero parece que quiere hacerte un favor. Muy amable por su parte, ¿no te parece?

—¿Tiene el registro de autorizaciones?

—No sé nada de ese tipo de cosas.

—De cualquier forma, ¿quién es ese coronel Fazir?

Talbot encendió un cigarrillo.

—Un amigo. Alguien excelente para tenerle como amigo.

—Eso ya lo sé. Solucionó la cuestión del combustible y la inmediata autorización con carácter de prioridad como si fuera el Todopoderoso.

—Bueno, no lo es. Claro que no. Se le aproxima bastante pero no es Dios. Dios es inglés —rió Talbot entre dientes—. Y mujer. Ningún varón inteligente sería capaz de hacer danzar al mundo de manera tan satisfactoria. Y un «soplo» para los avisados, viejo amigo: ha llegado a mis oídos que, siguiendo el consejo de vuestro colega en la junta, Alí Kia, ellos intentan nacionalizar todas las compañías aéreas extranjeras, de manera especial la vuestra, si es que alguna vez logran hacerse con suficientes documentos.

—¿Quiénes son ellos? —preguntó Gavallan sobresaltado.

—¿Acaso importan?

Una vez que Talbot se hubo ido, Gavallan volvió a la oficina que aquel día contaba con bastante personal. No es que hubiera vuelto a la normalidad, pero empezaba a hacerlo: el operador de radio, el de télex, el gerente administrativo, hombres del almacén, algunos secretarios... No había mujer alguna ya que todas habían pedido permiso para participar en la «Marcha de Protesta».

—Vamos a dar una vuelta, Mac.

Mac echó un vistazo al montón de informes.

—Vamos —dijo, presintiendo que se trataba de algo grave.

Todavía no habían tenido tiempo de hablar en privado, algo imposible de conseguir en la oficina o cerca de ella, las paredes eran demasiado delgadas y siempre había oídos atentos por doquier. Desde el momento en que Gavallan llegara, hacía ya algunas horas, los dos habían estado demasiado ocupados revisando los libros de caja, los contratos todavía pendientes, los contratos suspendidos momentáneamente o cancelados y el estado de cada una de las bases..., todas ellas informado, con cautela, un mínimo de trabajo y un máximo de acoso. La única noticia excelente era la autorización a Mclver para exportar los tres «212» y ni siquiera era firme. Todavía.

Los dos hombres se dirigieron a la pista de carga. Un «Jumbo» «JAL» rugía en el cielo.

—Dicen que todavía hay dos o tres mil técnicos japoneses a la espera en «Iran-Toda» —dijo Mclver con aire ausente.

—Su consorcio está aguantando una paliza fenomenal. El Financial Times de hoy dice que han excedido ya el medio billón de dólares, no existe la menor posibilidad de que puedan terminar este año y tampoco de que corten por lo sano..., eso y el mercado mundial naviero sobresaturado debe de estar afectando pésimamente a «Toda». —Gavallan comprobó que no había nadie por las cercanías—. Al menos, nuestra inversión de capital es móvil, Mac. Al menos en su mayoría.

Mclver lo miró, observando el curtido rostro, las abundantes cejas grises, los ojos castaños.

—¿Es ésa la razón de la «conferencia perentoria»?

—Una de ellas, ¡nacionalizarla! —Gavallan le contó cuanto le dijera Talbot—. Eso significa que lo perderemos todo a menos que hagamos algo. ¿Sabes una cosa? Genny tiene razón. Hemos de hacerlo nosotros mismos.

—No lo creo factible. ¿Te dijo ella eso?

—Desde luego, pero creo que podremos. Pongamos un ejemplo. Digamos que hoy es el Día Uno. Todo el personal no esencial empieza a abandonar Irán con un nuevo destino o con permiso; sacamos todos los repuestos que nos sea posible, bien con el «125» o por las líneas regulares cuando reanuden los vuelos, clasificándolos como anticuados, superfluos, en reparación o como equipaje personal. Zagros Tres se retira a Kowiss, Tabriz cierra «temporalmente» y el «212» de Erikki vuela a Al Shargaz, luego a Nigeria junto a Tom Lochart desde Zagros y un «212» desde Kowiss. Tú clausuras el cuartel general en Teherán y lo vuelves a instalar en Al Shargaz para dirigir desde allí las operaciones y controlar nuestras tres bases restantes en Lengeh, Kowiss y Bandar Delam «hasta tanto se vuelva a la normalidad...», aún seguimos todos a las órdenes de nuestra Gobierno de evacuar todo el personal no esencial.

