CAPÍTULO LX
Gavallan se encontraba en pie, junto a la ventana de su habitación, ya vestido. Todavía era de noche salvo al Este, por donde pronto apuntaría el alba. De la costa llegaban jirones de bruma, desde casi un kilómetro, para desvanecerse rápidamente en la inmensidad del desierto. El cielo, misteriosamente despejado hacia el Este, se iba encapotando de manera generalizada. Desde donde se encontraba, podía ver casi todo el aeropuerto. Las luces de la pista estaban encendidas, y un pequeño jet se deslizaba ya por ella. El olor a keroseno flotaba en el viento que había cambiado, llegando más del Sur. Llamaron a la puerta.
—¡Adelante! Ah, buenos días, Jean-Luc. Buenos días, Charlie.
—Buenos días, Andy. Si hemos de coger nuestro vuelo, ya es hora de que nos marchemos —dijo Pettikin, atropellando las palabras por el nerviosismo. Tenía que dirigirse a Kuwait y Jean-Luc a Bahrein.
—¿Dónde está Rodrigues?
—Esperando abajo.
—Bien, entonces, más valdrá que os pongáis en marcha. —Gavallan se dio cuenta, satisfecho, que conservaba un tono tranquilo de voz. Pettikin sonreía ampliamente, Jean-Luc farfulló «merde»—. Con tu aprobación, Charlie, propongo apretar el botón a las siete de la mañana como fue planeado..., siempre que en ninguna de las bases tiren del enchufe antes de tiempo. Si lo hicieran, lo intentaríamos mañana de nuevo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Todavía ninguna llamada?
—Todavía no.
Pettikin apenas podía contener su excitación.
—Bien, allá vamos, hacia la azul y salvaje inmensidad. Vamos, Jean-Luc.
Jean-Luc enarcó desmesuradamente las cejas.
—¡Mon Dieu, es el momento de los Boy Scouts! —Luego, se dirigió hacia la puerta—. Estupendas noticias las de Erikki, Andy, pero, ¿cómo va a salir?
—No lo sé. Lo primero que voy a hacer será ir a ver a Newsbury, al Consulado, e intentaré enviarle un mensaje, para que salga vía Turquía. Vosotros dos llamadme tan pronto como aterricéis. Estaré en la oficina a partir de las seis. Nos veremos más tarde.
Cerró la puerta tras ellos. Ahora, ya estaba hecho. A menos que alguna de las bases lo cancelara.
Apenas era perceptible la luz del falso amanecer. Scragger, enfundado en un impermeable, caminaba con dificultad entre los charcos bajo la llovizna, en dirección a la cocina que era el único lugar que tenía luz en toda la base. El viento azotaba su gorra de visera, cayéndole en la cara la blanda lluvia.
Ante su sorpresa, encontró a Willi sentado en la cocina junto a la estufa de leña y bebiendo café.
—Buenos días, Scrag. ¿Café? Acabo de hacerlo.
Con un movimiento de cabeza, señaló hacia un rincón. Acurrucado en el suelo, y profundamente dormido cerca de la fuente de calor, se encontraba uno de los Green Band del campamento. Scragger asintió y se quitó el impermeable.
—Prefiero té, hijo mío. Te has levantado temprano. ¿Dónde está el cocinero?
Willi se encogió de hombros y puso de nuevo la marmita al fuego. —Retrasado. Pensé desayunar de buena mañana. Me voy a hacer unos huevos revueltos. ¿Qué te parece si los hago también para ti? De repente, Scragger se sintió hambriento.
—¡Te tomo la palabra! Cuatro huevos para mí y dos tostadas, así podré resistir bien hasta el almuerzo. ¿Tenemos pan, amigo? —Vio a Willi abrir el frigorífico. Había tres hogazas y muchos huevos y mantequilla—. ¡Formidable! Los huevos no me pasan sin unas tostadas con mantequilla. No saben como deben.
Consultó su reloj.
—El viento ha cambiado casi a Sur y hasta treinta nudos. —La nariz me dice que amainará.
—También el culo me dice que amainará, pero sigue estando mierdoso.
Scragger se echó a reír.
—Ten confianza, camarada.
—Sentiré mucha más confianza con mi pasaporte.
—Te sobra la razón, así que yo..., pero el plan sigue en pie. Cuando la noche anterior regresó de ver al sargento, Vossi y Willi lo esperaban y, bien alejados de oídos indiscretos, les contó lo ocurrido.
—Mejor será que avisemos a Andy de que tal vez tengamos que cancelarlo —dijo Willi de inmediato. Y Vossi estuvo de acuerdo.
—No —se opuso Scragger—. Yo lo considero de esta manera, amigos. Si por la mañana Andy no ha puesto en marcha Torbellino, tengo todo el día por delante para recuperar los pasaportes. Si lo pone en marcha, lo hará, exactamente, a las siete. Eso me da un margen de tiempo más que suficiente para ir a la comisaría a las siete y media y estar de regreso a las ocho. Mientras yo esté fuera, vosotros ponéis el plan en marcha.
—Caramba, Scrag, hemos de...
—¿Quieres escucharme, Ed? Despegamos de todas maneras pero evitando pasar por Al Shargaz, donde sabemos que tendríamos dificultades, y aparecemos en Bahrein... Allí conozco al oficial del puerto. Nos pondremos en sus manos. Tal vez incluso podamos tener una «emergencia» en la playa. Entretanto, y una vez fuera de los cielos iraníes, comunicaremos por radio con Al Shargaz para que alguien se reúna con nosotros y nos saque bajo fianza. Es lo mejor que se me ocurre y, al menos, estaremos protegidos en cualquier de los dos casos.
«Y aún sigue siendo lo mejor que se me ocurriera», se dijo mientras observaba a Willi junto al fuego. La mantequilla empezaba a chisporrotear en la sartén.
—Creí que íbamos a tomarlos revueltos.
—Ésta es la manera de hacerlos revueltos —repuso Willi con tono cortante.
