CAPÍTULO XXXIX

Tabriz: 5.12 de la madrugada.

Ross se despertó de súbito en la pequeña cabaña enclavada en la linde de la propiedad del Khan. Permaneció tumbado y quieto, manteniendo la respiración regular aunque concentrados todos sus sentidos. Al parecer, todo seguía igual, sólo los insectos habituales y lo angosto de la habitación. A través de la ventana pudo ver que la noche era oscura y el cielo estaba, en su mayor parte, encapotado. Al otro lado de la habitación dormía Gueng, acurrucado en otro jergón, respirando con normalidad. Debido al frío, los dos hombres se habían acostado con la ropa puesta. Ross se acercó sigiloso a la ventana y escudriñó en la oscuridad. Seguía sin pasar nada. Y entonces, Gueng musitó muy cerca de su oído:

—¿Qué pasa, sahib?

—No lo sé. Probablemente nada.

Gueng le dio con el codo al tiempo que señalaba algo. Afuera, en el porche, el asiento del guardia estaba vacío.

—Tal vez haya ido a orinar.

Siempre tenían, al menos, un guardia. Día y noche. La anterior hubo dos, de manera que Ross preparó su jergón para dar la sensación de que dormía y dejó allí a Gueng para que los distrajera. Después, él salió sigiloso por la ventana de atrás y se fue a ver, él solo, a Erikki y Azadeh. Al regresar, casi se dio de manos a boca con una patrulla, pero iban somnolientos y poco atentos por lo que pasó inadvertido.

—Echa un vistazo por la ventana de atrás —musitó Ross.

De nuevo vigilaron y esperaron. «Dentro de una hora, más o menos, amanecerá», se dijo Ross.

—Tal vez sólo fuera un espíritu de la montaña, sahib —dijo Gueng con voz queda.

En la Tierra de la Cumbre del Mundo existía la superstición de que, por la noche, los espíritus visitaban los lechos de hombres, mujeres y niños que estuviesen durmiendo, con fines buenos o malvados y esos sueños eran las historias que luego susurraban.

El hombrecillo mantuvo alerta sus ojos y sus oídos en la oscuridad.

—Creo que quizá sea mejor que prestemos atención a los espíritus.

Regresó junto a su jergón. Se calzó las botas, volvió a meter en el bolsillo de su uniforme el talismán que hasta entonces conservara debajo de la almohada y luego se puso sus ropas tribales y el turbante. Con gran habilidad comprobó sus granadas y la carabina y ordenó la tosca mochila que contenía municiones, granadas, agua y algo de comida. No tenía necesidad de comprobar su kookri, que siempre mantenía al alcance de la mano, y que engrasaba y limpiaba todas las noches, y afilaba antes de dormirse.

También estaba preparado Ross. «¿Preparado para qué? —se preguntó—. Apenas hace cinco minutos que te has despertado y ya estás con el kookri preparado en la funda, el seguro quitado y ¿para qué? Si Abdohall tuviera malos propósitos ya te hubiera quitado las armas..., o lo hubiera intentado al menos.

El día anterior por la tarde oyeron despegar al «206» y Abdollah poco después les visitó.

—Lamento el retraso, capitán, pero la situación está peor que nunca. Nuestros amigos soviéticos han puesto un alto precio a sus cabezas —dijo con jovialidad—. Lo bastante, incluso, para llegar a tentarme a mí. Tal vez.

—Esperemos que no sea así, señor. ¿Cuánto tiempo habremos de esperar?

—Sólo unos días, no más. Parece que los soviéticos sienten un gran interés por usted. He recibido a otra comisión suya pidiéndome que les ayude a capturarle. La primera vino antes de que usted llegara. Pero no se preocupe. Yo sé dónde está el futuro de Irán.

La noche pasada Erikki le confirmó la recompensa.

—Hoy estuve cerca de Sabalan, limpiando otro emplazamiento de radar. Algunos de los trabajadores creyeron que yo era ruso, muchos hablan ruso entre la gente de la frontera, y dijeron que esperaban ser ellos quienes cazaran al alto saboteador inglés y a su ayudante. La recompensa es de cinco caballos, cinco camellos y cincuenta ovejas. Se trata de una verdadera fortuna. Y si conocen su existencia tan al Norte, puede apostar que están husmeando por aquí.

—¿Le supervisan los soviéticos a usted?

—Sólo Cimtarga, pero aun así no parece tener la jefatura. Se ocupa de mí y del aparato. Los que hablan ruso no paran de preguntarme cuándo atravesaremos la frontera en gran número.

—¡Dios mío! ¿Acaso tienen algo en que basarse?

—Lo dudo, sólo son rumores. La gente los alimenta. Yo les contesté: «Jamás», pero aquel hombre se burló de mí y dijo saber que teníamos «cantidad» de tanques y ejércitos esperando, que él los había visto. No sé hablar farsi de manera que ignoro si se trataba de otro agente de la KGB disfrazado de hombre de las tribus del Norte.

—¿Y el «material» que transportaba? ¿Es algo importante?—No lo sé. Algunas computadoras y montones de cajas negras, y papeles... Me mantienen alejado de todo aquello, pero nada está desmantelado por expertos, sólo han arrancado lo de las paredes, cortado los cables eléctricos y los han dejado colgando sueltos y todo amontonado a la buena de Dios. Lo único que les interesa a los trabajadores es lo que hay en los almacenes, en especial los cigarrillos.

Habían hablado de fugarse. Imposible hacer planes. Demasiados imponderables.

—No sé por cuánto tiempo querrán que siga volando —había dicho Erikki—. Ese bastardo de Cimtarga me dijo que el Primer Ministro Bazargan había ordenado a los yanquis que abandonaran los dos emplazamientos, muy al Este, cerca de Turquía, el último que instalaron aquí; les había ordenado que evacuaran aquello sin pérdida de tiempo pero dejando el equipo intacto. Al parecer, mañana volaremos hasta allí.

—¿Ha utilizado hoy el «206»?

—No. Era Nogger Lane, uno de nuestros capitanes. Vino con nosotros... para llevarse de nuevo el «206» a Teherán. El gerente de nuestra base me dijo que habían exigido la cooperación de Nogger para observar algunos lugares en los que la lucha se está desarrollando. Cuando Mclver no sepa nada de nosotros se preocupará y enviará a una patrulla a buscarnos. Eso puede darnos otra oportunidad. ¿Y qué hay de vosotros?

—Podemos largarnos. Empiezo a sentirme muy nervioso en esa odiosa cabaña. Si nos vamos, tal vez nos dirijamos hacia tu base y nos escondamos en el bosque. Si podemos hacerlo, nos pondremos en contacto con vosotros..., pero no nos esperéis. ¿De acuerdo?

—Sí, pero no confiéis en nadie de la base, salvo en los dos mecánicos, Dibble y Arberry.

—¿Podemos hacer algo por vosotros?

—¿Me puedes dejar una granada?

—Claro que sí. ¿Has manejado alguna?

—No, pero sé cómo funcionan.

—Muy bien. Aquí la tienes. Quitas el seguro, cuentas hasta tres, no, hasta cuatro, y la lanzas. ¿Necesitas una pistola?

—No, no, gracias... Tengo mi cuchillo. Aunque, a veces, la granada puede ser más útil.

—Recuerda que pueden resultar verdaderamente demoledoras. Más vale que me vaya. Buena suerte.

Mientras hablaba, Ross había estado mirando a Azadeh, viendo lo bella que era, absolutamente consciente de que su tiempo estaba ya escrito entre las estrellas, o en el viento, o en el teñido de las campanas que formaban tanta parte del verano en el País de las Cumbres, como las propias montañas. Se preguntaba por qué ella jamás había contestado a sus cartas, informándole luego la directora del colegio que se había ido. Que se había ido a casa. Se había ido. Durante el último día que pasaran juntos ella le había dicho:

—Todo esto que ha llegado a pasar es posible que no llegue a pasar de nuevo, mi Johnny Brighteyes.

—Lo sé —había respondido él—. Si no llega a pasar, podré morir feliz porque sé lo que es el amor. Te amo Azadeh. De veras.

Un último beso. Y luego a coger su tren, un gesto de adiós con la mano, despidiéndose hasta desaparecer. Desaparecer para siempre. «Acaso los dos supimos que era para siempre, pensó, mientras esperaba allí, en la oscuridad de la pequeña cabaña, intentando decidirse por lo que había de hacer, seguir a la espera, dormir o huir. Tal vez sea como dice el Khan y aquí estamos seguros..., por el momento. No hay motivo para desconfiar de él por completo. Vien Rosemont no era ningún loco y dijo que confiara en...»

—¡Sahib!

Ross había oído los sigilosos pasos al mismo tiempo. Al instante, los dos hombres adoptaron la posición de emboscada, cubriéndose el uno al otro, contentos ambos de que hubiera llegado el momento de la acción. La puerta se abrió cautelosa. ¿Era un cruel espíritu de la montaña el que estaba allí en pie atisbando en la inmensa oscuridad de la cabaña? Una silueta y un rostro borroso. Ross, asombrado, reconoció a Azadeh, su chador fundiéndose con la noche, el rostro tumefacto por el llanto.

—¿Johnny? —musitó ansiosa.

Por un instante, Ross no se movió y siguió con el arma empuñada a la espera de enemigos.

—Aquí, Azadeh. Junto a la puerta —susurró él luego a su vez, intentando adaptar la vista.

—¡Rápido! ¡Seguidme! Los dos estáis en peligro. ¡De prisa! Al punto echó a correr en la oscuridad.

Ross vio a Gueng mover inquieto la cabeza y vaciló. Después, se decidió y cogió su mochila.

—Vamos.

Con gran cautela atravesó la puerta y corrió tras Azadeh a la luz de la luna breve, seguido por Gueng, en escolta, cubriéndole de forma automática. Ella los esperaba junto a algunos árboles. Antes siquiera de que la hubiesen alcanzado, ella les indicó que la siguieran mientras atravesaba segura el huerto y bordeaba algunos edificios agrícolas. La nieve ahogaba los pasos aunque, por otra parte, conservaba sus huellas, hecho del que él era plenamente consciente. Ross la seguía a diez pasos de distancia, vigilando el terreno con mucho cuidado, preguntándose sobre posibles peligros y el motivo del llanto de ella. ¿Y dónde se hallaba Erikki?

Las nubes jugaban con la luna, casi siempre ocultándola. Siempre que brillaba de nuevo, Azadeh se detenía y les hacía señas de que ellos se detuvieran también y esperasen, después, cuando la luna se ocultaba de nuevo, se ponía otra vez en movimiento, cubriéndose perfectamente y Ross se preguntó dónde habría aprendido a moverse con tanta seguridad por el bosque... Entonces, recordó a Erikki y su gran cuchillo y a los finlandeses y a Finlandia..., tierra de lagos, bosques y montañas de duendes y caza. «¡Concéntrate, loco! Más adelante tendrás tiempo de dejar vagar tu imaginación, y no ahora, poniendo en peligro a todo el mundo. ¡Concéntrate!»

Buscó con la mirada, esperando dificultades, deseando que empezaran. Pronto se encontraron cerca del muro que rodeaba la propiedad. Tenía tres metros de altura y estaba construido con piedra labrada. Había una zona amplia y vacía entre él y los árboles. De nuevo, Azadeh le hizo seña de que se pusiera a cubierto y ella avanzó por el espacio descubierto, en busca de un lugar especial. Lo encontró sin dificultad y les hizo señas de que la siguieran. Antes siquiera de que llegaran a su lado, ya estaba ella trepando, sus pies asentándose con facilidad en las hendiduras y grietas, con suficientes asideros, algunos naturales, otros sabiamente encastrados para facilitar la escalada. La luna surgió en un trozo despejado del cielo y Ross se sintió como desnudo, por lo que aceleró la escalada. Cuando llegó arriba, Azadeh ya estaba a medio camino del descenso por el otro lado. Él se deslizó a su vez, encontrando algunos salientes en los que apoyar el pie y se agachó para esperar a Gueng. Su ansiedad creció hasta que vio la sombra deslizarse por el suelo y alcanzar el muro sin novedad.

