CAPÍTULO XXII

Base aérea militar de Esfahán: 5.40 de la madrugada.

Hacia el Este, la oscura noche empezaba a iluminarse con las primeras luces del alba. En aquellos momentos, la calma reinaba en la base, nadie había en ella salvo los «Guardias Islámicos» armados, quienes junto con miles de gentes de Esfahán, con los mollahs en cabeza, habían invadido la base el día anterior, apoderándose de ella. Todos los oficiales y soldados del Ejército y de las Fuerzas Aéreas habían sido acuartelados bajo vigilancia..., o quedado libres al declararse abiertamente partidarios de Jomeiny y la revolución.

El centinela Relazi tenía dieciocho años y se sentía muy orgulloso de su banda verde y de montar guardia delante del cobertizo en el que se encontraba el traidor general Valik y su familia, descubiertos el día anterior escondidos en la residencia de oficiales con su piloto extranjero de la CIA. «Dios es grande —pensó—. Mañana serán enviados al infierno con todo ese asqueroso "Pueblo de la Mano Izquierda".»

Durante generaciones, los Relazi habían sido zapateros y remendones en un pequeño tenderete en el Viejo Bazar de Esfahán. «Sí —se dijo—, he sido un vendedor de bazar hasta hace una semana, cuando nuestro mollah me llamó, y también a todos los Creyentes, para el combate de Dios, me dio la banda de Dios y el revólver y me enseñó a usarlo. Los caminos de Dios son maravillosos.»

Se había cobijado al socaire del cobertizo, protegido de la nieve, pero el frío húmedo le penetraba hasta los huesos, a pesar de que llevaba puesta toda la ropa que tenía en el mundo..., camiseta, y sobre ella una tosca camisa y una chaqueta, pantalones comprados de segunda mano, un suéter viejo y un antiguo capote del Ejército que perteneciera a su padre. Tenía los pies entumecidos.

—Como lo quiere Dios —dijo en voz alta y se sintió mejor. «Pronto me relevarán y entonces volveré a comer...», por Dios, los soldados vivían como auténticos pachás, al menos dos comidas al día, una con arroz, ¿quién podía imaginárselo?, y paga todas las semanas..., paga de Satanás, pero paga al fin y al cabo. Tuvo un acceso de tos, silbándole el pecho al respirar, se cambió de hombro la carabina del Ejército de los Estados Unidos, buscó la colilla que había estado guardando y la encendió.

«Por el Profeta —pensó jubiloso—, quién se hubiera imaginado que pudiéramos hacernos con la base con tanta facilidad, resultando muertos tan pocos de nosotros y enviados al Paraíso, antes de que domináramos a los soldados que hacían guardia en la puerta e invadiéramos el campamento, mientras nuestros hermanos de la base bloqueaban las salidas con camiones y otros se apoderaban de los aviones y los helicópteros para evitar que escaparan los traidores partidarios del Sha. Desafiando las balas de los enemigos con el Nombre de Dios en los labios. "Uníos a nosotros, hermanos —les gritábamos—. Uníos a la revolución de Dios, ayudad a hacer el trabajo de Dios... Venid al Paraíso..., no os vayáis al infierno..."»

El joven empezó a temblar, sin dejar de pronunciar las palabras que una docena de mollahs imprimieran en su mente, leyéndolas del Corán y luego traduciéndolas: «Allí se vive para siempre con todos los pecadores y el maldito "Pueblo de la Mano Izquierda", sin probar refresco ni bebida alguna, sólo agua hervida, metal molido o asquerosa porquería. Y cuando las llamas del infierno les hayan quemado toda la piel, les crecerá una nueva para que su sufrimiento no tenga fin...»

Cerró los ojos con la intensidad de sus plegarias. «Deja que muera con uno de los nombres de Dios en mis labios, garantizándome así que iré directo al Jardín del Paraíso con el "Pueblo de la Mano Derecha", para quedarme allí por siempre, y jamás volver a sentir hambre, jamás ver a los hermanos y hermanas de las aldeas con los vientres hinchados morir entre lamentaciones, jamás llorar por la noche por aquella horrible vida, sino encontrarse en el Paraíso: "yacer allí sobre sedosos divanes, vistiendo túnicas de seda verde, servido por una fresca juventud que te ofrezcan copas, aguamaniles y tazas de oloroso vino, con las frutas que más nos gustan y las carnes de las aves que siempre hemos anhelado. Y nuestras serán las huríes de grandes ojos oscuros, semejantes a perlas escondidas en sus conchas, por siempre jóvenes, por siempre vírgenes, entre árboles cargados de fruta, y debajo de amplias umbrías y puras aguas que fluyen incesantes, sin hacernos nunca viejos, siemp....»

