CAPÍTULO XVIII

En los cielos cerca de Kazvin: 3.17 de la tarde.

Desde el momento en que Charlie Pettikin abandonara Tabriz, hacía ya dos horas, con Rakoczy, el hombre al que conocía como Smith, había volado con el «206» tan nivelado y recto como le fue posible, con la esperanza de que el hombre del KGB llegara a quedarse dormido o, al menos, que bajara la guardia. A tal fin, había evitado toda conversación, con los auriculares alrededor del cuello. Finalmente, Rakoczy había renunciado, limitándose a observar el terreno que sobrevolaban. Pero se mantenía alerta, con el arma sobre las rodillas, el pulgar sobre el seguro. Y Pettikin hacía cábalas sobre él, quién y qué sería, a qué banda de revolucionarios pertenecería, fedayines, mujhadines o partidarios de Jomeiny... o, en caso de ser leal al Sha, si pertenecería a la Policía, al Ejército o a la SAVAK y, de ser así, por qué era tan importante que llegara a Teherán, A Pettikin no se le ocurrió pensar que aquel hombre fuese ruso, no iraní.

En Bandare Pahlevi, donde la operación de repostar había sido laboriosamente lenta, no había hecho nada por romper la monotonía, limitándose a pagar con los últimos dólares que le quedaban y a observar cómo le llenaban los depósitos, firmando seguidamente los albaranes oficiales de «IranOil». Rakoczy había intentado trabar conversación con el empleado encargado del combustible, mas el hombre se mostró claramente reacio, sin duda atemorizado de que pudieran verle cargando el depósito de aquel helicóptero extranjero y aún más aterrado ante la metralleta que vio en el asiento delantero.

Durante todo el tiempo que permanecieron en tierra, Pettikin había sopesado la posibilidad de hacerse con el arma. Pero no tuvo la menor posibilidad. Era checa, de eso estaba seguro. Las había visto a montones en Corea. Y también en Vietnam, «Dios mío —se dijo—, todo eso parece haber pasado hace un millón de años».

Había despegado en Bandare Pahlevi, y se dirigían hacia el Sur, a trescientos metros de altura, siguiendo la carretera de Kazvin. Hacia el Este pudo ver la playa donde dejara al capitán Ross y a sus dos paracaidistas. De nuevo se preguntó cómo sabían ellos que volaba a Tabriz y cuál sería la misión que tenían. Confiaba en que hubieran podido hacer lo que les había encomendado. Con toda seguridad, se trataba de algo urgente e importante. «Espero volver a ver a Ross, me gustaría...»

—¿Por qué sonríe, capitán?

La voz le llegó a través de sus auriculares. En esa ocasión se los había puesto de manera automática al despegar. Miró a Rakoczy y se encogió de hombros, después, volvió la atención a los mandos y al terreno que tenían debajo. Al sobrevolar Kazvin, giró en dirección Sureste siguiendo la carretera de Teherán, concentrándose una vez más en sí mismo. «Ten paciencia», se dijo. Entonces vio que Rakoczy se ponía tenso y que, acercando más la cara a la ventanilla, miraba hacia abajo.

—Gire a la izquierda..., un poco a la izquierda —le ordenó apremiante Rakoczy, toda su atención concentrada en tierra.

Pettikin ladeó ligeramente el helicóptero, dejando a Rakoczy en la parte baja.

—No..., más. ¡Forme 180 grados!

—¿Qué pasa? —preguntó Pettikin. Aumentó el ángulo, consciente de pronto que el hombre había olvidado la metralleta que tenía sobre las piernas. El corazón le latió más aprisa.

—Allí, abajo, en la carretera. Ese camión.

Pettikin no prestó la menor atención a lo que había en tierra. Tenía los ojos clavados en el arma, calculando con la mayor exactitud posible la distancia mientras, el corazón le latía descompasadamente.

—¿Dónde? No puedo ver nada... —Ladeó aún más el aparato para volver de repente a la nueva dirección—. ¿Qué camión? ¿Se refiere a...?

Alargó, veloz, la mano izquierda, cogió el arma por el cañón y, desmañadamente, la arrojó a través del cristal deslizante a la cabina de atrás. Al propio tiempo, mantuvo la mano sobre la palanca de mando, y la movió repetidas veces, y con rapidez, hacia ambos lados, para hacer que el helicóptero se balancease. Rokoczy, a quien la maniobra había cogido completamente desprevenido, se golpeó la cabeza contra el costado del aparato y quedó atontado por un instante. Al punto, Pettikin le lanzó un derechazo a la mandíbula, intentando dejarle inconsciente. Pero, evidentemente poco habituado a tales lides, no pudo evitar que Rakoczy, experto en karate y con excelentes reflejos, detuviera el golpe con el antebrazo. Todavía mareado, se aferró con fuerza a la muñeca de Pettikin, recuperando fuerzas a cada minuto que pasaba. Mientras los dos hombres luchaban, el aparato oscilaba peligrosamente. Rakoczy se encontraba todavía en la parte más inclinada. Los dos hombres, jurando, con los cinturones de seguridad trabándoles los movimientos, luchaban a brazo partido. Ambos se mostraban cada vez más frenéticos, pero Rakoczy, con las dos manos ya libres, empezó a dominar la situación. De repente, Pettikin sujetó la palanca con la rodillas y golpeó de nuevo a Rakoczy en la cara. El golpe adolecía de fuerza, pero el impulso que le imprimió sirvió para desequilibrarle, la presión de sus rodillas se aflojó y la palanca se fue hacia la izquierda. Al punto, el helicóptero se inclinó sobre el costado, perdida toda la fuerza de elevación, ya que ningún helicóptero puede volar por sí solo ni siquiera un segundo, con la fuerza centrífuga dando su peso una mayor oblicuidad, y con todo aquel barullo, la palanca fue empujada hacia abajo. El helicóptero cayó del cielo, fuera de control.