El descenso por el otro lado resultó ser más difícil y al alcanzar los últimos dos metros, se escurrió y cayó. Soltó un juramento y miró en derredor para recuperar el dominio de sí mismo. Azadeh había cruzado ya la carretera límite y se dirigía hacia un afloramiento rocoso en la escarpada ladera de la montaña, a doscientos metros de distancia. Abajo y hacia la izquierda podía ver parte de Tabriz y los incendios en la zona más alejada de la ciudad, cerca del aeropuerto. También podía oír el tiroteo lejano.

Gueng cayó casi al lado suyo, hizo una mueca y le indicó que siguiera adelante. Cuando alcanzaron el afloramiento rocoso, Azadeh había desaparecido.

—¡Johnny! ¡Aquí!

Vio la pequeña hendidura en la roca y se dirigió hacia ella. Apenas había el espacio justo para pasar. Esperó a que Gueng llegara y luego se deslizó a través de la roca, envolviéndoles la oscuridad. Sintió la mano de ella que le condujo hacia un lado. Hizo seña a Gueng y repitió el gesto con él, luego, cubrió la rendija con una pesada cortina de cuero. Ross intentó sacar la linterna de su mochila, pero antes de que pudiera cogerla se encendió una cerilla. Azadeh la protegía con la mano. Se encontraba arrodillada y encendía una vela que había en un nicho. Ross miró rápidamente en derredor. La cortina que estaba cubriendo la entrada parecía impenetrable, la cueva era espaciosa, caliente y seca. Algunas mantas y alfombras viejas sobre el suelo, varios utensilios para comer y beber, y algunos libros y juguetes en una estantería natural. Aquello era el escondrijo de un niño», pensó y miró de nuevo a Azadeh. Ésta había permanecido de rodillas junto a la vela, de espaldas a él. En aquel momento, cuando se quitó el chador de la cabeza, se convirtió de nuevo en Azadeh.

—Toma. —Ross le ofreció un poco de agua de su cantimplora. Azadeh la aceptó agradecida pero escabulló la mirada. Ross miró a Gueng y leyó en su mente.

—¿Te importa que apaguemos la vela, Azadeh? Ahora que ya hemos visto dónde nos encontramos..., así podremos correr la cortina y mantendremos una mejor vigilancia, viendo y oyendo. Tengo una linterna en caso de necesitarla.

—Sí, sí, claro —se volvió hacia la vela—. Yo..., bueno, sólo un instante, lo siento...

Había un espejo en la estantería del que Ross no se había dado cuenta. Azadeh lo cogió y se miró. Aborreció en verdad lo que veía, los churretones de sudor y los ojos hinchados. Se limpió presurosa algunos tizones, después, cogió un peine, se arregló el cabello lo mejor que pudo. Tras una última mirada al espejo, apagó la vela.

—Lo siento —dijo.

Gueng, apartó la cortina y se introdujo por la hendidura saliendo afuera y manteniéndose a la escucha. Los tiroteos seguían en la ciudad. Algunos edificios estaban ardiendo más allá de la línea del aeropuerto y hacia la derecha. Allí no se veía luz alguna y muy pocas en la misma ciudad. En las calles, algunos faros de coche. El palacio seguía a oscuras y en silencio. No percibió peligro alguno. Entró de nuevo en la gruta y le explicó a Ross lo que había visto, hablando en gurkali, luego añadió:

—Más vale que siga afuera, es más seguro. No tenemos mucho tiempo, sahib.

—Sí. —Ross percibió la inquietud en la voz de Gueng, pero no hizo comentario alguno. Conocía el motivo—. ¿Te encuentras bien, Azadeh? —preguntó con voz queda.

—Sí. Ahora estoy bien. Es mejor la oscuridad..., lo siento. Estaba hecha un verdadero desastre. Sí, ahora me encuentro mejor.

—Anoche, poco después de que te fueras, llegaron Cimtarga y un guardia y dijeron a Erikki que tenía que vestirse de inmediato y salir... Ese hombre, Cimtarga, dijo que lo sentía mucho pero que había habido un cambio de planes y que quería salir en ese momento. Yo fui convocada para ver a mi padre. ¡Sin tardanza! Antes de entrar en su habitación, le oí dar órdenes de que vosotros dos fuerais capturados y desarmados poco antes del amanecer —se le quebró la voz—. El plan era enviar a por vosotros para discutir vuestra partida mañana, pero caeríais en una emboscada cerca de las granjas y se os enviaría maniatados en un camión al Norte.

—¿A qué parte del Norte?

—A Tbilisi —prosiguió nerviosa—. Yo no sabía qué hacer. No tenía forma de avisaros..., me vigilan tan estrechamente como a vosotros mismos y no tengo contacto con nadie. Cuando vi a mi padre, me dijo que Erikki no volvería hasta dentro de unos días, que hoy, él, mi padre, salía en viaje de negocios para Tbilisi y que..., y que yo le acompañaría. Que estaríamos fuera dos o tres días y que para entonces Erikki habría terminado y entonces regresaríamos juntos a Teherán. —Se hallaba a punto de prorrumpir en llanto—. Estoy asustada. Tengo miedo de que le haya pasado algo a Erikki.

—Él se encontrará bien —intentó Ross tranquilizarla, sin comprender aquello sobre Tbilisi, tratando de tomar una postura respecto al Khan. Y siempre volviendo a Vien: «Puedes confiarle tu vida al Ayatollah y no creas las mentiras que se dicen de él.» Y sin embargo, allí estaba Azadeh que aseguraba todo lo contrario. La miró sin poder penetrar en su interior, y aborreció la oscuridad que le impedía verle la cara, los ojos, pensando que tal vez pudiera leer algo en ellos. «Quisiera que me hubiese dicho todo esto del otro lado del condenado muro o en la cabaña —se dijo, aumentando su nerviosismo—. ¡Cielos, el guardia!»

—El guardia, Azadeh. ¿Sabes qué le ha pasado?

—Sí, claro... yo lo soborné, Johnny. Le soborné para que se alejara durante media hora. Era la única manera de que yo pudiera..., era la única manera...

—¡Dios Todopoderoso! —farfulló Ross—. ¿Puedes confiar en él?

—Sí, desde luego. Alí está..., ha estado con mi padre durante años. Le conozco desde que yo tenía siete y le he dado un piskesh de algunas joyas, suficiente para él y su familia durante años. Pero en cuanto a Erikki..., estoy tan preocupada.

—No tienes por qué preocuparte. ¿No dijo él que acaso le enviaran cerca de Turquía —preguntó para animarla, ansioso por devolverla al palacio sana y salva—. Nunca te agradeceré bastante que nos avisaras. Primero hemos de acompañarte otra vez a casa y...

—No, no, nada de eso. ¡No puedo volver! —explotó ella—. Pero, ¿es que no lo comprendes? Mi padre me llevará al Norte y jamás podré salir de allí, jamás... Él me odia y quiere dejarme con Mzytryk. Sé que lo hará Sé que lo hará.

—¿Y qué me dices de Erikki? —preguntó él asombrado—. No puedes huir así.

—Sí, claro que puedo. He de hacerlo, Johnny, he de hacerlo. No me atrevo a esperar. Ni a ir a Tbilisi. Es mucho más seguro para Erikki que yo huya ahora. Mucho más seguro.

—¿De qué estás hablando? No puedes huir de esa manera. Es una locura. Imagínate que Erikki vuelve esta noche y se encuentra con que te has ido. Por...

—Le he dejado una nota... Acordamos que, en caso de emergencia, yo le dejaría una nota en un lugar secreto de nuestro dormitorio. No podíamos saber lo que mi padre sería capaz de hacer mientras él estuviera fuera. Erikki se enterará. Además, hay otra cosa. Mi padre va a ir hoy al aeropuerto, alrededor del mediodía. Tiene que reunirse con alguien que viene en un avión, alguien de Teherán, no sé de quién se trata ni para qué, pero he pensado que quizá tú pudieras persuadirles para que nos llevaran con ellos a Teherán, o tal vez nos fuese posible subir a bordo a escondidas, o que tú..., que le obligaras a que nos llevaran con ellos.

—¡Estás loca! —dijo él, furioso—. Todo esto es una locura, Azadeh. Una locura huir y dejar a Erikki... ¿Cómo sabes que tu padre no está siendo sincero, por Dios Santo? Dices que el Khan te odia, bien, si huyes de esta forma, te odie o no, va a organizar una buena. En cualquier caso, haces correr a Erikki un peligro mucho mayor.

—¿Cómo puedes estar tan ciego? ¿Es que no lo ves? Mientras yo esté aquí, Erikki no tiene la menor posibilidad, ninguna. Si yo me voy, sólo tendrá que ocuparse de él. Si sabe que estoy en Tbilisi, irá allí y estará perdido para siempre. ¿Es que no lo ves? ¡Yo soy el cebo! ¡En el Nombre de Dios, Johnny, abre los ojos! ¡Ayúdame, por favor!

Empezó a llorar, en silencio pero lloraba y eso sólo sirvió para enfurecerle aún más. «Dios Todopoderoso, no podemos llevarla con nososotros. No me es posible hacerlo, Sería un asesinato... Si lo que del Khan dice es cierto, dentro de un par de horas empezará la persecución y tendremos suerte si llegamos a ver la puesta del sol... La persecución ya está en marcha, por el amor de Dios, piensa con claridad. Lo de huir ha sido una condenada estupidez.»

—Tienes que volver. Es lo mejor —dijo.

Ella dejó de llorar.

—Insha'Allah —dijo Azadeh con una voz diferente y dejando de llorar—. Lo que tú digas, Johnny. Es mejor que os vayáis en seguida. No tenéis mucho tiempo. ¿Qué dirección tomaréis?

—No... no lo sé. —Se alegraba de que la oscuridad le ocultase el rostro de ella. «¡Dios mío! ¿Por qué tiene que ser Azadeh?»—Vamos, me aseguraré que estés de vuelta sana y salva.

—No es necesario. Me..., me quedaré aquí un rato.

Observó una nota falsa en su voz y sus nervios se tensaron todavía más

—Tienes que volver. ¡Has de hacerlo!

—No —repuso ella en actitud desafiante—. Jamás volveré. Me quedo aquí. Nunca me encontrará. Ya me he escondido otras veces en este lugar. En una ocasión estuve dos días. Aquí me encuentro a salvo. No te preocupes por mí, no me ocurrirá nada. Iros. Eso es lo que tenéis que hacer.

Exasperado, logró dominar el impulso de obligarla a levantarse y, en lugar de ello, se sentó con la espalda apoyada contra el muro de la cueva. «No puedo dejarla aquí, no puedo hacerla volver contra su voluntad, tampoco puedo llevármela. No puedo dejarla y no puedo llevarla conmigo. Sí, si puedes pero, ¿por cuánto tiempo? Y luego, cuando la capturen, se verá mezclada con saboteadores y sólo Dios sabe de cuántas otras cosas pueden acusarla y, por ello suelen lapidar a las mujeres.»

—Cuando se den cuenta de que nos hemos ido, y que tú tampoco estás, el Khan sabrá que nos has avisado. Si te quedas aquí, acabarán por encontrarte y el Khan sabrá que nos has avisado, eso empeorará las cosas para ti y más aún para tu marido. Debes regresar.