—¡No lo es, maldición, y tú lo sabes muy bien! —dijo Scragger furioso—. Tienes que utilizar agua o leche y...
—¡Por todos los demonios! Si tú no quieres lo... Scheiss! —vociferó Willi—. Lo siento, no quería gritarte, Scrag. Lo siento.
—Yo también estoy nervioso, amigo. No te preocupes.
—Así es, hum, así es como los hace mi madre. Echas los huevos sin batirlos, hasta que las claras se ponen blancas y luego..., ¡zas!, rápidamente les pones un poco de leche y lo mezclas, así la clara sale blanca y la yema amarilla...
Willi se dio cuenta de que no paraba de hablar. Había pasado una mala noche, con pesadillas y negros presagios y en aquellos momentos de madrugada no se sentía mejor.
En el rincón, el Green Band olisqueaba el aroma de la mantequilla caliente. Bostezó, les saludó somnoliento con la cabeza y, acomodándose mejor, se volvió a quedar dormido. Cuando el agua de la marmita rompió a hervir, Scragger se hizo un poco de té y consultó su reloj. Las cinco cincuenta y seis de la madrugada. Se abrió la puerta a su espalda y Vossi entró, sacudiendo la lluvia de su paraguas.
—Hola, Scrag. Hola, Willi. Para mí café y dos poco hechos y además bacon bien crujiente y picadillo bastante hecho.
—¡Anda y que te jodan!
Los tres rieron, embriagados, en cierto modo, por su propia ansiedad. Scragger volvió a mirar su reloj. «¡Basta ya! ¡Basta ya! —se ordenó a sí mismo—. Tienes que mantener la calma y entonces ellos estarán también tranquilos. Es fácil ver que los dos parecen a punto de explotar.»
McIver y Lochart se encontraban en la torre observando la lluvia y el cielo cubierto. Ambos vestían indumentaria de vuelo, McIver sentado delante de la HF, Lochart en pie, junto a la ventana. No había encendida luz alguna, tan sólo las rojas y verdes del equipo en funcionamiento. Ningún sonido salvo el agradable zumbido y el silbido, no tan agradable, del viento que penetraba por las ventanas rotas zarandeando las antenas.
Lochart consultó el anemómetro. Veinticinco nudos racheando a treinta desde el Sur-Sudeste. Junto al hangar, dos mecánicos lavaban los ya impolutos «212» y el «206» que McIver había pilotado desde Teherán. En la cocina había luz. Salvo los imprescindibles, Mclver había dado el viernes libre a todo el personal de oficinas y a los peones. Tras la conmoción sufrida por la ejecución sumarísima de Esvandiary, acusado de «corrupción», se fueron más que de prisa.
Lochart miró el reloj. La segunda manecilla parecía interminablemente lenta. Abajo pasó un camión. Luego otro. Eran exactamente las seis y media de la mañana.
—Sierra Uno, habla Lengeh.
Era Scragger informando según el plan. McIver se sintió inmensamente aliviado. Lochart se mostró más ceñudo.
—Lengeh, aquí Sierra Uno, estás cinco por cinco.
La voz de Scot llegó clara y firme. Sierra Uno era la clave para la oficina en el aeropuerto de Al Shargaz, pues Gavallan no quería atraer la atención más de lo necesario sobre los dominios del jeque.
McIver accionó el transmisor de HF.
—Sierra Uno, aquí Kowiss.
—Kowiss, habla Sierra Uno, estás cuatro por cinco.
—Sierra Uno, aquí Bandar Delam. —Los dos se dieron cuenta del tono trémulo de Rudi.
—Bandar Delam, aquí Sierra Uno, estás dos por cinco.
A través del altavoz sólo les llegaban ruidos parásitos. McIver se limpió el sudor de las palmas.
—Todo va bien hasta el momento.
El café se había quedado frío en la taza y tenía un sabor horrible, pero se lo bebió.
—Rudi parecía nervioso, ¿no? —dijo Lochart.
—Estoy seguro de que yo también lo parecía. Y desde luego Scrag.
Mclver lo observó, preocupado por él. Lochart desvió la mirada. Acercándose a la cafetera eléctrica, la enchufó. Sobre la mesa había cuatro teléfonos, dos de líneas interiores y dos exteriores. Pese a la decisión que había tomado, Lochart intentó utilizar uno de los teléfonos exteriores, luego el otro. Ambos seguían sin funcionar. Hacía ya días que estaban así. «Muertos como yo. No hay forma de ponerme en contacto con Sharazad, ni siquiera por correo.»
—En Al Shargaz hay un cónsul canadiense —dijo McIver con brusquedad—. Desde allí pueden ponerte en comunicación con Teherán. —Claro.
Una ráfaga de viento hizo chasquear la tabla colocada provisionalmente en la ventana. Lochart no prestaba la más mínima atención al exterior, preguntándose cómo estaría Sharazad, rezando para que se reuniera con él. «Que se reúna conmigo, ¿para qué?» La cafetera empezó a silbar. Lochart se la quedó mirando. Cuando abandonó el apartamento, bloqueó el futuro en su mente. Pero había resurgido durante la noche por mucho que él intentara reprimirlo.
Desde la base llegó la primera llamada de un almuédano.
—Acudid a rezar, acudid al progreso, la oración es mejor que el sueño...
Un amanecer empapado en agua, la lluvia era ligera y el viento había amainado algo desde el día anterior. En el aeropuerto, Rudi Lutz, Sandor Petrofi y Pop Kelly se encontraban reunidos en el remolque del primero, con las luces apagadas, bebiendo café. Afuera, en la terraza, Marc Dubois montaba guardia contra posibles espías. En toda la base no se veía una sola luz. Rudi consultó su reloj.
—Espero, por Dios, que sea hoy —murmuró.
—Hoy o nunca —dijo Kelly que se mostraba muy ceñudo—. Haz la llamada, Rudi.
—Todavía falta un minuto.