La culata del fusil le rompió la nariz por varios sitios y se hundió en la parte delantera de su cráneo, cegándole de forma permanente, dejándole para siempre anormal aunque sin matarle, antes de que se derrumbara inconsciente sobre la nieve. Su asaltante era un soldado, más o menos de su misma edad, quien cogió presuroso la carabina utilizándola para romper la cerradura de la endeble puerta y abrirla de par en par.

—¡De prisa! —musitó el asaltante sudoroso de pavor. Un instante después, el general Valik asomó, cauteloso, la cabeza. El hombre lo agarró por el brazo—. Venga, de prisa, por Dios —gruñó.

—Dios le bendiga... —dijo Valik, castañeteándole los dientes. Volvió a entrar rápido y salió de nuevo con dos grandes fajos de rials que el hombre escondió en su indumentaria de faena esfumándose con tanto sigilo como llegara. Valik vaciló un momento, mientras su corazón le latía con fuerza. Vio la carabina en la nieve, la recogió y, después de cargarla, se la colgó del hombro, después, cogió la cartera attaché, dando gracias a Dios de que los revolucionarios la hubieran registrado tan apresuradamente que no descubrieron el falso fondo, antes de meterle a empujones allí para esperar la llegada de los tribunales.

—Seguidme —susurró con tono apremiante a su familia—. Pero, por el amor de Dios, no hagáis el menor ruido—. Seguidme con mucho cuidado.

Se ciñó el abrigo con fuerza y abrió la marcha a través de la nieve. Su mujer, Annoush, su hijo de ocho años, Jalal y su hija Setarem, de seis, vacilaron en el umbral de la puerta. Todos iban vestidos con indumentarias para esquiar... Annoush llevaba sobre la suya un abrigo de visón a propósito del cual los «Guardias Islámicos» la habían vejado diciéndole que aquello era la auténtica representación del salario de los pecados. «¡Consérvalo! —le dijeron despreciativos—, eso es suficiente para condenarte!» Por la noche, se había sentido contenta con su calor, acurrucada en el sucio suelo del glacial cobertizo, arropando con él a los niños. «Venid, queridos míos» les habían susurrado, mientras intentaba evitar el contagiarles su terror.

El cuerpo del centinela, caído sobre la nieve y gimiendo calladamente les bloqueaba la salida.

—¿Por qué duerme en la nieve, mamá? —preguntó la chiquilla con voz tenue.

—Deja eso ahora, cariño. Démonos prisa. ¡Y ni un solo ruido!

Annoush pasó por encima de él sigilosa. La niña no pudo hacerlo y hubo de andar sobre él, tropezando y cayendo sobre la nieve. Pero no lloró ni gritó, se limitó a ponerse en pie ayudada por su hermano. Y juntos, cogidos de la mano, corrieron hacia delante.

Valik los guiaba con sumo cuidado. Cuando llegaron al hangar donde el «212» se encontraba aparcado todavía, respiró con algo más de tranquilidad.

Aquella área se encontraba muy alejada del campamento principal, al otro lado de la enorme pista de aterrizaje. Asegurándose de que no había guardias por allí, corrió hacia el helicóptero y atisbó en la cabina. Con inmenso alivio comprobó que tampoco dentro de ella dormía guardia alguno. Probó a abrir la portezuela. No estaba cerrada. La hizo deslizarse lo más silenciosamente posible e hizo seña a los demás de que se acercaran. En silencio, se reunieron con él. Les ayudó a subir y luego lo hizo él mismo, cerrando la puerta y poniéndole el seguro. Rápidamente acomodó a los niños cubriéndoles con algunas mantas que había debajo del transportín, advirtiéndoles que no dieran a conocer su presencia pasara lo que pasase. Luego, se sentó junto a su mujer, con una manta sobre los hombros, porque tenía mucho frío y le cogió la mano Annoush tenía las mejillas húmedas por el llanto.

—Ten paciencia, no llores. Ya no falta mucho —susurró, intentando tranquilizarla—. No tendremos que esperar mucho tiempo. Insha'Allah.

—Insha'Allah —repitió ella con voz entrecortada—, pero, ¿es que todo el mundo se ha vuelto loco...? Meternos en ese sucio cobertizo como si fuéramos criminales..., ¿qué nos va a pasar...?

—Con la ayuda de Dios hemos llegado hasta aquí..., ¿por qué no habríamos de ir a Kuwait?