—De acuerdo, pero el...

—Déjame terminar, muchacho. Digamos que en cuestión de treinta días podemos hacer los preparativos, la planificación y todo lo demás. El día treinta y uno es el Día D. A una hora exacta del día D, o D más uno, o más dos, dependiendo del tiempo o sólo Dios sabe de qué otra cosa, enviamos una palabra clave por radio desde Al Shargaz. Simultáneamente, despegan todos los pilotos y helicópteros restantes y vuelan a través del Golfo hacia Al Shargaz. Una vez allí, desmontamos los rotores, metemos los helicópteros en los «747», que yo habré fletado en alguna parte, los cuales volarán a Aberdeen, y este cuento se ha acabado.

Gavallan rubricó la exposición con una amplia sonrisa.

Mclver se le quedó mirando, desconcertado.

—¡Estás loco! ¡Estás completamente chiflado, Chinaboy! Tiene más agujeros que un... que... ¡Estás loco de remate!

—Cítame uno sólo.

—Puedo mostrarte cincuenta, prima.

—Uno a uno, muchacho, y recuerda tu condenada tensión. Oh, y a propósito, ¿qué tal va...? Genny me dijo que te lo preguntara.

—Formidable y, por todos los demonios, no empecemos. Primero, la misma hora de despegue: los helicópteros en las diferentes bases necesitaran tiempos distintos debido a las distancias que deben cubrir. Kowiss tendrá que repostar... No puede hacerse de un salto, incluso a través del Golfo.

—Eso ya lo sé. Montaremos «subplanes» independientes para cada una de las tres bases. Cada jefe de base hará su propio plan para salir de ella... A su llegada, nosotros seremos los responsables. Scrag puede atravesar el Golfo fácilmente, y también Rudi desde Bandar De...

—En absoluto. Ni Rudi desde Bandar Delam ni Starke desde Kowiss pueden hacerlo de una sola tirada atravesando todo el Golfo hasta Al Shargaz..., incluso aunque llegaran a atravesar el Golfo en primer lugar. Tendrán que atravesar el espacio aéreo de Kuwait, Arabia Saudita y de los Emiratos Árabes y sólo Dios sabe si nos embargarán, nos encarcelarán o nos multarán... Y lo mismo ocurre con Al Shargaz, no hay motivo para que sea diferente. —Mclver movió negativamente la cabeza—. Los jeques nada pueden hacer sin las correspondientes autorizaciones iraníes. De hecho, están aterrados ante la posibilidad que la revolución de Jomeiny se propague a sus territorios, todos ellos tienen importantes minorías chiítas. No son enemigo para las Fuerzas Armadas iraníes si Jomeiny decide fastidiarles.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Gavallan con calma—. Tienes razón respecto a los aparatos de Rudi y Starke, Mac. Pero, ¿qué me dices si tuvieran permiso para sobrevolar por todos esos territorios?

—¿Eh?

—Envié télex a todo ATC del Golfo, individualmente, solicitando permiso y he recibido télex confirmando que los helicópteros «S-G» en tránsito pueden sobrevolarlos.

—Sí, pero...

—Pero cada cosa a su tiempo, muchacho. Paso siguiente: digamos que todos nuestros aparatos vuelven a inscribirse en el registro británico. Son británicos, son nuestros aviones, los estamos pagando nosotros, nos pertenecen pese a lo que los socios intenten hacer. Al figurar en el registro británico, ya no están sujetos a Irán ni tienen la menor relación con ellos. ¿De acuerdo?

—Así es una vez que estén fuera. Sí. Pero no lograrás que las autoridades civiles de la Aviación autoricen el traslado y, por lo tanto, no puedes llevarlos de vuelta a Gran Bretaña.

—Digamos que, pese a todo, puedo inscribirlos de nuevo en el registro británico.

—¿Cómo diablos harías eso?

—Solicitándolo. Basta con solicitarlo, muchacho, no tienes más que pedir a los funcionarios del Registro en Londres que los inscriban. De hecho, ya lo hice antes de salir de Londres. «Las cosas andan algo deterioradas en Irán», les dije. «Sí, absolutamente desastrosas, amigo», me dicen ellos. «Me gustaría inscribir de nuevo mis pájaros en el registro británico, temporalmente —digo yo—. Tal vez los saque de allí hasta que la situación vuelva a normalizarse. Los poderes en Irán lo han aprobado, pero, por el momento, no me es posible obtener un condenado trozo de papel firmado, ya sabéis cómo son estas cosas.» «Ciertamente, amigo —dicen ellos—, lo mismo pasa con nuestro condenado Gobierno..., con cualquier condenado Gobierno. Bien, son vuestros pajarracos, de eso no hay duda, es algo irregular pero me imagino que podrá hacerse. ¿Vas a ir a la reunión de Old Boys?»