A través de la ventana, Rudi podía ver el interior del hangar y sus «212». Ninguno de ellos llevaba incorporados depósitos para largas distancias. Entre aquellas sombras, Fowler Jones y tres mecánicos estaban subiendo a bordo, con todo sigilo, el último combustible de repuesto, terminando los preparativos que habían comenzado la noche anterior con toda cautela, mientras los pilotos distraían la atención de los guardias de campamento y de Numir. Poco antes de irse a la cama, los cuatro habían hecho individualmente los cálculos de la distancia. Todos estuvieron de acuerdo en mantener diez millas náuticas entre sí.
—Si el viento sigue soplando con esta fuerza, estaremos todos en el condenado mar —había musitado Sandor, resultándoles sumamente difícil hablar con aquella música pero no atreviéndose a hacerlo sin ella. Poco antes Fowler Jones había sorprendido a Numir merodeando alrededor del remolque de Rudi.
—Sí —había asentido Mac Dubois—. Alrededor de unos diez kilómetros afuera.
—Tal vez deberíamos saltarnos Bahrein y desviarnos hacia Kuwait. ¿Qué te parece, Rudi?
—No, Sandor, hemos de dejar Kuwait libre para Kowiss. ¿Seis helicópteros de matrícula iraní convergiendo todos allí? Sufrirían una hemorragia.
—¿Dónde diablos están los números de las nuevas matrículas que nos habían prometido? —preguntó Kelly, con un nerviosismo cada vez mayor a medida que los minutos pasaban.
—Nos van a recibir. Charlie Pettikin irá a Kuwait y Jean-Luc a Bahrein.
—¡Mon Dieu, vaya mala suerte! —exclamó fastidiado, Dubois—. Jean-Luc siempre llega tarde, siempre. Estos pieds-noirs piensan como los árabes.
—Si Jean-Luc nos jode esta vez —había dicho Sandor—, le convertiré en un condenado picadillo. Escuchad, en lo que se refiere al combustible, quizá podamos obtener algo de «Iran-Toda». Va a parecer enormemente sospechoso cargar con todo ese combustible, sólo para ir hasta allí.
—Haz la llamada, Rudi. Es la hora.
—De acuerdo, de acuerdo. —Rudi aspiró hondo y cogió el micro—. Sierra Uno, aquí Bandar Delam. ¿Me recibís? Aquí...
—Bandar Delam, ¿me recibís?
Gavallan estaba sentado delante de la HF, Scot junto a él, Nogger Lane apoyado en una mesa escritorio que tenía detrás y Manuela ocupando la única otra silla. Todos permanecían rígidos, con la mirada clavada en el altavoz, seguros de que la llamada significaba dificultades ya que en la operación Torbellino se estipulaba un silencio absoluto por radio antes de las siete de la mañana y durante el tiempo que durara la fuga, salvo en situaciones de emergencia.
—Bandar Delam Sierra Uno —respondió Scot con voz ronca—. Estáis dos por cinco, adelante.
—No sabemos cómo está vuestro día, pero tenemos algunos vuelos programados para esta mañana y nos gustaría realizarlos ahora. ¿Tenemos vuestra aprobación?
—Standby One —dijo Scot.
—¡Maldición! —farfulló Gavallan—. Es esencial que se abandonen todas las bases al mismo tiempo.
De repente, todas las emisoras volvieron a cobrar vida.
—Sierra Uno, aquí Lengeh. —La voz de Scragger sonaba más fuerte, más clara y enérgica—. Nosotros también tenemos vuelos pero cuanto más tarde mejor. ¿Qué tal el tiempo por ahí?
—Standby One, Lengeh. —Scot miró a Gavallan, esperando. —Llama a Kowiss —dijo Gavallan. Y todos se tranquilizaron algo—. Consultaremos primero con ellos.
—Kowiss, os habla Sierra Uno. ¿Nos recibís? —Silencio—. Kowiss, aquí Sierra Uno, ¿nos recibís?
—Aquí Kowiss. Adelante. —La voz de McIver parecía tensa, llegando de forma intermitente.
—¿Habéis tomado nota?
—Sí, preferimos previsiones firmes como planeado.
—Esto lo decide —dijo Gavallan, y cogió el micro—. Sierra Uno a todas las bases. Nuestro tiempo es cambiable, tendremos vuestras previsiones firmes a las siete en punto.
—Anotado —dijo Scragger.
—Anotado. —La voz de Rudi sonó quebradiza.
—Anotado. —McIver parecía aliviado.
De nuevo, las ondas callaron.
—Más vale que nos atengamos al plan —dijo Gavallan sin dirigirse a nadie en particular—. Es preferible no alertar a ATC innecesariamente o hacer que ese granuja de Siamaki cree más dificultades de las habituales. Rudi pudo haber cancelado la operación si era urgente. Todavía puede hacerlo.
Se levantó, desperezándose, y volvió a sentarse. Nuevos ruidos parasitarios. También estaban escuchando por el canal de emergencia, 121.5. El jumbo de la «Pan Am» despegó haciendo vibrar los cristales de las ventanas.
Manuela se agitó en su asiento con la sensación de que estaba invadiendo campos ajenos a pesar de que Gavallan le había dicho: «Escucha con nosotros, Manuela. De los que estamos aquí, tú eres la única que hablas farsi.» A ella el tiempo no la acuciaba tanto. Su hombre estaba a salvo, algo averiado, pero a salvo, y su corazón cantaba de gozo por la bendita suerte que había tenido sacándole del vértice.
—Porque no es otra cosa, cariño —le había dicho a él la noche anterior en el hospital.
—Tal vez. Pero sin la ayuda de Hussain, tal vez estuviera en Kowiss todavía.
«De no haber sido por ese mollah jamás te hubieran disparado», pensó ella, aunque no lo dijo porque no quería agitarle.
—¿Puedo traerte algo, cariño?
—Una cabeza nueva.
—Dentro de un momento traerán la tableta. El médico ha dicho que estarás volando otra vez dentro de seis semanas, que tienes la constitución de un búfalo.
—Pues me siento como un pollo desmirriado.
Manuela se había echado a reír.