Llegaron allí el día anterior, poco antes de las doce de la mañana. El vuelo, desde que los recogieran en las afueras de Teherán, lo habían hecho sin incidente alguno, todos los motores silenciosos. Su leal chófer, que llevaba quince años a su servicio, regresó con el coche a Teherán, con órdenes de no comunicarle a nadie que se habían «ido a su casa en el Caspio».

—En esta fuga no confiamos en nadie —había dicho Valik a su mujer, mientras esperaban la llegada del helicóptero.

—Claro, pero deberíamos haber traído a Sharazad —le había respondido ella—. Les hubiera ayudado a ella y a Tom Lochart y, además, sería la garantía de que él nos llevase hasta el final.

—No, ella jamás se iría, ¿por qué habría de hacerlo? Con o sin Sharazad, no se puede confiar en él. Es un extranjero, no uno de los nuestros.

—Hubiera sido más prudente haberla traído a ella.

—No —había dicho él tajante, sabiendo lo que debía hacerse con Lochart.

Durante todo el vuelo desde Teherán a Esfahan, había permanecido sentado delante, junto a Lochart. Estuvieron volando a baja altura, evitando ciudades y aeropuertos. Cuando Lochart llamó al Control de la Base Militar en Esfahán, se hizo evidente que los esperaban. La torre les había dado instrucciones sobre dónde habían de aterrizar, con la orden expresa de no volver a llamar y mantener silencio por la radio. En el helipuerto los recibió el brigadier general de las Fuerzas Aéreas Mohammed Seladi, tío de Valik, quien se había ocupado de su aterrizaje y de la provisión de combustible. El general los saludó con gesto sombrío. Como casi era la hora del almuerzo, les dijo que deberían comer en la base antes de partir.

—Pero, Mohammed Excellency, tenemos suficiente comida en el helicóptero —le había dicho Valik.

—Debo insistir —había contestado Seladi nervioso—. Debo insistir. Tienes que presentar tus respetos al comandante. Y hemos..., es necesario..., hum, que hablemos.

Fue por entonces cuando los Green Bands y las turbas irrumpieron en el puesto, invadiéndolo todo, detuvieron a cuantos se encontraban allí y se llevaron a Lochart a otra dependencia de la base. «¡Hijos de perros! —pensó Valik furioso—. ¡Ojalá todos ellos ardan en el infierno! En ese momento supe que deberíamos repostar y despegar de inmediato. Seladi es un loco estúpido. Todo es culpa suya...»

En el piso superior de uno de los cuarteles, a unos cuarenta metros de distancia, Tom Lochart dormía a ratos. De repente, le despertó una especie de refriega en el corredor, la puerta se abrió de par en par y la luz de una linterna lo deslumbró.

—¡Rápido! —dijo una voz en inglés americano, y dos hombres le ayudaron a ponerse en pie.

Al punto, las dos figuras, apenas vislumbradas, dieron media vuelta y echaron a correr. En menos de un segundo, Lochart se recuperó y salió tras de ellos por el corredor. Después de bajar tres tramos de escalera, se encontró al aire libre. Entonces, se detuvo junto a los otros, todos jadeantes. Apenas tuvo tiempo de ver que los dos hombres eran oficiales, un capitán y un comandante, antes de que emprendieran una rápida carrera en la semioscuridad. El alba apuntaba por el este de los cielos. Caía una nieve ligera que les ayudaba a ocultarse y amortiguaba sus pasos.

Delante de ellos, apareció un cuerpo de guardia, con una fogata en el exterior y algunos revolucionarios soñolientos y distraídos alrededor de ella. Los tres hombres se desviaron y corrieron a lo largo de una fila de cobertizos; volvieron a desviarse, metiéndose por un callejón, cuando vieron que un camión lleno de guardias cantando daba la vuelta a la esquina y, finalmente, corrieron campo a través paralelos a la carretera que establecía el límite hasta el hangar alejado y el «212». Al socaire del hangar se detuvieron para recuperar el aliento.

—Escuche, piloto —dijo el comandante jadeando—, cuando yo dé la señal, corremos hacia el helicóptero e inmediatamente despegamos.

¿Preparados?

—¿Y qué me dice de los otros? —preguntó Lochart, sintiendo una punzada en el costado y siendo apenas capaz de hablar—. ¿Qué hay del general Valik y su fam...?

—Olvídelos —dijo el comandante, señalando con el pulgar al otro hombre—. Alí irá delante con usted y yo detrás. ¿Cuánto tiempo tardará en estar en el aire una vez que haya puesto los motores en marcha?

