CAPÍTULO XIII
Después de que Tom Lochart dejase a McIver cerca de su oficina, hubo varias desviaciones, algunos policías iracundos, pero nada digno de mención. Su casa era un hermoso ático de un edificio moderno de seis plantas en la mejor zona residencial, el regalo de boda de su suegro. Sharazad lo estaba esperando. Le echó los brazos al cuello, besándole apasionadamente, y le suplicó que se sentara delante del fuego, quitándole los zapatos. Luego, fue presurosa en busca de vino helado, en el punto exacto que a él le gustaba, acompañado de un tentempié, diciéndole que pronto estaría la cena. Se dirigió a la cocina y con su voz cantarina y clara urgió a la doncella y a la cocinera a que se apresuraran porque el señor estaba ya en casa y tenía hambre. Volvió y se sentó a sus pies, en el suelo, un suelo cubierto por ricas y gruesas alfombras, rodeando con los brazos las rodillas de él en actitud de adoración.
—Estoy tan contenta de verte, Tommy... Te he echado mucho de menos —dijo en su delicioso inglés—. Ayer y hoy han sido dos días muy interesantes.
Vestía unos pantalones persas de seda ligera con una larga blusa suelta y él la encontró maravillosamente bella. Y deseable. Al cabo de unos días cumpliría veintitrés años. Él tenía cuarenta y dos. Llevaban casados casi un año y él seguía deslumbrado por ella, como en el primer instante que la viera.
Hacía poco más de tres años que la había conocido en una cena ofrecida por el general Valik. Fue a principios del mes de setiembre, justo al final de las vacaciones estivales en el colegio inglés, y Deirdre, su mujer, se encontraba en Inglaterra con la hija de ambos, pasando las vacaciones y yendo de fiesta en fiesta. Precisamente aquella mañana había recibido otra airada carta suya en la que insistía en su petición de que escribiera a Gavallan solicitando el traslado inmediato:
Aborrezco Irán, no quiero seguir viviendo ahí. Deseo quedarme en Inglaterra y lo mismo le pasa a Mónica. ¿Por qué no piensas en nosotras, para cambiar, en vez de hacerlo en tus condenados vuelos y en tu condenada compañía? Toda mi familia se encuentra aquí, y mis amigos, y los de Mónica. Todos están aquí. Me he hartado de vivir en el extranjero y quiero tener mi propia casa, en algún lugar cercano a Londres, con un jardín. 0 incluso en la ciudad. Hay algunas gangas formidables en Putney y en Chapman Common. Estoy harta de extranjeros, y de destinos en el extranjero, y hasta la mismísima coronilla de la comida iraní, de la suciedad, del calor y el frío, de su repugnante lenguaje, sus repugnantes retretes y de esa postura en cuclillas como animales, de sus repugnantes costumbres, modales..., de todo. Ya es hora de que lo pongamos todo en claro cuando todavía soy joven...
—¿Excelencia?
El sonriente y almidonado camarero le ofrecía, en actitud deferente, una bandeja con bebidas, en su mayoría sin alcohol. Muchos musulmanes pertenecientes a las clases media y alta bebían en la intimidad de sus hogares, algunos en público. En Teherán se vendían vinos y licores de todas clases y eran servidos en los bares de todos los hoteles modernos. No existían restricciones a los extranjeros para que bebieran en público o en privado, a diferencia de lo que ocurría en Arabia Saudita, y en algunos de los Emiratos, donde si descubrían a alguien bebiendo, quienquiera que fuese, se le sometía al castigo del látigo ordenado por el Corán.
—Mamoonan—dijo con cortesía, aceptando una copa de vino blanco de Persia que aún seguía siendo muy solicitado al cabo de tres milenios, sin apenas darse cuenta de la presencia del camarero o de los otros invitados, incapaz de sacudirse la depresión e irritado por haber aceptado asistir a aquella fiesta en lugar de Mclver, que había tenido que ir a la base de su cuartel general en Al Shargaz, al otro lado del Golfo.