Pettikin, presa del pánico, abandonó la lucha. Forcejeó ciegamente para hacerse con el aparato. Los motores rechinaban y los instrumentos parecían enloquecidos. Manos, pies y entrenamiento enfrentados al pánico; corrigió en exceso, volvió a corregir, pasándose también. Cayeron doscientos cincuenta metros antes de que lograra dominarlo y nivelarlo, con el corazón prácticamente en la boca, y el suelo, cubierto de nieve, a sólo quince metros de distancia.

Las manos le temblaban y apenas podía respirar. Después, sintió algo duro en el costado y oyó jurar a Rakoczy. Apenas recuperado, se dio cuenta de que aquel lenguaje no era iraní, mas no pudo reconocerlo. Miró a Rakoczy y vio su rostro contraído por la furia, y el metal gris de la automática y se maldijo por no haber previsto aquello. Irritado, intentó apartar el arma, pero Rakoczy la mantuvo firme contra su cuello. —Permanezca tranquilo o le volaré la tapa de los sesos, ¡especie de matyeryebyets!

De inmediato, Pettikkin ladeó violentamente el aparato, pero sintió una mayor presión del arma que le produjo un intenso dolor. Oyó el ruido que hacía el seguro al ser quitado del arma cuando el otro la amartilló.

—¡Su última oportunidad!

La tierra se hallaba muy cerca, terriblemente cerca. Pettikin comprendió que no podría librarse de él.

—Está bien..., está bien —dijo, admitiendo su derrota. Enderezó el aparato y empezó a subir. La presión de la pistola aumentó y el dolor con ella—. Me hace daño y además me obliga a perder el equilibrio. ¿Cómo puedo volar si ust...?

Rakoczy presionó con más fuerza, al tiempo que le chillaba, lo maldecía y le presionaba la cabeza contra la portezuela.

—¡Cielo Santo! —gritó Pettikin desesperado, mientras intentaba ajustarse los auriculares que se le habían caído durante la lucha—. ¿Cómo diablos puedo volar con su arma contra mi cuello? —La presión disminuyó algo y Pettikin niveló el aparato—. Y, en definitiva, ¿quién diablos es usted?

—Smith —respondió Rakoczy, quien se hallaba igualmente acobardado. «Sólo un segundo más y nos hubiéramos estampado como una plasta de excremento fresco de vaca», pensaba—. ¿Acaso cree que está tratando con un matyeryebyets aficionado?

Antes de que le fuera posible controlarse, golpeó a Pettikin en la boca con el dorso de la mano; aquél quedó conmocionado por el golpe y el helicóptero osciló violentamente pero, al fin, logró controlarlo. Pettikin sintió que la sangre se le subía a la cabeza.

—Si vuelve a hacer eso, pondré el aparato panza arriba —amenazó tajante.

—Lo comprendo —dijo al punto Rakoczy—. Y le presento mis excusas por... por esta..., por esta estupidez. —Se apartó cauteloso y se recostó contra la portezuela, aunque manteniendo el arma amartillada y apuntándole—. Claro, no era necesario. Lo lamento.

—¿Lo lamenta? —Pettikin se le quedó mirando, desconcertado.

—Sí. Le ruego que me perdone. Era innecesario, no soy un bárbaro. —Rakoczy volvió a ser dueño de mí mismo—. Si me da su palabra de que dejará de atacarme, guardaré la pistola. Le juro que no corre peligro.

Pettikin reflexionó un instante.

—Muy bien —dijo al fin—. Con la condición de que me diga quién es usted y cuáles son sus actividades.

—¿Tengo su palabra?

—Sí.

—Muy bien. La acepto, capitán. —Rakoczy puso el seguro al arma y se la guardó en el bolsillo que quedaba fuera del alcance de Pettikin—. Me llamo Alí bin Hassan Karakose y soy kurdo. Mi casa..., mi aldea..., se encuentra en las laderas del monte Ararat en la frontera irano-soviética. Gracias a la bendición de Dios soy un Luchador por la Libertad contra el Sha, y contra cualquier otro que intente esclavizarnos. ¿Satisfecho?