Mclver había dejado de caminar y lo miraba, maravillado.

—¿Aceptaron?

—Aún no, muchacho. ¿El siguiente?

—Tengo un centenar de «siguientes» pero... —dijo irritado Mclver echando a andar de nuevo. Hacía demasiado frío para quedarse quieto.

—¿Pero?

—Pero si los expongo uno a uno me irás dando respuestas.. y una posible solución, a pesar de que, todos englobados, seguirán sin llegar a ser una realidad.

—Estoy de acuerdo con Genny. Hemos de hacerlo nosotros mismos.

—Tal vez, pero para ello ha de ser factible. Y otra cosa: tenemos permiso para sacar tres «212», quizá podamos sacar el resto.

—Esos tres no han salido todavía, Mac, Los socios, por no hablar de ICAA, no soltarán su presa. Fíjate en «Guerney», tienen todos sus helicópteros embargados. Cuarenta y ocho, incluidos sus «212». Alrededor de treinta millones de dólares inmovilizados, ni siquiera pueden utilizarlos. —Miraron hacia la pista. Estaba aterrizando un «Hércules» RAF. Gavallan le quedó mirándolo—. Talbot me ha dicho que para el final de semana tendrá que haber salido todo el personal de entrenamiento y los técnicos del Ejército, la Armada y las Fuerzas Aéreas británicas y que en la Embajada sólo permanecerán tres funcionarios, incluido él. Parece que durante los disturbios ante la Embajada de los Estados Unidos, alguien se introdujo en ella enmascarado, voló cajas fuertes, se apoderó de claves...

—¿Todavía conservan allí material secreto? —Mclver estaba aterrado.

—Eso parece. De cualquier manera, Talbot asegura que la infiltración provocó palpitaciones en todo los esfínter diplomáticos de toda la Cristiandad..., del ámbito soviético..., y del árabe. Todas las Embajadas están cerrando. Los árabes son los más descompuestos... Ni uno solo de los jeques quiere que el jomeinismo atraviese el Golfo y están ansiosos, dispuestos y en situación de invertir petrodólares a fin de evitarlo. Talbot me dijo: «Apuesto doble contra sencillo a que los iraquíes tienen ya, en privado, abierto el talonario de cheques, los kurdos igualmente y cualquiera que sea árabe, pro-sunnita y anti-Jomeiny. El Golfo, en pleno, está a punto de explotar.»

—Pero entretanto lo...

—Entretanto ya no se muestra tan agresivo como hace unos días, ni tan seguro de que Jomeiny vaya a retirarse silenciosamente a Qom, «Mientras permanezcan Jomeiny y los mollahs, es eso de alegre y viejo Irán para los iraníes —dijo—. Y seguirá el jomeinismo si los izquierdistas no le asesinan primero. Y se habrá puesto fin a todo lo anterior. Es decir, nosotros.» —Gavallan batió palmas con las manos enguantadas para activar la circulación—. Me he quedado helado, Mac. A todas luces resulta evidente que aquí nos encontramos con graves dificultades. Y habremos de resolverlas nosotros.

—Corremos un condenado riesgo. Y creo que es posible que perdamos algunos aparatos.

—Sólo si la suerte nos es adversa.

—Estás pidiendo demasiado de la suerte, Andy. ¿Recuerdas a aquellos dos mecánicos que fueron condenados en Nigeria a catorce años de cárcel sólo por prestar servicio a un «125» que había salido del país ilegalmente?

—Aquello era Nigeria, y los mecánicos se quedaron allí. Nosotros no dejaremos a nadie detrás.

—Aunque uno solo de los extranjeros se quedara aquí, le apretarían, lo meterían en la cárcel y se convertiría en rehén a cambio de todos nosotros y de los aparatos, a menos que estés dispuesto a dejarle cargar con el muerto. Si no lo estás, nos obligarían a regresar y cuando lo hubiésemos hecho estarían condenadamente irritados. ¿Y qué me dices de todos nuestros empleados iraníes?

