CAPÍTULO LV

En la aldea cercana a !a frontera del Norte: 5.30 de la mañana.

A la luz del falso amanecer, Erikki se calzó las botas. Ya estaba preparado con su chaquetón de vuelo, el cuero suave y muy usado, y el cuchillo fuera de la vaina, metido en la manga. Abrió la puerta de la cabaña con suma cautela. La aldea dormía bajo su manto de nieve. En el cobertizo del helicóptero, también reinaba el silencio, pero él sabía que seguiría estrechamente custodiado para intentar nada. Durante todo el día anterior y la noche había realizado experimentos. En cada ocasión, los guardias que se encontraban en la cabina y la carlinga le habían sonreído, vigilantes y corteses. No había manera de dominar a los tres y despejar el terreno. Su única posibilidad era el hacerlo, y lo había estado planeando desde que, hacía dos días, tuvo una confrontación con el jeque Bayazid.

Sus sentidos sondearon la oscuridad. Las estrellas estaban ocultas por tenues nubes. ¡Ahora! Se deslizó con paso firme, a través de la puerta y a lo largo de la hilera de cabañas, dirigiéndose hacia los árboles. De repente, se vio enredado en una red surgida del cielo y luchando por su vida.

Cuatro hombres de la tribu se encontraban en cada esquina de la red utilizada para capturar y domeñar a las cabras salvajes. Con extrema habilidad lo fueron liando con ella, cada vez más estrechamente y aun cuando Erikki aullaba con furia y rompiera con su inmensa fuerza algunas de las cuerdas, pronto se vio impotente sobre la nieve, derrotado. Por un instante permaneció allí, jadeante, para volver a intentar romper las ligaduras, vociferando por su sensación de impotencia. Cuanto más luchaba contra las cuerdas, más parecían apretarse alrededor de su cuerpo. Finalmente, dejó de luchar y quedó tumbado boca arriba, quieto, mientras intentaba recuperar el aliento y mirando en derredor. Se hallaba rodeado. La aldea en pleno estaba despierta, vestida y armada. Era evidente que le habían estado esperando. Jamás había visto o sentido un odio tan intenso.

Fueron necesarios cinco hombres para levantarle y conducirle, en algunos momentos prácticamente arrastrándole, hasta la cabaña donde se celebraban las reuniones. Una vez allí, lo arrojaron brutalmente al suelo cubierto de tierra, frente al jeque Bayazid, que se encontraba sentado sobre pieles, con las piernas cruzadas, en el sitio de honor, cerca del fuego. La cabaña era grande, ennegrecida por el humo v atestada cíe hombres tribales.

—Bien —dijo el jeque—. ¿De manera que te has atrevido a desobedecerme?

Erikki seguía tumbado quieto, recuperando las fuerzas. ¿Qué podía decir?

—Esta noche regresó uno de los dos mensajeros que envié al Khan —Bayazid temblaba de furia—. Ayer por la tarde, cumpliendo las órdenes del Khan, le cortaron la cabeza a mi mensajero en contra de todas las leves de la caballerosidad. ¿Qué me dices a eso? Le degollaron como a un perro. ¡Como a un perro!

—No..., no puedo creer que el Khan hiciera eso —dijo Erikki perplejo—. ¡No puedo creerlo!

—¡Por todos los Nombres de Dios que fue degollado! Está muerto, y nosotros deshonrados ¡Todos nosotros! ¡Yo! ¡Por culpa tuya!

—El Khan es un demonio. Lo siento, pero yo no tengo...

—Nosotros tratamos con el Khan honorablemente, y también a ti te tratamos de la misma manera. Eras botín de la guerra ganada a los enemigos del Khan y a los nuestros, estás casado con una de sus hijas y él posee una riqueza de tantas sacas de oro como pelos tiene una cabra. ¿Qué son para ti diez millones de rials? Usa mota de mierda de cabra. Y lo que es peor, nos ha despojado de nuestro honor. ¡Que Dios descargue la muerte sobre él!

Corrió un murmullo entre quienes miraban y esperaban, sin entender una palabra de inglés, pero captando los hirientes dardos de la ira. De nuevo el sibilante veneno.

—Insha"Allah. Ahora, te soltaremos como querías, a pie y luego te cazaremos. No te mataremos con balas, pero tampoco verás la puesta de sol y tu cabeza será un regalo que enviaremos al Khan.

El jeque repitió la condena en su propia lengua al tiempo que hacía un ademán con la mano. Unos hombres se adelantaron.

—¡Espera, espera! —gritó Erikki, al que el miedo había sugerido una idea.

—¿Quieres suplicar misericordia? —preguntó Bayazid despreciativo—. Creí que eras un hombre..., por eso no ordené que te cortaran el cuello mientras dormías.

—No quiero misericordia, ¡quiero venganza! —rugió Erikki. Se hizo un asombrado silencio—. ¡Para ti y para mí! ¿Acaso no mereces tomarte venganza por este deshonor?

—¿Qué nueva treta es ésta? —dijo, vacilante, el jeque.

—Puedo ayudarte a recobrar tu honor..., sólo yo. Ataquemos el palacio del Khan y venguémonos ambos de él. —Erikki suplicaba a sus antiguos dioses que le concedieran un pico de oro.

—¿Estás loco?

—El Khan es más enemigo mío que tuyo, ¿por qué si no habría de querer deshonrarnos a los dos? Sólo para que te enfurezcas contra mí. Conozco el palacio, puedo introducirte a ti y a quince de tus hombres armados en el patio en un cerrar y abrir de ojos...

—¡Una locura! —se mofó el jeque—. ¿Habría de exponer así nuestras vidas como dementes llenos de hachís? El Khan tiene demasiados guardias.

—Cincuenta y tres disponibles dentro de los muros. No más de cuatro o cinco de guardia a cualquier hora. ¿Sois unos luchadores tan débiles que no podéis habéroslas con cincuenta y tres? Tenemos a nuestro favor el factor sorpresa. El súbito ataque de un comando caído del cielo, una carga implacable para vengar tu honor... Puedo introduciros y sacaros de la misma manera en cuestión de minutos. El Khan Abdollah se encuentra enfermo, muy enfermo. Los guardias no estarán preparados y tampoco los habitantes del palacio. Conozco el camino para entrar, dónde duerme, todo...

Erikki oyó su propia voz cada vez más excitada, sabiendo que podía hacerse. La fuerte llamarada por encima de los muros y el súbito aterrizaje, el salir fuera del helicóptero, subiendo los escalones que los conducirían a la escalera para llegar hasta el primer rellano, siguiendo luego por el corredor, apartando a Ahmed y a quienquiera que se pusiese en su camino hasta llegar al dormitorio del Khan, echándose a un lado para que Bayazid y sus hombres hicieran lo que habían ido a hacer, mientras él alcanzaba el ala norte, llegaba hasta Azadeh y la salvaba, y si no se encontrara allí o estuviera malherida, entonces mataría a diestra y siniestra, al Khan, a los guardias, a aquellos hombres. A todos.

Ahora ya su plan se apoderó de él.

—¿Acaso no perdurará tu nombre durante un siglo por tu audacia? El jeque Bayazid que osó humillar y desafiar al Khan de todos los Gorgones dentro de su guarida, por una cuestión de honor. ¿No entonarán por siempre los juglares canciones ensalzando tus hazañas en derredor de los fuegos de campamento de todos los kurdos? ¿No sería eso lo que hubiera hecho Saladino el Kurdo?

Junto a aquella hoguera vio brillar los ojos con destellos diferentes, observó cómo vacilaba Bayazid, mientras el silencio se hacía más intenso. Le vio hablar en voz queda a su pueblo... Luego, un hombre rió y dijo algo en voz alta repetido como un eco por los otros y que, finalmente, como un solo hombre, todos vocearon su aprobación.

En el palacio del Khan: 6.35 de la mañana.

Hakim despertó lentamente de su sueño. El guardaespaldas que se encontraba cerca de la puerta se sobresaltó.

—¿Qué pasa, Alteza?

—Nada, nada, Ishtar, sólo estaba..., sólo soñaba —dijo, ya completamente despierto, aunque permaneció tumbado, desperezándose con fruición, ansioso por empezar el nuevo día—. Tráeme café. Después del baño, quiero el desayuno aquí..., y dile a mi hermana...

—Sí, Alteza, en seguida.

Su guardaespaldas salió. Él se desperezó otra vez. El amanecer era lóbrego. La amplia habitación, muy adornada, estaba llena de corrientes, y fría, pero era el dormitorio del Khan. En la inmensa chimenea ardía un buen fuego, alimentado durante toda la noche por el guardia, no estando permitida la entrada de nadie más y habiendo elegido él, personalmente, al guardia entre los cincuenta y tres que se encontraban en palacio, pendientes de la decisión sobre su futuro. «¿Dónde encontrar gente en la que poder confiar?», se preguntó mientras se levantaba de la cama, ciñéndose la bata de cálido brocado, una del medio centenar que encontrara en el guardarropa. Se situó de cara a La Meca y del Corán abierto en un nicho de azulejos profundamente adornado y dijo la primera oración del día. Una vez hubo terminado, permaneció allí, con los ojos clavados en el vetusto Corán, inmenso; enjoyado, caligrafiado y de un valor incalculable, el Corán del Khan Gorgon, su Corán. «Tanto por lo que dar gracias a Dios —se dijo—, tanto por aprender, tanto por hacer.. », pero ya se había iniciado un maravilloso comienzo.