—Sí... sí, lo estoy. Entonces si usted...

—Por favor, después. Primero, vaya allí..., rápido. —Rakoczy apuntó hacia abajo—. Nivélelo y acérquese más.

Estaban a doscientos cuarenta metros hacia la derecha de la carretera de Kazvin-Teherán. Dos kilómetros atrás se encontraba una aldea a caballo de la carretera y pudo ver el humo arrastrado por la fuerte brisa.

—¿Dónde?

—Ahí, junto a la carretera.

En un principio, Pettikin no pudo ver lo que el hombre le indicaba..., en su mente se barajaban un sinfín de preguntas sobre los kurdos y su lucha histórica de siglos contra los Shas de Persia. Pero luego vio cómo una reata de coches y camiones se apartaban de la carretera y a unos hombres que rodeaban una furgoneta moderna con una cruz azul sobre un fondo blanco rectangular en la capota, los demás coches pasaban lentamente junto a él.

—¿Se refiere a aquello? ¿Quiere que sobrevuele esos camiones y coches? —preguntó con la cara todavía enrojecida por el golpe y el cuello dolorido—. ¿Ese montón de camiones que hay cerca de la furgoneta con la cruz azul en la capota?

—Sí.

Pettikin, obediente, inició el descenso.

—¿Por qué son tan importantes, eh? —preguntó. Y luego levantó la vista. Vio que el hombre lo miraba con suspicacia—. Pero bueno, ¿qué diablos pasa ahora?

—¿De verdad no conoce el significado de una cruz azul sobre fondo blanco?

—No. ¿Qué es? ¿Qué significa? —Pettikin tenía los ojos clavados en la furgoneta que ya se hallaba mucho más cerca, lo suficiente para ver que era una «Range Rover» roja, que la rodeaban unas turbas furiosas y que uno de los atacantes se estaba dedicando a romper el cristal de la ventanilla trasera con la culata de su fusil.

—Es la bandera de Finlandia —le llegó a través de los auriculares y Pettikin, al punto, pensó en Erikki.

—Erikki tenía una «Range Rover» —dijo al mismo tiempo que la culata del fusil rompía el cristal—. ¿Cree que se trata de él? —Sí..., sí, es posible.

Inmediatamente aceleró y bajó más, dando al olvido el dolor, descartando en su excitación todas las preguntas que se le ocurrían de cómo y por qué aquel Luchador por la Libertad conocía a Erikki. Entonces, pudieron ver cómo las turbas levantaban la mirada hacia ellos y se dispersaban. La pasada fue muy rápida y baja mas no pudo distinguir a Erikki.

—¿Lo ve?

—No. No alcanzo a ver dentro de la cabina.

—Tampoco yo lo veo —dijo Pettikin con ansiedad—. Pero algunos de esa canalla van armados y estaban golpeando las ventanillas. ¿Puede verlos?

—Sí, deben de ser fedayines. Uno de ellos ha disparado contra nosotros. Si ust...

Rakoczy calló y hubo de agarrarse con fuerza, cuando el helicóptero hizo un giro de ciento ochenta grados, a seis metros del suelo, volviendo de nuevo. En esa ocasión, aquella turba de hombres y mujeres huyó, tropezando y cayendo unos sobre otros. Los coches que circulaban en ambas direcciones intentaban aumentar la velocidad o se detenían poco a poco. Varios automóviles y camiones se apartaron de la carretera y uno de ellos casi volcó en el joub.

Apenas hubieron adelantado al «Range Rover», Pettikin dio un giro deslizante de noventa grados, se colocó de frente, y pasó junto a una polvareda de nieve el tiempo justo para reconocer a Erikki. Luego, con otro giro de noventa grados, ascendió rápido.

—Desde luego es él. ¿Ha visto los impactos de bala en el parabrisas? —preguntó sobresaltado—. Busque la metralleta ahí detrás. Yo le aseguraré a usted y luego bajaremos y lo recogeremos.

Rakoczy se desabrochó el cinturón y trató de alcanzar el arma a través de la ventanilla de comunicación pero no pudo llegar hasta el suelo, donde se encontraba. Giró con gran dificultad en su asiento e introdujo medio cuerpo por el hueco para poder alcanzarla. Pettikin se dio cuenta de que el hombre se hallaba a merced suya. Sería tan fácil abrir la portezuela en aquel momento y empujarle. Tan fácil. Pero imposible.

—¡Vamos! —gritó al tiempo que le ayudaba a instalarse de nuevo en su asiento—. Abróchese el cinturón.

Rakoczy obedeció intentando recuperar el aliento, y bendijo la circunstancia de que Pettikin fuera amigo del finlandés, pues sabía que si la situación hubiera sido a la inversa, él no hubiese dudado en abrir la portezuela y arrojarle abajo.

—Estoy preparado —dijo amartillando el arma, asombrado por la estupidez de Pettikin. «Los británicos son tan estúpidos que los muy bastardos merecen perder»—. ¿Qué...?