—Pero es que tú hablas farsi, Tom —le había dicho McIver confiado—, y alguien tiene que ir...
«Sí —se dijo—, pero Mclver ha podido pedírselo a Charlie Pettikin.»
Eran casi las nueve de la noche. La cena no había sido servida todavía y él se encontraba de pie, cerca de una de las puertas abiertas que daban al jardín, observando las velas y los céspedes sobre los que habían extendido hermosas alfombras, en las que algunos invitados estaban sentados o reclinados, mientras que otros se encontraban de pie, formando grupos bajo los árboles o cerca del pequeño estanque. La noche era agradable y estrellada, la mansión, suntuosa y espaciosa, enclavada en el distrito de Shemiran, al pie de las montañas Elburz, y la fiesta semejante a todas las demás en las que siempre era bien recibido porque hablaba farsi. Todos los iraníes iban muy bien vestidos. Se reía mucho y había muchas joyas, mesas instaladas con abundancia de manjares, tanto europeos como iraníes, calientes o fríos. Las conversaciones girando siempre sobre el último estreno en Londres o en Nueva York: «¿Irás a Saint Moritz a esquiar o a Cannes por la temporada?», y sobre el precio del petróleo, y chismes sobre la Corte y «Su Imperial Majestad» por aquí o «Su Imperial Majestad la Emperatriz» por allá, todo ello salpicado con las palabras corteses, los halagos o los cumplidos extravagantes tan necesarios en toda la sociedad iraní..., manteniendo un exterior tranquilo, cortés y amable que rara vez un extraño logra penetrar, y no digamos nada de un extranjero.
Por entonces, él estaba destinado en Galeg Morghi, un aeropuerto militar en Teherán, entrenando a pilotos de las Fuerzas Aéreas iraníes. Al cabo de diez días se trasladaría a su nuevo destino en Zagros, plenamente consciente de que ese viaje de dos semanas a Zagros y una semana a Teherán irritaría aún más a su mujer. Aquella mañana, en un momento de ira, había contestado a su carta por correo urgente:
Si quieres quedarte en Inglaterra, hazlo, pero deja de fastidiar y de atacar lo que ignoras. Busca tu casa suburbana donde quieras..., pero yo JAMÁS iré a vivir allí. Jamás. Tengo un buen trabajo muy bien pagado y me gusta, eso es todo. Llevamos una buena vida pero tú no quieres reconocerlo. Cuando nos casamos, sabías que era piloto, sabías cuál era la vida que yo había elegido, sabías que yo no viviría en Inglaterra, sabías que era lo único que sé hacer y, por lo tanto, no puedo cambiar. Deja ya de quejarte o habremos terminado. Si quieres cambiar, hazlo.
Al diablo con todo. Estoy realmente harto. Dice que aborrece Irán y todo cuanto se relaciona con él, pero no conoce nada de este país, jamás ha salido de Teherán, no quiere, nunca ha probado su comida y todo lo que hace es visitar a esas pocas esposas británicas..., siempre las mismas, esa minoría ruidosa e intolerante, insular, tan aburridas y fastidiosas como sus interminables partidas de bridge, sus interminables tés de las cinco... Pero, querida, ¿cómo puedes soportar nada que no sea de «Fortnums» o de «Marks & Sparks»?, que se atildan para una invitación a la Embajada británica, para una cena de poco apetitoso rosbif y pudin Yorkshire, o un té con emparedados de pepino y pastelillos de semillas, absolutamente convencidas de que todo lo inglés es lo mejor del mundo, en especial la cocina inglesa: zanahorias hervidas, coliflor hervida, patatas hervidas, coles de Bruselas hervidas, rosbif poco hecho o cordero muy hecho les parece el colmo de la maldita perfección...
—Pobre Excelencia, no parece usted sentirse nada feliz —le había dicho ella en voz queda.
Él miró en derredor suyo y su mundo cambió.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella con un leve fruncimiento de cejas en su rostro ovalado.