—No, Johnny, estoy en las Manos de Dios y no tengo miedo.

—¡Por Dios bendito, Azadeh, utiliza la cabeza!

—Lo estoy haciendo. Estoy en Manos de Dios, tú lo sabes. ¿No hablamos sobre ello docenas de veces en nuestra Tierra Alta? No tengo miedo. Puedes dejarme una granada como la que le diste a Erikki. Estoy a salvo en Manos de Dios. Y ahora ido, por favor.

En otros tiempos, ellos habían hablado con frecuencia de Dios. En la cumbre de una montaña suiza resultaba fácil y natural y nada capaz de despertar la timidez..., sobre todo con tu amada que conocía el Corán, podía leer árabe, se sentía muy cerca del Infinito y creía sin reticencias en el Islam. Pero allí, en la oscuridad de la pequeña cueva, no era lo mismo. Nada era lo mismo.

—Insha'Allah es —dijo y tomó una decisión—. Volveremos tú y yo y haré que Gueng siga adelante.

Se levantó.

—Espera. —La oyó levantarse, y sintió su aliento y su cercanía. Sintió su mano sobre el brazo—. No, querido —dijo, y el tono de su voz sonó como el que solía ser—. No, querido. Eso destruiría a mi Erikki... y también a ti, y a tu soldado. No te das cuenta de que yo soy la piedra que hundiría a mi Erikki. Si se aparta la piedra, él tendrá una posibilidad. Fuera de los muros de mi padre tú también la tienes. Cuando veas a Erikki, díselo..., díselo.

«¿Qué habría de decirle?», se preguntó. La cogió de la mano y, al sentir su calor, retrocedió de nuevo en el tiempo, en la oscuridad, juntos en el gran lecho, una formidable tormenta de verano batiendo contra las ventanas, los dos contando los segundos entre los relámpagos y los truenos que retumbaban contra todos los lados del alto valle... a veces, uno o dos segundos tan sólo.

—Oh, Johnny, debemos tenerla casi sobre nuestras cabezas, Insha' Allah si cae sobre nosotros poco importa, estamos juntos...

«Cogidos de la mano, igual que ahora. Pero no era igual que ahora», se dijo Ross tristemente. Se llevó la mano de Azadeh a los labios y la besó.

—Podrás decírselo tú misma —dijo—. Lo intentaremos... juntos. ¿Preparada?

—Sí.

—Primero pregúntaselo a Gueng —susurró Azadeh al cabo de una pausa.

—Él hace lo que yo digo.

—Sí, naturalmente. Pero, por favor, pregúntaselo. Es otro favor que te pido.

Ross se acercó a la grieta. Gueng estaba afuera, apoyado contra las rocas. Antes de que pudiera decir nada, Gueng habló con voz queda, en gurkali.

—Todavía no hay peligro, sahib. Vamos, salid.

—¡Ah! ¿Has oído?

—Sí, sahib.

—¿Qué piensas?

Gueng sonrió.

—Lo que yo piense, sahib, no tiene fuerza, no influye en nada. Karma es karma. Yo hago lo que tú dices.

En el aeropuerto de Tabriz: 12.40 de la noche.

El Abdollah Khan se encontraba en pie junto a su «Rolls» blindado en la pista de cemento cubierta de nieve, cerca de la terminal del aeropuerto. Estaba congestionado por la ira, observando al «125» hacer el giro final y rezando para que se estrellara. El día anterior, su sobrino, el coronel Mazardi, jefe de la Policía, le había llevado un télex que había llegado a través de su cuartel general: Le ruego acudan a la llegada jet GETLLETA 12.04 mañana martes (Firmado) coronel Hashemi Fazir. Aquel nombre provocó un estremecimiento en él, al igual que en todos los que tuvieron acceso al mensaje. El Servicio Secreto Interno había estado siempre por encima de la ley y el coronel Hashemi Fazir era, su gran inquisidor, un hombre cuya impecable personalidad era legendaria incluso en Irán donde siempre se esperaba y admiraba la crueldad.

—¿Qué estará haciendo aquí, Alteza? —preguntó Mazardi, verdaderamente aterrado.

—Tratar sobre Azerbaiján —había dicho él, disimulando sus temores, furioso por el laconismo del télex y absolutamente desconcertado por aquella inesperada, y en modo alguno deseada llegada—. Naturalmente, para preguntarme cómo puede ayudar... Hemos mantenido una amistad secreta durante años —añadió mintiendo de forma automática.

—Dispondré una guardia de honor, un comité de bienvenida y...

—¡Estás loco! Al coronel Fazir le gusta mantener el anonimato. No hagas nada, ni siquiera te acerques al aeropuerto, pero asegúrate de que en las calles reina la tranquilidad y..., ah, sí, aumenta la presión sobre los tudehs. De hecho, cumple con las órdenes de Jomeiny de aplastarlos. Prende fuego esta noche a sus cuarteles generales y detén a sus líderes más conocido. «Será un pishkesh inigualable para el caso en que necesite alguno —se dijo, encantado con la agudeza de su mente—. ¿Acaso Fazir no es antitudeh hasta el fanatismo? Gracias sean dadas a Dios de que Petr Oleg diera su aprobación.»

Luego, despidió a Mazardi, maldijo a cuantos le rodeaban y los despidió también. «¿Qué querrá de mí ahora ese hijo de perra de Fazir?»

A lo largo de los años se habían reunido varias veces intercambiando información en beneficio mutuo. Pero el coronel Hashemi Fazir pertenecía a aquellos que creían firmemente que la única protección de Irán residía en un Gobierno absoluto, centralizado y regido desde Teherán, y que los jefes tribales eran arcaicos y un peligro para el Estado..., y Fazir era también un teheraní con poder para descubrir demasiados secretos que alguna vez podría utilizar en contra suya. ¡Dios maldiga a todos los teheraníes y los envíe al infierno. Y también a Azadeh y a su condenado marido!»

«¡Azadeh! Es posible que yo haya engendrado a semejante demonio? No, no lo es. Alguien debe de haber..., que Dios me perdone por sospechar de mi muy amada Naphtala. Azadeh está poseída por Satanás. Pero no escapará, ah, no, juro que la llevaré a Tbilisi y dejaré que Petr la utilice...»

De nuevo empezaron a zumbarle los oídos y también sintió aquel lacerante dolor en el pecho. «¡Basta ya! —se dijo desesperado—. Tranquilízate. Olvídate de ella por el momento, más adelante te vengarás. Déjalo estar o te matarás tú mismo. Olvídate de ella y piensa en Fazir. Necesitarás de toda tu astucia para tratar con él. Ella no puede escapar.»

Cuando, poco después del amanecer, unos aterrados guardias se precipitaron ante él para decirle que los dos prisioneros habían desaparecido y, casi al mismo tiempo, se descubrió que Azadeh también se había ido, su violencia no conoció límites. Al punto, envió hombres a registrar el escondrijo de ella en las rocas, escondrijo que él había descubierto hacía años, ordenándoles que no regresaran sin ella o sin los saboteadores. Había ordenado cortar la nariz al guardia nocturno, el resto de los guardias habían sido flagelados y arrojados a las mazmorras, acusados de complicidad, y azotadas las doncellas de ella. Finalmente, salió hecho una furia hacia el aeropuerto, dejando tras de sí una estela de terror en el palacio.

«¡Que Dios los maldiga a todos!», se dijo, haciendo un gran esfuerzo por calmarse, sin apartar los ojos del jet un solo momento. El cielo estaba parcialmente despejado, con nubes ominosas y un desagradable viento que azotaba la pista cubierta de nieve. Llevaba un gorro de astrakán, un abrigo de invierno con cuello de piel y botas forradas también de piel. El frío le empañaba las gafas. En el bolsillo guardaba un pequeño revólver. Detrás de él, el pequeño edificio de la terminal aparecía vacío, salvo por sus hombres que lo habían ocupado, al igual que la carretera de acceso a él. Un francotirador, con instrucciones de disparar contra Fazir si él sacaba un pañuelo blanco y se sonaba, estaba situado arriba, en el tejado. «He hecho cuanto he podido —se dijo—, ahora, todo está en manos del Señor. ¡Estréllate, hijo de un malnacido padre!»

Pero el «125» tomó tierra de manera impecable, lanzando rociadas de nieve con sus ruedas. Su temor se acrecentó. Y los latidos de su corazón también.

—Hágase la voluntad de Dios —farfulló, al tiempo que subía a la parte trasera del coche, separada del chófer y de Ahmed, su consejero y guardaespaldas de más confianza, por un cristal de corredera a prueba de balas—. Interceptadlo —ordenó mientras comprobaba su revólver al que había quitado el seguro.

El «125» llegó desde el otro extremo de la pista hasta la zona de aprovisionamiento, giró en dirección al viento y se detuvo. Aquello tenía un aspecto siniestro, sólo ráfagas de nieve y espacio vacío. El «Rolls» negro se situó al lado y la portezuela del jet se abrió. Vio allí, en pie, a Hashemi Fazir, que lo llamaba.

—¡Salaam! La paz sea contigo, Alteza. Sube a bordo.

El Khan Abdollah bajó el cristal de la ventanilla y le saludó a su vez.

—¡Salaam! La paz sea contigo, Excelencia, reúnete aquí conmigo. —«Debes creer que estoy loco para meterme en semejante trampa»—. Ahmed, sube a bordo, ve armado y simula que no sabes inglés.

Ahmed Dursak era un turcomano musulmán, muy fuerte y muy rápido con el cuchillo o la pistola. Bajó del coche, llevando la metralleta con negligencia y subió la escalerilla con agilidad, mientras el viento agitaba su larga túnica.

—Salaam, Excelencia coronel —dijo el farsi, permaneciendo fuera del aparato, en el último escalón—. Mi amo le suplica que haga el favor de reunirse con él en el coche... Las cabinas de los jets pequeños le ponen nervioso. En el coche pueden hablar en privado y con toda tranquilidad, completamente solos si así lo desea. Y le pregunta si honrará su pobre casa permaneciendo en ella el tiempo que dure su estancia aquí.

Hashemi estaba asombrado de que Abdollah hubiera tenido la desfachatez, y la seguridad en sí mismo, de enviarle un emisario armado. Tampoco a él le convenía subir al coche. Podían grabar la conversación o tenderle una trampa.

—Dile a Su Alteza que el automóvil me provoca mareo a veces y que le suplico venga él aquí. Así podremos hablar en privado, también solos y, además me haría un favor. Desde luego, puedes registrar la cabina por si algún puerco hubiese podido subir a bordo subrepticiamente.

—Mi amo, preferiría, Excelencia, que usted se reun...

Hashemi se acercó más a él. Sus labios formaban una línea, fina y apretada, y la voz era igualmente cortante.

—¡Registra el aparato! ¡Ahora! Y hazlo rápidamente, Ahmed Dursak, tres veces asesino, en una de ellas, la víctima fue una mujer llamada Najmeh... Haz lo que te ordeno o no durarás una sola semana en este mundo.

—Entonces, más pronto estaré en el Paraíso, porque sirviendo al Khan hago trabajo de Dios —repuso Ahmed Mursak—, pero lo registraré como deseas.

Entró en el aparato y vio a los dos pilotos en la carlinga. Armstrong estaba en la cabina. Entornó los ojos más no dijo palabra, se limitó a pasar cortésmente junto a él y a abrir la puerta del lavabo, asegurándose de que estaba vacío. No había ningún otro sitio donde alguien pudiera ocultarse.

—En el caso de que su sugerencia sea factible, Excelencia, ¿los pilotos saldrían del aparato?