—¡Allá vamos! —gritó Pettikin y lanzó el aparato a un giro en picado con la máxima velocidad. Algunos hombres armados permanecían cerca de la furgoneta, con las armas apuntándoles—. Los voy a dejar más suaves que un guante. Cuando yo diga «dispare», lance una ráfaga por encima de sus cabezas.

El «Range Rover» se deslizó veloz en su dirección, vaciló, luego giró, vacilante, hacia unos árboles cercanos... Volvió a vacilar y se dirigió a su encuentro al tiempo que el helicóptero oscilaba en derredor. Pettikin se detuvo de repente, a unos veinte metros de ellos y a tres del suelo.

—Dispare —ordenó.

Al punto, Rakoczy lanzó una ráfaga a través de la ventanilla abierta apuntando, no por encima de las cabezas, sino directamente a un grupo de hombres y mujeres, los cuales se refugiaron detrás de la furgoneta de Erikki, ocultos a la mirada de Pettikin, pero mató o hirió a varios de ellos. Quienes se encontraban cerca huyeron presos del pánico..., mezclándose los gritos de los heridos con el estruendo de los motores. Conductores y pasajeros abandonaron precipitadamente sus vehículos y corrieron a ocultarse lo mejor que podían tras la nieve amontonada. Otra ráfaga y cundió más el pánico todavía, todo el mundo se batió en retirada, mientras la circulación estaba completamente colapsada. En la carretera, algunos jovenzuelos salieron de detrás de un camión enarbolando fusiles. Rakoczy los obsequió con otra ráfaga, a ellos y a quienes se encontraban cerca.

—¡Un giro de 360 grados! —gritó.

Inmediatamente, el helicóptero hizo una pirueta, pero no había nadie cerca. Pettikin vio cuatro cuerpos tendidos sobre la nieve.

—Le dije que disparase por encima de sus cabezas, por Dios Santo —empezó a decir, pero en aquel preciso momento la portezuela del <Range Rover» se abrió y Erikki apareció enarbolando su cuchillo.

Por un momento, creyeron que estaba solo, luego, junto a él, vieron a una mujer envuelta en un chador. Rápidamente, Pettikin hizo posarse el helicóptero, aunque manteniéndole casi en el aire.

—Vamos —les gritó, haciéndoles señas de que corrieran.

Así lo hicieron, Erikki tirando de Azadeh, a quien Pettikin todavía no había reconocido.

Junto a él, Rakoczy abrió la portezuela, saltó fuera y, luego de abrir la de atrás, se puso en guardia. Otra breve ráfaga en dirección a la carretera. Erikki se detuvo aterrado al ver a Rakoczy.

—¡De prisa! —le gritó Pettikin sin comprender el motivo de la vacilación de Erikki—. ¡Venga, Erikki! —Y entonces reconoció a Azadeh—. ¡Dios mío...! —musitó. Después, volvió a gritar—: ¡Vamos, Erikki!

—¡Aprisa! No me queda mucha munición —gritó Rakoczy en ruso.

Erikki, cogiendo en brazos a Azadeh, corrió hacia ellos. Algunas balas pasaron silbando junto a ellos. Ya junto al helicóptero, Rakoczy ayudó a meter a Azadeh en la parte de atrás, y, de súbito, apartó a Erikki y lo empujó con el cañón de su arma.

—Suelte el cuchillo y siéntese delante —le ordenó en ruso—. ¡Ahora mismo!

Prácticamente paralizado por el sobresalto, Pettikin vio vacilar a Erikki, con el rostro contraído por la furia.

—Por Dios que hay munición más que suficiente para ella, para usted y para ese piloto malnacido. ¡Suba!

Desde algún punto de la carretera empezaron a dispararles con una metralleta. Erikki dejó caer el cuchillo en la nieve y acomodó su inmenso cuerpo en el asiento delantero. Rakoczy se instaló junto a Azadeh y Pettikin despegó rápido, se balanceó por un momento sobre el suelo semejante a un gallo asustado. Entonces, se elevó hacia el cielo.

—¿Qué diablos está pasando? —preguntó cuando al fin pudo hablar.

Erikki no contestó. Tenía el cuerpo vuelto a medias para comprobar que Azadeh se encontraba bien. Con los ojos cerrados, derrumbada en su asiento, jadeante e intentando recuperar el aliento. Vio que Rakoczy le había abrochado el cinturón, pero cuando Erikki intentó tocarle, el soviético le indicó con el arma que se mantuviera quieto.

—Le prometo que estará muy bien —seguía hablando en ruso—, siempre que usted se comporte como su amigo ha aprendido a hacerlo. —Sin apartar los ojos de él, rebuscó en su maletín y sacó un nuevo cargador—. Sólo para que lo sepa. Y, ahora, vuélvase hacia delante, por favor.

Tratando de dominar su ira, Erikki hizo lo que le decían. Se puso los cascos. No había forma de que Rakoczy pudiera oírles, porque en la parte trasera no había intercomunicador, y los dos tuvieron la extraña sensación de poder sentirse tan libres y, al mismo tiempo, prisioneros en realidad.