—Lo siento —respondió Lochart con voz entrecortada, desorientado momentáneamente por ella, latiéndole el corazón furiosamente y con una sensación de ahogo en la garganta que jamás experimentara antes—.
Pensé que era una aparición, algo surgido de Las mil y una noches.
Pura magia... —Calló haciendo un esfuerzo y sintiéndose como un tonto—. Lo siento. Estaba a un millón de kilómetros de distancia. Me llamo Lochart, Tom Lochart.
—Lo sé —dijo ella riendo. Unos ojos reidores de un castaño dorado.
Sus labios tenían un lustre propio, los dientes muy blancos, el cabello oscuro, largo y ondulado y la tez del color de la tierra iraní, un oliva castaño. Vestía de seda blanca, su perfume era delicioso, y apenas le llegaba a la barbilla—. Es usted el fastidioso capitán que fríe a mi pobre primo Karim al menos tres veces al día.
—¿Perdón? —A Lochart se le hacía difícil concentrarse—. ¿Quién?
—Allí —repuso ella al tiempo que señalaba hacia un punto al otro lado del salón.
El joven vestía de civil y les sonreía, aunque Lochart no lo reconoció como uno de sus alumnos. Era muy apuesto, con el cabello y los ojos oscuros, y bien formado.
—Mi primo, muy especial. Capitán Karim Peshadi, de las Fuerzas Aéreas Imperiales Iraníes.
Volvió a mirar a Lochart entornadas las largas pestañas negras.
Y, de nuevo, a él le dio un vuelco el corazón.
«Domínate, por todos los santos. ¿Qué demonios te pasa?»
—Yo..., esto..., bien, yo trato de no freírles a menos, humm, a menos que se lo merezcan. Es para evitar que pierdan la vida —dijo, mientras intentaba recordar el historial del capitán Peshadi pero le resultó imposible y, en su desesperación, empezó a hablar en farsi—.
Pero, Alteza, si me hiciese el exquisito honor, si se quedase conmigo, y me hablase, honrándome al decirme su nombre, prometo que seré... —Trató de encontrar la palabra exacta pero, al no conseguirlo, la sustituyó—. Le prometo que seré su esclavo por siempre y, naturalmente, haré que Su Excelencia, su primo, supere a todos los demás en un cien por ciento.
Ella batió palmas, encantada.
—Oh, reverenciada Excelencia —contestó en farsi—. Su Excelencia, mi primo, no me ha dicho que usted habla nuestro idioma. Qué maravillosamente suenan las palabras cuando usted las pronuncia...
Casi fuera de sí, Lochart escuchaba los extravagantes cumplidos que eran habituales en farsi y se oyó contestando al mismo tenor..., bendiciendo en su interior a Scragger que le dijera muchos años antes, cuando se incorporó a la «Sheik Aviation», después de licenciarse de la RAF en el año 65: «Si quieres volar con nosotros, amigo, más te valdrá aprender farsi, porque yo no estoy dispuesto a hacerlo.» Por vez primera, comprendió lo perfecto que era un lenguaje de amor, de insinuaciones.
—Me llamo Sharazad Paknouri, Excelencia.
—Así que, después de todo, Su Alteza pertenece a Las mil y una noches.
—Pero no puedo contarle una historia aunque jure que me cortará la cabeza —repuso ella—. Era la última de mi clase en historias —añadió en inglés, riendo.
—¡Imposible! —dijo él al punto.
—¿Es usted siempre tan galante, capitán Lochart? —Su mirada era provocadora.
—Sólo con la mujer más bella que jamás haya visto —se oyó decir de nuevo en farsi.
Ella se ruborizó al tiempo que bajaba la mirada y Lochart se sintió irritado consigo mismo al pensar que lo había estropeado todo. Pero cuando ella levantó la vista, vio que sus ojos sonreían.
—Gracias, hace sentirse a una vieja dama casada com...
La copa se le escapó a Lochart de las manos y la recogió maldiciendo para sus adentros, al tiempo que se excusaba. Pero nadie, salvo ella, se había dado cuenta.
