CAPÍTULO XLII
Desde donde se encontraba sentado, en los escalones de la cabina de su «212» aparcado en lo alto de la ladera de la montaña, Erikki podía ver una gran parte de la Rusia soviética. Muy al fondo, el río Aras fluía en dirección Este, hacia el Caspio zigzagueando entre gargantas y conformando gran parte de la frontera Irán-Unión Soviética. A su izquierda, su mirada podía penetrar en Turquía, hasta el encumbrado monte Ararat, a cuatro mil quinientos metros. Tenía aparcado el «212» no lejos de la boca de la cueva donde el puesto de escucha secreto americano estaba instalado.
«Estaba», se dijo con ceñudo regocijo. Cuando el día anterior aterrizó allí por la tarde, el altímetro marcaba dos mil seiscientos once metros, el abigarrado grupo de fedayines luchadores izquierdistas que llevaba consigo se lanzaron como dementes al interior de la cueva, pero no había un solo americano en ella y cuando Cimtarga la inspeccionó, se encontró con que todo el equipo importante había sido destruido y que no había un solo manual de claves. Muchas pruebas de una partida apresurada aunque nada de verdadero valor que pudieran garrapiñar.
—De cualquier forma, lo limpiaremos —había dicho Cimtarga a sus hombres—, lo limpiaremos como los otros. —Y había añadido dirigiéndose a Erikki—: ¿Podrás tomar tierra ahí? —Señaló un punto a gran altura, donde se alzaba el complejo de los mástiles de radar—. Quiero desmantelarlos.
—No lo sé —le había respondido Erikki. Todavía llevaba adherida a la axila izquierda la granada que Ross le diera, ya que Cimtarga y sus captores no le habían registrado, y su cuchillo pukoh seguía envainado en su espalda—. Subiré a verlo.
—Lo veremos, capitán. Lo veremos juntos —le había dicho Cimtarga riendo—. Así no sucumbirá a la tentación de abandonarnos.
Le había subido hasta allí. Los mástiles estaban afirmados en lechos muy profundos de hormigón en la cara Norte de la montaña, con una pequeña zona llana frente a ellos.
—Si el tiempo es el mismo de hoy, todo irá bien, pero no será así si el viento se levanta. Podría permanecer inmóvil y bajarte. —Hizo una sonrisa lupina.
Cimtarga se había echado a reír.
—No, gracias. No quiero sufrir una muerte prematura.
—Para ser soviético y, sobre todo, de la KGB, no eres mala persona.
—Tampoco tú..., para ser finlandés.
Desde el domingo, cuando Erikki había empezado a volar con Cimtarga, éste había empezado a gustarle. «No es que a uno le pueda realmente gustar o confiar en alguien de la KGB —se dijo—, pero el hombre se ha mostrado cortés y ecuánime.» Le dio una parte justa de toda la comida. La noche anterior compartió una botella de vodka con él y, para dormir, le cedió el mejor sitio. Durmieron en una aldea hacia el Sur a veinte kilómetros, en alfombras colocadas sobre un suelo sucio. Cimtarga había asegurado que aunque aquello era territorio kurdo en su mayor parte la aldea era, en secreto, fedayin y segura.
—Entonces, ¿por qué poner un guardia para protegerme? —Es segura para nosotros, capitán. No para usted.
Hacía dos noches, cuando en el palacio del Khan, Cimtarga y los guardias habían ido a por él una vez que Ross se hubo ido, le condujeron hasta la base aérea y, en la oscuridad y contraviniendo el reglamento de IATC, habían volado hasta la aldea, en las montañas al norte de Khoi. Allí, al amanecer, habían recogido todo un cargamento de hombres armados y volado hasta el primero de los dos puestos de radar americanos. Lo encontraron destruido y vacío de personal al igual que ese último.
—Alguien ha debido darles el soplo de que veníamos —dijo Cimtarga malhumorado—. ¡Matyeryebyets espías!
Cimtarga le dijo más tarde que entre los locales se susurraba que los americanos habían evacuado hacía dos noches en unos helicópteros muy grandes y sin distintivo alguno.
—Hubiera sido formidable cogerlos espiando. Realmente formidable. Corre la voz de que los bastardos pueden vernos hasta mil seiscientos kilómetros.
—Has tenido suerte de que no estuvieran aquí, pudo organizarse una batalla, lo que hubiera dado lugar a un incidente internacional. Cimtarga rompió a reír.
—Eso no habría tenido nada que ver con nosotros, nada. Serían los kurdos de nuevo, una más de sus terribles hazañas. Una auténtica banda de bárbaros, ¿eh? Se les hubiera culpado a ellos. Asquerosos yezvas, ¿eh? Al final, se hubieran encontrado los cuerpos..., en terreno kurdo. Ésa hubiera sido prueba suficiente para Carter y su CIA.
Erikki se agitó incómodo en los escalones del aeroplano, tenía las posaderas heladas a causa de estar sentado en el metal y se sentía deprimido y cansado. La noche anterior había vuelto a dormir muy mal...,con pesadillas respecto a Azadeh. No había conseguido dormir bien desde que Ross apareciera.
«Estás loco —se dijo por milésima vez—. Lo sé, pero saberlo no soluciona nada. Tal vez el volar te esté agotando. Has estado pilotando demasiadas horas en pésimas condiciones, has volado demasiado tiempo de noche. Además, tienes la preocupación de Nogger... y Rakoczy en el que pensar y las muertes. Y Ross. Y por encima de todo, Azadeh. ¿Estará segura y a salvo?»
A la mañana siguiente había intentado hacer las paces con ella sobre la cuestión de Johnny Brighteyes.
—Admito que estaba celoso. Es estúpido, lo sé. Juro por los dioses antiguos de mis antepasados que puedo vivir con el recuerdo que guardas de él. Puedo y lo haré —pero el pronunciar las palabras no le había purificado—. Lo que ocurre es que nunca pensé que fuera tan... tan hombre y tan... tan peligroso. Ese kookri sería un arma adecuada para enfrentarse a mi cuchillo.
—Jamás, cariño mío, jamás. Estoy tan contenta de que tú seas tú y yo sea yo y que estemos juntos. ¿Cómo saldremos de aquí?
—Todos no podremos hacerlo, al menos no juntos y al mismo tiempo —dijo él con sinceridad—. Los soldados más vale que se vayan mientras puedan. Con Nogger, y ellos, y mientras tú estés aquí... No sé, Azadeh. No sé cómo podremos escapar. Tendremos que esperar. Tal vez podamos llegar a Turquía.