—Si la suerte está contra nosotros, será un desastre hagamos lo que hagamos —insistió, tenaz, Gavallan—. Creo que deberíamos preparar un plan lo más perfecto posible, con todos los detalles finales, por si acaso. Ello requerirá semanas, y más vale que mantengamos la planificación en el más estricto de los secretos, sólo para nosotros.

Mclver negó con la cabeza.

—Si quieres hacerlo con seriedad, tendremos que consultar con Rudi, Scragger, Lochart y Starke.

—Como tú digas. —Gavallan se estiró. Le dolía la espalda—. Una vez que todo esté debidamente planificado... Hasta entonces, no tenemos necesidad de plantearlo de forma definitiva.

Caminaron un rato en silencio, haciendo crujir la nieve bajo sus pisadas. Ya casi habían llegado al final de la pista.

—Hemos estado exigiendo demasiado de los muchachos —dijo McIver.

Gavallan no pareció haberle oído.

—No podemos dar por perdidos, sin más, quince años de trabajo, ni tirar por la borda todos nuestros ahorros, los tuyos, los de Scrag, y todo lo demás —dijo—. Nuestro Irán ya no existe. La mayoría de los tipos con los que hemos trabajado a lo largo de los años han huido, están escondidos o muertos..., o incluso en contra nuestra, les guste o no. El trabajo se encuentra bajo mínimos. Aquí, de los veintiséis helicópteros, tenemos nueve en activo. Lo poco que hacemos no nos lo pagan y tampoco las deudas pendientes. Creo que esto es una pérdida absoluta.

—No está tan mal como piensas —insistió McIver tozudo—. Los soc...

—Tienes que entender, Mac, que no puedo hacer tabla rasa del dinero que se nos debe, más nuestros aparatos y repuestos, y seguir en activo. No puedo. Nuestros trece «212» tienen un valor de trece millones de dólares, los nueve «206» más o menos otro millón y medio, las tres «Alouettes» igual, otro millón, y tres millones los repuestos... Esto hace un total de alrededor de veinte millones, dólar más o menos. No puedo darlos por perdidos. Ian me advirtió que «Struan's» necesitará ayuda este año, no hay fondos de reserva. Linbar ha tomado varias decisiones equivocadas y... bueno, tú ya sabes lo que pienso de él y él de mí. Pero aún sigue siendo taipan. No puedo prescindir de Irán, no puedo cancelar los nuevos contratos por los «X63», no puedo luchar contra «Imperial» que actualmente nos está acorralando en el mar del Norte con sus injustos y malditos manejos con el dinero del contribuyente. Es de todo punto imposible.

—Estás pidiendo demasiado de los muchachos, Chinaboy.

—Y de ti, Mac, no te olvides de ti. Ha de ser un esfuerzo en equipo, no solo por mí, también por ellos..., porque hemos de hacerlo así o hundirnos.

—La mayoría de nuestros muchachos no tendrán problema alguno para encontrar otra cosa. El mercado del trabajo está desesperadamente necesitado de pilotos de helicópteros expertos que además sean petroleros.

—¿Y qué? Te apuesto lo que quieras a que todos ellos prefieren seguir con nosotros, nos ocupamos de ellos, pagamos el máximo en dólares, tenemos el mejor historial de seguridad... «S-G» es la mejor compañia de helicópteros sobre la tierra, y ellos no lo ignoran. Tú y yo sabemos que formamos parte de la «Noble House» y, por Dios, que eso significa algo también. —De repente, la mirada de Gavallan se iluminó maliciosa—. Será una fantástica hazaña si lo logramos. Me gustaría metérsela por las narices a Linbar. Cuando llegue el momento, consultaremos a los muchachos. Entretanto, pongamos el sistema en funcionamiento, ¿eh, amigo?

—Muy bien —dijo McIver sin entusiasmo—. Por la planificación. Gavallan se le quedó mirando.

—Te conozco demasiado bien, Mac. Dentro de poco estarás rabiando por irte y seré yo quien haya de decirte: «Tranquilo, ¿qué me dices de esto y aquello...?»

Mclver no le escuchaba. Su mente estaba ya trabajando en el intento de concebir un plan, pese a la imposibilidad que representaba..., salvo por el registro británico. Acaso en ello estribara la diferencia.

—Respecto al plan, Andy. Más vale que establezcamos un nombre clave.

—Genny dijo que deberíamos llamarlo «Torbellino». Eso que estamos viviendo ahora.

Torbellino
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