Ya con anterioridad Hashemi había preguntado al capitán, John Hogg, si estaría de acuerdo caso de ser necesario.

—Lo siento, señor —le había respondido Hogg—, esa idea no me gusta en absoluto.

—Sería cuestión de unos minutos solamente. Puede llevarse consigo la llave de contacto..., y el cortocircuitos —había alegado Robert Armstrong—. Yo, personalmente, garantizaré que nadie entre en la carlinga o toquen algo.

—Aun así, la idea no me gusta, señor.

—Lo sé —había admitido Armstrong—. Pero el capitán McIver le dijo a usted que hiciera lo que le pidiéramos..., dentro de los límites de lo razonable. Y esto lo es.

Hashemi vio el gesto arrogante en el rostro de Ahmed y le hubiese gustado poder borrárselo de un puñetazo. «Eso será más adelante», se prometió a sí mismo.

—Los pilotos esperarán en el coche.

—¿Y el Infiel?

—Este Infiel habla el farsi mejor que tú, y si eres listo, sabandija, te mostrarás cortés con él y le llamarás Excelencia, porque puedo asegurarte a ti y a los perros de tus antepasados turkomanos, que su memoria es tan larga como la mía y puede ser más cruel de lo que jamás pudieras pensar.

Ahmed sonrió con los labios.

—¿Y su Excelencia el Infiel esperará también en la pista?

—Permanecerá aquí. Los pilotos esperarán en el coche. En el caso de que su Alteza quisiera subir acompañado de un guardia, para asegurarse de que ningún asesino le tiende una emboscada... puede hacerlo, desde luego. Si no se acomoda a estas condiciones entonces, naturalmente, podríamos reunirnos en la Jefatura de Policía. Y ahora llévate lejos tus repulsivos modales.

Ahmed le dio las gracias cortésmente y volvió con toda rapidez a informar al Khan sobre lo hablado.

—Pienso que esa mierda de perro debe estar muy seguro de sí mismo para mostrarse tan ofensivo —añadió.

En el avión, Hashemi estaba diciendo en inglés:

—Ese hijo de perra debe estar muy seguro de sí mismo para tener servidores tan arrogantes, Robert.

—¿Hubieras conducido de veras al Khan de todos los Gorgon a la Jefatura de Policía.

—Podía haberlo intentado —repuso Hashemi encendiendo otro cigarrillo—. Aunque no creo que lo hubiese logrado. Su sobrino Mazardi continúa como jefe de Policía y, aquí, la Policía sigue teniendo casi todo su poder..., los Green Bands y los comités no dominan. Todavía.

—¿Gracias a Abdollah?

—Naturalmente que por Abdollah. Durante meses, y siguiendo órdenes suyas, la Policía de Tabriz estuvo apoyando en secreto a Jomeiny. La única diferencia que hay entre la época del Sha y la de Jomeiny es que, ahora, los retratos de aquél han sido sustituidos por los de éste. Se han quitado los emblemas del Sha de todos los uniformes y el dominio de Abdollah es más férreo que nunca. —Una corriente helada entró por la portezuela entreabierta—. Los de Azerbaiján son de una casta traicionera y cruel, los Shas Qajar procedían de Tabriz, y también el Sha Abbas, que construyó Esfahan e intentó asegurarse la longevidad asesinando a su hijo mayor y cegando a otro...

Hashemi Fazir vigilaba el automóvil a través de la ventanilla, esperando que el Khan Abdollah aceptara su propuesta. Se sentía mejor y más confiado ahora de que vería el Día Santo esa semana de lo que estuvo el domingo anterior, al anochecer, cuando el general Janan irrumpió en su Cuartel General con la orden de disolver el Servicio Secreto Interno y de tomar posesión de las cassettes y de Rakoczy. Durante toda aquella noche se había vuelto loco pensando en qué podía hacer. Más tarde, al día siguiente, cuando salió de su casa al amanecer, pudo darse cuenta de que era seguido por unos hombres; durante toda la mañana, su mujer y sus hijos anduvieron vagando por las calles. Hasta primera hora de la tarde no logró deshacerse de sus seguidores. Para entonces, uno de los jefes de su secreto «Groop Four» estaba esperando en una casa segura y aquella noche, cuando el general Janan bajó su limusina blindada para entrar en su hogar, un coche cercano cargado de explosivo plástico le hizo volar en pedazos junto a dos de sus ayudantes más cercanos.

La casa quedó totalmente destrozada y en ella murieron su mujer, sus tres hijos y siete sirvientes, así como su anciano padre, postrado en el lecho. Algunos vieron alejarse corriendo a varios hombres que gritaban consignas mujadin-izquierdistas. Tras ellos dejaban una estela de panfletos toscamente escritos: Muerte a SAVAK ahora SAVAMA.

En las primeras horas de esa misma mañana, media hora después de que Abrim Pahmudi abandonara discretamente el lecho de su amante más secreta, unos hombres crueles la habían visitado. Se oyeron más eslóganes izquierdistas y el mismo mensaje quedó en las paredes, escrito con la sangre, el vómito y las heces de la mujer.

A las nueve de aquella misma mañana él acudió, previa solicitud de entrevista, a presentar sus condolencias a Abrim Pahmudi por ambas tragedias... Naturalmente, él se había enterado por el Servicio Secreto Interno. A modo de pishkesh le llevó parte del testimonio de Rakoczy, la suficiente para tener algún valor, como si se tratara de información llegada a sus manos por otros conductos...

—Estoy seguro, Excelencia, de que si me permitiera reanudar mi trabajo, obtendría mucha más información. Y si mi departamento se viera honrado con su confianza y se me permitiera operar como antes, pero informándole únicamente a usted y a ningún otro poder, podría evitar hechos tan detestables y, acaso, hacer desaparecer a estos terroristas de la faz de la tierra.

Mientras se encontraba allí, un ayudante entró precipitadamente, fuera de sí, para informar que los terroristas habían asesinado a uno de los ayatollahs más importantes en Teherán, con otro coche bomba, y que el Comité Revolucionario requería la presencia de Pahmudi. Éste se levantó rápidamente, no sin antes revocar la orden anterior.

—Estoy de acuerdo con usted, Excelencia Coronel. Treinta días. Dispone de treinta días para demostrarme su valía.

—Gracias, Excelencia. Me siento abrumado por su confianza y puede estar seguro de mi lealtad. ¿Podrían entregarme a Rakoczy?

—¡Ese perro, el general Janan, le dejó escapar!

Luego, había acudido al aeropuerto a reunirse con Robert Armstrong en el «125». Una vez en el aire, había reído a más y mejor. Era la primera vez que un coche bomba por control remoto se había utilizado en Irán.

—Te aseguro, Robert, que es de lo más eficaz —dijo con jovialidad—. Esperas a cien metros de distancia hasta asegurarte de que se trata de él, después, sólo tienes que accionar un artilugio que no es mayor que un paquete de cigarrillos y... ¡buuumm!, te has librado de otro enemigo..., y de su padre. —Se limpió las lágrimas provocadas por su risa, que era contagiosa—. Eso es lo que en realidad acabó con Pahmudi. Sí, y sin el «Group Four» los agredidos hubiéramos sido mi familia y yo.

Había creado el «Group Four» a partir de una sugerencia de Armstrong, que él había elaborado y perfeccionado. Reducidos equipos de hombres y mujeres seleccionados, entrenados a fondo en las tácticas antiterroristas más modernas, todos pagados con generosidad y bien protegidos, ninguno de ellos iraní, y cada grupo desconociendo a los integrantes de las otras células. Indefectiblemente, todos ellos conocían a Hashemi y le profesaban lealtad absoluta. Ese anonimato daba como resultado que, si era necesario algún grupo podía ser usado contra los componentes de los otros grupos, y que, individualmente, todos ellos eran prescindibles y fáciles de remplazar. En el Medio y Lejano Oriente había demasiada pobreza, demasiadas causas traicionadas, demasiado odio, demasiadas creencias, demasiada gente sin techo para que no existiera un verdadero río de hombres, y mujeres, desesperados por un trabajo semejante.

A lo largo de los años, su «Group Four» había ido prosperando, manteniendo en secretos sus golpes, la mayor parte de ellos incluso para Armstrong. Lo miró y sonrió.

—Sin ellos, ya estaría muerto.

—Y probablemente también yo... Me quedé aterrado cuando ese granuja de Janan dijo: «Le concedo un día y una noche por los servicios prestados.» Ese canalla jamás me habría dejado salir de Irán.

—Una gran verdad.

Abajo, a varios miles de metros, la tierra estaba cubierta de una densa capa de nieve y el jet volaba alto, sobre las mantañas. El viaje hasta Tabriz no duraría mucho más de media hora.

—¿Y qué me dices de Rakoczy? ¿Has creído lo que Pahmudi dijo de que había escapado?

—Ni hablar, Robert. Rakoczy era un trueque, un pishkesh. Cuando Pahmudi descubrió que las cintas estaban en blanco y vio el estado en que Rakoczy se encontraba y que ya no tenía ningún valor para él, salvo a modo de pago de favores hechos en el pasado... Es imposible que conociera la relación que existe con tu Petr Oleg Mzytryk. ¿O tal vez sí?

—No es probable... Yo más bien diría que imposible.

—Tal vez se encuentre en el cuartel general soviético... si es que no está muerto ya. Los soviéticos querrán saber cuánto ha revelado..., ¿puede decirles algo?

—Lo dudo, estaba prácticamente a punto. —Armstrong sacudió la cabeza—. Sí, lo dudo. ¿Qué harás ahora que vuelves a ser Mr. Big? ¿Dar a Pahmudi más información de Rakoczy dentro de esos treinta días..., si es que aún vive para contarlo?

Hashemi sonrió ligeramente sin contestar. «Todavía no soy tu Mr. Big —se dijo, ni siquiera estaré seguro hasta tanto Pahmudi no se esté pudriendo en el infierno..., con otros muchos. Es posible que aún haya de utilizar tu pasaporte.» Armstrong se lo había dado antes de despegar y él, por su parte, lo había comprobado con sumo cuidado.

Luego, cerró los ojos y se acomodó, disfrutando del lujo y la conveniencia del jet particular que sobrevolaba ya Qazvin, a sólo un cuarto de hora de Tabriz. Pero no se durmió. Pasó el tiempo reflexionando sobre qué hacer respecto a SAVAMA, Pahmudi y el Khan Abdollah, y también respecto a Robert Armstrong, que sabía demasiado.

A través de la ventanilla de la cabina seguía vigilando el «Rolls», grande, inmaculado y que muy pocos poseían en el mundo. «¡Por Dios y el Profeta, cuantas riquezas —se dijo, deslumbrado ante aquella demostración de la posición y el poder del Khan—. Qué poder para permirtirse hacer ostentación con tal desfachatez de semejante posesión ante los comités, e incluso ante mí. Es evidente que no será fácil doblegar al Khan Abdollah.»

Sabía que allí, en el avión, se encontraban peligrosamente expuestos, eran blancos fáciles si Abdollah ordenara a sus hombre que disparasen contra ellos..., mas dio de lado semejante posibilidad ya que ni siquiera el Khan Abdollah se atrevería a perpretar un asesinato tan a las claras de tres Infieles, un jet y él mismo. Pero por si acaso al Khan se le hubiera ocurrido preparar un «accidente», dos equipos del «Group Four» se encontraban ya en camino por carretera, uno para Abdollah, en persona y el otro para su familia, grupos que sólo se detendrían ante una palabra clave dada por él personalmente. Sonrió. Robert Armstrong le había dicho en cierta ocasión que, en los viejos tiempos, un castigo chino para una personalidad importante era: «muerte y para todas sus generaciones.»