Miró hacia Turquía, tan cerca y tan lejos y con Azadeh todavía en Tabriz. En treinta minutos de vuelo podría llegar hasta ella. Pero, ¿cuándo? «Si lográsemos llegar a Turquía y no me embargaran el helicóptero y pudiera repostar, nos sería fácil volar hasta Al Shargaz bordeando la frontera. ¡Cuántos condicionantes! ¡Ayudadme, dioses de mis antepasados!
La noche anterior mientras bebían vodka Cimtarga se había mostrado taciturno como siempre, pero había bebido bastante y compartieron la botella, vaso a vaso hasta la última gota.
—Tengo otra para mañana por la noche, capitán.
—Bien. ¿Cuándo cree que podrá haber terminado conmigo?
—Necesitaremos dos o tres días para acabar aquí y luego de regreso a Teherán.
—¿Y entonces?
—Entonces, ya veremos.
De no ser por el vodka, Erikki le hubiera maldecido. Se puso de pie y se quedó observando a los iraníes que apilaban el equipo para cargarlo. Todo parecía de lo más normal. Mientras caminaba por el escabroso terreno, haciendo crujir la nieve bajo sus botas, su vigilante lo siguió. Ni la menor posibilidad de escapar. Durante aquellos cinco días, jamás había tenido una oportunidad.
—Disfrutaremos con su compañía —le había dicho en una ocasión Cimtarga leyéndole el pensamiento, al tiempo que guiñaba sus ojos orientales.
Arriba podía ver a algunos hombres trabajando con los mástiles del radar, desmantelándolos. «Una pérdida de tiempo —pensó—. Incluso yo sé que no son nada especial.»
—Eso carece de importancia, capitán —le había dicho Cimtarga—. Mi amo disfruta con los volúmenes. Dijo, cogedlo todo. Y siempre es mejor más que menos. ¿Por qué le preocupa eso? Se le paga por hora.
Rió de nuevo aunque sin sarcasmo.
Erikki sentía tensos los músculos del cuello por lo que, haciendo una flexión, se tocó la punta de los pies y, en esa posición dejó que los brazos y la cabeza colgaran libremente. Y entonces empezó a hacer girar la cabeza en semicírculos lo más amplios posible, dejando que el peso de la cabeza tensara los tendones, los ligamentos y los músculos suavizara los calambres, sin forzar nada, utilizando únicamente el peso.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Cimtarga acercándose a él.
—Es formidable para el dolor de cuello. —Volvió a ponerse las gafas oscuras ya que sin ellas le resultaba molesta la luz reflejada sobre la nieve—. Si lo haces dos veces al día, jamás le dolerá el cuello.
—¡Ah! ¿Tú también tienes dolores de cuello? A mí me dan continuamente. Tengo que ir a un masajista tres veces al año. ¿Sirve eso de algo?
—Garantizado. A mí me lo enseñó una camarera. Estar llevando todo el día bandejas les da grandes dolores de cuello y de espalda, igual que a los pilotos. Es una forma de vida. Inténtalo y lo comprobarás.
Cimtarga se inclinó hacia delante como Erikki y movió la cabeza.
—No, lo estás haciendo mal. Deja que la cabeza, los brazos y los hombros cuelguen sin esfuerzo. Estás demasiado tenso.
Cimtarga hizo lo que se le decía, sintiendo que el cuello le crujía y que se le suavizaban las articulaciones.
—Es formidable, capitán —dijo cuando se enderezó de nuevo—. Te debo un favor.
—Considéralo una compensación por el vodka.
—Esto vale mucho más que una botella de vod
Erikki se le quedó mirando estupefacto mientras la sangre brotaba del pecho de Cimtarga a la zaga de una bala que acababa de atravesarle por la espalda. Después, se oyó un trac-trac seguido de otros más al salir los hombres tribales de su emboscada detrás de las rocas y los árboles, aullando gritos de guerra y «Allah-u Akbarr», sin dejar de disparar. El ataque fue breve y violento; y Erikki vio caer a los hombres de Cimtarga por toda la planicie, rápidamente arrollados. Su propio guardia, uno de los pocos que llevaban armas, había abierto fuego al primer disparo pero le alcanzaron de inmediato y en aquel momento un atacante barbudo se encontraba junto a él y se dedicó a rematarlo, jubiloso, con la culata de su arma. Otros se lanzaron a la cueva, hubo más disparos. Después, el silencio de nuevo.
Dos hombres se precipitaron hacia donde él se encontraba, y levantó los brazos, sintiéndose desnudo y estúpido, mientras el corazón le latía con fuerza. Uno de ellos dio media vuelta al cadáver de Cimtarga en el suelo y volvió a dispararle. El otro pasó junto a Erikki y se acercó a la cabina del «212» para asegurarse de que allí no se ocultaba nadie. Seguidamente, el hombre que disparara contra Cimtarga se plantó delante de Erikki, respirando entrecortadamente. Era pequeño, barbudo y de tez olivácea, el cabello y los ojos oscuros. Su tosca indumentaria apestaba.
—Baja las manos —dijo en inglés con un fuerte acento—. Soy el jeque Bayazid, el jefe aquí. Te necesitamos a ti y a tu helicóptero. —¿Qué queréis de mí?
En derredor suyo, los hombres tribales estaban rematando a los heridos y quitando a los muertos todo cuanto llevaban de valor.
—CASEVAC —Bayazid sonrió levemente ante la expresión de Erikki—. Muchos de nosotros trabajamos en el petróleo y en los yacimientos. ¿Quién es ese perro? —preguntó, señalando a Cimtarga con el pie.
—Decía llamarse Cimtarga. Era soviético. Y creo que también de la KGB.
—Claro que era soviético —dijo el hombre con aspereza—. Y de la KGB, por supuesto. En Irán, todos los soviéticos son de la KGB. Papeles, por favor.
Erikki le entregó su documento de identidad. El hombre, después de leerlo, hizo un leve gesto de asentimiento. Y ante la sorpresa de Erikki, se lo devolvió.
—¿Por qué volabas con el perro soviético? —Escuchó con atención oscureciéndosele el rostro al contarle Erikki la ñagaza que le había tendido el Khan Abdollah—. Es un hombre al que no hay que ofender. El poder de Abdollah el Cruel llega muy lejos, incluso a las tierras de los kurdos.
—¿Vosotros sois kurdos?
—Kurdos —repuso Bayazid, muy conveniente en ese momento la mentira. Arrodillándose, registró a Cimtarga. No llevaba documentos, sólo algo de dinero que el hombre se embolsó. Y una automática enfundada y la munición correspondiente, con las que también se quedó—. ¿Tienes el depósito lleno?
—Tres cuartas partes.