El día anterior, poco después de la medianoche, y ante toda la familia reunida en la casa, había sacado la esmeralda tallada y el anillo de oro, símbolo del antiguo khanato, del dedo índice de la mano derecha de su padre y se lo había puesto en la suya. Había tenido que extraer el anillo entre rollos de grasa y contener la respiración para evitar el hedor a muerte que planeaba sobre la habitación. La excitación había contenido su repugnancia v en aquellos momentos ya era el verdadero Khan. Luego, toda la familia presente se había arrodillado ante él besándole la mano ensortijada y jurando lealtad. La primera que lo hizo fue Azadeh, orgullosa, seguida de Aysha, temblorosa y asustada, y luego todos los demás. Najoud y Mahmud absolutamente abyecto, bendiciendo secretamente a Dios por aquel respiro.

Más tarde, abajo, en el Gran Salón, con Azadeh en pie detrás de él, también le juraron lealtad Ahmed y los guardianes; el resto de los familiares más lejanos Ilo harían días después, junto con los líderes de las tribus, el personal de la casa y los sirvientes. Inmediatamente, había dado órdenes para la celebración del funeral y luego permitió que su mirada se clavara en Najoud.

—Veamos.

—Alteza —dijo ella con voz untuosa—. Te felicitamos ante Dios de todo corazón y juramos servirte hasta donde nos sea posible. —Gracias, Najoud —había dicho él—. Gracias. ¿Cuál fue la sentencia del Khan respecto a mi hermana y su familia antes de morir, Ahrned? En el Gran Salón se hizo un silencio tenso.

—Destierro sin dinero a los páramos, al norte de Meshed, Alteza, custodiados por guardias..., y de inmediato.

—Lo lamento, Najoud, tú y tu familia os iréis con el alba tal y como ha sido decretado.

Recordó los rostros cenicientos de ella y de Mahmud.

—Pe-pero, Alteza..., ahora tú..., tú eres el Khan —tartamudeó Najoud—, tú palabra es nuestra ley. No esperaba..., ahora eres el Khan.

—Pero el Khan, nuestro padre, dio la orden cuando él era la ley, Najoud. No es correcto enmendarle la puna.

—Pero tú eres la ley ahora —había insistido Najoud con sonrisa forzada—. Tú haces lo que es justo.

—Por supuesto que lo haré con la ayuda de Dios, Najoud. Pero no puedo enmendar la plana a mi padre en su lecho de muerte.

—Pero Alteza... —Najoud se acercó más a él—. Por favor, ¿no podemos..., no podemos discutir esto en privado?

—Es preferible aquí, delante de la familia, Najoud. ¿Qué querías decirme?

Ella vaciló, acercándose aún más, y Hakim se dio cuenta de que Ahmed se erguía, con la mano en la empuñadura del cuchillo, y los pelos de la nuca se le pusieron de punta.

—Sólo porque Ahmed diga que el Khan dio esa orden, no significa que en realidad la diera..., ¿no es verdad? —Najoud había tratado de decir aquello con un susurro, pero sus palabras parecieron resonar en las paredes.

Ahmed exhaló una bocanada de aire.

—¡Que Dios me haga arder por toda la eternidad si he mentido!

—Sé que no lo has hecho, Ahmed —había dicho con tristeza, Hakim—. ¿Acaso no me encontraba yo presente cuando el Khan tomó la decisión? Yo estaba allí, Najoud, y también Su Alteza mi hermana. Siento la...

—Pero tú puedes mostrar clemencia. ¡Por favor, por favor, ten misericordia! —fue un grito.

—Sí, la tengo, Najoud. Yo te perdono. Pero el castigo fue por mentir en el Nombre de Dios —había dicho él con gravedad—, no se te castiga por decir mentiras sobre mí hermana y sobre mí, causándonos años de dolor, haciéndonos perder el cariño de nuestro padre. Desde luego, nosotros te perdonamos todo eso, ¿no es verdad, Azadeh?

—Sí, sí, eso está perdonado.

—Eso ha sido públicamente perdonado. Pero, ¿mentir en el Nombre de Dios?. El Khan dictó sentencia, yo no puedo revocarla.

Mahmud interrumpió las súplicas de ella.

—Yo no sabía nada de todo esto, Alteza, nada. Juro ante Dios que creí sus mentiras. Me divorciaré oficiahnente de ella por haber cometido traición contra ti. ¡Yo no sabía nada de sus mentiras!

En el Gran Salón, todos contemplaban a ambos humillarse, algunos asqueados, otros despreciándoles por haber fracasado cuando tenían el poder en sus manos.

—Con el alba, Mahmud, saldrás desterrado, y tu familia —había dicho él simulando una gran tristeza—, sin dinero, bajo custodia y vuestra suerte a merced de mi complacencia. En cuanto al divorcio, en mí casa está prohibido. Podrás hacerlo, si quieres, al norte de Meshed... Insha'Allah, Seguís desterrado allí a merced de mi complacencia.

«Estuviste perfecto, Hakim —se dijo encantado, por que desde luego todo el mundo sabía que aquélla era su primera prueba—. ¡Estuviste perfecto! Ni por un instante te regocijaste abiertamente o revelaste tu verdadero propósito, jamás alzaste la voz, mantuviste una actitud deferente y grave, como si de veras te entristeciera la sentencia de tu padre, aunque sin revocarla, como es preceptivo, y la promesa benévola, cariñosa de la merced de mi complacencia. Mi complacencia es que todos vosotros seáis desterrados de por vida y si llega a mi conocimiento el indicio más leve de conspiración, os apagaré a todos de inmediato, como una vela gastada. Por Dios y el Profeta, cuyos nombres sean alabados, haré que el espíritu de mi padre se sienta orgulloso de este Khan de todos los Gorgon..., y ojalá esté en el infierno por haber creído semejantes mentiras desenfrenadas de esa vieja bruja diabólica,»

«Y cuánto he de agradecer a Dios por ello —continuó pensando, hipnotizado por el juego de luces que el fuego de la chimenea proyectaba sobre las joyas del Corán—. ¿Acaso todos esos años de destierro no te enseñaron sigilo, el arte del engaño y paciencia? Ahora tienes que cimentar tu poderío, que defender Arzebaiján, que conquistar un mundo, que encontrar mujeres, que engendrar hijos y comenzar un linaje. ¡Así se pudran Najoud y sus cachorros!»

Al amanecer había ido, «bien a su pesar», acompañado de Ahmed, a presenciar la partida. Había insistido, melancólico, en que no acudiera nadie más de la familia a verles partir. «¿Para qué aumentar su pena y la mía?» Luego, de acuerdo con sus instrucciones precisas, había permanecido observando a Ahmed y los guardias registrar aquellas montañas de maletas y retirar cualquier cosa de valor hasta dejarles tan sólo una maleta para cada uno de ellos y de sus tres hijos que miraban petrificados.

—Tus joyas, mujer —había dicho Ahmed.

—Lo habéis cogido todo, todo..., por favor, Hakim.,., Alteza, por favor... —sollozó Najoud. Ya habían añadido al montón de objetos valiosos su joyero especial, guardado en un bolsillo secreto de su maleta.

Bruscamente, Ahmed alargó la mano y le arrancó su medallón; luego, le abrió brutalmente el cuello del vestido, lo que hizo que quedasen al descubierto una docena de collares de diamantes, rubíes, esmeraldas y zafiros.

—¿De dónde los has sacado? —había preguntado Hakim asombrado.

—Eran..., eran de mi... de mi madre, y los que yo he comprado a lo largo de los años... —Calló Najoud al enarbolar Ahmed su cuchillo—Muy Muy bien..., muy bien. —Con gesto frenético se sacó por la cabeza algunos de los collares, soltó el cierre de otros y se los entregó todos—Ahora ya lo tienes to...

—¡Las sortijas!

—Pero. Alteza, déjame alg... —Chilló al agarrarle Ahmed el dedo impaciente para cortárselo con la sortija todavía puesta, pero ella se soltó con fuerza, se quitó las sortijas y también los brazaletes disimulados bajo la manga, y gritando de dolor, los arrojó al suelo—. Ahora ya lo tienes todo...

—Bien, cógelos y entrégaselos a Su Alteza. ¡De rodillas! —ordenó Ahmed entre dientes y, al no obedecer ella con la suficiente presteza, la agarró por el cabello y le apretó el rostro contra el suelo. Entonces, Najoud se humilló y obedeció.

«Fue toda una fiesta —se dijo Hakim, reviviendo gozoso cada instante de su humillación—. Después de muertos, Dios les hará arder.»

Hizo otra reverencia, dejó a Dios hasta la próxima oración, al mediodía, y se puso en pie desbordante de energía. Una doncella se encontraba arrodillada sirviéndole el café y Hakim descubrió el temor en sus ojos, lo cual le complació sobremanera. Tan pronto como se convirtió en Khan supo que era vital actuar con rapidez para hacerse con las riendas del poder. El día anterior por la mañana había procedido a una inspección del palacio. La cocina no estaba lo bastante limpia para él, de manera que hizo azotar al cocinero hasta dejarle sin sentido arrojándole fuera de los muros. Luego ascendió al segundo cocinero para ocupar su puesto, con advertencias horrendas. Cuatro guardias fueron expulsados por dormir en exceso y dos doncellas azotadas por desaseo personal.

—Pero Hakim, querido —le había dicho Azadeh una vez que estuvieron solos—, quizá no hubiese sido necesario azotarles.

—Dentro de uno o dos días, no lo será —le había contestado él—. Entretanto, el palacio cambiará para convertirse en como yo lo quiero.

—Tú sabes mejor lo que conviene. Claro, querido. ¿Y qué hay del rescate?