—Me gusta eso, Robert —le había dicho—. Tiene estilo.

Vio abrise la portezuela delantera del coche. Ahmed bajó enarbolando de forma extraña la metralleta. Luego, se acercó a la portezuela trasera y la abrió para Abdollah.

—Ganas el primer asalto, Hashemi —dijo Armstrong y se dirigió a la cabina como habían acordado—. Muy bien, capitán, seremos tan breves como podamos.

Los dos pilotos, reacios, se deslizaron, fuera de la cabina y, endosándose sus parkas, salieron presurosos al ambiente frío y bajaron la escalerilla. Saludaron al Khan con cortesía. Éste con escueto ademán, les indicó la parte posterior del coche, y empezó a subir la escalerilla, seguido de Ahmed.

—Salaam, Alteza. La Paz sea contigo —dijo calurosamente Hashemi, recibiéndole en la puerta, una cortesía que no le pasó inadvertida a Abdollah.

—Y contigo, Excelencia Coronel.

Se estrecharon la mano. Abdollah pasó junto a él, entró en la cabina, con los ojos clavados en Armstrong, y se acomodó en el asiento más cercano a la salida.

—Un colega mío —presentó Hashemi, tomando asiento frente al Khan—. Robert Armstrong, inglés.

—Ah, sí, la Excelencia que habla farsi mejor que mi Ahmed y que es famoso por su memoria..., y por su crueldad, ¿no?

Detrás de él, Ahmed había corrido la gruesa cortina sobre la portezuela que daba al exterior y permanecía con la espalda pegada a la carlinga, en guardia, con el arma preparada aunque no de forma descortés.

Armstrong sonrió.

—Fue una broma del coronel, Alteza.

—No estoy de acuerdo. Incluso en Tabriz hemos oído hablar del experto de la «Special Branch», doce años al servicio del Sha y perro servil de sus perros serviles —dijo Abdollah con tono despreciativo en farsi—. He leído su expediente.

La sonrisa de Armstrong se desvaneció y tanto él como Hashemi se pusieron tensos ante unos malos modos tan impudentes.

Volvió a clavar los negros ojos en Hashemi, completamente seguro de que su plan daría resultado. A una señal suya, Ahmed los mataría, colocaría un artefacto explosivo en el avión, enviaría de nuevo a los dos pilotos al avión con la orden de un despegue apresurado.., y su muerte en llamas. Algo que nada tendría que ver con él, como es la Voluntad de Dios. Y él, por su parte, después de una conversación tan fructífera durante la que había prometido «su pleno apoyo al Gobierno central», mostraría una profunda tristeza.

—De manera, Excelencia, que volvemos a encontrarnos —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti? Sé que, desafortunadamente, tu tiempo es breve entre nosotros.

—Acaso sea, Alteza, lo que yo pueda hacer por ti. Acas...

—Ve al grano, coronel —dijo el Khan con aspereza, ya en inglés, absolutamente seguro de sí mismo—. Tú y yo nos conocemos, podernos prescindir de halagos y cumplidos e ir al quid de la cuestión. Estoy muy ocupado. Si hubieras tenido la cortesía de acudir a mi coche, solo, yo hubiera estado más confortable y hubiéramos podido hablar tranquilamente en privado. Ahora, ve al grano.

—Quiero hablar contigo de tu controlador, el coronel general Petr Oleg Mzytryk —dijo Hashemi con dureza aunque se sintió súbitamente aterrado ante la posibilidad de que hubiera podido caer en una trampa y que Abdollah fuera partidario secreto de Pahmudi—, y de tus ya remotas relaciones con la KGB a través de Mzytryk, nombre clave Alí Khoy.

—¿Controlador? ¿Qué controlador? ¿Quién es ese hombre? —se escuchó decir Abdollah aunque estaba gritando: «No puedes saber eso, imposible, no puedes...» Casi ahogado por los latidos de su corazón, vio abrirse la boca del coronel y decir otras cosas que lo empeoraban todo, lo empeoraban al máximo y, lo que era aún más terrible, hacían trizas todo su plan. Si el coronel hablaba con tanta libertad de semejantes secretos delante del extranjero y de Ahmed, era porque tales secretos estaban grabados en alguna parte y puestos a buen recaudo para ser conocidos por el Comité Revolucionario y por sus enemigos en caso de «accidente».

—Tu controlador Petr Oleg —le espetó de nuevo Hashemi al darse cuenta del cambio sufrido por él y presionando para obtener ventaja—, que tiene su dacha junto al lago Tzvenghid, en la Place of Hidden Valley, al este de Tbilisi, nombre clave Alí Khoy, el tuyo es Iv...

—Espera —dijo Abdollah con voz gutural y el rostro lívido..., ni siquiera Ahmed sabía eso, no debía saberlo—. Yo..., yo... dame un poco de agua.

Armstrong indicó un movimiento para levantarse al mismo tiempo que Ahmed le apuntaba con el arma.

—Siéntese, por favor, Excelencia, yo se la traeré. Abróchense ustedes dos los cinturones.

—No hay nec...

—¡Háganlo! —gruñó Ahmed agitando el arma, irritado ante el cambio de expresión y táctica del Khan y dispuesto a poner en práctica por sí mismo el otro plan—. ¡Abróchense los cinturones!

Obedecieron. Ahmed se encontraba cerca del depósito de agua y llenó un vaso de plástico se lo pasó al Khan. El hombre parecía haberse encogido ante sus propios ojos. Estaba terrriblemente pálido y respiraba con dificultad.

El Khan terminó de beber el agua y miró a Hashemi, sus ojillos inyectados en sangre detrás de los cristales. Se quitó las gafas y las limpio con aire ausente, intentando recuperar su fortaleza. Todo parecía requerir más tiempo del habitual.

—Espérame en el coche, Ahmed.

Ahmed obedeció inquieto. Armstrong se desabrochó el cinturón y echó de nuevo la cortina. Por un momento el Khan se sintió mejor, al haberle despejado algo la cabeza la ráfaga de aire helado que había entrado.

—Veamos, ¿qué es lo que quieres?

—Tu nombre clave es Ivanovitch. Desde enero de 1944 has estado trabajando como espía y colaborador de la KGB. En aquella época tu...

—Todo mentiras. ¿Qué es lo que quieres?

—Quiero entrevistarme con Petr Oleg Mzytryk. Quiero interrogarle a fondo. Y en secreto.

El Khan escuchó las palabras y reflexionó sobre ellas. Si ese hijo de perro conocía el nombre clave de Petr y el suyo propio, y también lo del Hidden Valley, y lo de enero del 44, cuando viajara secretamente a Moscú para incorporarse a la KGB, estaría también al corriente de otras cuestiones más punibles. El hecho de que él mismo estuviese trabajando para ambos lados por el bien de su Azerbaiján poco importaría a los asesinos de la derecha o de la izquierda.

—¿Qué recibiría a cambio?

—Absoluta libertad para actuar en Azerbaiján..., siempre que lleves a cabo cosas buenas para Irán..., y unas relaciones firmes de trabajo conmigo. Te daré información que pondrá literalmente en tus manos a tudehs, izquierdistas y kurdos..., y te daré pruebas de cómo te están engañando los soviéticos. Por ejemplo, has sido declarado Sección 16/a.

El Khan se le quedó mirando boquiabierto. Los oídos le zumbaban clamorosamente.

—No puedo creerlo.

—De inmediato. Petr Oleg Mzytryk ha firmado ya la orden —le aseguró Hashemi.

—Pr... pruebas, quie... quiero pruebas —dijo prácticamente ahogándose.

—¿Acaso no tienes planeado ir hoy o mañana a Tbilisi invitado por él? Jamás hubieras regresado. La historia sería que habías escapado de Irán. Te denunciarían. Tus posesiones serían confiscadas y tu familia deshonrada... y entregada a los mollahs —Ya que Hashemi estaba seguro de tener a Abdollah en sus manos, lo único que le preocupaba era el estado de salud de aquel hombre. Vio que su cabeza sufría una ligera sacudida espasmódica, su cara, normalmente atezada, estaba pálida, con una extraña rojez alrededor de los ojos y de las sienes. Tenía hinchada la vena de la frente—. Más vale que no vayas al Norte o, que dobles tu guardia. Puedo hacer un trueque con Petr Oleg... o, mejor aún, puedo permitirte que lo rescates y... Bien, existen muchas soluciones si me hago con él.

—¿Qué... qué quieres de él?

—Información.

—¿Tendría yo... tendría yo parte en ella?

Hashemi sonrió.

—¿Por qué no? Entonces, ¿de acuerdo?

La boca del Khan se movió, aunque sin emitir sonidos.

—Lo intentaré —dijo al fin.

—No —dijo el coronel tajante, pensando que había llegado el momento del golpe de gracia—. No. Dispones de cuatro días. Volveré el sábado. El sábado a mediodía estaré en tu palacio para hacerme cargo de la entrega. O, si lo prefieres, puedes entregarlo tú mismo, en secreto, en esta dirección. —Puso un papel sobre la mesa que había entre ellos—. 0 tienes una tercera alternativa: me dices el momento y el lugar por el que cruza la frontera y yo me haré cargo de todo. —Se desabrochó el cinturón y se puso en pie—. Cuatro días, Ivanovitch.

La furia de Abdollah casi le hizo estallar los tímpanos. Intentó levantarse sin lograrlo. Armstrong le ayudó a ponerse en pie y Hashemi se acercó a la cortina pero, antes de correrla, sacó su automática de la funda.

—Dile a Ahmed que no nos moleste.

El Khan, se a su debilidad, permaneció en pie en la puerta abierta e hizo lo que se le había ordenado. Ahmed se encontraba al pie de la escalerilla, apuntando con el arma. El viento había cambiado de dirección, soplando en aquellos momentos hacia el otro extremo de la pista. Había aumentado considerablemente.

—¿Es que no has oído a Su Alteza? —dijo el coronel—. Todo está en regla pero necesita que lo ayuden. —Mantuvo el tono tranquilizador de su voz—. Tal vez sería conveniente que viera a un médico lo antes posible.

Ahmed se sentía desconcertado, sin saber qué hacer. Allí estaba su amo, evidentemente peor que antes, pero aquí estaban los hombres causantes de ello..., los hombres que debían morir.

—¡Ayúdame a llegar al coche, Ahmed! —dijo el Khan con una maldición, y eso lo dejó solventado todo.

Obedeció al punto. Armstrong lo sujetó por el otro lado y juntos bajaron la escalerilla. Los pilotos salieron presurosos y corrieron hacia el avión, mientras Armstrong ayudaba a instalar al enfermo en el asiento. Abdollah se acomodó con dificultad mientras Armstrong se sentía más indefenso de lo que nunca lo estuvo, allí solo, en campo abierto, mientras Hashemi se encontraba seguro en la puerta de la cabina. Los motores del jet se pusieron en marcha.

—Salaam, Alteza —dijo—. Espero que se reponga por completo. —Más vale que abandonen rápidamente nuestras tierras —le advirtió el Khan. Luego al conductor—: Regresemos a palacio.

Armstrong estuvo viendo alejarse al coche y luego se volvió. Observó la extraña sonrisa de Hashemi, la automática apenas disimulada en su mano y, por un instante, creyó que el hombre iba a disparar contra él.

—¡Apresúrate, Robert!

Subió corriendo los escalones con las piernas heladas. El copiloto había pulsado ya el botón de «Retracción de Escalerilla». Una vez arriba, la portezuela se cerró y en seguida se pusieron en movimiento. Con el calor y la intimidad, volvió de nuevo a la vida.