—El mínimo.

—Que sea menos —dijo el comandante—. ¡En marcha!

Corrieron hacia el «212», Lochart y Alí, el capitán en dirección a la carlinga. En aquel momento, Lochart vio un coche sin faros, circulando veloz a lo largo de la carretera, en dirección a ellos.

—¡Miren!

—En nombre de Dios..., dése prisa, piloto.

Lochart redobló sus esfuerzos, se instaló de un salto en el asiento del piloto, accionó los cortacircuitos, arrancó el motor y éste empezó a girar. En ese mismo momento, el comandante alcanzaba la puerta deslizante y la abrió. A punto estuvo de desmayarse cuando vio a Valik apuntarle a la cara con una carabina.

—¡Ah!, es usted, comandante. Alabado sea Dios...

—Alabado sea Dios de que usted esté aquí y pueda irse al fin, Excelencia —jadeó el comandante, dominando el pánico y subiendo cuando ya los motores hacían girar las palas, pero sin que el aparato hubiera adquirido la suficiente velocidad para elevarse en el aire—. Alabado sea Dios de que al fin pueda irse..., pero, ¿dónde está el soldado? —Sólo cogió el dinero y salió corriendo.

—¿Trajo las armas?

—No, esto es todo lo que...

—¡Hijo de perra! —exclamó furioso el comandante—. En Nombre de Dios, ¡apresúreseeeee! —gritó a Lochart.

Rápido, dio media vuelta y se quedó mirando el coche que se acercaba. Y lo hacía a bastante velocidad. Le quitó la carabina a Valik, se arrodilló en el hueco de la portezuela, apuntó al conductor y apretó el gatillo. El disparo fue alto, mientras que detrás de él, Annoush y los niños lloraban aterrados. El coche se salió de la carretera intentando eludir los disparos y circuló por detrás de una serie de cobertizos, volviendo a aparecer por un instante para rodear veloz el hangar y desaparecer de nuevo.

Lochart, que se había puesto los cascos, observaba cómo subían las agujas, suplicando en silencio que lo hicieran aprisa.

—Vamos..., maldita sea —farfulló, con manos y pies preparados sobre los controles, acrecentándose el aullido de los jets. Junto a él, el capitán rezaba sin rebozo. No podía oír a Annoush, que sollozaba en la parte de atrás, ni a los aterrorizados chiquillos, que habían salido de su escondrijo para refugiarse entre las faldas de su madre... 0 a Valik y al comandante conminándole, furiosos, para que se apresurase.

Las agujas seguían subiendo, seguían subiendo. Ya casi estaban en el «Verde». ¡Ahora! Ya empezaba a elevar la palanca con la mano izquierda cuando el coche salió embalado del hangar y se dirigió a ellos de frente para detenerse a unos quince metros. Cinco hombres se apearon de él precipitadamente y uno de ellos se dirigió directo a la carlinga y apuntó a su cabeza con un fusil automático. Los otros cuatro se acercaron a la cabina. Ya se encontraba casi en el aire pero sabía que era hombre muerto si ascendía esos centímetros extra y vio al hombre hacerle furiosas señas para que se detuviera. Obedeció, y luego se volvió hacia la cabina. Los otros hombres estaban subiendo a ella. Todos eran oficiales. Valik y el comandante les besaron y ellos les devolvieron el saludo. Luego, a través de sus cascos oyó:

—Póngase en marcha, rápido.

Sintió un golpe en las costillas. Era Alí, el capitán, sentado junto a él.

—¡Póngase en marcha! —repitió Alí con su inglés americanizado y alzó los pulgares al hombre que estaba fuera sin dejar de apuntarles. Éste se precipitó a la portezuela y, una vez arriba, la cerró de golpe.

—¡Maldición, dése prisa! ¡Mire allí!

Señalaba hacia el otro extremo de la pista. Nuevos coches se dirigían hacia ellos. Destellos de fuego de metralleta de alguien que se asomaba por una de las ventanillas. En cuestión de segundos, Lochart estuvo en el aire, todos sus sentidos concentrados en la huida.

Detrás de él, algunos oficiales lanzaban vítores, sujetándose mientras el aparato hacía una maniobra evasiva, y ocupaban luego los asientos. La mayoría eran coroneles. Algunos parecían sobresaltados, en particular el general Seladi, sentado entre Valik y el comandante.

—No estaba seguro de que fuera usted, General Excelencia —le estaba diciendo el comandante—, y disparé alto, sólo a modo de advertencia. Alabado sea Dios de que el plan haya funcionado tan bien.