Envió por Ahmed.

—Lo siento, Alteza, pero el Khan, tu padre, ordenó que se degollara al mensajero ayer por la tarde.

Tanto él como Azadeh quedaron aterrados.

—¡Pero eso es terrible! ¿Qué se puede hacer ahora? —exclamó desolada ella.

—Intentaré ponerme en contacto con los hombres de la tribu —dijo Ahmed—. Tal vez ahora que vuestro padre ha muerto estarán..., estarán dispuestos a tratar..., a tratar nuevamente contigo. Lo intentaré.

Sentado allí, en el puesto del Khan, Hakim se había dado cuenta de la afable seguridad de Ahmed y de que le había tendido un lazo. Sintió el miedo aferrado a las entrañas. Sus dedos jugueteaban con la sortija de esmeraldas que llevaba.

—Por favor, Azadeh, vuelve dentro de media hora.

—Claro —dijo ella obediente.

—¿Qué armas llevas? —preguntó a Ahmed una vez que estuvieron solos.

—Un cuchillo y una pistola automática, Alteza.

—Dámelos. —Recordó cómo le latía el corazón, sintiendo una sequedad desusada en la boca, pero aquello tenía que hacerlo, y tenía que hacerlo solo. Ahmed había vacilado aunque obedeciendo en seguida, claramente molesto de verse desarmado, Pero Hakim simuló no darse cuenta, limitándose a comprobar el funcionamiento del arma, y a amartillarla, pensativo—. Ahora, escucha atentamente, Consejero. No vas a intentar ponerte en contacto con los hombres de la tribu, sino que lo harás al instante y tomarás las medidas necesarias para que el marido de mi hermana regrese aquí sano y salvo... ¡Por Dios y por el Profeta que te va en ello la cabeza!

—Yo..., desde luego, Alteza —dijo Ahmed tratando de ocultar la expresión de furia de su rostro.

Hakim, con ademán perezoso, apuntó con el arma a su cabeza, ajustando la mira.

—Juré por Dios tratarte como mi primer consejero, y lo haré... mientras vivas —sonrió sarcástico—. Incluso si te quedas inválido, o mutilado, incluso cegado por tus enemigos. ¿Tienes enemigos, Ahmed Dursak el Turco?

Ahmed se echó a reír, ya tranquilo, complacido con el hombre que se había convertido en Khan y no el cachorro que él se imaginaba que era. «Es mucho más fácil tratar con un hombre», se dijo, recuperando la confianza.

—Muchos, Alteza, muchos. ¿Acaso no es costumbre calibrar la calidad de un hombre por la importancia de sus enemigos? Insha'Allah ignoraba que supieras cómo se maneja un arma.

—Hay muchas cosas que ignoras de mí, Ahmed —había dicho él con perversa satisfacción, habiendo ganado una victoria importante—. Te devuelvo el cuchillo pero me quedo con la pistola. La conservaré como pishkesh. Durante un año y un día, no acudas armado ante mi presencia.

—Entonces, ¿cómo podré protegerte, Alteza?

—Con prudencia. —Se permitió hacer un pequeño alarde de la violencia que hubo de dominar durante años—. Has de ponerte a prueba, Ante mí. Sólo ante mí. Lo que satisfacía a mi padre no habrá de satisfacerme necesariamente a mí. Ésta es una nueva era, con nuevas oportunidades y nuevos peligros. Recuerda, por Dios, que la sangre de mi padre corre fluida por mis venas.

Durante el resto del día y bien entrada la noche, había estado recibiendo a personajes importantes de Tabriz y Azerbaiján, que le dirigieron muchas preguntas sobre la insurrección y los izquierdistas, los mujhadines, los fedayines y otras facciones. Habían acudido mercaderes, y mollahs, y dos ayatollahs, el comandante en jefe local del Ejército y su primo, el jefe de Policía, a quien había confirmado su nombramiento. Todos ellos llevaron consigo el correspondiente pishkesh.

«Como es su deber —se dijo satisfecho, recordando su desdén en el pasado, cuando su fortuna se encontraba a cero, siendo su destierro a Khoi de todos conocidos—. Su desprecio les va a costar muy caro hasta el último de ellos...»

—Tu baño está preparado, Alteza y Ahmed espera afuera. —Hazle pasar, Ishtar. Tú quédate.

Esperó a que la puerta se abriera. Ahmed se mostraba cansado y desaliñado.

—Salaam, Alteza.

—¿Qué hay del rescate?

—Anoche, a última hora, me reuní con los hombres de la tribu. Eran dos. Les expliqué que Abdollah Khan había muerto y que el nuevo Khan había ordenado que se les entregara inmediatamente la mitad del rescate pedido, en señal de buena fe, prometiéndoles el resto una vez que el piloto estuviera de regreso, sano y salvo. Les envié al Norte en uno de nuestros coches con un conductor de confianza haciendo que les siguiera en secreto otro coche.

—¿Sabes quiénes son, dónde está su aldea?

—Me dijeron que eran kurdos, uno se llamaba Ishmud, el otro Alilah, su jefe Al-Drah, y su aldea, Broken Tree, según dicen, se encuentra en las montañas, al norte de Khoi. Estoy seguro de que todo eso es mentira, Alteza y que no son kurdos, aunque ellos aseguran que sí. Yo diría que sólo son hombres tribales, bandidos en su mayoría.

—Bien. ¿De dónde has sacado el dinero para pagarles?

—El Khan, tu padre, depositó en mi caja fuerte veinte millones de rials para emergencias.

—Preséntame el saldo antes de la puesta de sol.

—Sí, Alteza.

—¿Vas armado?

Ahmed se sobresaltó.

—Sólo con mi cuchillo, Alteza.

—Dámelo —le ordenó Hakim disimulando su complacencia ante el hecho de que Ahmed hubiera caído en la trampa que le había tendido, mientras cogía el puñal que Ahmed le ofrecía por la empuñadura—, ¿No te dije que durante un año y un día no te presentaras armado ante mí?

—Pero como... me devolviste el puñal pensé.. pensé que el puñal...

—Ahmed calló viendo a Hakim en pie, delante de él, sosteniendo el puñal correctamente, con mirada sombría y dura, la estampa viva de su padre. Detrás de él, el guardia, Ishtar, observaba boquiabierto. La ira tensaba los tendones de la garganta de Ahmed—. Perdóneme,por favor, Alteza, creí que tenía tu permiso —dijo realmente despavorido. Por un instante, el Khan Hakim se limitó a mirar a Ahmed, empuñando el puñal, cortando luego hacia arriba. Con una gran habilidad sólo la punta atravesó la casaca de Ahmed, tocando la piel lo mínimo para tantear, luego lo sacó de nuevo en perfecta posición para el golpe final. Pero Hakim no lo asestó aun cuando quería ver sangre aquél era un buen momento, aunque no el perfecto. Todavía necesitaba a Ahmed.

—Te he devuelto tu... tu cuerpo —dijo, eligiendo con deliberación la palabra y todo cuanto implicaba—. Intacto, justamente... por...esta vez.

—Sí, Alteza, gracias, Alteza —murmuró Ahmed, asombrado de seguir vivo y cayendo de rodillas—. Ya... no volverá a suceder.

—No, desde luego que no. Quédate aquí. Y tú espera afuera, Ishtar.

El Khan Hakim volvió a sentarse sobre los almohadones, jugueteando con el puñal, esperando que su adrenalina disminuyera, recordando que la venganza era un plato que se saboreaba mejor frío. —Dime todo lo que sepas sobre el soviético, ese hombre llamado

Mzytryk, qué dominio tenía sobre mi padre y mi padre sobre él. Ahmed obedeció. Le informó sobre lo que Hashemi Fazir dijera en el «125», lo que el Khan le había contado a él en secreto a lo largo de los años, lo de la dacha cerca a Tbilisi, que él también visitara, cómo se ponía en contacto el Khan con Mzytryk, la clave que utilizaban, lo que Hashemi Fazir había dicho y con lo que había amenazado, el contenido de la carta de Mzytryk, lo que había escuchado y lo que había presenciado hacía unos días.

Hakim emitió un sonido sibilante.

—¿Mi padre iba a entregar a mi hermana a..., iba a llevarla a esa dacha y a entregársela a Mzytryk?

—Sí, Alteza, incluso me ordenó que la acompañara al Norte si... si tenía que irse a un hospital en Teherán.

—Envía a buscar a Mzytryk. Con toda urgencia, Ahmed, ahora mismo. Sin más tardar.

—Sí, Alteza —dijo Ahmed temblando por la violencia contenida—.

Y aún más. Al mismo tiempo, será mejor que te recuerde las promesas que hizo a Abdollah Khan que espera ver cumplidas.

—Bien, muy bien. ¿Me lo has dicho todo?

—Todo cuanto recuerdo ahora —dijo Ahmed con absoluta sinceridad—. Debe de haber otras cosas... A su tiempo le diré toda clase de secretos, Khan de todos los Gorgones, y juro ante Dios servirte con toda lealtad—. «Te lo diré todo —se dijo fervientemente—, salvo cómo murió el Khan y que ahora, más que nunca, quiero a Azadeh como esposa. No sé cómo, pero lograré que des tu consentimiento... ¡Será mi única protección verdadera contra ti, aborto de Satanás!»

En las afueras mismas de Tabriz: 7.28 de la mañana.

El «212» de Erikki alcanzó la parte alta del bosque, adentrándose y acelerando al máximo. Durante todo el tiempo, había estado sobrevolando las copas de los árboles, evitando carreteras, aeropuertos, ciudades y aldeas, con la mente fija en Azadeh y en su venganza contra el Khan, olvidado de todo lo demás. Y, de repente, se sintió invadido por una inmensa inquietud.