—Hace frío ahí fuera —dijo.

Hashemi no le prestó atención.

—Despegue lo más pronto que pueda, capitán —ordenó, en pie detrás de los pilotos.

—Tendré que rodar hacia atrás, señor. No me atrevo a seguir esta dirección con el viento en cola.

Hashemi maldijo al tiempo que escudriñaba por las ventanillas de la carlinga. El otro extremo de la pista parecía encontrarse a un millón de kilómetros mientras el viento removía la nieve amontonada. Utilizar la rampa de salida adecuada les llevaría cerca de la zona de aparcamiento terminal. Tendrían que atravesarla y utilizar la rampa opuesta hasta el punto de despegue. El «Rolls» aceleraba en dirección a la terminal. Pudo ver hombres armados reuniéndose para recibirlo.

—Hágalo rodar hacia atrás por la pista y realice un despegue de espacio reducido.

—Eso sería en extremo irregular sin la autorización de la torre —dijo John Hogg.

—¿Acaso prefiere una bala en la cabeza o una cárcel SAVAK? Esos hombres son hostiles. ¡Hágalo!

Hogg pudo ver las armas. Accionó el botón transmisor.

—Eco Tango Lima Lima solicitando permiso para retroceder —dijo, aunque no esperaba respuesta alguna... Desde que salieran del espacio aéreo de Teherán no la había habido en toda la ruta, como tampoco contacto con aquella torre. Hizo retroceder el jet a la pista, deslizándose, abrió algo más el acelerador, manteniéndose al costado izquierdo, paralelo a las marcas de su aterrizaje—. Torre, aquí Eco Tango Lima Lima retrocediendo. —Gordon Jones, el copiloto lo estaba comprobando todo preparándose para dirigirse hacia Teherán. Vio al «Rolls» detenerse en la terminal, y a todos los hombres rodeándolo.

—Gire..., tan rápido como pueda, hay mucha pista —dijo Hashemi.

—Tan pronto como pueda, señor —repuso cortésmente John Hogg aunque para sus adentros se decía: «Condenado estúpido, coronel quienquiera que seas, estoy más que ansioso por subir al Salvaje Cielo, pero he de hacer un esfuerzo por alcanzarlo.» Ya en el coche se había dado cuenta de la hostilidad de los hombres y, en Teherán, del nerviosismo de Mclver. Pero la Torre de Teherán le había dado inmediatamente la salida, concediéndole prioridad como si en su aparato viajara el propio Jomeiny. «¡Maldición, qué cosas llegamos a hacer por Inglaterra y una pinta de cerveza!» Sentía en las manos y en los pies la nieve, el hielo y lo resbaladizo de la superficie sobre la que rodaba. Aflojó un poco el acelerador.

—¡Mira! —dijo el copiloto. Un helicóptero atravesaba el espacio aéreo, a un kilómetro más o menos por debajo de ellos—. ¿No es un «212»?

—Sí, pero no parece que se dirija aquí —respondió Hogg, barriendo constantemente con la mirada.

En la terminal, otro coche se incorporó a los hombres que rodeaban el «Rolls»; delante de ellos, hacia la izquierda había un centelleo de luz; ahora el «212» quedaba oculto tras una colina; a la derecha, una bandada de pájaros; todas las agujas se mantenían en orden en el «Verde»; tenían combustible más que suficiente; la capa de nieve no era demasiado gruesa, otra de hielo por debajo; ojo con el montón que hay delante; desvíate un poco a la derecha; la sintonización de la radio es correcta; todavía tenemos el viento en cola; hacia el Norte se están formando nubes de tormenta; atrás un pelo el motor izquierdo.

Hogg corrigió el balanceo renqueante ya que el avión reaccionaba en exceso sobre la superficie helada.

—Tal vez sería preferible que regresara a su asiento, coronel —dijo.

—Ascienda lo más rápidamente posible. —Hashemi volvió a su asiento. Armstrong atisbaba por la ventanilla la terminal—. ¿Qué hacen ésos, Robert? ¿Algún problema? —preguntó.

—Aún no. Enhorabuena..., manejaste a Abdollah con una gran habilidad.

—Si es que cumple.

Ahora que todo había pasado, Hashemi sentía un ligero malestar. «Esta vez la muerte me ha rozado demasiado», se dijo. Se abrochó el cinturón, luego se lo quitó, sacó la automática del bolsillo lateral, le puso el seguro y la enfundó en la pistolera que colgaba de su hombro. Sus dedos rozaron el pasaporte británico que llevaba en el bolsillo interior. «Podría ser que después de todo no lo necesitara —pensó—. Formidable. No me hubiera gustado nada deshonrarme utilizándolo.» Encendió un cigarrillo.

—¿Crees que durará hasta el sábado? Pensé que le iba a dar un ataque.

—Hace años que está tan gordo y tan repugnantemente achacoso.

Armstrong sintió la violencia oculta en aquellas palabras. Hashemi Fazir siempre era peligroso, siempre estaba al borde de la explosión, su fanático patriotismo mezclado siempre con el desprecio de la mayoría de los iraníes.

—Lo manejaste de una manera fantástica —repitió, mirando de nuevo por la ventanilla.

El «Rolls» y el otro coche, así como los hombres que rodeaban a ambos, se encontraban ya muy alejados y casi ocultos por las dunas de nieve, pero entre ellos podían ver muchas armas y, de vez en cuando, a alguien que apuntaba en su dirección. «Vamos, por Dios, asciende», se dijo.

—Coronel —la voz de Hogg les llegó a través del intercomunicador—, ¿podría venir aquí un momento, por favor?

Hashemi se desabrochó el cinturón y fue a la carlinga.

—Allí, señor —dijo Hogg señalando hacia la derecha, más allá del final de la pista, hacia un grupo de pinos, delante del bosque—. ¿Qué le parece eso? —La minúscula luz empezó de nuevo a parpadear—, Dice SOS.

—Mira adelante y hacia la derecha, Robert —dijo Hashemi.

Los cuatro hombres concentraron su atención. La luz repitió el SOS de nuevo.

—Es un SOS, señor, sin duda alguna —afirmó Hogg—. Puedo contestarles —añadió señalando una pesada linterna de señales, de reglamento que llevaba para casos de emergencia y poder encender luces «Verde» o «Roja» por si la radio fallaba.

—¿A ti qué te parece, Robert? —dijo de nuevo Hashemi.

—¡Desde luego es un SOS!

El «125» corría por la pista en dirección a la señal. Esperaron y, finalmente, vieron salir de entre los árboles a tres diminutas figuras, dos hombres y una mujer con chador. Y también vieron sus armas.

—Es una trampa —dijo Hashemi al punto—. No se acerque más, ¡dé la vuelta!

—¡No puedo! —exclamó Hogg—. ¡No tengo pista suficiente! —Aflojó algo más el acelerador. El jet rodaba muy de prisa paralelo a las rodadas de su llegada. Podían ver a las figuras agitando sus armas.

—¡Salgamos de aquí con mil demonios! —gritó Armstrong.

—Tan pronto como me sea posible, señor. Sería mejor que volviera a su asiento, coronel, es posible que demos algunos tumbos —dijo Hogg con tono inmutable. Luego, relegó a ambos de su mente—. No pierdas de vista a esos estúpidos de ahí ni a la terminal, Gordon.

—De acuerdo, no te preocupes.

El capitán se volvió por un instante para observar el otro extremo de la pista, calculó que aún no se encontraban lo bastante lejos, pero hizo retroceder algo el acelerador y tocó los frenos. El deslizamiento comenzó, entonces, los aflojó manteniéndo el jet lo más recto posible mientras el viento cambiaba. Ahora ya eran más grandes las siluetas que se encontraban junto a los árboles.

—Tienen un aspecto desastroso, yo diría que son gentes tribales. —Gordon escudriñó la terminal—. El «Rolls» se ha ido pero hay un coche que viene en nuestra dirección por la rampa.

Ahora ya sujetando el acelerador. Demasiado de prisa para girar. —¡Cielos, creo que... creo que uno de esos tres ha disparado! —dijo Jones, subiendo un tono la voz.

—Allá vamos —dijo Hogg por el micrófono. Frenó, lo sintió deslizarse, lo contuvo y luego inició su giro a la derecha a lo ancho de la pista, el ímpetu haciéndoles patinar y el viento todavía en contra.

En la cabina, Armstrong y Hashemi trataban de mantenerse firmes, mirando por las ventanillas. Pudieron ver a una de las figuras corriendo hacia ellos, agitando el arma.

—Somos una diana perfecta —farfulló Armstrong. Sintió deslizarse al jet en el giro, sin tracción, y maldijo.

En la carlinga, Hogg silbaba con tono monótono. El jet recaló sobre las huellas que dejaran al aterrizar mientras seguía deslizándose, el otro extremo de la pista orillado por dunas densas y sólidas. No se atrevía a acelerar, esperando con la boca seca, ansioso de que el aparato adquiriera velocidad por sí solo y ascendiera. Pero no lo hizo, siguió deslizándose, las ruedas inutilizadas, los frenos peligrosos, los motores gruñendo y hielo por debajo de la superficie.

Las dunas de nieve iban acercándose de forma inexorable, cada vez más. Hogg podía ver los bordes de hielo dentado, capaces de desgarrar cualquier cosa. No podía hacer otra cosa que esperar. Y entonces una ráfaga de viento azotó el sector de cola, golpeándolo y, aunque seguía deslizándose, se puso de cara al viento. Activó ambos motores con delicadeza, observó que el deslizamiento se reducía y, a punto para hacer avanzar los aceleradores hasta lograr cierta velocidad hacia delante, más abiertos y rápido, un mayor control, ahora, el control absoluto. Empujó el acelerador con fuerza contra la barrera. El «125» ascendió, abandonando sus ruedas el suelo. Hogg pulsó la retracción del tren de aterrizaje y se encontraron subiendo más y más.

—Ya pueden fumar si lo desean —dijo lacónico a través del intercomunicador, plenamente satisfecho consigo mismo.

En el aeropuerto, no lejos de los árboles, Ross había renunciado ya a correr y agitar los brazos. Casi se había quedado sin aliento.

—¡Maldito bastardo! —gritó al aeroplano—. ¿Es que no tienes ojos?

Amargamente decepcionado fue a reunirse con los otros que, obedientes, lo esperaban en el lindero del bosque. Sobre los tres planeaba una nube de tristeza. «Tan cerca como ha estado», se dijo. Gracias a los binoculares había visto llegar al Khan, luego subir a bordo y, al cabo de un rato pudo ver a Armstrong bajar la escalerilla, ayudando al Khan a descender.

—Déjame ver, Johnny —le había pedido, ansioso, Azadeh, ajustando luego las lentes a sus ojos—. Dios mío, parece que mi padre esté enfermo..., espero que se encuentre bien. El médico le está diciendo siempre que haga dieta y que se tome la vida con más tranquilidad.

—Se las arregla muy bien, Azadeh —había dicho Ross, procurando evitar una nota sarcástica.

Pero ella se dio cuenta y enrojeció.

—Lo siento mucho —se excusó—. No quería decir... sé que es...

—No me refería a nada en particular —aseguró él, enfocando de nuevo a Armstrong. Estaba fuera de sí de contento de que fuera Armstrong, y empezó a concebir un plan para subir a bordo. Sería muy fácil. ¡Un avión «S-G» como podía verse fácilmente..., y Armstrong! ¡Estamos a salvo! «Pero ahora ya no lo estamos. Nos encontramos en un buen lío —se dijo con una mayor amargura—, arrastrándonos de nuevo por la nieve, sintiéndonos sucios y con ansias de un buen baño. Y, sobre todo, furioso e impotente. Tienen que haber visto el SOS. ¿Acaso escondían la cabeza en el culo? ¿Por qué diablos no han...?