—¡Pero iban a irse! ¡Iban a dejarnos! Ustedes...

—De ninguna manera, Excelencia tío —le interrumpió Valik con tono untuoso—. Era el piloto británico. Empezaba a dominarle el pánico y no quería esperar. Estos británicos..., no tienen cojones. Pero dejémosle —añadió—. Estamos armados, tenemos comida y nos hallamos a salvo. ¡Alabado sea Dios! Y aún más alabanza por haber tenido tiempo de trazar un plan. «Sí —se dijo—, de no haber sido por mí por mi dinero, todos vosotros estaríais muertos..., dinero para sobornar al hombre que nos liberó a nosotros, y a ti, y al comandante y al capitán para liberar a Lochart al que todavía necesito por algún tiempo.»

—Si nos hubiéramos quedado abajo, nos hubiesen matado —dijo el general Seladi, realmente furioso. El rostro se le había puesto púrpura—. ¡Dios maldiga a ese piloto y lo envíe al infierno! ¿Por qué perdiste el tiempo liberándole? Alí puede volar con un «212».

—Sí. Pero Lochart tiene más experiencia y lo necesitamos para que nos haga pasar por el laberinto.

Valik sonrió animando a Annoush que se encontraba al otro lado del pasillo, frente a él, con la temblorosa niña en sus brazos y su hijo, sentado en el suelo, medio dormido, y la cabeza apoyada en su falda. Ella le sonrió a su vez, débilmente, cambiando el peso de la chiquilla, para amortiguar los dolores que sentía. Valik alargó el brazo y acarició la mano de ella, luego, se acomodó en su asiento y cerró los ojos, muy cansado pero también absolutamente satisfecho. «Eres un hombre extremadamente listo», pensó. En lo más recóndito de su ser sabía que sin la estratagema de pretender ante Mclver que la SAVAK iba a detenerle y, en particular a su familia, ni éste ni Lochart les hubieran ayudado a fugarse. «Los tengo perfectamente calados, al igual que a Gavallan. ¡Son unos locos», se dijo despreciativo.

«En cuanto a ti, Seladi, mi estúpido y rapaz tío, que garantizaste que podríamos repostar seguros en Esfahán, protesta incumplida por tu parte, a cambio de un viaje seguro para ti y once de tus amigos, eres el peor de todos: un traidor. De no haber tenido yo un informador de alta categoría en el cuartel general del Estado Mayor, jamás me habría enterado a tiempo para poder huir de la gran traición de los generales y nos hubiesen cogido en Teherán como a moscas en un tarro de miel. Todavía es posible que los leales continúen en el poder, que la batalla no esté perdida aún, mas, entretanto, mi familia y yo seremos testigos de los acontecimientos desde Inglaterra, St.-Moritz o Nueva York.»

Se dejó llevar por el excitante y maravilloso poder de los jets que los conducían a la seguridad, a una casa en Londres, una casa de campo en Surrey, otra en California y a las cuentas corrientes en Suiza y las Bahamas. «Ah, sí —se dijo feliz—, esto me recuerda nuestra cuenta conjunta de "S-G", bloqueada en las Bahamas, otros cuatro millones de dólares que nos harán más ricos todavía..., hasta que podamos regresar, y que ahora resultará muy fácil arrebatar de las mugrientas zarpas de Gavallan. Más que suficiente para mantenernos a salvo a mí y a mi familia, pase lo que sea aquí..., hasta que volvamos. Aunque Jomeiny gane, no vivirá por siempre, ¡maldígales Dios! Podremos volver a casa, Irán retornará pronto a la normalidad. Entretanto, tenemos cuanto necesitamos.»

Sus oídos captaron los incesantes murmullos de Saladi respecto a Lochart y el peligro que había corrido de que casi le dejaran en tierra.

—Cálmese, Excelencia —dijo cogiéndole del brazo y tranquilizándole, mientras pensaba: «tú y tus perros falderos aún tenéis cierto valor, temporal, claro. Tal vez como rehenes, quizá como cebo..., ¿quién sabe? Ninguno pertenece a la familia salvo tú y nos has traicionado»—. Tranquilícese, mi reverenciado tío. Con la ayuda de Dios, el piloto recibirá su merecido.

«Sí, Lochart no se sintió embargado por el pánico. Tuvo que esperar mi orden. Pánico repugnante.»

Valik cerró los ojos y se quedó dormido, muy satisfecho consigo mismo.

Torbellino
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