—¿Cómo nos encontraste, Charlie? ¿Quién te envió? —preguntó a través del micrófono con tono tenso.

—Nadie —le contestó Pettikin—. ¿Qué diablos pasa con ese bastardo? Fui a recogeros, a ti y a Azadeh, a Tabriz, pero ese hijo de puta que está ahí detrás me secuestró y me obligó a ir a Teherán. El azar, simplemente... Y a vosotros, ¿qué diablos os ha pasado?

—Nos quedamos sin gasolina. —Erikki le puso al corriente de lo ocurrido—. Cuando el motor se paró, supe que estábamos acabados. Todo el mundo parecía haberse vuelto loco. Por un momento, las cosas iban bien y luego, de repente, volvieron a rodearnos igual que lo hicieran en la barricada de la carretera. Eché el seguro a las portezuelas, pero sólo hubiera sido cuestión de tiempo...

Volvió la cabeza de nuevo. Azadeh había abierto los ojos y apartado el chador de la cara. Le sonrió, fatigada, y alargó la mano para tocarle, pero Rakoczy se lo impidió.

—Me perdonará Alteza, pero habrá de esperar a que tomemos tierra —dijo en farsi—. Estará muy bien. —Lo repitió en ruso, añadiendo en beneficio de Erikki—: Llevo conmigo algo de agua. ¿Quiere que le dé a su esposa?

Erikki asintió.

—Sí, por favor. —La estuvo mirando mientras ella bebía unos sorbos agradecida—. Gracias.

—¿Quiere usted?

—No, gracias —contestó, cortés, a pesar de que tenía la boca completamente seca, mas no quería recibir favor alguno para sí. Dirigió una sonrisa alentadora a Azadeh—. Como maná del cielo, ¿eh Azadeh? Charlie ha aparecido como un verdadero ángel.

—Sí..., sí. Ha sido la Voluntad de Dios. Estoy bien, ahora estoy bien, Erikki, alabado sea Dios. Dale las gracias a Charlie en mi nombre...

Erikki disimuló su preocupación. El segundo ataque la había aterrado. Y también a él. Se había jurado que si lograba salir vivo de aquel embrollo, jamás volvería a viajar sin un arma y con preferencia granadas. Se dio cuenta de que Rakoczy lo observaba. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se volvió de nuevo.

—Matyeryebyets —farfulló, comprobando de manera automática los instrumentos.

—Ese cretino es un lunático..., no había necesidad de matar a nadie. Le dije que disparara por encima de sus cabezas —dijo Pettikin bajando ligeramente la voz, inquieto por hablar con tanta claridad aun cuando sabía que no había forma de ser oídos por Rakoczy—. Ese bastardo ha estado a punto de matarme un par de veces. ¿De qué le conoces, Erikki? ¿Habéis tenido algo que ver Azadeh o tú con los kurdos?

Erikki se le quedó mirando.

—¿Kurdos? ¿Te refieres a ese matyeryebyets de atrás?

—Sí, a él, claro está... Alí bin Hassan Karakose. Es de Monte Ararat Un Luchador por la Libertad kurdo.

—No es kurdo sino pura mierda. ¡Soviético, y de la KGB!

—¡Dios Todopoderoso! ¿Estás seguro? —Pettikin se mostró claramente sobresaltado.

—Si, claro. Asegura ser musulmán, pero apostaría cualquier cosa a que también es un embuste. Todos lo son. En definitiva, ¿por qué habrían de decirnos nada a nosotros, el enemigo?

—Pero juró que era la verdad y yo le di mi palabra.

Pettikin le contó, furioso, lo de la pelea que habían tenido y el trato que habían hecho.

—Tú eres el loco, Charlie, él no será quien lo respete. ¿Acaso no has leído a Lenin, a Stalin? ¿Incluso a Marx? Sólo está haciendo lo mismo que la KGB y los comunistas comprometidos hacen: manipularlo todo y a todos para seguir adelante con la «Sagrada» Causa, poder absoluto mundial para el partido comunista soviético..., y hacer que nosotros mismos nos colguemos para evitarles a ellos las molestias. Dios mío, me vendría muy bien un trago de vodka.

—Mejor sería un brandy doble.

—Mucho mejor los dos juntos. —Erikki estudiaba el terreno. Volaban tranquilamente, el ruido de los motores era perfecto v disponían de mucho combustible. Recorrió el horizonte con la mirada intentando localizar Teherán—. Ya no está lejos. ¿Ha dicho dónde debes aterrizar?

—No

—Acaso dispongamos de alguna oportunidad entonces.

—Sí. —Pettikin se sentía cada vez más aprensivo—.. Has hablado de un bloqueo en la carretera. ¿Qué pasó allí?