Oyó el penetrante aviso de peligro de Gueng y giró en redondo. A un centenar de metros había un coche que marchaba en su dirección. Regresó corriendo y señaló hacia el bosque.

—¡Por ahí!

Antes ya había hecho un plan. Primero irían al aeropuerto y si no daba resultado se dirigirían a la base de Erikki. Se encontraba a unos seis o siete kilómetros de distancia al sureste de Tabriz. Protegido por los árboles, se detuvo y volvió la vista atrás. El coche frenó al final de la pista y bajaron unos hombres que fueron tras ellos. De pronto, volvieron a subir al coche y se alejaron. Al parecer, consideraron demasiado pesado andar por los montones de nieve.

—Ahora no nos alcanzarán —dijo Ross. Abrió la marcha, adentrándose aún más en el bosque, obligados a avanzar por el primitivo sendero.

A la salida de aquel bosque, se extendían campos helados que en verano darían exuberantes cosechas, en su mayor parte pertenecientes a unos cuantos terratenientes, pese a las reformas agrarias del Sha. Más allá de aquellos campos, proliferaban los barrios bajos de Tabriz. Desde allí se divisaban los minaretes de la Mezquita Azul y el humo de muchas hogueras arrastrado por el viento.

—¿Podemos dar un rodeo a la ciudad, Azadeh?

—Sí —contestó ella—. Aunque es... es un camino muy largo.

Captaron la preocupación que la embargaba. Hasta aquel momento, Azadeh había andado con rapidez y sin una queja. Pero seguía representado un riesgo. Ellos llevaban sobre los uniformes la indumentaria de los hombres tribales. Sus botas cortas podían pasar y también sus armas. Y el chador de ella. Ross la miró sin poder acostumbrarse a lo mucho que la afeaba. Azadeh se dio cuenta de su mirada y trató de sonreír. Comprendió. Tanto en lo que el chador se refería como en la carga que ella representaba.

—Atravesemos la ciudad —dijo Azadeh—. Podemos ir por las calles secundarias. Yo tengo algún... tengo algún dinero y compraremos comida. Tú Johnny, puedes hacerte pasar por caucasiano de, digamos..., de Astara. Y yo por tu mujer. Tú, Gueng, habla gurkali o cualquiera otra lengua extranjera y muéstrate duro y arrogante como los turkomanos del Noreste, podrías muy bien ser uno de ellos. Descienden de los mongoles. Muchos son los iraníes de ese origen. O tal vez debiera comprar algunos pañuelos verdes y convertiros en Green Bands... Esto es cuanto se me ocurre.

—Es una buena idea, Azadeh. Tal vez sea preferible que no vayamos en grupo. Tú, Gueng, síguenos.

—En la calle las mujeres iraníes siguen a sus maridos —dijo Azadeh—. Yo... yo iré unos pasos detrás de ti, Johnny.

—Es un buen plan, memsahib —alabó Gueng—, muy bueno. Guíenos. Azadeh le dio gracias con una sonrisa.

Pronto se encontraron en los mercados y en las calles y bocacalles de los barrios bajos. En una ocasión, un hombre empujó a Gueng con indiferencia. Sin vacilar un instante, éste descargó su puño en la garganta del hombre, derribándole y haciéndole caer en la acequia sin sentido mientras él gritaba y lanzaba juramentos en un dialecto del gurkali. Por un momento el silencio se hizo entre la gente de inmediato, comenzaron los ruidos otra vez y quienes estaban cerca pasaron junto a él con la mirada baja, algunos de ellos haciendo subrepticiamente un signo contra el mal de ojo que se decía echaban todos los que llegaban del Norte, los descendientes de las hordas que no conocían al Único Dios.

Azadeh compró comida a los vendedores ambulantes, pan recién hecho en los kilns, kebab de cabrito asado y carbón y horisht con judías y hortalizas y mucho arroz. Lo devoraron, hambrientos, sentados en bancos rústicos y, al acabar, se pusieron en marcha de nuevo. Nadie les prestó atención. De vez en cuando, alguien pedía a Ross que comprara algo, pero Azadeh intervenía rápidamente protegiéndole bien, con voz áspera y hablando un dialecto local turco. Cuando los almuédanos llamaron para la oración de la tarde, Azadeh se detuvo, asustada. Alrededor de ellos, hombres y mujeres buscaban un trozo de alfombra o de cualquier otro material, periódico, cartón o caja para arrodillarse y empezar a rezar. Ross vaciló, luego, viendo su mirada suplicante, simuló que oraba y el momento difícil pasó. En toda la calle, sólo cuatro o cinco permanecieron en pie, Gueng entre ellos, quien se mantuvo recostado contra el muro. Nadie se ocupó de los que seguían en pie. En Tabriz convivían muchas razas y religiones muy diversas.

Siguieron adelante, dirigiéndose hacia el Sureste y llegaron a los suburbios: chabolas llenas de basura y porquería, con perros famélicos y el joub como única alcantarilla. Los chamizos desaparecerían pronto, empezarían los campos y los huertos, luego, el bosque y después, la carretera general a Teherán la cual ascendía, en un continuo zigzagueo, hasta el desfiladero que les conduciría hasta Tabriz Uno. Ross no sabía lo que podría hacer allí cuando llegara pero Azadeh le había dicho que conocía varias cuevas en las que podrían ocultarse hasta que algún helicóptero aterrizara.

Finalmente, dejaron atrás los últimos cuchitriles y enfilaron por el tosco sendero flanqueado de nieve y andando sobre la superficie helada, llena de baches traicioneros y sembrada de excrementos de mulas y asnos, uniéndose a otras gentes que también avanzaban con gran trabajo, éstos conduciendo burros con una agobiante carga; otros, encorvados bajo el peso de su propia carga, aquéllos, defecando, hombres, mujeres y niños, con un puñado de nieve en la mano izquierda; aquí y allá gentes políglotas, hombres tribales, nómadas ciudadanos..., personas, en fin, que sólo tenían en común su pobreza y su orgullo.

Azadeh se sentía muy cansada, y comenzaba a acusar la tensión sufrida al tener que atravesar la ciudad... Temiendo en todo momento cometer un error o que los descubrieran; loca de preocupación por Erikki y también de llegar a la base para encontrarse..., ¿con qué? «Ansha'Allah —se decía una y otra vez—. Dios te protegerá, y también a él y a Johnny.

Cuando llegaron al cruce del sendero con la carretera general de Teherán, pudieron ver Green Bands y hombres armados junto a una barricada improvisada, escudriñando en los vehículos y observando a la gente que pasaba. No había forma de evitarlos.

—Ve tu primero, Azadeh —susurró Ross—. Espéranos en la carretera, bien arriba... Si nos detienen, no intervengas, sigue adelante, dirígete a la base. Nos separaremos, es más seguro. —La sonrió—. No te preocupes.

Azadeh asintió, con la cara aún más pálida por el miedo, y echó a andar. Llevaba la mochila de él. Al salir de la ciudad, había insistido en hacerlo.

—No tienes más que mirar a todas las demás mujeres, Johnny. Si no llevo algo, llamaré muchísimo la atención.

Los dos hombres esperaron y luego se acercaron al borde del camino y orinaron sobre la nieve. La gente pasaba por su lado chapoteando. Algunos los maldijeron mientras los trataban de Infieles. Uno o dos hicieron cábalas sobre ellos... Inconcebible, estaban orinando en dirección a La Meca, algo que ningún musulmán haría jamás.

—Una vez que ella haya pasado, te toca a ti, Gueng. Yo te seguiré dentro de diez minutos.

—Más vale que vayas tú delante —musitó Gueng—. Yo soy un turcomano.

—Muy bien. Si me detienen, no intervengas. Procura escurrirte durante el jaleo y llévala a un sitio seguro. No me falles.

El hombrecillo hizo una mueca sonriente mostrando sus dientes muy blancos.

—No falles tú, sahib. Aún te queda mucho por hacer antes de que seas un «Señor de la Montaña».

Gueng miró hacia la barricada que se hallaba a un centenar de metros. Vio que le tocaba el turno a Azadeh. Uno de los Green Bands le dijo algo, y al ver que ella seguía con la mirada baja, le hizo ademán de que pasara.

—No me esperes en la carretera, sahib. Tal vez atraviese los campos. No te preocupes por mí, yo te seguiré.

Se abrió paso entre los caminantes y se incorporó a la riada de gente que volvía a la ciudad. Después de andar unos cien metros, se sentó sobre un cajón volcado y se desató el cordón de la bota como si le hiciese daño. Tenía los calcetines hechos jirones pero eso importaba poco. Las plantas de sus pies eran como el hierro. Con toda parsimonia, volvió a atarse el cordón de la bota, disfrutando al imitar a un turcomano.

En la barricada, Ross se incorporó a quienes se iban de Tabriz. Observó que por allí rondaban policías junto con los Green Bands, vigilando a la gente. Ésta se mostraba irritable, fastidiada como siempre ante cualquier tipo de autoridad y ante cualquier violación a su derecho a ir adonde, como y cuando les placiera. Muchos se mostraron abiertamente furiosos y algunos casi llegaron a la violencia física.

—¡Tú! —le interpeló un Green Band—, ¿dónde están tus papeles? Ross escupió al suelo, furioso.

—¿Papeles? Mi casa se ha incendiado, mi mujer ha muerto abrasada y también mi hijo, y todo por culpa de esos perros izquierdistas. No me queda nada, sólo esta pistola y algo de munición. Es la Voluntad de Dios. Bueno, ¿y por qué no vais vosotros y prendéis fuego a los satanistas y hacéis el Trabajo de Dios en vez de detener a hombres honrados?

—¡Nosotros somos honrados! —dijo el hombre, enfadado—. Y estamos haciendo el Trabajo de Dios. ¿De dónde eres?

—De Astara. Astara, en la costa. —Dejó que su malhumor se explayara—. Astara. ¿Y tú?

El hombre que le seguía en la cola y el de más atrás empezaron a maldecir y a indicarle al Green Band que se apresurara y no les hiciera esperar con aquel frío. Un policía se estaba abriendo camino en dirección a ellos por lo que Ross decidió arriesgarse y se abrió paso con otro juramento, el hombre de atrás le siguió y también el siguiente y al fin se encontraron alejados. El Green Band, malhumorado les gritó una obscenidad y luego siguió examinando a los siguientes de la cola.

Ross necesitó algún tiempo para recuperar el ritmo normal de su respiración. Se esforzó por no apresurarse mientras miraba en derredor. Ni rastro de Azadeh. Ya circulaban coches y camiones, rechinando con el descenso o bajando demasiado aprisa, lo que obligaba a la gente a apartarse de vez en cuando, con la inevitable retahíla de maldiciones. El hombre que iba detrás de él en la cola, andaba ahora a su lado, mientras que los demás caminantes se iban desperdigando, por senderos laterales que les llevaban a los chamizos que había junto a la carretera o a las aldeas del interior del bosque. Era un hombre de mediana edad con un rostro curtido, de facciones vigorosas, pobremente vestido y con el fusil a punto.

—Ese Green Band es un hijo de perro —dijo con acento gutural—. Tienes razón, Agha, deberían estar haciendo el trabajo de Dios y no el del Khan Abdollah.

Ross se puso inmediatamente en guardia.

—¿De quién?

—Yo soy de Astara y por tu acento sé que tú no eres de Astara, Agha. Los de allí nunca orinan de cara a La Meca y tampoco de espaldas a La Meca... En Astara todos somos buenos musulmanes. Por la descripción que han hecho de ti, tú debes de ser el saboteador a quien el Khan ha puesto precio a su cabeza.