—Quiero ir a treinta kilómetros hacia el Sur. Yo te lo indicaré. Allí recogeremos CASEVAC e iremos a Rezaiyeh, al hospital de allí.
—¿Por qué no a Tabriz? Está mucho más cerca.
—Rezaiyeh es kurdo. Los kurdos estamos seguros allí..., a veces. Tabriz pertenece a nuestros enemigos, los iraníes. Del Sha o de Jomeiny, no existe diferencia. Irás a Rezaiyeh.
—Muy bien. El Overseas Hospital hubiera sido mejor. He estado allí antes, disponen de helipuerto. Están acostumbrados a los CASEVAC. Podríamos repostar allí, tienen combustible de helicóptero, o al menos lo tenían..., en los viejos tiempos.
Bayazid vaciló.
—De acuerdo. Sí. Iremos ahora mismo.
—Y después de Rezaiyeh, ¿qué pasará?
—Entonces, si nos consideramos seguros, acaso te soltemos para que vayas a rescatar a tu mujer del Khan Gorgon. —El jeque Bayazid dio media vuelta y llamó a voces a sus hombres para que se dieran prisa y subieran al aeroplano—. Ponte en marcha, por favor.
—¿Y qué hay de él? ¿Y los demás?
—Pronto limpiarán esto los animales salvajes y las rapaces.
En cuestión de minutos subieron al aparato y Erikki despegó un poco más esperanzado. No tuvo dificultad en localizar el emplazamiento de la pequeña aldea. El CASEVAC era para una anciana.
—Es nuestro jefe —dijo Bayazid.
—No sabía que las mujeres pudieran ser jefes.
—¿Por qué no, si es lo bastante prudente, lo bastante fuerte, lo bastante inteligente y pertenece a la familia adecuada? Nosotros somos musulmanes sunnitas, no izquierdistas ni ganado hereje chiíta que pone mollahs entre el hombre y Dios. Dios es Dios. Partimos de inmediato.
—¿Habla inglés?
—No.
—Parece muy enferma. Tal vez no resista el viaje.
—Será la Voluntad de Dios.
Pero la anciana resistió el viaje de una hora y Erikki se posó en el helipuerto. El Overseas Hospital había sido construido, provisto de personal y patrocinado por compañías petrolíferas extranjeras. Durante todo el trayecto, Erikki voló bajo para evitar Tabriz y los aeropuertos extranjeros. Bayazid había ido sentado delante con él, mientras seis guardias armados acompañaban a su alto jefe en la parte de atrás. La anciana yacía en una camilla, despierta aunque inmóvil, sufriendo grandes dolores más sin emitir una queja.
Tan pronto como tocaron tierra, un médico acompañado de enfermeros, apareció en el helipuerto. El doctor llevaba una bata blanca con una gran cruz roja en la manga, sobre gruesos suéters, estaba en la treintena, era americano y tenía los ojos congestionados y rodeados de oscuras ojeras. Se arrodilló junto a la camilla mientras los demás esperaban en silencio. La anciana lanzó un leve gemido cuando le tocó el abdomen aun cuando las manos del médico apenas parecieron rozarle Al cabo de un momento, le habló en un turco balbuceante. La anciana sonrió ligeramente, asintió y le dio las gracias. El médico hizo una indicación a los enfermeros que levantando la camilla, la sacaron de la cabina y se alejaron con ella. A una orden de Bayazid, dos de sus hombres fueron tras ellos.
El médico habló a Bayazid en un dialecto balbuceante.
—Excelencia, necesito el nombre, la edad y... —trató de encontrar la palabra—el historial, el historial médico.
—Hablé en inglés.
—Muy bien. Gracias, Agha. Soy el doctor Newbegg. Me temo que tiene las horas contadas, Agha. Su pulso es prácticamente inexistente. Es muy anciana, y yo diría que tiene una hemorragia... Que está sangrando por dentro. ¿Ha sufrido alguna caída recientemente?
—Hable más despacio, por favor. ¿Caída? —Bayazid guardó silencio al oírse unos disparos no lejos de allí y luego prosiguió—. Sí, hace dos días. Se escurrió por la nieve y cayó contra una roca, de costado contra una roca.
—Creo que tiene una hemorragia interna. Haré cuanto pueda pero..., lo siento, me es imposible darle esperanzas.
—Insha'Allah.
—¿Son kurdos?
—Kurdos. —Nuevos tiroteos esta vez más cerca. Todos miraron hacia donde llegaba el ruido—. ¿Quiénes son?
—No lo sé. Me temo que seguimos con lo mismo —respondió el doctor, incómodo—. Green Bands contra izquierdistas, izquierdistas contra Green Bands, contra kurdos..., hay infinitas facciones, y todas armadas.
Se frotó los ojos—. Haré lo que pueda por la anciana señora. Quizá sea mejor que me acompañe, Agha, podrá darme los detalles por el camino.
Echó a andar presuroso.
—¿Tiene aquí combustible, doctor? —le preguntó Erikki mientras se alejaba.
El médico se detuvo y se le quedó mirando sin comprender. —¿Combustible? Ah, combustible para helicópteros. No lo sé. El tanque está en la parte de atrás.
Subió la escalera que conducía a la puerta de entrada, aleteando su bata blanca.
—Esperará aquí hasta que yo regrese, capitán —dijo Bayazid—. Aquí. —Pero el combustible. Yo pue...
—Espere aquí. ¡Aquí! —Bayazid corrió tras el doctor. Dos de sus hombres lo acompañaban. Otros dos se quedaron junto a Erikki.
Mientras éste aguardaba, lo revisó todo a fondo. Los tanques estaban casi vacíos. De vez en cuando, llegaban coches y camiones con heridos que eran recibidos por médicos y enfermeros. Muchos miraban al helicóptero con curiosidad, pero nadie se acercó a él. Los guardias se aseguraban de que no lo hiciesen.
—Durante siglos, nosotros, los kurdos, hemos tratado de ser independientes —le había dicho Bayazid durante el vuelo hasta allí—. Somos un pueblo distinto, nuestra lengua es distinta, las costumbres son distintas. Ahora tal vez haya seis millones de kurdos en Azerbaiján, Kurdistán, al otro lado de la frontera soviética, a este lado de Iraq y en Turquía. —Casi había escupido la palabra—. Durante siglos hemos luchado contra todos, juntos o separadamente. Poseemos las montañas. Somos buenos luchadores. Salah ed-Din era kurdo. ¿Sabe de quién le hablo? Fue el caballeroso adversario musulmán de Ricardo Corazón de León durante las Cruzadas, en el siglo XII, que se designó a sí mismo sultán de Egipto y Siria y que se apoderó del Reino de Jerusalén, en el año 1187 después de Jesucristo, aplastando el poderío aliado de los cruzados.