—¿Dónde está el palacio, piloto? —vociferó jubiloso el jeque Bayazid—. ¿Dónde está?

—En la cima, Agha —dijo a través del micrófono, una parte de él induciéndole a añadir: «Más vale que lo pensemos mejor, que decidamos si es prudente el ataque.» Pero la otra parte le acuciaba gritando: «Ésta es tu única oportunidad, Erikki, no puedes cambiar de planes.

¿Pero cómo diablos vas a escapar con Azadeh del palacio y de esta tropa de maníacos?»—Di a tus hombres que se abrochen los cinturones y que esperen a que los patines toquen tierra, que no se quiten el seguro hasta que estén en tierra y que entonces se desplieguen. Ordena a dos de ellos que permanezcan vigilando el helicóptero y que lo defiendan con sus vidas. Contaré desde diez para el aterrizaje y... y yo dirigiré.

—¿Dónde está el palacio? No lo veo.

—Sobre la cima, a tan sólo un minuto... ¡Díselo a ellos!

Los árboles se desdibujaban a medida que se acercaba a ellos, Erikki tenía los ojos clavados en el desfiladero de la cima de la montaña, el horizonte culebreando.

—Necesito una pistola —dijo angustiado ante la inminente acción.

—Nada de armas hasta que hayamos tomado posesión del palacio —dijo Bayazid enseñando los dientes.

—Entonces ya no la necesitaré —repuso Erikki con un juramento—. He de ten...

—Puedes confiar en mí, tienes que hacerlo. ¿Dónde está el palacio de los Gorgones?

—Allí. —Erikki señaló hacia la cima, justamente por encima de ellos—. Diez..., nueve..., ocho...

Había decidido llegar por el Este, cubierto a medias por el bosque, la ciudad completamente a su derecha, el desfiladero protegiéndole. Todavía cincuenta metros, Sintió encogérsele el estómago.

Las rocas se lanzaron contra ellos. Notó más que vio gritar a Bayazid y levantar las manos para protegerse contra el inevitable choque. Entonces, Erikki se deslizó por el desfiladero, yendo en busca de las paredes. Exactamente en el último instante, cortó toda la energía, hizo subir al helicóptero sobre el muro con sólo una separación de centímetros, balizando un procedimiento de emergencia de parada, se ladeó un poco hacia el patio y lo dejó caer por el aire, amortiguando la caída perfectamente, posándose sobre los azulejos para deslizarse unos metros chirriante y luego detenerse. Con la mano derecha tiró de la palanca mientras con la izquierda se desabrochaba el cinturón y abría la portezuela, siendo el primero en saltar a tierra y subir corriendo los peldaños de la puerta principal. Ahora, le seguía Bayazid mientras que las portezuelas de la cabina se abrían desparramando hombres que tropezaban entre sí en su excitación. El rotor aún seguía girando pero los motores iban ya deteniéndose.

Al llegar a la puerta principal, la abrió violentamente mientras sirvientes y un asombrado guardia se precipitaban para averiguar a qué era debida toda aquella conmoción. Erikki le arrancó el rifle de asalto de las manos y lo golpeó, dejándolo inconsciente. Los sirvientes se desperdigaron y huyeron, reconociéndole algunos de ellos. En un momento, el corredor quedó vacío delante de ellos.

—¡Vamos! —gritó. Entonces, al unirse a él Bayazid y algunos otros, atravesó corriendo el vestíbulo y subió las escaleras hasta llegar al primer rellano. Un guardia asomó la cabeza sobre la baranda y apuntó con su arma, pero uno de los hombres lo acribilló. Erikki saltó por encima del cuerpo y se precipitó por el corredor.

Delante de él se abrió una puerta. Otro guardia salió disparando. Erikki sintió las balas silbando a través de su parka, pero no le alcanzaron. Bayazid lo ametralló contra la jamba de la puerta y juntos se lanzaron hacia el dormitorio del Khan. Una vez Erikki hubo abierto la puerta, le recibió un fuego cerrado sin alcanzarle y tampoco al jeque, pero sí al hombre que iba junto a él haciéndole girar sobre sí mismo. Los demás se dispersaron intentando ponerse a cubierto mientras que el que había quedado gravemente herido se lanzó contra su atacante, recibiendo más y más disparos incluso después de estar muertos.

Hubo un descanso durante uno o dos segundos. Después, ante el sobresalto de Erikki, Bayazid quitó la espoleta de una granada y la lanzó al interior de la habitación. La explosión fue inmensa, saliendo el humo al corredor. Al punto, Bayazid se introdujo en el dormitorio, con el arma por delante y Erikki a su lado.

La habitación estaba destrozada, las ventanas habían desaparecido,la cama alfombra había volado por los aires; los restos del guardia, derrumbados contra una de las paredes. En la alcoba, al fondo de la inmensa habitación, casi aislada del dormitorio principal, la mesa aparecía patas arriba; una sirvienta quejándose y dos cuerpos inertes medio ocultos bajo el mantel y la vajilla rota. Erikki se quedó helado al reconocer a Azadeh. Se precipitó hacia ella, apartando los escombros que la cubrían, dándose cuenta al pasar de que Hakim era la otra persona, la levantó en brazos, con el cabello suelto flotando tras ella, y la condujo a la luz. Volvió a cortársele la respiración hasta estar seguro de que aún vivía. Se hallaba inconsciente, sólo Dios sabía qué daños había sufrido, pero estaba viva. Vestía un largo pegnoir de cachemira azul que la ocultaba por entero aunque prometiéndolo todo. Los hombres tribales que invadían ya la habitación quedaron deslumbrados por su belleza. Erikki se quitó el chaquetón y la envolvió con él, completamente olvidado de todos los demás.

—Azadeh... Azadeh...

—¿Quién es ése, piloto?

A través de la niebla que le envolvía, Erikki vio que Bayazid se encontraba junto al maremágnum de la alcoba.

—Es Hakim, el hermano de mi mujer. ¿Está muerto?

—No. —Bayazid miró furioso en derredor. No había otro sitio donde el Khan pudiera estar oculto. Sus hombres seguían entrando y él les increpó, ordenándoles que tomaran posiciones defensivas a cada lado del corredor y a otros que salieran afuera, al inmenso patio, y lo defendieran también. Luego, se acercó de nuevo a Erikki y Azadeh y se quedó mirando el rostro cerúleo, los senos y las piernas presionados bajo la ropa.

—¿Tu mujer?

—Sí, pero sólo Dios sabe si estará herida. He de traer un médico. —Luego. Primero hem...

—¡Ahora! ¡Puede morirse!

—Hágase la Voluntad de Dios, piloto —dijo Bayazid. Luego, Gritó con un ataque de furia—. ¡Dijiste que lo sabías todo, dónde estaría el Khan! En el Nombre de Dios, ¿dónde está?

—No lo sé. Éstos... éstos eran sus apartamentos privados, Agha. Privados. Jamás he visto a nadie más aquí, no he oído a nadie más aquí. Incluso su mujer sólo podía acudir aquí por invitación y... —Una rápida ráfaga de disparos, afuera, hizo callar a Erikki—. ¡Si Azadeh y Hakim están aquí, el tiene que estar aquí!

—Sí, pero, ¿dónde? ¿Dónde puede ocultarse?

Erikki, confuso, miró en derredor, colocó a Azadeh lo mejor que pudo y luego se precipitó hacia las ventanas. Tenían barrotes, eso quería decir que el Khan no podía haber escapado por allí. Desde aquel lugar, una esquina empotrada y perfectamente defendible del palacio, no podía ver el patio y tampoco el helicóptero, tan sólo el mejor panorama de los jardines y los huertos en la parte sur, fuera de los muros hacia la ciudad, abajo a un par o tres de kilómetros. Al volverse, captó de soslayo movimiento en la alcoba, vio la automática y de un empujón apartó a Bayazid de la trayectoria de la bala que lo hubiera matado y se lanzó hacia Hakim que yacía entre los escombros. Antes de que los otros hombres pudieran reaccionar, él ya tenía inmovilizado al joven, le había quitado el arma y le hablaba a gritos, intentando hacerle comprender.

—Estás a salvo, Hakim, soy yo, Erikki. Somos amigos. Hemos venido a rescataros, a ti y a Azadeh, del Khan... ¡Hemos venido a rescataros!

—A rescatarme..., a rescatarme, ¿de qué? —Hakim lo miraba atónito, conmocionado todavía y sangrando de una pequeña herida en la cabeza—. ¿A rescatarme?

—Del Khan y... —Erikki vio el terror reflejado en sus ojos, se volvió rápido y sujetó a tiempo la culata del rifle de asalto que Bayazid blandía—. Espera, Agha, espera, no es culpa suya, está aturdido... Espera, me ap..., me apuntaba a mí, no a ti, espera. Él va a ayudarnos. ¡Espera!

—¿Dónde está el Khan Abdollah? —vociferó Bayazid, rodeado ahora ya de sus hombres, con el arma amartillada y dispuesto a matar—. ¡Quiero saberlo, rápido, o los dos seréis hombres muertos!

—¡Por Dios Santo, Hakim! ¡Dile dónde está o todos moriremos! —bramó Erikki al no contestar Hakim inmediatamente.

—El Khan Abdollah está muerto, está muerto..., murió anoche, no. anteanoche. Murió la noche antes de la última, hacia la medianoche... —dijo Hakim con voz débil.