Ahora, se dejaba ir tranquilamente, sin tener que estar con el alma en vilo como los demás, Genny en especial. Faltaban dos minutos. Más ruidos. Gavallan tamborileaba sobre la mesa. Un jet particular despegó y pudo ver otro avión al final de la pista, un jumbo con los colores de «Alitalia». «Me pregunto si será el vuelo de Paula, de regreso de Teherán.»
En el reloj, la manecilla de los minutos estaba a punto de situarse en las doce. A las siete en punto, Gavallan cogió el micro.
—Sierra Uno a todas las bases. Nuestras previsiones están establecidas y esperamos que el tiempo mejore, pero manteneos alerta ante posibles torbellinos sin importancia. ¿Habéis tomado nota?
—Sierra Uno, aquí Lengeh. —Scragger se mostraba animoso—. Tomamos nota y vigilaremos posibles torbellinos. Corto.
—Sierra Uno, aquí Bandar Delam. Tomamos nota y vigilaremos posibles torbellinos. Corto.
Silencio. Los segundos pasaban. Gavallan, inconsciente, se mordía el labio. Una nueva espera. Entonces, hizo funcionar el botón transmisor. —Kowiss, ¿nos recibís?
McIver y Lochart tenían la mirada fija en la HF. Consultaron sus relojes casi a la vez.
—Ha sido cancelada para hoy —murmuró Lochart con un inmenso alivio. «Otro día más de respiro —se dijo—. Tal vez hoy los teléfonos vuelvan a funcionar..., tal vez hoy pueda hablar con ella.»
—Aún tienen que llamar, es parte del plan. Han de llamar cualquiera que sea la decisión. —McIver hizo funcionar el interruptor en los dos sentidos. Todas las luces se apagaron y los discos también—. Al diablo con todo —dijo e hizo funcionar el botón del transmisor—. Sierra Uno, aquí Kowiss. ¿Me recibís? —Silencio. De nuevo, con mayor ansiedad—: Sierra Uno, aquí Kowiss, ¿me recibís? —Silencio.
—¿Qué demonios les pasa? —dijo Lochart entre dientes.
—Lengeh, aquí Kowiss. ¿Me recibís? —No hubo respuesta.
De repente, McIver se acordó y, poniéndose en pie de un salto, se acercó a la ventana. El cable principal de la antena transmisora-receptora colgaba suelto, agitado por el viento. McIver, con una maldición, abrió de golpe la puerta que conducía al tejado y salió al aire libre. Sus dedos eran fuertes pero las tuercas aparecían demasiado enmohecidas y pudo comprobar que los anillos de cable soldados estaban carcomidos por la herrumbre y se habían roto.
—¡Maldición una y mil veces!
—Toma. —Lochart estaba junto a él y le daba los alicates. —Gracias. —McIver empezó a rascar la herrumbre. La lluvia casi había parado, pero él ni siquiera se dio cuenta.
El fragor de un trueno. Los relámpagos centelleaban en los Zagros, el cielo cubierto sobre las montañas. Mientras trabajaba presuroso dijo a Lochart que Wazari había pasado muchísimo tiempo en el tejado el día anterior asegurando el cable.
—Esta mañana, al llegar, he hecho una llamada de rutina, de manera que sabía que funcionaba y se nos oía claro y bien a las seis treinta, y a las seis cuarenta. El viento debe de haber arrancado el cable de entonces ahora... —Los alicates se le escurrieron hiriéndose en un dedo. Soltó un taco.
—¿Me dejas hacerlo a mí?
—No, ya está. Sólo un par de segundos.
Lochart volvió a la cabina de la torre. Eran las siete y siete minutos. La base seguía tranquila. Algunos camiones se movían pero ningún aeroplano. Junto al hangar, los dos mecánicos seguían trabajando con los «212» de acuerdo con el plan, Freddy Ayre con ellos. Entonces, vio a
Wazari pedaleando a lo largo de la carretera de circunvalación interior. El corazón le dio un vuelco.
—Mac, ahí llega Wazari. Viene de la base.
—Deténle, dile cualquier cosa, pero deténle.
Lochart bajó las escaleras corriendo.
A McIver le latía el corazón descompasadamente. «Vamos, por Dios Santo —decía mientras se maldecía por no haberlo comprobado—. Comprobación una y otra vez, y otra. La seguridad no es un accidente sino que ha de ser planificada.»
Los alicates se le escurrieron de nuevo. Volvió a engancharlos. Ya las tuercas se movían en el tornillo. Uno de los lados estaba bien apretado ahora. Por un segundo, se sintió tentado de arriesgarse a dejar el otro, pero la cautela se sobrepuso a su ansiedad y lo apretó también. Un tirón del cable a modo de prueba. Estaba fuerte. Entró de nuevo, empapado en sudor. Las siete y dieciséis.
Por un instante no le fue posible recuperar el aliento. «Vamos, McIver, por el amor de Dios», se dijo. Aspiró a fondo y eso le ayudó. —Sierra Uno, aquí Kowiss. ¿Me recibís?
Al instante, se oyó la voz ansiosa de Scot.
—Kowiss, Sierra Uno. Adelante.
—¿Tenéis alguna información sobre el tiempo para nosotros?
De repente se escuchó la voz de Gavallan aún con mayor ansiedad.
—Kowiss, enviamos la siguiente exactamente a las siete; establecidas nuestras previsiones y esperamos una mejora del tiempo, pero atención a los torbellinos sin importancia. ¿Tomaste nota?
McIver exhaló el aire acumulado.
—Hemos tomado nota y tendremos cuidado con los torbellinos sin importancia. ¿Tomaron nota los demás?
—Afirmativo...
—Repito, afirmativo —repitió Gavallan en el micro—. ¿Qué ha ocurrido?
—No hay problema. —Volvió a oírse la voz de Mclver aunque la señal era débil—. Nos veremos pronto. Corto.