—Sí, sé quién era.
—Hoy hay nuevos Salah ed-Din entre nosotros. Un día, todos los lugares santos volverán a ser nuestros, después de que Jomeiny, que ha traicionado al Islam, sea arrojado al joub.
—¿Tendisteis una emboscada a Cimtarga y a los demás y los borrasteis del mapa sólo por el CASEVAC?
—Por supuesto. Ellos enemigos. Tuyos y nuestros —dijo Bayazid con su retorcida sonrisa—. En nuestras montañas nada ocurre sin que nosotros no lo sepamos. Nuestro jefe enferma..., tú cerca. Vimos irse a los americanos, llegar a los buscadores de carroña y a ti te reconocieron.
—¿De veras? ¿Cómo?
—El pelirrojo del cuchillo, el Infiel que mata a los asesinos como piojos y luego, como recompensa, ¡le dan una cachorra Gorgon! ¿Piloto CASEVAC? —Una mirada divertida apareció en los ojos oscuros, casi endrinos—. Oh, sí, capitán, te conocemos bien. Muchos de nosotros trabajamos de leñadores al igual que de petroleros..., un hombre necesita trabajar. De cualquier manera, es bueno que tú no soviético o iraní, —Una vez que hayamos terminado con el CASEVAC, ¿querréis tú y tus hombres ayudarme contra el Khan Gorgon?
Bayazid se echó a reír.
—Tu sed de sangre es tuya, no nuestra. Por el momento, el Khan Abdollah está de nuestra parte. No podemos enfrentarnos a él. Lo que tú hagas depende de Dios.
Sentía frío mientras esperaba en el patio del hospital. Un ligero viento contribuía a aumentar aquel frío glacial. Erikki paseaba de arriba abajo para activar la circulación. «Tengo que volver a Tabriz. Tengo que volver y me llevaré a Azadeh como sea, y nos iremos para siempre.»
Se sobresaltó al escuchar unos disparos muy cercanos, y también los guardias. Fuera de las verjas del hospital, el tráfico se hizo más lento, las bocinas empezaron a sonar irritadas y luego, de repente, empezaron a gruñir en sordina. La gente empezó a pasar corriendo entre los coches. Más disparos. Quienes se encontraban atrapados en sus vehículos empezaron a abandonarlos para ponerse a buen recaudo o huir. En el interior de las verjas había una gran extensión de terreno y el «212» se encontraba aparcado a un costado del helipuerto. Los disparos se escuchaban mucho más cerca. Algunos cristales de las ventanas del piso superior del hospital estallaron. Los dos guardias se dedicaban en esos momentos a acumular nieve debajo del tren de aterrizaje del aparato, mientras que Erikki echaba chispas, protestando de que su aparato se encontraba muy expuesto, y sin saber adónde correr o qué hacer, sin tiempo para despegar y sin el combustible suficiente para ir a parte alguna. Unos cuantos rebotes y Erikki se tiró al suelo al iniciarse una pequeña batalla junto a los muros. Entonces, todo terminó con la misma rapidez con que empezara. La gente comenzó a salir de sus escondrijos, las bocinas a sonar y pronto la circulación se hizo tan normal y aborrecible como siempre.
—Insha'Allah —dijo uno de los hombres tribales al tiempo que amartillaba su arma y se ponía en guardia.
Desde la parte de atrás del hospital se acercaba un pequeño camión cisterna de combustible, conducido por un joven iraní de ancha sonrisa. Erikki se acercó a recibirle.
—Hi, cap —dijo el conductor alegremente, y con un fuerte acento neoyorquino—. Tengo que ponerle gasolina. Su intrépido Líder, el jeque Bayazid, así lo ha decidido —saludó a los hombres tribales en dialecto turco. Al punto se tranquilizaron, saludándole ellos a su vez—. Lo llenaremos a rebosar, cap. ¿Tiene tanques de repuesto o especiales?
—No, únicamente el corriente. Soy Erikki Yokonnen.
—Claro, El pelirrojo del Cuchillo —repuso el muchacho con una mueca sonriente—. Por estos lugares usted es una especie de leyenda. En una ocasión le puse gasolina, hará un año o cosa así. —Alargó la mano—. Soy Gasolina Alí..., bueno, Alí Reza, eso es.
Se estrecharon las manos y mientras hablaban, el muchacho empezó a llenar el depósito.
—¿Has ido a la escuela americana? —le preguntó Erikki.
—¡Cielos, no! Fui una especie de adoptado por el hospital hace años, mucho antes de que éste se construyera. Cuando todavía era un chiquillo. En los viejos tiempos, el hospital trabajaba fuera en uno de los Golden Ghettos, en el lado este de la ciudad. Ya sabe, Cap. Sólo personal americano, un depósito «ExTex». —El muchacho sonrió, enroscó con todo cuidado el tapón del tanque y procedió a llenar el siguiente—, El primer doc en adoptarme fue Abe Weiss. Un gran tipo, realmente formidable. Me incluyó en la nómina, me enseñó a utilizar el jabón, los calcetines, las cucharas y los excusados... Bueno, todo tipo de cosas nada iraníes para ratas callejeras como yo, sin familia, sin hogar, sin nombre..., sin nada. Solía llamarme su hobby. Incluso me puso ese nombre. Luego, un día, se fue.
Erikki pudo vislumbrar el dolor en la mirada del muchacho, aunque lo disimuló rápidamente.
—Me traspasó al doc Templeton que hizo lo mismo. A veces resulta difícil imaginar dónde estoy. Kurdo aunque no lo soy, yanqui aunque no lo soy..., iraní aunque no lo soy, judío aunque no lo soy, musulmán aunque no soy musulmán —se encogió de hombros—. Es bastante complicado, cap. El mundo, todo. ¿Eh?
—Sí.
Erikki miró hacia el hospital. Bayazid bajaba las escaleras con dos de sus guerreros junto a los enfermeros que llevaban una camilla. Ahora, la anciana iba cubierta de la cabeza a los pies.
—Nos vamos tan pronto como hayas repostado —dijo Bayazid lacónico.
—Lo siento —dijo Erikki.
—Insha'Allah.
Observaron a los enfermos introducir la camilla en la cabina. Bayazid les dio las gracias y aquéllos se alejaron. Pronto, los depósitos quedaron llenos.
—Gracias, Mr. Reza —dijo Erikki alargándole la mano—. Gracias. El muchacho se le quedó mirando.