Todos se le quedaron mirando con incredulidad mientras su mente volvía penosamente a la actualidad, aunque siguiera sin comprender qué hacía tumbado allí, con la cabeza llena de zumbidos, con las piernas entumecidas, Erikki sosteniéndole cuando estaba secuestrado por los hombres tribales... Él estaba desayunando con Azadeh, y, de repente, oyeron el estallido de las armas y corrieron a refugiarse. Después, guardias disparando y luego la explosión, mientras que la mitad del rescate ya se había pagado.

De repente, la mente se le aclaró.

—En el Nombre de Dios —jadeó. E intentó ponerse en pie sin lograrlo—. En el Nombre de Dios, Erikki, ¿por qué estás luchando aquí? La mitad de tu rescate ha sido pagada ya. ¿Por qué?

Erikki se puso en pie, furioso.

—No ha habido rescate. Al mensajero le cortaron la cabeza. ¡El Khan Abdollah ordenó que le cortaran la cabeza!

—Pero el rescate..., la mitad está pagada. ¡Ahmed la pagó anoche! —¡La pagó! La pagó, ¿a quién? —gruñó Bayazid—. ¿Qué mentiras son éstas?

—¡No son mentiras! Anoche se pagó la mitad, la pagó el nuevo Khan... como acto de buena voluntad por el... el error cometido con el mensajero. Lo juro ante Dios. ¡Se pagó la mitad!

—¡Mentiras! —bufó Bayazid apuntándole con el arma—. ¿Dónde está el Khan?

—No son mentiras. ¿Mentiría ante Dios? ¡Te lo repito ante Dios! ¡Ante Dios! Enviad a buscar a Ahmed, enviad a buscar a Ahmed. ¡Él fue quien la pagó!

Uno de los hombres vociferó algo y Hakim se puso pálido, repitiendo en turco:

—¡En el Nombre de Dios que la mitad del rescate ya ha sido pagada! ¡El Khan Abdollah ha muerto! ¡Está muerto y la mitad del rescate ya ha sido pagada! —En la habitación se escuchó un murmullo de asombro—. Enviad a por Ahmed, él os dirá la verdad..., ¿por qué estáis luchando aquí? ¡No hay motivo para que luchéis!

—Si el Khan Abdollah ha muerto y la mitad del rescate ha sido pagada —se apresuró a intervenir Erikki—, y prometen pagar también la otra mitad, Agha, vuestro honor ha quedado vengado. Por favor, haz lo que Hakim pide, envía a por Ahmed.., él te dirá a quién se la pagó y cómo.

En la habitación se palpaba el miedo, Bayazid y sus hombres detestaban aquel recinto cerrado y ansiaban encontrarse en campo abierto, en las montañas, lejos de toda aquella gente y de aquel lugar diabólicos, sintiéndose traicionados. Pero si Abdollah está muerto y han pagado la mitad...

—Ve en busca de ese hombre, piloto —dijo Bayazid—, y recuerda:. si me engañas, tu mujer se quedará sin nariz. —Arrebató el arma a Erikki—. ¡Ve y tráelo!

—Sí, sí, claro.

—Ayúdame primero..., Erikki —dijo Hakim, con voz ronca y débil.

Erikki intentaba, impotente, encontrar sentido a todo aquello mientras levantaba a Hakim sin esfuerzo y, abriéndose paso entre los hombres allí arracimados, lo instalaba entre los almohadones del sofá junto a Azadeh. Ambos se dieron cuenta de su palidez, aunque también de su respiración regular.

—Gracias sean dadas a Dios —musitó Hakim.

Y luego, una vez más, Erikki se encontró en medio de una pesadilla, saliendo de la habitación desarmado y dirigiéndose a las escaleras mientras gritaba a Ahmed que no disparase.

—Ahmed, Ahmed, he de hablar contigo. Estoy solo...

Ya se encontraba al pie de las escaleras y seguía estando solo y sin que nadie disparara. Volvió a llamar a gritos a Ahmed y sus palabras sólo hallaron el eco entre las paredes. Vagó por las habitaciones sin encontrar a nadie. Todo el mundo había desaparecido. De repente, se encontró con el cañón de un arma ante su rostro y otro contra la espalda. Ahmed y un guardia, los dos nerviosos.

—De prisa, Ahmed —explotó Erikki—, ¿es verdad que Abdollah ha muerto, que hay un nuevo Khan y que se ha pagado la mitad del rescate?

Ahmed se le quedó mirando, boquiabierto, sin decir palabra. —Por Dios Santo, ¿es verdad? —gruñó Erikki iracundo.

—Sí, sí, es verdad. Pero el...

—De prisa, tienes que decírselo —dijo, sintiéndose embargado por el alivio, porque sólo había creído a medias lo que Hakim dijera. De prisa, si no le matarán a él y matarán a Azadeh.. Vamos!

—Entonces el..., ¿no están muertos?

—No, claro que no. ¡Vamos!

—Espera. ¿Qué fue lo que dijo exactamente el.., que dijo Su Alteza

—¿Qué maldita diferencia pue.,.?

Ahmed encañonó a Erikki con el arma.

—¿Qué dijo él exactamente?

Erikki rebuscó en su memoria y se lo repitió lo mejor que pudo.

—¡Y ahora vamos, por el amor de Dios!

El tiempo se detuvo para Ahmed. Si iba con el Infiel probablemente moriría, el Khan Hakim moriría, su hermana moriría y el Infiel, que era el responsable de todo aquello, escaparía con sus diabólicos hombres tribales. «Por otra parte —se dijo—, si logro persuadirles de que dejen vivir al Khan, de que dejen vivir a su hermana, si les convenzo de que abandonen el palacio, habré demostrado mi lealtad más allá de toda duda al Khan y a ella, y al piloto le puedo matar más adelante. 0 puedo matarle ahora y escapar fácilmente con vida, pero, entonces, no seré más que un fugitivo despreciado por todos como el hombre que traicionó a su Khan. Insha'Allah!»

Su rostro se contrajo con una sonrisa.

—¡Hágase la Voluntad de Dios! —Sacó su puñal y se lo entregó junto con la pistola al guardia que estaba pálido y se dispuso a acompañar a Erikki.

—¡Espera! —dijo Erikki—. Dile al guardia que traiga un médico. Urgente. Hakim y mi mujer... pueden estar heridos.

Ahmed le dijo al hombre que lo hiciera y atravesó el corredor y el vestíbulo hasta las escaleras que subió. Ya en el rellano, los hombres de Bavazid lo registraron sin miramientos en busca de armas, lo escoltaron hasta la habitación del Khan y le hicieron entrar de un empujón en aquel espacio inmenso y vacío. A Erikki lo retuvieron en la puerta, amenazándole con un cuchillo en la garganta. Cuando Ahmed vio a su Khan realmente vivo, sentado entre los almohadones con aspecto sombrío, cerca de Azadeh, que seguía inconsciente, murmuró:

—¡Alabado sea Dios! —y le sonrió—. Alteza, he enviado a por un médico —dijo con calma.

Luego, se encaró a Bayazid.

—Soy Ahmed Dursak, el Turco —dijo con orgullo hablando turco con gran presopopeya—. En el Nombre de Dios es verdad que el Khan Abdollah ha muerto; es verdad que anoche he pagado la mitad del rescate, cinco millones de rials en nombre del nuevo Khan a los dos mensajeros del jefe al-Drah, de la aldea del Broken Tree, como acto de fe a causa del innecesario deshonor a tu mensajero, ordenado por el fallecido Khan Abdollah. Sus nombres son Ishmud y Alilah, y los conduje rápidamente al Norte en un hermoso coche.

En la habitación se escuchó un murrnullo general de asombro. No podía haber error, ya que todos conocían aquellos nombres falsos, nombres en clave para proteger a la aldea y la tribu.

—En nombre del nuevo Khan —continuó Ahmed—, les dije que la otra mitad les sería entregada en el momento en que el piloto y su máquina del aire quedaran libres sin sufrir daño alguno.

¿Dónde está el nuevo Khan, si es que existe? —bufó Bayazid—. Dejad que hable por sí mismo.

—Yo soy el Khan de todos los Gorgones —había dicho Hakim y se había hecho un silencio súbito—. Khan Hakim, hijo mayor del Khan Abdollah.

Todas las miradas se apartaron de él y se fijaron en Bayazid, que se dio cuenta del asombro reflejado en la cara de Erikki. Frunció el ceño, inseguro.

—Sólo porque tú lo digas no quiere decir que...

—¿Me llamas embustero en mi propia casa?

—Yo digo a este hombre —dijo Bayazid señalando con el pulgar a Ahmed—que sólo porque él diga que ha pagado el rescate, la mitad de él, no significa que sea verdad y luego les haya preparado una emboscada matándolos..., como a mi otro mensajero... ¡Por Dios!

—Te he dicho la verdad, ante Dios y repito ante Dios que les envié al Norte sanos y salvos con el dinero. Dame un puñal, coge tú el tuyo y te enseñaré lo que un turco hace cuando un hombre le llama embustero. —Los hombres tribales estaban aterrados de que su líder se hubiera colocado en tan falsa posición—. ¿Me llamas embustero y a mi Khan embustero?

En el silencio que siguió, Azadeh se movió y lanzó un gemido, distrayendo su atención. Erikki inició al punto un movimiento para acercarse a ella, pero el puñal con que era amenazado no se movió una milésima, el hombre escupió un juramento y Erikki se quedó quieto. Otro leve quejido y un suspiro que estuvo a punto de volverle loco, pero vio a Hakim moverse torpemente y acercarse a su hermana, cogiéndole la mano y aquello le tranquilizó un poco.