Las ondas habían quedado silenciosas. Un repentino «¡Hurra!» se escuchó en la habitación. Scot abrazó a su padre lo que le arrancó una exclamación de dolor a causa de su hombro, mas, en aquel pandemónium, nadie se dio cuenta.
—Voy a telefonear al hospital, Andy —dijo después de darle también un abrazo—. No tardaré ni un segundo —y salió corriendo. Nogger saltaba de un lado a otro, regocijado
—Creo que los no pilotos nos merecemos una gran botella de cerveza.
En Kowiss. Mclver desconectó el aparato y se dejó caer en !a silla, tratando de serenarse. Se sentía extraño: la cabeza ligera y las manos pesadas.
«Poco importa eso. ¡Ya está en marcha!», se dijo
La torre estaba en silencio salvo por el viento que zarandeaba la puerta que había dejado abierta en su apresuramiento. La cerró y vio que no llovía, aun cuando las nubes seguían teniendo un aspecto amenazador. En ese momento se dio cuenta de que el dedo seguía sangrando. Junto a la HF había una toalla de papel, arrancó un trozo y lo enrolló sobre la herida. Las manos le temblaban. Siguiendo un impulso repentino, salió de nuevo al tejado arrodillándose junto al cable de conexión. Necesitó de todas sus fuerzas para soltarlo. Luego, tras inspeccionar por dos veces la torre, se limpió el sudor de la frente y bajó las escaleras.
Lochart y Wazari se encontraban en la oficina de Esvandiary. Wazari sin afeitar y desaliñado. En el ambiente se palpaba una extraña electricidad.
«No hay tiempo para preocuparse de eso —pensó McIver—, Scrag y Rudi ya están en el aire.»
—Buenos días, sargento —dijo McIver con tono cortante, consciente del escrutinio de Lochart—. Creí haberle dado el día libre. No tenemos tráfico de importancia.
—Sí, capitán, lo hizo pero yo, humm, no podía dormir y... y no me siento seguro en la base. —Wazari observó el rostro congestionado de McIver y el rústico vendaje—. ¿Se encuentra bien?
—Si, estoy bien. Me corté el dedo con la ventana rota. —McIver miró a Lochart que sudaba tanto como él—. Más vale que nos pongamos en marcha, Tom. Estamos haciendo pruebas de tierra con los «212», sargento.
Vio a Lochart mirarle sorprendido.
—Sí, señor. Informaré a la base —dijo Wazari.
—No es necesario. —No supo qué más decir, pero, al instante, las palabras acudieron—. Por su propio bien, si va a quedarse rondando por aquí, más le valdrá ir preparándose para el ministro Kia.
El hombre se puso pálido.
—¿Qué?
—Pronto vendrá para el vuelo de regreso a Teherán. ¿No es usted el único testigo contra él y ese pobre idiota de Hotshot?
—Desde luego, yo los oí —afirmó Wazari, ansiando justificarse—. Kia es un bastardo y un embustero, y Hotshot lo era también; estaban haciendo ese trato. ¿Ha olvidado que fue Hotshot quien ordenó que azotaran a Ayre? Le hubieran matado, ¿acaso lo ha olvidado? Esvandiary y Kia, todo cuanto dije era verdad, ¡es verdad!
—Estoy seguro de ello, le creo. Pero es probable que se ponga condenadamente furioso cuando le vea, ¿no cree? Y el personal de oficinas otro tanto, todos estaban muy irritados. Quizá le denunciarán. A lo mejor yo pueda contener a Kia —dijo McIver a modo de ayuda, en la esperanza de conservarle de su parte—. O tal vez no. Yo de usted, me haría ver lo menos posible, no andaría por aquí. Vamos, Tom.
Mclver dio media vuelta para alejarse pero Wazari se interpuso en su camino.
—No olvide que fui yo quien evitó una matanza al decir que la carga de Sandor se había corrido; de no ser por mí, él estaría muerto..., de no ser por mí, todos ustedes estarían delante de un comité... Tienen que ayudarme... —las lágrimas le caían por la cara—, tienen que ayudarme...
—Haré lo que pueda —dijo McIver sintiendo lástima de él, y, acto seguido, se alejó. Una vez fuera, hubo de contenerse para no correr hacia donde se encontraban los demás, dándose cuenta de su ansiedad. Luego Lochart le dio alcance.
—¿Torbellino? —preguntó, teniendo que apresurar el paso para seguirle.
—Sí, Andy apretó el botón en punto, a las siete, tal como lo habíamos planeado. Scrag y Rudi tomaron nota y es probable que vayan de camino —respondió McIver atropellando las palabras, sin darse cuenta de la repentina desesperación de Lochart. Ya se encontraban junto a Ayre y los mecánicos.
—¡Torbellino! —graznó prácticamente Mclver, pero para todos ellos, esa palabra sonó como la llamada de un clarín.
—Estupendo —dijo Freddy Ayre con voz neutra, guardando para sí su excitación.
No así los otros.
—¿A qué ha sido debido el retraso? ¿Qué ha ocurrido?
—Ya os lo diré más tarde. En marcha, acabemos de una vez.
McIver se encaminó hacia el primer «212» y Ayre al segundo mientras los mecánicos subían a las cabinas. En aquel momento, un coche del Ejército, con el coronel Changiz y varios soldados de aviación entraban en el complejo y se detenía delante del edificio de oficinas. Todos los soldados iban armados y ostentaban brazaletes verdes.
—Bien, capitán, ¿va a llevar al ministro Kia a Teherán de nuevo? —preguntó Changiz que parecía algo aturdido y furioso.
—Sí, sí. En efecto. A las diez, a las diez en punto.
—Me ha dado un mensaje. Quiere adelantar su partida a las ocho en punto, pero usted no puede despegar hasta las diez como figura en su autorización. ¿Está claro?
—Sí, pero el...
—Le hubiera telefoneado mas sus teléfonos se encuentran fuera de uso otra vez, y algo andaba mal en su radio. ¿Es que no se ocupa del mantenimiento de su equipo? Estaba funcionando y, de repente, se cortó.