—Nadie me ha llamado antes Mr., cap, Jamás. —Le apretó la mano con fuerza—. Gracias... Siempre que necesite gasolina, ya sabe dónde la tiene.
Bayazad se sentó junto a Erikki, se abrochó el cinturón y se puso los cascos mientras los motores se ponian en marcha.
—Ahora, volvemos a la aldea de donde vinimos.
—¿Y después? —preguntó Erikki.
—Consultaré con el nuevo jefe —dijo Bayazid, aunque en su fuero interno estaba haciendo cálculos. «De este hombre y del helicóptero podemos obtener un importante rescate, tal vez del Khan, o de los soviéticos. Es posible que de su propia gente. Mi gente necesita cada rial que podamos obtener.»
—En la aldea de Abu Mard: 6.16 de la tarde. Azadeh cogió el bol de arroz y el de horisht, dio las gracias a la mujer del cacique y caminó por la nieve sucia y cubierta de desperdicios hasta una cabaña que estaba algo apartada. Tenía el rostro descompuesto y su tos no auguraba nada bueno. Golpeó en la puerta con los nudillos Y seguidamente atravesó el bajo umbral.
—Hola, Johnny. ¿Cómo te encuentras? ¿Estás mejor?
—Estoy bien —había respondido él. Pero no era cierto.
La primera noche la pasaron en una cueva, no lejos de allí, arrebujados, temblando de frío.
—No podemos seguir aquí, Azadeh —le dijo él al amanecer—. Nos moriríamos de frío. Tendremos que intentarlo con la base.
Se habían dirigido hacia allí a través de la nieve, y ocultos, se dedicaron a vigilar. De vez en cuando habían visto a los dos mecánicos, e incluso a Nogger Lane, y el «206». Pero toda la base rebosaba de hombres armados. Dayati, el gerente de la base, se había trasladado al remolque de Azadeh y Erikki, junto con su mujer y sus hijos.
—Hijos e hijas de perra —siseó furiosa Azadeh viendo a la mujer que se había calzado un par de sus botas—. Tal vez podamos llegar sin que nos vean a las cabañas de los mecánicos. Ellos nos ocultarán.
—Van escoltados a todas partes. Apostaría a que tienen guardianes incluso durante la noche. Pero, ¿quiénes son esos guardias? ¿Green Bands, hombres del Khan o qué?
—No reconozco a ninguno de ellos, Johnny.
—Van detrás de nosotros —le había dicho él, sintiéndose muy deprimido. La muerte de Gueng le había afectado sobremanera. Tanto Gueng como Tenzing habían estado con él desde el principio. Y también lo de Rosemont. Y Azadeh—. Otra noche a la intemperie y será tu fin. Será el fin de los dos.
—Nuestra aldea, Johnny, Abu Mard. Ha estado en nuestra familia durante más de un siglo. Son leales. Sé que lo son. Allí estaremos a salvo durante uno o dos días.
—¿Con mi cabeza puesta a precio? ¿Y contigo? No tardarían en enviar aviso a tu padre.
—Les pediré que no lo hagan. Les contaré que los soviéticos intentan secuestrarme y que tú me estás ayudando. Y eso es verdad. Les diré que necesitamos escondernos hasta que mi marido vuelva... Siempre ha sido muy popular entre ellos, Johnny. Su CASEVAC ha salvado muchas vidas a lo largo de los años.
La miró, barajando en la mente una docena de ideas contrarías a aquella sugerencia.
—La aldea está en la carretera, casi en plena carretera y...
—Sí, naturalmente tienes razón, y haremos lo que tú digas, pero se extiende adentrándose en el bosque. Podemos escondernos allí..., nadie esperaría eso.
Ross se había dado cuenta de lo cansada que estaba.
—¿Cómo te encuentras? ¿Te sientes lo bastante fuerte? —No muy fuerte, pero bien.
—Podríamos hacer auto-stop, bajar unos kilómetros por la carretera... Tendríamos que rodear el control, es mucho menos peligroso que la aldea, ¿eh?
—Yo... preferiría no hacerlo. Puedo intentarlo. —Vaciló un instante—. Preferiría no hacerlo, al menos hoy. Tú sigue adelante. Yo esperaré. Es posible que Erikki regrese hoy.
—¿Y si no lo hace?
—No tengo ni idea. Pero tú sigue adelante.
Ross volvió a mirar hacia la base. Un nido de víboras. Ir allí sería un suicidio. Desde donde se encontraban, sobre una elevación, podía ver hasta la carretera general. Todavía había hombres en el control, suponía que se trataría de Green Bands y de policías, y una larga fila de coches esperando abandonar la zona. «Nadie nos recogerá ahora —se dijo—, a no ser por la recompensa.»
—Tú vete a la aldea. Yo esperaré en el bosque.
—Sin ti, se limitarán a devolverme a mi padre... Los conozco, Johnny. —A pesar de todo, acaso te traicionen.
—Hágase la voluntad de Dios. Pero podemos coger algo de comida y calentarnos, tal vez incluso descansar una noche. De madrugada nos iremos sin decir nada. Quizá podamos coger algún coche o camión de la aldea. El kalandar tiene un «Ford» viejo.
Ahogó un estornudo. No lejos de ellos, patrullaban hombres armados. Era más que probable que hubieran destacado grupos por el bosque... Para conseguir llegar hasta allí, ellos habían tenido que dar un rodeo para no ser, descubiertos por una. «La aldea es una locura —se dijo—. Si tenemos que evitar el control, necesitaremos horas de día..., y de noche. No podemos seguir otra noche a la intemperie.»
—Muy bien, vayamos a la aldea —había aceptado él.
Así que el día anterior fueron hasta allí y Mustafa, el kalandar, escuchó su historia y mantuvo los ojos apartados de Ross. La noticia de su llegada había corrido de boca en boca y en cuestión de momentos toda la aldea estaba enterada; esa noticia se acumuló a la otra, la de la recompensa por el saboteador y secuestrador de la hija del Khan que éste ofrecía. El kalandar había dado a Ross una cabaña de una sola habitación, con el suelo de tierra, y unas alfombras viejas que hedían a moho. La cabaña se encontraba muy lejos de la carretera, en el lindero más alejado de la aldea. El kalandar observó la mirada dura, el pelo enmarañado y la barba de hacía varios días..., así como la carabina, el kookri y la mochila llena de municiones. A Azadeh la invitó a su casa. Era una casucha de dos habitaciones. No tenía electricidad ni agua corriente. Las operaciones de higiene se hacían en el joub.
La noche anterior, ya entre dos luces una anciana le había llevado a Ross comida caliente y una botella de agua.