Hakim estaba atemorizado, con todo el cuerpo dolorido, sabedor que se hallaba indefenso y también su hermana, y necesitando un médico con urgencia, que Ahmed estaba sitiado, Erikki impotente, su propia vida amenazada y su khanato en ruinas. Sin embargo, volvió a hacer acopio de todo su valor. «¡No gané por la mano al Khan Abdollah, a Najoud y a Ahmed para ceder la victoria a estos perros!» Miró implacable a Bayazid.

—¿Bien? ¿Llamas a Ahmed embustero? ¿Sí o no? —preguntó con dureza en turco de manera que todos pudieran entenderle y Ahmed le admiró por su valor. Ahora, todas las miradas estaban clavadas en Bayazid—. Un hombre debe contestar esta pregunta. ¿Le llamas embustero?

—No —farfulló Bayazid—. Ha dicho la verdad, yo lo acepto como verdad.

Alguien exclamó, Insha'Allah, los dedos se aflojaron en el gatillo, pero el nerviosismo siguió imperando en la habitación.

—Hágase la Voluntad de Dios —dijo Hakim, disimulando su alivio, y siguió adelante, dominando más la situación a cada momento que pasaba—. Con seguir la lucha no se ganará nada. De manera que, como la mitad del rescate ha sido pagada ya y la otra mitad habría de serlo cuando el piloto quedara en libertad, sano y salvo. El... —Calló a causa de la náusea, pero esta vez logró dominarla con más facilidad que antes—. El piloto está aquí sano y salvo y también su máquina. Por lo tanto, te pagaré el resto de inmediato.

Palpó la codicia en todos ellos y se prometió venganza.

—Sobre esa mesa, Ahmed, en alguna parte, está la bolsa de Najoud. Ahmed se abrió paso con arrogancia entre los hombres y empezó a buscar la bolsa de suave piel entre los escombros. Hakim se lo había estado enseñando a Azadeh momentos antes de que el ataque empezara, diciéndole, satisfecho, que las joyas pertenecían al tesoro familiar y que Najoud había admitido haberlas robado. Y que antes de irse se las había dado absolutamente arrepentida.

—Estoy contenta de que no te ablandaras, Hakim, muy contenta —le había dicho Azadeh—. Jamás hubieras estado seguro teniéndoles a ella y sus cachorros cerca.

«Jamás volveré a estar seguro —se dijo sin temor, observando a Ahmed—. Me alegro de haber dejado intacto a Ahmed. Y me alegro de que Azadeh y yo hayamos tenido el sentido de permanecer en la alcoba, protegidos por la pared, cuando los primeros disparos empezaron. Si hubiésemos estado en la habitación...»

Insha'Allah. Sus dedos apretaron la muñeca de Azadeh y le satisfizo la cálida sensación. Su respiración seguía siendo regular.

—Alabado sea Dios —murmuró. Luego se dio cuenta de que aquel hombre estaba amenazando a Erikki—. Tú —dijo señalando imperiosamente en su dirección—, deja de amenazar al piloto.

Desconcertados, aquellos hombres toscos y barbudos miraron a Bayazid que hizo un gesto de asentimiento. De inmediato, Erikki se abrió paso entre ellos hasta llegar junto a Azadeh, se aflojó el grueso suéter para tener un mejor acceso al cuchillo que llevaba en el centro de la espalda y luego se arrodilló, y le cogió la mano. Después se volvió de cara a Bayazid, protegiendo a Azadeh y Hakim con su macizo cuerpo.

—¡Alteza!

Ahmed entregó la bolsa a Hakim. Éste la abrió con calma y dejó caer las joyas en sus manos. Esmeraldas y diamantes y zafiros, collares y gargantillas, brazaletes de oro incrustados y colgantes. Un suspiro colectivo invadió la habitación. Con gran prudencia, Hakim eligió una gargantilla de rubíes que valdría de diez a quince millones de rials, simulando no darse cuenta de que todos los ojos estaban clavados en él y del olor a codicia casi físico que invadía la habitación. Bruscamente, apartó los rubíes y eligió un colgante que valía el doble, el triple...

—Aquí —dijo hablando en turco—, aquí tienes el pago total. —Mostró ostentosamente el colgante de diamante y se lo ofreció a Bayazid que, hipnotizado por el bello centelleo de la piedra única, se adelantó con la mano extendida. Pero antes de que pudiera cogerlo, Hakim cerro el puño—. ¿Lo aceptas ante Dios como pago total?

—Sí..., sí, como pago total ante Dios —farfulló Bavazid, sin llegar a creer que Dios pudiera concederle jamás semejante riqueza, más que suficiente para comprar rebaños, armas, granadas, sedas y ropas de abrigo. Alargó la mano—. ¡Lo juro ante Dios!

—¿Y ante Dios, os iréis de inmediato y en paz?

Bayazid apartó su mente de las riquezas.

—Primero hemos de llegar a nuestra aldea, Agha, necesitamos el aparato y al piloto.

—No, por Dios. El rescate es por el regreso del piloto y del avión sanos y salvos, nada más. —Hakim abrió la mano sin apartar la vista de Bayazid que ahora ya no veía más que la piedra—. ¿Ante Dios?

Bayazid y sus hombres se quedaron mirando el fuego líquido en aquella férrea mano que no vacilaba.

—¿Qué..., qué me impediría llevármelas todas? ¿Todo? —preguntó con hosquedad—. ¿Qué me impediría matarte a ti..., matarte y prender fuego al palacio y llevármela a ella como rehén para obligar al piloto? ¿Eh?

—Nada. Salvo el honor. ¿Acaso los kurdos carecen de honor? Esto es mucho más que el pago total. —El tono de voz de Hakim fue áspero mientras pensaba, esto es de lo más excitante: el premio, la vida, el fracaso, la muerte.

—Lo... lo acepto ante Dios como pago total, por el piloto y el... y el aparato. —Bayazid tenía los ojos clavados en la gema—. Por el piloto y el aeroplano. Pero por ti, por ti y la mujer... —tartamudeó, el sudor cayéndole por la cara. «Tantas riquezas aquí —le gritaba su mente—, tantas y tan fáciles de coger, tan tácil, pero está el honor, ah, sí, muy importante»—. Por ti y la mujer también ha de haber un buen rescate.

Afuera, un coche se puso en marcha. Los hombres se precipitaron a las ventanas celadas. El coche se dirigía veloz hacia la salida, mientras miraban, la atravesó yendo en dirección a la ciudad, abajo.

—De prisa —dijo Bayazid a Hakim—. Decídete.

—La mujer no vale nada —repuso Hakim, atemorizado por la mentira, consciente de que tenia que negociar o estaban perdidos. Cogió un brazalete de rubíes y se lo ofreció—. ¿De acuerdo?

—Puede que para ti la mujer no tenga valor..., mas para el piloto sí lo tiene. El brazalete y la gargantilla, ésa, junto con el brazalete de piedras verdes.

—Ante Dios que esto es demasiado —explotó Hakim—. El brazalete es más que suficiente..., es más que el valor del piloto y del aeroplano.

—¡Hijo maldito de un maldito padre! Éste, la gargantilla y ese otro brazalete, el de las piedras verdes.

Siguieron regateando cada vez más furiosos, mientras todos los demás los escuchaban con mucha atención, todos salvo Erikki, que se encontraba sumido en su propio infierno, preocupado tan sólo por Azadeh, por cuándo llegaría el médico y por cómo podría ayudarlas, a ella y a Hakim. Con una mano acariciaba el cabello de Azadeh, sintiendo los nervios a flor de piel y a punto de estallar por culpa de las furiosas voces de ambos hombres que iban en aumento, y los insultos, cada vez más violentos. De repente, Hakim juzgó llegado el momento y emitió un prolongado lamento que también formaba parte del juego del regateo.

—¡Por Dios que eres un negociador demasiado bueno para mi! ¡Me convertirás en mendigo! ¡Ésta es mi última oferta! —Dejo sobre la alfombra el brazalete de diamantes, la gargantilla de esmeraldas más pequeñas y el pesado brazalete de oro—. ¿Estamos de acuerdo?

Ahora era un precio más razonable, no tanto como Bavazid quería pero mucho más de lo que había esperado.

—Sí —aceptó y recogió el premio rápidamente. Un murmullo de satisfacción se extendió por la habitación—. ¿Juras por Dios que no nos perseguirás? ¿Que no nos atacarás?

—Sí, sí, ante Dios.

—Bien. Piloto, necesito que nos lleves a casa... —dijo Bayazid hablando ya en inglés. Observó la furia reflejada en el rostro de Hakim y se apresuró a añadir—: Te lo pido, no te lo ordeno, Agha. Toma. —Ofreció a Erikki el brazalete de oro—. Quiero alquilar tus servicios. Éste es la paga.

Calló y miró hacia fuera, al gritar con tono apremiante uno de los hombres que vigilaban en el patio.

—¡Está llegando un coche procedente de la ciudad!

Ahora, Bayazid sudaba a chorros.

—Juro por Dios que no te haré daño alguno, piloto.

—No puedo llevaros —dijo Erikki—. No hay suficiente combustible.

—Entonces, llévanos y déjanos en las montañas... Sólo una pequeña parte del camino. Te lo pido... te lo pido, no te lo ordeno —dijo Bayazid, para añadir luego de manera muy curiosa—: Por el Profeta, no te he tratado bien, a él le he tratado bien y..., y no la he molestado a ella. Te lo pido.