—Nos detuvieron. —El gesto de Erikki se endureció—. Izquierdistas. Hubimos de largarnos. Nos hemos quedado sin documentación, Azadeh y yo. Nada. En la barricada, un gordinflón bastardo se quedó con todo y no había tiempo de recuperarlo. —Un escalofrío lo recorrió—. Jamás me he sentido tan aterrado, Charlie. Jamás. Me encontraba indefenso en medio de toda aquella canallada, y casi capándome de miedo porque no podía protegerla. Aquel apestoso y gordo hijo de puta se quedó con todo, pasaportes, documentos de identidad y permisos para volar. Todo.

—Mac te dará otros nuevos y tu Embajada, un duplicado de los pasaportes.

—No estoy preocupado por mí sino por Azadeh.

—También le extenderán un pasaporte finlandés a ella. Como le darán uno canadiense a Sharazad. No tienes de qué preocuparte. —Todavía está en Teherán, ¿verdad?

—Desde luego. Tom también debería encontrarse allí. Se le esperaba ayer desde Zagros, con el correo de casa... —«Es extraño —se dijo Pettikin de pasada—, aún sigo llamando casa a Inglaterra, a pesar de que, habiendo desaparecido Claire, todo ha desaparecido»—. Acaba de regresar de un permiso.

—Eso es lo que me gustaría hacer a mi, irme de permiso. Ya voy retrasado. Tal vez Mac pueda enviar un sustituto. —Erikki dio un ligero codazo a Pettikin—. Mañana nos ocuparemos del mañana, ¿eh? Oye, Charlie, has hecho una gran exhibición de vuelo. Cuando te vi, primero pensé que estaba soñando o que me había muerto. Reconociste mi bandera finlandesa, ¿no?

—No. Fue Alí..., ¿cómo le llamas? Rekowsky.

—Rakoczy.

—Rakoczy la reconoció. De no haber sido por él, ni me hubiera enterado. Lo siento. —Pettikin lo miró—. ¿Qué quiere de ti?

—No lo sé, pero, sea lo que fuere, es con propósito soviético. —Erikki soltó unas cuantas palabrotas—¿Así que también le debemos nuestras vidas?

—Sí, así es —afirmó Pettikin al cabo de un momento—. Yo solo no hubiera podido hacerlo. —Miró hacia atrás. Rakoczy se mantenía alerta, Azadeh dormitaba, su bonito rostro en sombras. Hizo un breve movimiento de cabeza y volvió su atención a los instrumentos—. Azadeh parece encontrarse bien.

—No, Charlie, te equivocas —aseguró Erikki, sintiendo pena en su interior—. Hoy ha sido un día terrible para ella. Dijo que jamás se había encontrado tan cerca de los aldeanos..., quiero decir, rodeada, inmovilizada. La han cogido desprevenida. Ahora, ya conoce el rostro verdadero de Irán, la realidad de su pueblo..., eso y que la obligaran a ponerse el chador. —Se estremeció de nuevo—. Ha habido una violación..., violaron su alma. Ahora creo que todo será diferente para ella, para nosotros. Y tendrá que elegir. Su familia o yo, Irán o el exilio. No nos quieren aquí. Ya es hora de que nos vayamos, Charlie. Todos nosotros.

—No, no estoy de acuerdo. Tal vez contigo y Azadeh sea diferente, pero siguen necesitando petróleo y, por lo tanto, todavía no pueden prescindir de los helicópteros. Aún podemos disponer de algunos años, buenos años. Con los contratos de «Guerney» y todo el... —Pettikin calló al sentir una palmada en el hombro y miró hacia atrás. Azadeh ya estaba despierta. Como no podía oír lo que Rakoczy le decía, se quitó uno de los auriculares—. ¿Qué?

—No utilice la radio, capitán, y esté preparado para tomar tierra en los alrededores, donde yo le diga.

—He de..., he de esperar a que me den paso.

—¡No sea loco! ¿Quién se lo daría? Todo el mundo anda demasiado ocupado allá abajo. El aeropuerto de Teherán está sitiado..., como Doshan Tappeh y Galeg Morghi. Siga mi consejo y tome tierra en el pequeño aeropuerto de Rudrama, una vez que me haya dejado a mí.

—He de informar. Los militares insisten.

Rakoczy rió sardónico.

—¿Militares? ¿Sobré qué informaría? ¿Que ha aterrizado ilegalmente cerca de Kazvin, ayudado a matar a cinco o seis civiles y recogido a dos extranjeros que huían...? Que huían, ¿de qué? ¿Del Pueblo?

Pettikin, impasible, dio media vuelta para hacer la llamada pero Rakoczy, inclinándose hacia delante, lo sacudió sin miramientos.

—¡Despiértate de una vez! Los militares ya no existen. ¡Los generales han cedido la victoria a Jomeiny! Los militares ya no existen..., ¡han renunciado!

Se le quedaron mirando, estupefactos. El helicóptero se balanceó. Pettikin, presuroso, corrigió el curso.

—¿Qué está diciendo?

—Anoche, a última hora, los generales ordenaron que todas las tropas regresaran a sus cuarteles. Todos los servicios..., todos los hombres.