—Gracias —dijo. Le dolía mucho la cabeza y empezaba a subirle la fiebre—. ¿Dónde está su Alteza?
La mujer se encogió de hombros. Tenía la cara llena de arrugas y picada de viruela y por dientes una especie de colillas marrones. —Haga el favor de rogarle que me reciba.
Horas más tarde, habían enviado en su busca. En la habitación del jefe, vigilado por éste, por su mujer, algunos parientes y unos cuantos ancianos, saludó cauteloso a Azadeh, como un extraño pudiera hacerlo con alguien de alta curia. Naturalmente, Azadeh llevaba chador y estaba arrodillada sobre alfombras, de cara a la puerta. Su rostro tenía un tono amarillento, una palidez poco saludable, pero Ross había pensado que quizá se debiera a la luz que despedía la chisporroteante lámpara.
—Salaam. ¿Se encuentra bien de salud, Alteza?
—Salaam, Agua. Sí, gracias. ¿Y tú?
—Creo que tengo algo de fiebre. —La vio alzar los ojos de la alfombra por un instante—. Tengo medicina. ¿La necesitas?
—No, no. Gracias.
Con todos aquellos ojos y oídos allí resultaba imposible decir lo que quería.
—Acaso pueda saludarte mañana. La paz sea contigo, Alteza. —Y contigo.
Le había costado mucho dormirse. Y también a ella. Con el alba, la aldea se despertó, humearon las fogatas, se ordenó a las cabras y puesto al fuego el horisht de vegetales, con poca cosa para animarlo, acaso un trozo de pollo y, en algunas cabañas, un pedazo de oveja o de cabra, una carne de hacía días, rancia y dura. Boles de arroz aunque nunca suficientes. Cuando los tiempos eran buenos, se comía dos veces al día, por la mañana y antes de anochecer. Azadeh había llevado dinero y pagó la comida de ambos. Eso no pasó desapercibido. Había pedido que en el horisht de aquella noche pusieran un pollo entero para que comieran de él toda la casa y por el que también pagó. Tampoco eso pasó desapercibido.
—Ahora, le llevaré comida a él —había dicho antes de que anocheciera.
—Pero, Alteza. No está bien que tú le sirvas —había aducido la mujer del kalandar—. Yo llevaré los boles. Podemos ir juntas si así lo deseas.
—No, es mejor que vaya yo sola porque...
—Dios nos proteja, Alteza. ¿Sola? ¿Con un hombre que no es su marido? Ah, no. Eso parecería indecoroso, sería muy indecoroso. Vamos, yo lo llevaré.
—Bien, gracias. Hágase la Voluntad de Dios. Gracias. Anoche él habló de fiebre. Pudiera ser una plaga. Ya sabes que los Infieles suelen padecer terribles enfermedades a las que nosotros no estamos acostumbrados. Mi único deseo era el de salvarte de posibles sufrimientos. Gracias por evitármelos.
La noche anterior todo el mundo en la habitación había sido testigo del sudor que cubría la cara del Infiel. Todos sabían lo infames que eran los Infieles, en su mayoría adoradores de Satanás y brujos. Casi todos creían en secreto que habían embrujado a Azadeh, primero el Gigante del Cuchillo y ahora, de nuevo, el saboteador. La mujer del jefe había entregado los boles a Azadeh en silencio y ésta se encaminó a la cabaña a través de la nieve.
Ahora, ella le observaba en la semipenumbra de la habitación que tenía un agujero a modo de ventana, en el muro de adobe. El ambiente estaba enrarecido por el hedor a orines y desperdicios que despedía el joub desde el exterior.
—Come, come mientras esté caliente. No puedo quedarme mucho tiempo.
—¿Te encuentras bien? —Ross había estado tumbado dormitando, cubierto por una sola manta y completamente vestido. Pero en aquellos momentos se encontraba sentado, cruzado de piernas y alerta. Había hecho bajar la fiebre con la ayuda de medicamentos que llevaba en su botiquín portátil, pero tenía el estómago revuelto—. No tienes un aspecto muy bueno que digamos.
Azadeh sonrió.
—Tú tampoco. Estoy bien. Come.
Ross se sentía realmente hambriento. La sopa estaba clara pero sabía que así iría mejor para su estómago. Empezaba a sentir otro espasmo, pero logró contenerse y éste desapareció.
—¿Crees que podríamos esfumarnos? —dijo entre dos bocados, intentando comer despacio.
—Tú puedes hacerlo. Yo no.
Durante todo el día, mientras estuvo dormitando intentando recuperar su vigor, intentó forjar un plan. En una ocasión, había empezado a salir de la aldea caminando. Centenares de ojos estaban clavados en él, todo el mundo lo vigilaba. Llegó hasta la linde de la aldea y luego regresó. Pero había visto el viejo camión.
—¿Qué me dices del camión?
—Se lo pedí al jefe. Dijo que estaba averiado. Pero no sé si estaba mintiendo o no.
—No podemos seguir aquí por mucho más tiempo. Es posible que una patrulla llegue de un momento a otro. 0 tu padre se entere, o que se lo digan. Nuestra única esperanza está en la huida.
—O secuestrar el «206» con Nogger.
Se la quedó mirando.
—¿Con todos esos hombres allí?
—Uno de los niños me dijo que hoy habían regresado a Tabriz. —¿Estás segura?
—Segura no, Johnny —respondió y una sensación de ansiedad la embargó—. Pero no hay motivo para que el niño mienta. Yo solía dar clases aquí antes de casarme... He sido la única maestra que jamás han tenido y sé que les gusto. El niño dijo que sólo habían quedado allí uno o dos. —Sintió otro escalofrío que la hizo sentirse más débil—. «Tantas mentiras, tantos problemas durante estas últimas semanas —se dijo—. ¿Sólo han sido semanas? Tanto terror desde que Rackozy y el mollah invadieron la cabaña después de su sauna con Erikki. Y ahora todo es desesperanza. ¿Dónde estás, Erikki? —ansiaba gritar con todas sus fuerzas—. ¿Dónde estás?»
Ross terminó la sopa y el arroz rebañando hasta el último grano mientras sopesaba los pros y los contras intentando pergeñar un plan. Azadeh se encontraba de rodillas frente a él y pudo percibir su cabello enmarañado y la suciedad, el cansancio y la gravedad.
—Pobre Johnny —murmuró, poniéndole la mano sobre el brazo—. No te he traído mucha suerte, ¿verdad?