Todos habían notado la inflexión en la voz, tal vez una amenaza, o tal vez no, pero Erikki sabía sin lugar a dudas que la frágil burbuja del «honor» o de su invocación «ante Dios» estallaría con la primera bala, que a él le correspondía en esa ocasión intentar subsanar el desastre en que había resultado el ataque, persiguiendo a un Khan ya muerto, un rescate pagado a medias y ahora Azadeh tumbada allí. Sólo Dios sabía si gravemente herida, y Hakim a punto de haber muerto. Con rostro impasible acarició a Azadeh por última vez, y arrebató bruscamente la «Sten» de manos del hombre que tenía más cerca.

—Acepto tu palabra ante Dios y te mataré si tratas de engañarme. Os dejaré al norte de la ciudad, en las montañas. Todo el mundo al helicóptero. ¡Díselo a ellos!

Bayazid aborrecía la idea del arma en manos de aquel monstruo melancólico, ansioso de venganza. «Ninguno de nosotros ha olvidado que fui yo quien lanzó la granada que tal vez haya matado a una hurí —se dijo—. I nsha'Allah.»

Rápidamente ordenó la retirada. Todos obedecieron llevándose con ellos el cuerpo de su camarada muerto.

—Nosotros saldremos juntos, piloto. Gracias, Agha Khan Hakim, que Dios sea contigo —dijo retrocediendo hacia la puerta, sujetando el arma con indiferencia aunque preparada.

Erikki alzó la mano a modo de despedida a Hakim, profundamente angustiado con lo que él mismo había provocado.

—Lo siento..,

—Que Dios vaya contigo, Erikki, y te haga regresar sano y salvo —dijo Hakim, lo que hizo que Erikki se sintiera mejor—. Ve con él, Ahmed, no puede pilotar y utilizar al mismo tiempo el arma. Ocúpate de que vuelva sano y salvo.

«Sí —se dijo con frialdad—, aún tengo una cuenta que arreglar con él por el ataque a mi palacio.»

—Sí, Alteza. Gracias, piloto. —Ahmed le cogió el arma a Erikki, comprobó su funcionamiento y el cargador y sonrió tortuoso a Bayazid—. Por Dios y el Profeta en cuyo nombre es alabado, no permitamos el engaño del hombre.

Indicó con ademán cortés la salida a Erikki y salió a su vez detrás de él. Bayazid fue el último en abandonar la habitación.

En las estribaciones del palacio: 11.05 de la mañana. El coche de la Policía corría veloz por la zigzagueante carretera en dirección a la verja, seguido de otros coches y un camión del Ejército abarrotado de soldados. Hashemi Fazir y Armstrong viajaban en los asientos de atrás del coche que iba en cabeza y que en aquel momento atravesaba la verja entrando en un patio inmenso en el que ya estaba aparcada una ambulancia. Bajaron del coche y siguieron al guardia hasta el gran salón. El Khan Hakim les esperaba instalado en su sitial de honor, pálido y ojeroso aunque en actitud regia, rodeado de guardias. Aquella parte del palacio no había sufrido daño alguno.

—Alabado sea Dios, Alteza, de que no hayas resultado herido, Acabarnos de enterarnos del ataque sufrido. ¿Me permites que me presente? Soy el coronel Hashemi Fazir, del Servicio Secreto Interno y éste es el inspector Armstrong que nos ha estado ayudando durante años y es un experto en ciertas áreas que acaso pueden interesar a Su Alteza. Y a propósito, habla farsi. ¿Querrías hacer el favor de contarnos lo ocurrido?

Ambos hombres escucharon con gran atención mientras Hakim les daba su versión del ataque, sobre el que ya habían oído rumores. Ambos los estaban impresionados por su serenidad.

Hashemi ya había ido preparado. Antes de abandonar Teherán el día anterior por la tarde, había estudiado atenta y minuciosamente el expediente de Hakim. Durante años, tanto él como la SAVAK lo habían mantenido bajo estrecha vigilancia en Khoi.

—Sé cuánto debe y a quién, Robert, a quién favorece y de quién recibe favores, lo que le gusta comer y leer, su pericia con las armas, el piano o los cuchillos, todas las mujeres con las que se ha acostado y también todos los muchachos.

Armstrong se había echado a reír.

—¿Y qué me dices de sus ideas políticas?

—No las tiene. Parece increíble, pero es así. Un iraní de Azerbaiján que, sin embargo no se ha unido a grupo alguno, no ha tomado partido por nadie, por nadie en absoluto, jamás ha emitido palabra alguna sediciosa, ni siquiera contra el Khan Abdollah y Khoi ha sido siempre un apestoso nido de provocadores.

—¿Religión?

—Chiíta, aunque tranquilo, concienzudo, ortodoxo, ni de izquierdas ni de derechas, Desde que fuera desterrado, no, eso no es del todo verdad, desde que tenía siete años, cuando su madre murió y fue junto con su hermana a vivir a palacio, ha sido una pluma agitada por el más leve aliento de su padre, esperando el desastre inevitable con temor. Hágase la Voluntad de Dios, pero es un milagro que sea Khan, un milagro que ese repugnante hijo de perra muriera antes de hacerles más daño a él v a su hermana. ¡Es extraño! En un momento dado su cabeza está en el tajo y ahora controla riquezas incalculables, poder incalculable y yo he de tratar con él.

—Eso deberá ser fácil..., si lo que dices es verdad.

—Eres suspicaz, siempre suspicaz. ¿Acaso reside en eso la fuerza del inglés?

—Es sólo la lección que un viejo policía ha aprendido a lo largo de los años.

Hashemi había sonreído para sí y en aquel momento volvía a hacerlo, concentrando su atención en el joven, el Khan de todos los Gorgones, que se encontraba frente a él, observándole estrechamente, estudiándole en busca de indicios. «¿Cuáles son tus secretos...? ¡Has de tener secretos!»

—¿Cuánto tiempo hace que el piloto se fue, Alteza? —preguntó Armstrong.

Hakim consultó su reloj.

—Hará unas dos horas y media.

—¿Dijo cuánto combustible tenía?

—No, sólo que los llevaría un trecho y luego los dejaría.

Hashemi y Robert Armstrong se encontraban en pie, delante de la plataforma elevada con sus valiosas alfombras y almohadones. Hakim estaba vestido de ceremonia, con cálidos brocados y un hilo de perlas alrededor del cuello con un diamante de colgante cuatro veces mayor que el que cediera por sus vidas.

—Tal vez —sugirió Hashemi con gran delicadeza—, tal vez, Alteza, el piloto estuviera en connivencia con los hombres kurdos y no regrese.

—No, no eran kurdos aunque ellos aseguraran serlo. Sólo bandidos que habían secuestrado a Erikki, obligándole a dirigir un asalto contra el Khan, mi padre —repuso el joven Khan y frunció el ceño, añadiendo luego con firmeza—: El Khan, mi padre, no debió hacer nunca que mataran a su mensajero. Tendría que haber regateado sobre el rescate, luego haberlo pagado..., y después hacer que los mataran por su impertinencia.

Hashemi captó la idea.

—Me ocuparé de que los capturen.

—Y de recuperar mi propiedad.

—Claro. Si hay algo, cualquier cosa que yo o mi departamento podamos hacer por Su Alteza, no dejes de decírmelo.

Observaba estrechamente al joven con gran atención y percibió, o le pareció percibir, un destello de sardónico regocijo, y eso lo desconcertó. En aquel momento, la puerta se abrió y entró Azadeh. Nunca había hablado con ella aunque la había visto muchas veces. «Debía poseerla un iraní —se dijo—, y no un repugnante extranjero. ¿Cómo podría soportar a aquel monstruo?» No se dio cuenta de que Hakim le observaba a él con igual intensidad. Armstrong sí se la dio, mientras él, a su vez, miraba al Khan sin que éste se apercibiese.

Azadeh vestía al estilo occidental, un traje gris verdoso que hacía resaltar sus ojos verdes, medias y zapatos de fina piel. Estaba pálida y apenas llevaba maquillado el rostro. Andaba con lentitud y algo penosamente, pero se inclinó ante su hermano con una sonrisa dulce.

—Siento interrumpirte, Alteza, pero el doctor me ha pedido que te recuerde que debes descansar. Está a punto de irse, ¿querrías volver a verle?

—No, no, gracias. ¿Te encuentras tú bien?

—Sí, sí —respondió ella con una sonrisa forzada—. Dice que estoy muy bien.

—¿Me permites que te presente? El coronel Hashemi Fazir y Mr. Armstrong, Inspector Armstrong. Su Alteza, mi hermana Azadeh. La saludaron y ella les devolvió el saludo.

—¿Inspector Armstrong? —dijo en inglés, frunciendo ligeramente el entrecejo—. No recuerdo lo de «Inspector», pero nos hemos conocido antes, ¿no es cierto?

—Sí, Alteza, en una ocasión en el «French Club», el año pasado. Yo estaba con Mr. Talbot, de la Embajada británica y un amigo de su marido, Charles Tollonen, de la Embajada finlandesa... Creo que ustedes celebraban la fiesta de cumpleaños de su marido.

—Tiene buena memoria, inspector.

El Khan Hakim sonrió de manera extraña.

—Ésa es una característica del MI6, Azadeh.

—Tan sólo un antiguo policía, Alteza —dijo Armstrong sin inmutarse—. No soy más que un asesor del Servicio Secreto Interno. —Luego, dirigiéndose a Azadeh añadió—: El coronel Fazir y yo nos congratulamos de que ni usted ni el Khan hayan sufrido daño alguno.