McIver vio la mirada del coronel clavada en los tres helicópteros alineados, e iniciar seguidamente un movimiento en dirección a ellos. —No sabía que hoy tuvieran vuelos comerciales.
—Sólo pruebas de tierra con uno y comprobar el funcionamiento del otro para efectuar mañana el relevo del personal en Rig Abu Sal, coronel —se apresuró a decir Mclver, preguntándole luego para seguir distrayendo su atención—: ¿Qué le pasa ahora al ministro Kia?
—¡No le pasa nada! —respondió el otro con irritación. Luego, consultó su reloj y cambió de idea en cuanto a la inspección de los helicópteros—. Haga que alguien arregle su radio y usted acompáñeme. El mollah Hussain quiere verle. Estaremos de vuelta con tiempo suficiente.
Lochart consiguió hablar al fin.
—Estaré encantado de conducir al capitán McIver dentro de un minuto, aquí hay algunas cosas que nec...
—Hussain quiere ver al capitán McIver, no a usted..., ¡y ahora! Usted ocúpese de la radio.
Changiz ordenó a sus hombres que lo esperaran allí, ocupó el asiento del conductor e indicó a McIver que se sentara a su lado. Éste, desconcertado, obedeció. Changiz se puso en marcha y su conductor se encaminó hacia la oficina. Los demás soldados se dispersaron, echando un vistazo alguno a los helicópteros. Los dos «212» estaban atestados con el último cargamento de repuestos importantes, subidos a bordo durante la noche. Adoptando aires de indiferencia, los mecánicos cerraron las portezuelas de la cabina y empezaron a sacarles brillo.
Ayre y Lochart permanecieron mirando el coche que se alejaba. —Y ahora, ¿qué?
—No lo sé..., no podemos irnos sin él.
Lochart se sentía realmente angustiado.
Los cuatro «212» estaban fuera del hangar, dispuestos para el despegue. Fowler Jones y los otros tres mecánicos hacían pequeños arreglos en el fondo de las cabinas mientras esperaban con impaciencia. Pesados bidones de gasolina de ciento cincuenta litros de reserva ajustaban perfectamente en su lugar. Muchos cajones de repuestos. Maletas ocultas bajo las lonas.
—Venga, vamos. Menear las tabas —decía Fowler limpiándose el sudor.
En la cabina apestaba a gasolina.
A través de la portezuela abierta podía ver a Sandor, Rudi y Pop Kelly esperando en el hangar, todo dispuesto como lo habían planeado salvo por el último piloto, Dubois, que llevaba ya diez minutos de retraso y nadie sabía si Numir, el gerente de la base, le había interceptado alguien del personal o los Green Bands. Entonces, vio a Dubois salir tranquilamente por su puerta. A Fowler por poco le da un ataque. Con gala indiferencia, Dubois llevaba en la mano una maleta y al brazo su impermeable. Al pasar con toda parsimonia por delante de la oficina, Numir apareció en una ventana.
—Vámonos —graznó más que dijo Rudi.
Se dirigió a la carlinga de su aparato con toda la calma que le fue posible, se abrochó el cinturón y pulsó el arranque de los motores. Pop Kelly le siguió de cerca, sus rotores iban adquiriendo velocidad. Con toda tranquilidad, Dubois lanzó su maleta a Fowler, dejó con cuidado su impermeable sobre un cajón y se instaló en el asiento del piloto poniendo inmediatamente los motores en marcha, sin molestarse en sujetarse el cinturón o comprobar la lista de verificación. Fowler juraba de manera incoherente. Sus jets se ponían en marcha con perfecta cadencia mientras Dubois tarareaba una cancioncilla. Se ajustó el casco y ya, cuando todo estaba preparado, se abrochó el cinturón. No vio a Numir salir precipitadamente de su oficina.
—¿Adónde van? —gritó éste a Rudi a través de la ventanilla.
—A «Iran-Toda». Está en el manifiesto —respondió y siguió con sus operaciones para el despegue: conectada la VHF, conectada la HF, las agujas alcanzando el «Verde».
—Pero no han solicitado a Abadán permiso para poner en marcha los motores y...
—Hoy es Día Santo, Agha, puede hacerlo usted por nosotros. —¡Eso es trabajo de ustedes! —gritó Numir, furioso—. Tienen que esperar a Zataki. Tienen que esperar al cor...
—En eso lleva razón. Quiero asegurarme de que mi helicóptero está perfectamente preparado para el instante en que llegue... Es muy importante darle satisfacción, ¿verdad?
—Sí, pero, ¿por qué llevaba Dubois una maleta?
—Bueno, ya conoce a los franceses —fue lo primero que le acudió a la cabeza—. La indumentaria es importante para ellos, y él está seguro de que va a tenerse que quedar en «Iran-Toda», así que se lleva un uniforme de repuesto.
El pulgar enguantado aleteó sobre la palanca de transmisión en la columna. «No lo hagas —se obligó a sí mismo—, no seas impaciente, todos saben qué hacer, ¡no seas impaciente!»
En ese momento, por detrás de Numir, y a través de la bruma, que tenía con una visibilidad baja a unos centenares de metros, Rudi divisó la camioneta de los Green Bands atravesar renqueante la puerta principal y detenerse después, su ruido ahogado por los jets. Pero no era Zataki, sólo algunos de sus Green Bands habituales que permanecieron allí, en grupo, mirando con curiosidad los «212». Nunca antes se habían puesto en marcha a la vez cuatro «212».
A través de sus auriculares, escuchó a Dubois.
—Preparado, mon vieux.
Luego a Pop Kelly, después a Sandor y él, por su parte, pulsó la clavija del transmisor y dijo a través del micro:
—Adelante.
Luego, se asomó a la ventanilla e hizo a Numir una seña para que se acercara.
—No es necesario que los otros esperen. Ya espero yo.
—Pero se les ha ordenado ir en grupo y sus autorizaciones...