Han dejado el campo libre a Jomeiny y a su revolución. Ahora, ya no hay Ejército, ni Policía, ni guardias entre Jomeiny y el poder absoluto... ¡El Pueblo ha triunfado!

—¿Eso no es posible! —exclamó Pettikin.

—No —dijo Azadeh atemorizada—. Mi padre lo hubiera sabido. —¡Ajá! Abdollah el Grande —repuso Rakoczy en tono de mofa—. Ahora estará enterado, si es que vive todavía.

—¡Miente!

—Es.,., quizá sea cierto, Azadeh —dijo Erikki sobresaltado—. Eso explica el que no hayamos visto a la Policía, ni tropas..., ¡y que la gente se mostrara tan hostil!

—Los generales nunca harían eso —rebatió ella, sacudiendo negativamente la cabeza. Luego, añadió volviéndose hacia Rakoczy—. Sería un suicidio, para ellos y para millares de personas. ¡Dinos la verdad, por Alá!

En la cara de Rakoczy se reflejó su satisfacción, contento de tergiversar las palabras y sembrar la duda con el fin de inquietarlos. —Ahora, Irán está en manos de Jomeiny, de sus mollahs y de sus

«Guardias Revolucionarios».

—¡Es mentira!

—Si eso es cierto, Bajtiar está acabado. Jamás podr... —empezó a decir Pettikin.

—Ese loco irresoluto ni siquiera llegó a empezar —le interrumpió Rakoczy, y rompió a reír—. Jomeiny ha acojonado a los generales y ahora los degollará para mayor seguridad.

—Entonces, la guerra ha terminado.

—Ah, la guerra —dijo Rakoczy enigmático—. En efecto, ha terminado. Para algunos.

—Sí —repitió Erikki intentando tenderle una añagaza—. Y si lo que dice es verdad, también todo ha terminado para usted..., para todos los tudehs y los marxistas. Jomeiny acabará con ellos.

—Nada de eso, capitán. El Ayatollah ha sido la espada que ha destruido al Sha, pero quien la ha empuñado ha sido el Pueblo.

—Sus mollahs y el pueblo los destruirán..., es tan anticomunista como antiamericano.

—Más les valdrá esperar y ver, sin engañarse a sí mismos, ¿eh? Jomeiny es un hombre práctico y, pese a cuanto él diga ahora, el poder le gusta.

Pettikin vio palidecer a Azadeh y él sintió un escalofrío.

—¿Y los kurdos? —preguntó con aspereza—. ¿Qué hay de ellos?

Rakoczy se inclinó hacia delante con una extraña sonrisa.

—Soy kurdo pese a cuanto el finlandés pueda haberle dicho sobre lo de soviético y KGB. ¿Acaso puede él demostrar lo que dice? Claro que no. En cuanto a los kurdos, Jomeiny intentará eliminarnos, si se lo permiten, junto con todas las minorías tribales o religiosas, con todos los extranjeros, la burguesía, los terratenientes, los prestamistas, los partidarios del Sha y —añadió despectivo—todo aquel o aquellos pueblos que no acepten su interpretación del Corán..., y derramará ríos de sangre en el nombre de su Alá, no el suyo, no el del Único Dios verdadero..., si al muy bastardo se lo permiten. —Miró por la ventanilla hacia abajo, tratando de dominarse para añadir luego aún más sardónico—: Esa Espada de Dios herética ha cumplido su misión y ahora se le transformará en reja del arado..., ¡y será enterrada!

—¿Quiere decir que lo asesinarán? —preguntó Erikki.

—Enterrado —volvió a reír—, como se le antoje al Pueblo.

Azadeh salió de su ensimismamiento y se abalanzó sobre él para clavarle las uñas en la cara, al tiempo que lo maldecía. La dominó con facilidad, sujetándola mientras ella forcejeaba. Erikki miraba con el rostro ceniciento. No había nada que pudiera hacer. Por el momento.

—¡Quieta! —la ordenó Rakoczy con dureza—. Tú deberías ser la primera en desear que ese hereje desapareciera... Si gana, pisoteará a Abdollah Khan, y a todos los Gorgon, y a ti con ellos. —La apartó de un empujón—. Compórtate o tendré que hacerte daño. Y es verdad. Tú, la primera, deberías querer verle muerto. —Amartilló la metralleta—. Y vosotros dos, mirad hacia delante.

Hicieron lo que les ordenaba y su odio por aquel hombre y su arma aumentó. Delante de ellos, los alrededores de Teherán se prolongaban unos quince kilómetros. Volaban paralelos a la carretera y al ferrocarril, con las montañas, aproximándose a la ciudad por el Oeste. Sobre ellos, el cielo aparecía encapotado, las nubes eran densas, y el sol estaba completamente oculto.

—¿Puede ver la corriente que atraviesa el ferrocarril, capitán? ¿El puente?

—Sí, lo veo —contestó Pettikin al tiempo que intentaba concebir un plan para dominarle, al igual que Erikki estaba haciendo..., preguntándose si le sería posible volverse de repente e inmovilizarle. Pero se encontraba en el lado opuesto.