—Gracias —repuso ella, doliéndole todavía los oídos y la cabeza. También la espalda le producía molestias. El doctor había dicho:

—Tendremos que esperar unos días, Alteza —le había dicho el médico—, aun cuando les veremos por rayos X, a los dos, lo más pronto posible. Lo mejor es que los dos vayan a Teherán, allí están mejor equipados. Con una explosión semejante..., nunca se sabe, Alteza. Lo mejor es que vayan allí. No me gustaría ser responsable...

Azadeh suspiró, volviendo a la realidad.

—Les ruego que me perdonen por la interrup...

Calló de pronto y se puso a escuchar con la cabeza ligeramente ladeada. Ellos también prestaron oído atento. Sólo era el viento que se había levantado y un coche en la lejanía...

—Todavía no —dijo Hakim cariñosamente.

Azadeh trató de sonreír.

—Es la Voluntad de Dios —murmuró. Luego salió del Gran Salón. Hashemi rompió el breve silencio.

—Nosotros también debemos dejarte, Alteza —dijo con tono deferente, hablando de nuevo en farsi—. Fue muy amable de tu parte recibirnos hoy. ¿Tal vez podríamos volver mañana? —Vio al joven Khan apartar la vista de la puerta y mirarle por debajo de las oscuras cejas, reposado el hermoso rostro, jugueteando con la daga incrustada de piedras preciosas que llevaba en el cinturón. «Debe ser de hielo», se dijo, esperando cortésmente que les diera la venia.

Pero en lugar de eso, el Khan Hakim, hizo salir a sus guardias, salvo uno apostado junto a la puerta, lejos del alcance de sus palabras. Luego, con un gesto, indicó a los dos hombres que se acercaran más.

—Y ahora hablaremos en inglés. ¿Qué es lo que deseaban preguntarme en realidad? —dijo en voz queda.

Hashemi suspiró, seguro de que el Khan Hakim ya estaba al corriente de todo y, ahora, ya absolutamente seguro de que había tropezado con un adversario, o un aliado, de gran valía.

—Ayuda en dos cuestiones, Alteza. Su influencia en Azerbaiján puede ser una ayuda inconmensurable para nosotros en la tarea de acabar con elementos hostiles en rebeldía contra el Estado.

—¿Y la segunda?

Hashemi pudo percibir la nota de impaciencia y ello le divirtió.

—La segunda es algo delicada. Se refiere a un soviético de nombre Petr Oleg Mzytryk, un conocido de su padre quien, durante algunos años ha venido aquí de visita, al igual que el Khan Abdollah visitaba su dacha en Tbilisi. A pesar de que Mzytryk se hacía pasar por amigo del Khan Abdollah y de Azerbaiján, en realidad es un oficial muy antiguo de la KGB y hostil en extremo.

—El noventa y ocho por ciento de los soviéticos que vienen a Irán pertenecen a la KGB y, por lo tanto, son enemigos y el otro dos por ciento al GRU, y, en consecuencia, enemigos también. —De nuevo una leve sonrisa sardónica que no le pasó por alto a Hashemi—. Todo tipo de amigos y esos dos en medio. ¿Y bien?

—Nos gustaría muchísimo entrevistarle. —Hashemi esperó a que se produjera una reacción, pero no la hubo y ello acrecentó su admiración por el joven—. Antes de morir, el Khan Abdollah aceptó ayudarnos. Por él nos enteramos de que el hombre proyectaba atravesar en secreto la frontera el sábado pasado y de nuevo el martes. Pero en ninguna de las dos ocasiones se presentó.

—¿Cómo atravesaba la frontera?

Hashemi se lo explicó, aunque no estaba seguro de hasta dónde llegaban los conocimientos del Khan Hakim, y tanteó el camino con extrema cautela.

—Creemos que acaso el hombre se ponga en contacto con su Alteza..., en cuyo caso, ¿serías tan amable de informarnos? En privado.

El Khan Hakim decidió que había llegado el momento de poner en su sitio a aquel enemigo procedente de Teherán y a su lacayo británico. «Hijo de un padre en los infiernos, ¿acaso soy tan estúpido que no sé lo que está pasando?»

—¿A cambio de qué? —preguntó a bocajarro.

Hashemi, al igual que él, se mostró brutalmente franco.

—¿Qué es lo que quiere?

—Primero. Suspendidos en sus cargos todos los oficiales de la SAVAK y de la Policía en Azerbaiján, pendientes de revisión por mí. Y que en el futuro, todos los nombramientos me sean sometidos para su aprobación previa.

Hashemi enrojeció. Ni siquiera el Khan Abdollah tuvo jamás semejante privilegio.

—¿Cuál es la segunda condición?

El Khan Hakim rompió a reír.

—Bien, muy bien, Agha. La segunda esperará hasta mañana, o pasado mañana, así como la tercera y, tal vez, la cuarta. Pero respecto a tu primer punto, mañana, a las diez de la mañana, tráeme peticiones específicas de cómo puedo ayudar a detener toda lucha en Azerbaiján, y de cómo lo harías tú, personalmente, si tuvieras el poder necesario... —Reflexionó un instante para añadir luego—: Cómo nos pondrías a salvo de los enemigos de afuera y también a salvo de los enemigos de dentro.

Dirigió su atención a Armstrong.

A Armstrong le hubiera gustado que ese duelo se hubiera prolongado hasta el infinito, encantado de tener la oportunidad de presenciar en primera fila al nuevo Khan enfrentarse a un adversario tan coriáceo como Hashemi. «Por las barbas del pirata, si este pequeño bribón es capaz de actuar con tal seguridad a los dos días de convertirse en Khan, y después de estar a punto de subir al reino de los cielos hace sólo un par de horas, más le valdrá al Gobierno de Su Majestad encabezar con él la Lista S de peligrosos. ¡Despacio, despacio amigo!» Ahora, lo miraba a él fijamente. Haciendo un esfuerzo, mantuvo la expresión tranquila, aun cuando en su fuero interno era una olla a presión. «¡Te ha llegado el turno!»

—¿En qué áreas determinadas que puedan ser de mi incumbencia es usted experto?

—Bien, Alteza, yo, humm, pertenecía a la Sección Especial, y sé algo sobre Servicio Secreto y, humm, contraespionaje. Desde luego, una buena información, una información privada es esencial para alguien en su posición. Si lo desea, tal vez yo podría, junto con el coronel Fazir, sugerir formas de perfeccionar ese capítulo para usted.

—Una buena idea, Mr. Armstrong. Le ruego que me exponga sus ideas por escrito lo más pronto posible.

—Será un placer. —Armstrong decidió arriesgarse a jugar—. Mzytryk podría facilitarle rápidamente un montón de las respuestas que necesita, la mayoría de las respuestas importantes que necesita sobre lo de «afuera y adentro» que ha mencionado, en especial si el coronel pudiera, hummm, hablar con él en privado.

Las palabras quedaron pendiendo en el aire. Vio junto a él a Hashemi, agitando los pies nerviosos. «Apuesto la vida a que sabes mucho más de lo que aparentas, Hakim, y también mis cojones a que no te has pasado todos estos años como una condenada pluma a merced del aliento de tu padre. ¡Daría cualquier cosa por un cigarrillo!»

Aquellos ojos le estaban prácticamente perforando y hubiera dado cualquier cosa por poder encenderlo despreocupadamente y decirle sin rodeos, «bueno, acaba ya con todas estas cabronadas o levántate del bacinillo...». Entonces, se imaginó a aquel Khan de todos los Gorgones en cuclillas, sobre una taza de retrete, y hubo de toser para ocultar la risa que le entró de repente.

—Lo siento —dijo intentando parecer sumiso.

Hakim frunció el ceño.

—¿Cómo podría tener acceso a la información? —preguntó.

Y los dos hombres supieron en el acto que había picado el anzuelo. —Como su Alteza quiera —dijo Hashemi—, como quiera. Otro pequeño silencio.

—Consideraré lo que ust... —El Khan Hakim calló, prestando oído atento.

Ahora ya todos oían el pat-pat-pat de los rotores y el ruido de los motores que se acercaban. Los dos hombres se dirigieron hacia los altos ventanales.

—Esperen —dijo Hakim—. Denme una mano uno de ustedes. Asombrados le ayudaron a ponerse en pie.

—Gracias —dijo con tono dolorido—. Así es mejor. Es la espalda.

Con la explosión, debe de haber sufrido algún músculo.

Manteniendo más o menos el equilibrio, se dirigió entre ambos hacia el alto ventanal que daba al patio.

El «212» llegaba lentamente, impulsando hacia el punto de aterrizaje. Al acercarse más, reconocieron a Erikki y Ahmed en los asientos delanteros, pero Ahmed parecía derrumbado y, a todas luces, herido. Había varios impactos de bala en el fuselaje, y llevaba un gran trozo de plástico colgando de una ventanilla lateral. Tomó tierra perfectamente. En seguida, los motores fueron parándose. Ahora, ya podían ver que tanto el cuello blanco como la manga de Erikki estaban manchados de sangre.

—Cielos... —murmuró Armstrong.

—Coronel —dijo el Khan Hakim con tono de urgencia a Hashemi—, a ver si alcanzas al doctor antes de que se vaya.

Al punto, Hashemi salió presuroso.

Desde donde estaban podían ver los escalones de la entrada. La inmensa puerta se abrió y Azadeh apareció vacilante, permaneciendo allí en pie por un instante, semejante a una estatua, los demás ahora ya alrededor suyo, guardias, sirvientes y algunos de la familia. Erikki abrió la portezuela, bajando con dificultad. Con aspecto exhausto se dirigió hacia ella. Pero andaba firme y erguido, y, pronto, estuvo en sus brazos.

Torbellino
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