La voz del gerente de la base quedó ahogada por el fragor de los motores lanzados a toda potencia merced al procedimiento de despegue de emergencia, conforme al plan que los pilotos habían establecido de común acuerdo la noche anterior: Dubois, a la derecha; Sandor, a la izquierda; Kelly, exactamente delante, semejaban una formación de agachadizas dispersándose. En cuestión de segundos, estuvieron en el aire y se fueron alejando, volando muy bajo.
Numir tenía la cara purpúrea.
—Pero se les ha dicho que...
—Lo hacemos por su seguridad, Agha, estamos tratando de protegerle —le gritó Rudi dominando el ruido de los jets, volviendo a hacerle seña de que se adelantara. Todas sus agujas estaban ya en el «Verde»—. Así es mejor, Agha. De esta forma haremos el trabajo y no habrá problemas. Tenemos que protegerle y también a «IranOil».
A través de los auriculares oyó a Dubois quebrantar el silencio obligatorio de radio hablando con tono apremiante.
—¡Hay un coche casi junto a la verja!
En ese mismo instante, Rudi lo vio y reconoció a Zataki en el asiente delantero. Máxima potencia.
—Voy a ascender unos cuantos metros, Agha, mi contador está su biendo.
Lo que Numir estuviera vociferando se perdió en el estruendo. Zataki se encontraba apenas a un centenar de metros, Rudi sintió los rotores sesgar el aire, y alzarse el aparato. Por un instante, pareció como si Numir estuviera dispuesto a saltar a uno de los patines, pero se agachó, apartándose. El patín le rozó haciéndole caer mientras Rudi cobraba velocidad y se alejaba, desbordando prácticamente de excitación. Delante, los otros se encontraban en posición sobre el pantano Hizo oscilar a su helicóptero mientras se reunía con ellos, les dio la salida con los pulgares en alto, encabezando la carrera hacia el Golfo, a seis kilómetros de distancia.
A Numir le ahogaba la furia mientras se levantaba del suelo al tiempo que el coche de Zataki se detenía junto a él con un frenazo.
—¡Por Dios! ¿Qué está pasando aquí? —exclamó iracundo Zataki bajando del coche.
Entretanto, los helicópteros habían desaparecido entre la bruma, extinguiéndose ya el ruido de los motores.
—¡Tenían que haberme esperado!
—Lo sé, lo sé, coronel. Yo se lo dije una y otra vez pero ellos..., ellos despegaron sin más y...
Numir gritó al caer el puñetazo sobre su cara, derribándole. Los Green Bands lo observaban todo con indiferencia, acostumbrados ya a los arranques de cólera de Zataki. Uno de los hombres puso a Numir en pie, dándole unas palmadas en el rostro para hacerle volver en sí.
Zataki lanzaba maldiciones al cielo. Cuando su ataque de ira se hubo calmado, se dirigió a sus hombres.
—Traed a ese pedazo de mierda de camello y seguidme. —Al pasar furibundo por delante del hangar, vio los dos «206», cuidadosamente aparcados al fondo, con repuestos desperdigados aquí y allá, y un ventilador en funcionamiento secando la pintura reciente... Todo el minucioso enmascaramiento de Rudi, a fin de disponer de unos cuantos minutos extra—. Haré que esos perros deseen haberme esperado.
Abrió la puerta de la oficina de un puntapié y se acercó como un ciclón al transmisor de radio sentándose junto a él.
—¡Comunícame con esos hombres, Numir!
—Pero, Jahan, nuestro operador de radio no ha llegado todavía y yo. —¡Hazlo!
El hombre, aterrado, conectó la VHF, con la boca sangrándole siendo apenas capaz de hablar.
—¡Base llamando al capitán Lutz! —esperó. Luego repitió la orden, y añadió—: ¡Urgente!
Se encontraban apenas a tres metros de altura sobre el pantano y a unos centenares de metros de distancia de la base cuando escucharon la voz furiosa de Zataki a través de la radio.
—¡Se ordena a todos los helicópteros que regresen a la base! ¡Que se presenten!
Rudi hizo un ligero ajuste de la potencia del motor y de la orientación. En el helicóptero más cercano a él, vio a Marc Dubois señalar su casco y hacer un gesto obsceno. Le imitó sonriente. Entonces se dio cuenta del sudor que le corría por el rostro.
¡QUE SE PRESENTEN TODOS LOS HELICÓPTEROS! ¡QUE SE..!
En el aeropuerto: —¡... HELICÓPTEROS SE PRESENTEN! —chillaba Zataki a través del «micro»—. ¡QUE SE PRESENTEN TODOS LOS HELICÓPTEROS!
Sólo los ruidos parasitarios. De repente, Zataki golpeó la mesa con el micrófono.
—¡Comunícame con la Torre de Abadán! ¡DE PRISA! —vociferó.
El aterrado Numir, resbalándole la sangre por la barba, cambió de canal y al cabo de seis llamadas, esta vez en farsi, se comunicó con la torre.
—Aquí la Torre de Abadán, Agha. Adelante, por favor.
Zataki le arrancó el micrófono de la mano.
—Habla el coronel Zataki, Comité Revolucionario de Abadán —dijo en farsi—, llamando desde el aeropuerto de Abadán.
—La paz sea contigo, coronel. —El tono de voz sonó deferente—. ¿Qué podernos hacer por ti?
—Cuatro de nuestros helicópteros han despegado sin autorización en dirección a «Iran-Toda». Hacedles regresar, por favor.
—Un momento, por favor.
Voces ahogadas. Zataki esperaba con la cara congestionada. Esperó y esperó.
—¿Estás seguro, Agha? En la pantalla de radar no los vemos. —Claro que estoy seguro. ¡Ordenadles regresar!
Más voces ahogadas y nuevas esperas, Zataki estaba a punto de estallar.
—Se ordena a los cuatro helicópteros que han despegado de Bandar Delam que regresen a su base —dijo una voz en farsi—, Por favor, comuniquen que están cumpliendo la orden. —La transmisión fue hecha con una gran ineptitud y tuvieron que repetirla. Luego la voz añadió—: Tal vez sus radios no estén abiertas, Agha. Las bendiciones de Dios sean contigo.