—Tome tierra un kilómetro más allá de él, hacia el Sur, detrás de aquel afloramiento. ¿Lo ve?

Donde le indicaba había una carretera secundaria en dirección a Teherán, por lo general con poca circulación.

—Sí. ¿Y después?

—Fin de su misión. Por el momento. —Rakoczy rió, dando unos golpecitos con el cañón de su arma en el cuello de Pettikin—. Con mi agradecimiento. Pero no se vuelvan más, sigan mirando al frente, los dos. Y mantengan abrochados los cinturones. Sepan que les estoy vigilando a los dos estrechamente. Cuando tome tierra, hágalo con seguridad y limpieza. Una vez que me haya ido, pueden despegar. Pero no se vuelvan porque á lo mejor me asusto y un hombre asustado suele apretar el gatillo. ¿Comprendido?

—Sí —respondió Pettikin, que estudiaba el terreno. Luego, se ajustó los cascos—. Parece que todo está en orden, ¿no, Erikki?

—Sí. Vigila las dunas de nuevo. —Erikki intentó reprimir el nerviosismo de su voz.

—Deberíamos tener un plan.

—Creo que..., que es demasiado listo, Charlie.

—Tal vez corneta un error.

—De veras que lo espero.

La toma de tierra fue segura y limpia. La nieve, esparcida por las palas al girar, caía a lo largo de las ventanillas.

—¡No se vuelvan!

Los dos hombres tenían los nervios tensos. Oyeron abrirse la portezuela y sintieron el aire frío.

—¡Erikkiiiii! —gritó Azadeh.

Pese a la orden, ambos hombres dieron media vuelta. Rakoczy había salido ya, arrastrando a Azadeh tras de sí, la cual le daba puntapiés, forcejeaba y se agarraba a la portezuela, pero él la dominó con facilidad. La metralleta le colgaba del hombro. Sin vacilar un solo segundo, Erikki abrió la puerta y salió disparado, se deslizó por debajo del fuselaje y cargó contra él. Pero era demasiado tarde. Una breve ráfaga disparada al suelo, delante de sus pies, lo detuvo. A diez metros de distancia, fuera del campo de los rotores, Rakoczy les apuntaba con el arma en una mano mientras que con la otra agarraba con fuerza el cuello del chador de Azadeh. Por un instante, ella permaneció igualmente quieta. Luego, de repente, redobló sus esfuerzos, gritando y chillando y debatiéndose. Le cogió desprevenido. Entonces, Erikki se lanzó a la carga.

Rakoczy agarró a Azadeh con las dos manos y la empujó violentamente contra Erikki; el ataque de éste quedó frenado y los dos cayeron al suelo. Al mismo tiempo, Rakoczy retrocedió de un salto, se volvió y echó a correr, veloz, para volverse de nuevo apuntándoles con la pistola, el dedo tenso en el gatillo. Pero no fue necesario apretarlo, porque la mujer y el finlandés seguían de rodillas, conmocionados. Detrás de ellos, el piloto continuaba sentado en la carlinga. Pero entonces vio a Erikki, ya repuesto, que obligaba a Azadeh a colocarse detrás de él, en un gesto protector, dispuesto a volver a la carga.

—¡Quieto! —le ordenó—. 0 esta vez os mataré a todos. ¡QUIETO! —Hizo un disparo de advertencia sobre la nieve—. ¡Volved al avión... los dos! —Erikki, ya totalmente recuperado, lo miró suspicaz—. Vamos..., estáis libres. ¡Moveos!

Azadeh, profundamente aterrada, se encaramó al asiento de atrás. Erikki retrocedió lentamente, protegiéndola con su cuerpo.

Rakoczy seguía apuntándoles sin la menor ambigüedad. Vio al finlandés instalarse en el asiento trasero, la portezuela aún abierta, los pies apoyados sobre el patín. Al punto, los motores adquirieron velocidad. El helicóptero se alzó unos centímetros del suelo, giró lentamente y se colocó frente a él, al tiempo que la portezuela trasera se cerraba. El corazón le latía con más fuerza. «Y ahora —se dijo—, ¿moriréis todos o viviréis para enfrentaros a otro día?»

Le pareció que aquel momento se prolongaba hasta la eternidad. El helicóptero retrocedió, poco a poco, presentando todavía un blanco tentador. Su dedo se tensó ligeramente. Pero no apretó el gatillo en la última fracción. Unos metros más y luego el aparato, girando, fue alejándose sobre los campos nevados y ascendió hacia el cielo.

«Está bien —pensó, prácticamente exhausto por el cansancio—. Lo mejor hubiese sido haber podido retener a la mujer como rehén. Bah, importa poco. Nos haremos con la hija del viejo Abdollah Khan mañana, o al día siguiente. Puede esperar, y también Yokkonen.» Entretanto, tenía ante sí un país del que apoderarse, generales, mollahs y ayatollahs a los que matar..., y otros enemigos más.

Torbellino
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