—No seas tonta. No es culpa tuya..., nada de esto lo es. —Sacudió negativamente la cabeza—. Nada lo es. Escucha, esto es lo que vamos a hacer: nos quedaremos aquí esta noche y mañana, al apuntar el día, nos pondremos en marcha. Probaremos en la base y si no resulta, saldremos haciendo auto-stop. Tú intenta que el jefe nos ayude manteniendo la boca cerrada. Y también su mujer. El resto de los aldeanos lo harán si él se lo ordena. El tiempo suficiente al menos para darnos cierta ventaja. Promételes una gran recompensa cuando las cosas se normalicen de nuevo. Y toma esto... —Rebuscó en el lugar secreto de su mochila y finalmente encontró las rupias de oro. Eran diez—. Dale cinco y guárdate las otras para un caso de emergencia.
—Pero..., pero, ¿y tú? —dijo ella con los ojos muy abiertos renacida la esperanza ante la fuerza de semejante pishkesh.
—Tengo diez más —mintió Ross con facilidad—. Fondos de emergencia. Por cortesía del Gobierno de Su Majestad.
—¡Dios mío, Johnny! Creo que ahora tendremos una posibilidad. Esto representa mucho dinero para ellos.
Los dos miraron hacia la ventana al levantarse el viento y desprender en parte el saco que la cubría. Azadeh se puso en pie y volvió a colocarlo lo mejor que le fue posible. Aunque no quedaba tapada toda la abertura.
—No importa —dijo Ross—. Ven y siéntate.
Ella obedeció, haciéndolo algo más cerca que antes.
—Toma, por si acaso —le alargó la granada—. No tienes más que mantener la palanca baja, tirar del seguro, contar hasta tres y lanzarla. Tres, no cuatro.
Se levantó y abrió la puerta para que ella saliera. Afuera estaba oscuro. Ninguno vio la figura que se escurría apartándose de la ventana pero ambos sintieron ojos clavados en ellos desde todas partes.
—¿Y qué pasará con Gueng, Johnny? ¿Crees que nos encontrará?
—Estará vigilando dondequiera que se encuentre. —Sintió llegar un espasmo—. Buenas noches. Dulces sueños.
—Dulces sueños.
Era lo que se decían el uno al otro en los viejos tiempos.
Se tocaron sus ojos y también sus corazones y ambos se sintieron reconfortados y, al propio tiempo, atormentados por funestos presagios. Luego, Azadeh se volvió haciéndose casi invisible por el color oscuro de su chador. Ross vio abierta la puerta de la cabaña del jefe y también entrar a Azadeh en ella. Luego, la puerta se cerró tras ella. Oyó el chirrido de un camión por la carretera, no lejos de allí. Más tarde, un coche tocando la bocina que pasó rápidamente y se perdió en la lejanía. Sintió un espasmo tan fuerte que hubo de ponerse en cuclillas. El dolor fue muy intenso pero era poco lo que podía hacer y se sintió agradecido de que Azadeh no estuviese allí. Cogió un puñado de nieve con la mano izquierda y se limpió. Seguía sintiendo miradas sobre él a todo su alrededor. «¡Bastardos!», pensó. Luego, volvió a entrar en la cabaña y se sentó en el tosco colchón de paja.
Engrasó el kookri en la oscuridad. No tuvo necesidad de afilarlo porque ya lo había hecho antes. La hoja centelleaba. Durmió con él desenvainado.
El médico tenía cogida la muñeca del Khan y comprobaba su pulso una vez más.
—Tiene que hacer mucho reposo, Alteza —le dijo con tono preocupado—, y tomar una de estas píldoras cada tres horas.
—Cada tres horas..., sí —dijo con voz apagada y mal aliento. Estaba incorporado con cojines en la cama hecha sobre gruesas alfombras. Junto al lecho se encontraban Najoud, su hija mayor de treinta y cinco años, y Aysha, su tercera mujer de diecisiete. Las dos mujeres tenían el rostro pálido. En la puerta había dos guardias y Ahmed estaba arrodillado junto al médico—. Ahora... ahora dejadme.
—Volveré al amanecer con la ambulancia y...
—¡Nada de ambulancias! ¡Me quedo aquí! —El rostro del Khan se congestionó y volvió a sentir un agudo dolor en el pecho. Todos le observaban sin apenas respirar. Cuando le fue posible hablar dijo con voz ronca—: Me quedo aquí.
—Pero, Alteza, ya has sufrido otro ataque al corazón aunque benigno, gracias sean dadas a Dios —dijo el doctor con voz trémula—. No puede predecirse cuando podrías tener... Aquí no dispongo de equipo, deberías someterte a tratamiento y observación de forma inmediata.
—Todo... Todo cuanto necesites tráelo aquí. ¡Ocúpate de ello, Ahmed!
—Sí, Alteza. —Ahmed miró al médico.
Éste metió su estetoscopio y su aparato para tomar la tensión en su anticuado maletín. En la puerta se calzó los zapatos y salió. Najoud y Ahmed le siguieron. Aysha vaciló. Era menuda, hacía dos años que estaban casados y había dado a luz un hijo y una hija. El rostro del Khan tenía una palidez enfermiza y respiraba con gran dificultad. Se arrodilló más cerca y le cogió la mano, pero él la retiró furioso, frotándose el pecho e imprecándola. El temor de ella se hizo más intenso.
Ya en el vestíbulo, el médico se detuvo. Su rostro, viejo y muy arrugado, aparentaba más edad de la que tenía y su cabello era completamente blanco.
—Sería preferible en el hospital, Alteza —dijo a Najoud—. Tabriz no es bastante bueno. En Teherán estaría mucho mejor. Debería ser en Teherán aunque el viaje pudiera... Teherán es mejor que aquí. Su presión sanguínea es excesivamente alta, lo ha sido durante años pero, bueno, es la Voluntad de Dios.
—Todo cuanto necesite lo traeremos aquí —dijo Ahmed.
—¡Eres un loco! No puedo traer aquí un quirófano, ni el dispensario, ni las condiciones asépticas —repuso el médico enfadado.
—¿Es que va a morir? —preguntó Najoud con los ojos muy abiertos.
—Cuando Dios lo quiera, sólo cuando Dios lo quiera. Tiene la tensión demasiado alta... No soy un mago y estamos tan escasos de suministros. ¿Tienes alguna idea de cuál fue la causa del ataque? ¿Tuvo una discusión o algo parecido?
—No, no hubo discusión pero es seguro que se trata de Azadeh. Ella otra vez, esa hermanastra mía. —Najoud empezó a retorcerse las manos—. Fue ella, fugándose con ese saboteador ayer por la mañana, fue...
—¿Qué saboteador? —preguntó, asombrado, el médico.