La voz del hombre era tranquila, curiosamente cordial. El viejo fusil «Enfield» seguía colgado de su hombro.

Ross no dijo palabra, se limitó a gruñir sin variar el paso.

—Si, el Khan ha puesto un buen precio a tu cabeza. Muchos caballos, un rebaño de ovejas, diez o más camellos. El rescate de un Sha para gente corriente. Y será mejor si te entregan vivo que muerto porque, entonces, serán más caballos, y ovejas y camellos, suficiente para toda la vida. Pero, ¿dónde está la mujer Azadeh, la hija, esa hija que tú y el otro hombre secuestrasteis?

Ross lo miró boquiabierto y el hombre rió entre dientes.

—Debes de estar muy cansado para descubrirte con tanta facilidad. —De repente, sus rasgos se endurecieron, echó mano al bolsillo de su vieja chaqueta y sacó un revólver que hundió en el costado de Ross—. Adelántate un paso, no corras ni hagas nada o te meteré una bala en la espalda. Y ahora, ¿dónde está la mujer? También ofrecen una recompensa por ella.

En aquel momento, un camión procedente del desfiladero patinó al tomar la curva que tenía delante, fue dando tumbos hasta el lado contrario de la carretera y cargó contra ellos al tiempo que tocaba la bocina ruidosamente. La gente huyó despavorida. Los reflejos de Ross actuaron con rapidez: se fue hacia un lado, empujó al hombre en el costado con el hombro y le hizo caer bajo el camión. Las ruedas delanteras pasaron sobre él y luego las traseras. El camión frenó entre chirridos a una distancia de unos cuarenta metros.

—¡Dios nos proteja! ¿Habéis visto eso? —exclamó alguien—. Se puso delante del camión.

Ross arrastró el cuerpo fuera de la carretera. El revólver había desaparecido entre la nieve.

—¡Ah! ¿Es tu padre el sacrificado de Dios, Agha? —preguntó una vieja.

—No... no —dijo Ross hablando con dificultad, dominado por el pánico. Todo había sucedido muy de prisa—. Yo..., es un extraño. No lo conozco.

—¡Por el Profeta! Hay que ver lo descuidados que son los peatones. ¿Es que no tienen ojos? ¿Está muerto? —dijo el conductor del camión acercándose colina arriba—. Dios es testigo de que se puso en mi camino como todos habréis podido ver. Tú —añadió dirigiéndose a Ross—, tú estabas a su lado, debes de haberlo visto.

—Sí, sí..., ha sido como dices. Yo estaba detrás de él.

—Es la Voluntad de Dios. —El camionero se alejó satisfecho, todo en orden y liquidado—. Su Excelencia lo ha visto. Insha'Allah.

Ross se abrió camino entre los pocos que se habían molestado en detenerse y subió por la colina, no demasiado de prisa aunque tampoco excesivamente despacio, haciendo esfuerzos por sobreponerse, y sin atreverse a mirar hacia atrás. Al dar la vuelta a una curva del camino, aceleró el paso, preguntándose si sería acertado reaccionar con tal rapidez, casi sin reflexionar. Pero aquel hombre hubiera vendido a Azadeh, les hubiera vendido a los tres. «Apártalo de tu mente, karma es karma.» Otra curva y ni rastro de Azadeh. Su inquietud aumentó.

La carretera comenzaba a zigzaguear, la ladera era cada vez más empinada. Pasó junto algunos cuchitriles medio ocultos en el lindero del bosque. Por todas partes andaban huroneando perros sarnosos. Ahuyentó a los pocos que se acercaron a él pues solía darse la rabia entre ellos. Otra curva. Estaba empapado en sudor y, de pronto, allí estaba ella, en cuclillas al borde del camino, descansando como cualquiera de los otros doce vejestorios. Azadeh le vio en el mismo instante e hizo un leve movimiento negativo de cabeza poniéndole en guardia. Entonces, se levantó y emprendió de nuevo el camino. Él la siguió a unos veinte metros de distancia. En ese momento, abajo, se escuchó un tiroteo. Se detuvieron, al igual que todos los demás, y miraron hacia allá. No vieron nada. La barricada quedaba muy lejos, atrás, después de muchas curvas, a casi dos kilómetros de distancia. Al cabo de un instante, el tiroteo cesó. Nadie dijo palabra, sino que reanudaron el ascenso aunque, en esta ocasión con mayor apresuramiento. La carretera no era buena. Anduvieron un par de kilómetros más o menos, apartándose para dejar paso a los vehículos. De vez en cuando un autobús pasaba rugiendo y abarrotado de gente mas ninguno paraba. Por aquellos días, podían pasarse horas y más horas esperando, incluso en la propia parada, antes de que hubiera sitio. A veces, los camiones se detenían. Mediante pago, por supuesto.

Más adelante, uno pasó petardeando junto a él y cuando llegó a la altura de Azadeh redujo la velocidad.

—¿Por qué caminar cuando quienes están cansados pueden viajar con la ayuda de Cyrus, el camionero..., y de Dios? —gritó el conductor mirándola con ojos impúdicos al tiempo que daba con el codo a su compañero, un hombre de barba negra, de su misma edad. Hacía ya algún tiempo que venían observándola, admirando el ritmo de sus caderas que ni siquiera el chador podía disimular—. ¿Por qué ha de caminar una flor de Dios, cuando puede estar caliente en un camión o en la alfombra de un hombre?

Azadeh lo miró, lo maldijo con voz gutural y se volvió para llamar a Ross.

—Esposo, este leproso hijo de perro se ha atrevido a insultarme y ha dicho cosas obscenas contra la ley de Dios...

Ross estaba ya a su lado y el conductor se encontró de pronto frente al cañón de una pistola.

—Excelencia... yo le he preguntado si... usted y ella querrían... querrían viajar en el coche —dijo el conductor presa de pánico—. Detrás... detrás hay sitio si su Excelencia quisiera honrar mi vehículo...

El camión iba casi lleno de chatarra, pero, de cualquier forma, era mejor que caminar.

—Compórtate, conductor. ¿Adónde vas?

—A Kazvin, Excelencia, a Kazvin. ¿Querrías hacernos el honor?

El camión no se detuvo pero a Ross le resultó fácil ayudar a Azadeh a subir a la parte trasera. Se acurrucaron juntos, protegiéndose contra el viento. A ella le temblaban las piernas y estaba aterido por el frío y el nerviosismo. Ross le pasó el brazo por los hombros y la mantuvo abrazada.

—Oh, Johnny, si no llegas a estar aquí...

—No te preocupes, no te preocupes —dijo, tratando de transmitirle su calor—. «¿Kazvin? ¿Kazvin? ¿No está a medio camino de Teherán? ¡Pues claro! Seguiremos en el camión hasta Kazvin —se dijo, haciendo acopio de fuerzas—. Después, tal vez podamos viajar en algún otro vehículo o a lo mejor para algún autobús. También podemos robar un coche. Eso será lo que hagamos.»

—El desvío hacia la base está a tres o cuatro kilómetros —dijo Azadeh estremeciéndose entre sus brazos—. A la derecha.

«¿Base? Ah, sí, la base... Y Erikki. Pero hay algo más importante aún: ¿qué ha pasado con Gueng? ¿Qué ha sido de él? Haz trabajar la cabeza. ¿Qué piensas hacer?»

—¿Cómo... cómo es el terreno por allí? ¿Campo abierto y llano? ¿Con desfiladeros? ¿Cómo es?

—Bastante llano. Pronto se llega a nuestra aldea, Abu Mard, desde allí. Y poco después de dejarla atrás, el terreno se allana formando una especie de meseta boscosa donde se encuentra nuestra carretera privada. Luego la carretera general vuelve a subir hacia el desfiladero.

Delante de él podía ver la carretera alejándose zigzagueante; reapareciendo de vez en cuando al doblar una precaria curva de la montaña.

—Podemos bajar al otro lado de la aldea, delante de la meseta, ir dando un rodeo a través del bosque y llegar así a la base. ¿Es posible?

—Sí. Conozco el terreno muy bien. Enseñé... enseñé en la escuela de la aldea y solía llevar a los niños a dar... a dar paseos. Conozco los senderos. —Se estremeció de nuevo.

—Manténte protegida del viento. Pronto entrarás en calor.

El viejo camión avanzaba trabajosamente no mucho más aprisa que si lo hicieran caminando. Pero, de cualquier manera, era preferible a tener que ir andando. Ross seguía rodeando a Azadeh con el brazo y ella, de vez en cuando, dejaba de temblar. A través de las tablas de la trasera del camión pudo ver un coche que se acercaba a ellos a gran velocidad, con las ruedas chirriantes, seguido de un jeep con pintura verde de camuflaje. El conductor del coche no quitaba la mano de la bocina. No había sitio para que el camión pudiera apartarse de manera que el coche se metió por la dirección contraria de la carretera y siguió veloz adelante. «Así te mates», se dijo furioso por el ruido y la increíble estupidez. Había observado, sin demasiado interés, que iba lleno de hombres armados. Y también el vehículo que le seguía, y todos ellos iban de pie en la parte trasera, aferrados a los montantes metálicos. El portón trasero, abierto y colgando, golpeaba de manera salvaje. Al pasar veloz y estruendoso junto a ellos, pudo ver un cuerpo derrumbado a sus pies. En un principio pensó que era el viejo que le amenazó. No. ¡Era Gueng! Los restos de su uniforme resultaban inconfundibles. Así como el kookri que uno de aquellos hombres se había guardado en el cinturón.

—¿Qué pasa, Johnny?

Ross se encontraba junto a ella sin darse cuenta de su presencia, insensible a cuanto le rodeaba, consciente tan sólo de que había fallado al segundo de sus hombres. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre, Johnny?

—Nada. Sólo es el viento.

Se secó las lágrimas y luego, arrodillándose, miró hacia delante. La carretera seguía su zigzagueo, desaparecía y aparecía de nuevo. Lo mismo que el coche y la camioneta. Ahora, ya podía distinguir la aldea. Más allá, la carretera ascendía de nuevo y luego se allanaba, tal como Azadeh dijera. El coche y la camioneta atravesaron la aldea a toda marcha. En el bolsillo llevaba sus prismáticos, pequeños aunque muy potentes. Afirmándose contra los vaivenes del camión, enfocó al coche. Al alcanzar el coche la llanura, aceleró aún más, giró luego a la derecha para enfilar por la carretera que conducía a la base, y finalmente desapareció. Al llegar la camioneta a la encrucijada se detuvo, bloqueando casi toda la carretera por la parte exterior del límite. Media docena de hombres saltaron de ella y se distribuyeron por la carretera, permaneciendo allí, de cara a Tabriz. Luego, la camioneta giró a la derecha y desapareció detrás del coche.

El camión en el que ellos viajaban redujo la velocidad al cambiar el conductor a tercera, con gran estruendo. Precisamente delante había una pendiente corta, muy empinada. Cerca de ella, un sendero y ningún peatón por aquella parte.

—¿Adónde conduce esto, Azadeh?

Ella se arrodilló y miró hacia donde él señalaba.

—A nuestra aldea, Abu Mard —dijo ella—. Va de un lado a otro pero es allí donde termina.

—Prepárate a saltar..., allí delante hay otro control.

En ese mismo momento, Ross se deslizó por el costado, ayudó a bajar a Azadeh y corrieron rápidos a ocultarse. El camión no se detuvo y el conductor tampoco miró en derredor. Pronto se encontró lejos. Ellos, cogidos de la mano, buscaron presurosos el cobijo de los árboles.

Torbellino
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