—¡Continuad llamándoles! Vuelan bajo y se dirigen hacia «Iran-Toda».
Mas voces ahogadas. Después, en farsi como antes y, de repente, una voz cortante en inglés americano:
—¡Okay, yo me ocuparé! Aquí Control de Abadán, Helicópteros en dirección 090 grados, ¿me recibís?
Su brújula marcaba 091 grados. De nuevo la voz enérgica llegando a través de los auriculares: —Aquí, Control de Abadán. Helicópteros en dirección 090 grados, ¿me recibís? —Una pausa—. Control de Abadán, helicópteros en dirección 090 cambiad al canal 1219..., ¿me recibís?
Era el canal de emergencia que, por norma, todo aparato debía oír automáticamente.
—Helicópteros en dirección 090 grados a dos kilómetros de la costa regresen a la base, ¿me recibís?
Fowler, conectado ya a través del casco, dijo por el intercomunicador:
—A ver si se muere ese tipo.
De nuevo la voz, y sus sonrisas se borraron.
—Control de Abadán a coronel Zataki, ¿me recibe?
—Sí, adelante.
—Por un instante hemos captado una huella en el radar, posiblemente no sea nada, pero puede tratarse de un helicóptero o helicópteros estrechamente agrupados, dirección 090 grados. —La transmisión se debilitó ligeramente—. Eso les llevaría directamente...
—... «Iran-Toda». No solicitar permiso para la puesta en marcha del motor y no mantenerse en contacto por radio constituye una grave violación. Por favor, den sus señales de llamad; y los nombres de los capitanes. La VHF de «Iran-Toda» sigue sin funcionar, de lo contrario nos hubiésemos puesto en contacto con ellos. Sugerimos el envío de alguien allí para arrestar a los pilotos y traerlos ante el comité ATC de Abadán de inmediato por contravenir la reglamentación aérea. ¿Anotado?
—Sí..., sí, comprendo. Gracias. Un momento.
Zataki arrancó el micrófono de las manos de Numir.
—¡Me voy a «Iran-Toda»! Si regresan antes de que yo les coja allí, están bajo arresto. Comunica a Control de Tráfico cuanto necesitan saber.
Salió de estampía dejando en la base a tres hombres con metralletas.
—Control de Abadán, Bandar Delam —empezó a decir Numir—: HVV, HGU, HKL? HXC, todos «212», capitanes Rudi Lutz, Marc Dubois...
—... Sandor Petrofi e Ignatius Kelly, todos trasladados temporalmente de «IranOil» a «Iran-Toda» por orden del coronel Zataki.
—Gracias, Bandar Delam. Manténnos informados.
Kelly miró hacia la derecha e hizo un gesto entusiasmado alzando sus pulgares hacia Rudi, quien respondió a su vez...
—....y que hizo el mismo gesto Dubois, el cual respondió a su vez. Luego escudriñó una vez más en la neblina,
Los helicópteros, volando en estrecho grupo, se encontraban casi por encima de la orilla de la playa. «Iran-Toda» se hallaba a su izquierda a menos de un kilómetro de distancia, mas Rudi no podía distinguir siquiera parte de las instalaciones a causa de la neblina o de la bruma. Aceleró ligeramente para adelantarse, después abandonó su dirección sur por la del este. Aquello les permitió un vuelo directo deliberado sobre el complejo. Aumentó la altitud sólo lo suficiente para no chocar con los edificios. El complejo se distanció rápidamente, pero Rudi sabía que en tierra tenían pleno conocimiento de su presencia debido a su estruendosa y repentina aparición. Una vez hubieron dejado atrás «Iran-Toda», volvió a descender manteniendo el mismo rumbo, dirigiéndose hacia el interior durante algo más de dieciséis kilómetros. Allí, el terreno era desolado, sin aldea alguna a la vista. Una vez más, y de acuerdo con el plan, giró directamente hacia el Sur por el mar.
De nuevo, la visibilidad empezó a deteriorarse. Allá abajo, a seis metros, apenas alcanzaba medio kilómetro con una zona parcial en la que no existía demarcación entre el cielo y el mar. Delante de ellos, casi directamente en su ruta, a unos cien kilómetros más o menos, se encontraba la isla Kharg con un inmenso y poderoso radar, y más allá, a unos cuatrocientos kilómetros, Bahrein, su punto de destino. Al menos dos horas de vuelo. Quizá más con aquel viento, los treinta y cinco del sudeste convirtiéndose en un viento de cabeza relativo de veinte nudos.
Allí abajo, entre la niebla, era peligroso. Pero pensaron que así evitarían el radar si es que las pantallas se encontraban en servicio, y también se hallarían en condiciones de evitar cualquier interceptación por cazas, caso de que la hubiera.
Rudi movió de un lado a otro la palanca de mando para hacer que su helicóptero oscilase. Después, presionó por un instante el botón transmisor de su HF.
—Delta Cuatro, Delta Cuatro —dijo con toda claridad.
Era la clave para Al Shargaz comunicando que los cuatro helicópteros de Bandar Delam estaban a salvo y abandonando la orilla. Vio a Dubois indicar hacia arriba, preguntándole si subían. Rudi hizo un movimiento negativo de cabeza, y señaló hacia delante y hacia abajo, ordenando que continuaran volando a baja altura y se atuvieran al plan. Obedientemente, se desplegaron y todos juntos dejaron de sobrevolar tierra firme y se sumergieron en la niebla, cada vez más densa.
En el cuartel general de Al Shargaz: Gavallan comunicaba por teléfono con el hospital.
—De prisa. Comuníqueme con el capitán Starke, por favor... Hola, Duke, soy Andy. Sólo quería decirte que acabamos de recibir un «Delta Cuatro» de Rudi, hace un minuto. Es formidable, ¿verdad?
—¡Fantástico, estupendo! ¡Fenomenal! Cuatro afuera y cinco a punto de salir.
—Sí, pero son seis. No te olvides de Erikki...