—El saboteador que todo el mundo está buscando, el enemigo de Irán. Pero estoy segura de que no la raptó, estoy convencida de que se fue con él... ¿Cómo hubiera podido raptarla dentro del palacio? Es ella la que provocó la ira de Su Alteza... Todos hemos estado aterrorizados desde ayer por la mañana.
«¡Estúpida bruja! —se dijo Ahmed—. La demencial y furibunda explosión fue causada por los hombres de Teherán, Hashemi Fazir y el Infiel que habla farsi y lo que pidieron a mi Amo y a lo que mi Amo tuvo que acceder. Resulta evidente que una cosa tan poco importante como la de entregarles a un soviético, un supuesto amigo que en realidad era un enemigo, no es motivo suficiente para semejante explosión. Muy inteligente por parte de mi Amo ponerlo todo en seguida en movimiento: pasado mañana el falso amigo atravesará la frontera de nuevo y caerá en la red, y los dos enemigos de Teherán también volverán y caerán en la red. Después mi Amo decidirá y yo actuaré. Entretanto, Azadeh y el saboteador están seguros, atrapados en la aldea por voluntad de mi Amo... El jefe le envió aviso desde el primer momento. Pocos hombres hay en la tierra tan listos como Abdollah Khan y sólo Dios decidirá cuándo habrá de morir, no este perro de médico.»
—Le ruego que me perdone, Alteza, pero hemos de ir a buscar a una enfermera, y medicamentos y algún equipo. Tenemos que darnos prisa, doctor.
Al otro extremo, la puerta se abrió. Aysha estaba, si cabía, más pálida. —Su Alteza quiere verte un momento, Ahmed.
Una vez solos, Najoud cogió al médico por la manga.
—¿Está muy grave Su Alteza? —musitó—. ¡Tiene que decirme la verdad! ¡He de saberla!
Él alzó las manos con ademán de impotencia.
—No lo sé, no lo sé. He estado esperando algo peor que esto durante un año o más. El ataque no ha sido fuerte. El próximo puede ser devastador o flojo, dentro de una hora o de un año. No lo sé.
A Najoud le había dominado el pánico desde que el Khan sufriera el ataque hacía un par de horas. Si el Khan moría, el heredero legítimo sería Hakim, el hermano de Azadeh. Los dos hermanos de Najoud habían muerto en la infancia. El hijo de Aysha apenas contaba un año de edad. El Khan no tenía hermanos vivos de manera que el heredero tendría que ser Hakim. Pero Hakim había caído en desgracia siendo desheredado y, por lo tanto, tendría que haber una regencia. Su marido Mahmud era el mayor de los yernos. Sería regente, a menos que el Khan ordenara otra cosa.
«¿Y por que había de hacerlo? —se dijo, sintiendo una vez más un vacío enorme en el estómago—. El Khan sabe que yo puedo guiar a mi marido y hacernos fuertes a todos. El hijo de Aysha, puff, un niño enfermizo, tan enfermizo como la madre. Hágase la Voluntad de Dios, pero los niños mueren. No es una amenaza. Pero Hakim..., Hakim sí lo es.»
Recordó haber ido a hablar con el Khan cuando Azadeh regresó del colegio, en Suiza.
—Te traigo malas noticias, padre, pero debes conocer la verdad. Oí lo que hablaban Hakim y Azadeh, Alteza. Ella le dijo que había concebido un hijo pero que lo había evitado con la ayuda de un médico.
—¿Qué?
—¡Sí... sí, yo la he oído decírselo!
—Azadeh no puede... Azadeh no puede, ¡no puede haber hecho eso! —Pregúntaselo... Pero, te lo suplico, no le digas cómo te has enterado... Pregúntale ante Dios, pregúntale, haz que un médico la examine. Pero espera, eso no es todo. En contra de tus deseos, Hakim sigue decidido a convertirse en pianista y le dijo a Azadeh que iba a fugarse, que se marchaba de aquí, a París, y le pidió a Azadeh que lo acompañara, «entonces podrás casarte con tu amante», le dijo, pero ella dijo, Azadeh dijo: «Nuestro padre te hará volver, nos obligará a volver. ¡Jamás nos permitirá irnos sin su permiso, jamás!» Entonces, Hakim dijo: «¡Yo me iré! No voy a quedarme aquí y malgastar mi vida. ¡Me voy!» Ella le dijo otra vez: «Nuestro Padre jamás lo permitirá, jamás.» «Entonces es mejor que esté muerto», dijo Hakim. Y ella dijo: «Estoy de acuerdo.»
—¡No... no lo... no lo creo!
Najoud recordaba el rostro congestionado y lo aterrada que se sintió. «Ante Dios te juro que les oí decirlo —había dicho ella—. Ante Dios. Luego dijeron: "Tenemos que preparar un plan, tenm..." Se sintió amedrentada al decirle él que se lo contara todo con absoluta exactitud.»
—Él dijo exactamente, Hakim dijo: «Un poco de veneno en su halvah, o en alguna bebida, podemos sobornar a un sirviente, tal vez sobornar a uno de sus guardias para que le mate, o dejar abiertas las verjas por la noche para los asesinos... Hay un centenar de maneras para que cualquiera de los miles de sus enemigos lo haga por nosotros, todo el mundo lo odia. Debemos pensar y ser pacientes...»
Le había resultado fácil tejer todo aquel embrollo, perfeccionándolo una y otra vez hasta el punto de llegar a creérselo ella misma..., aunque no del todo.
«Dios me perdonará —se dijo confiada como siempre que se lo decía—, Dios me perdonará. Azadeh y Hakim siempre nos han odiado, han odiado al resto de la familia, deseaban vernos muertos, desterrados, para quedarse ellos con toda nuestra herencia, ellos y la bruja de una madre que lanzó un maleficio sobre nuestro padre haciendo que apartase su rostro de nosotros durante tantos años. Ocho años estuvo bajo aquel embrujo... "Azadeh esto, Azadeh aquello, Hakim esto, Hakim lo otro." Durante ocho años se apartó de nosotros y de nuestra madre, no hizo el menor caso de mí, casándome sin más con ese patán de Mahmud, ese maloliente y ahora impotente, asqueroso, roncador, patán, arruinando así mi vida. Ansío que muera mi marido comido por los gusanos, pero no antes de que se convierta en Khan y así mi hijo podrá convertirse en Khan después de él.
»Padre debe librarse de Hakim antes de morir. Que Dios le mantenga vivo para que pueda hacerlo... ¡Tiene que hacerlo antes de morir! Y Azadeh ha de ser humillada, proscrita, también destruida... o, mejor aún, sorprendida en adulterio con el saboteador. ¡Ah, sí. Entonces, mi venganza será completa!»