—¿Está casada? —preguntó impulsivo, porque no se le había ocurrido. Naturalmente que estaría casada y, en definitiva, él también, y con una hija de ocho años. ¿Qué derecho tenía a sentirse tan trastornado? «¡Por Dios Santo, te estás comportando como un lunático! ¡Te has vuelto loco!»
Volvió a centrar el oído y la vista.
—¿Perdón? ¿Qué me decía? —preguntó.
—Le decía que estuve casada, bueno, todavía lo estaré durante otras tres semanas y dos días, y que mi nombre de casada es Paknouri, y el de familia, Bakravan... —Detuvo a un camarero, eligió una copa de vino y se la dio a él. Una vez más, frunció levemente el entrecejo—. ¿Está seguro de encontrarse bien, capitán?
—Sí, sí. Por supuesto —se apresuró él a tranquilizarla—. ¿Me estaba diciendo? ¿ Paknouri?
—Sí, Su Alteza, el Emir Paknouri. Era viejo, cincuenta años, amigo de mi padre. Mi padre y mi madre pensaron que era bueno que me casara con él y consintió en ello a pesar de que yo soy delgada, sin formas redondeadas, y poco deseable, por mucho que coma. Así lo quiere Dios. —Se encogió de hombros y después sonrió ampliamente. A Lochart le pareció que el mundo entero se iluminaba para él—. Desde luego, acepté pero sólo con la condición de que, si al cabo de dos años no me gustaba estar casada, nuestro matrimonio se disolvería. Así que, el día que yo cumplía los diecisiete nos casamos y ya desde el principio no me gustó, y lloraba y lloraba y luego, como al cabo de dos años no hubo hijos, ni durante el año de más que le concedí, mi marido, mi señor, aceptó agradecido divorciarse de mí y ahora, gracias a Dios, se dispone a casarse de nuevo y yo he quedado libre pero, por desgracia, tan vieja com...
—Usted no es vieja, es tan joven com...
—¡Oh, sí, vieja!
Sus ojos reían aunque ella pretendiese estar triste y Lochart se dio perfecta cuenta de que no era así y se descubrió hablando con ella, riendo con ella y, más tarde, instando a su primo a que se uniera a ellos, aterrado ante la idea de que él fuese el hombre de su elección. Estuvo charlando con ambos, enterándose de varias cosas: que el padre de Sharazad era un importante bazzari; que su familia, muy numerosa y cosmopolita, estaba muy bien relacionada; que su madre se hallaba enferma; que tenía hermanas y hermanos; que había ido a un colegio en Suiza, pero sólo seis meses porque añoraba muchísimo Irán y a su familia... Después, cenó con ellos, genial y feliz, incluso con el general Valik. Aquélla fue la mejor noche que pasara jamás.
Al retirarse, no se había ido a casa, sino que tomó la carretera hacia Durband, en las montañas, donde había muchos cafés en hermosos jardines, a orillas del río, con sillas y mesas y divanes suntuosamente tapizados, en los que se podía descansar, comer o dormir, algunos de ellos tendidos sobre el río de tal manera que debajo de uno podía sentirse el agua cantarina. Y allí permaneció tumbado, mirando las estrellas, consciente de haber cambiado, consciente de que se había vuelto loco pero que estaba dispuesto a saltar cualquier obstáculo, a soportar cualquier infortunio para casarse con ella.
Y lo había logrado, aun cuando el camino había sido cruel y tuvo que llorar a veces de desesperación.
—¿En qué piensas, Tommy? —le preguntaba ella en aquel momento, sentada a sus pies en la encantadora alfombra, regalo de boda del general Valik.
—En ti —respondió Lochart acariciándola, olvidadas sus preocupaciones ante la ternura de ella. La salita estaba caliente, como todo el inmenso apartamento, y tenuemente alumbrada, las cortinas echadas, muchas alfombras y cojines por doquier, mientras que los troncos ardían alegremente en la chimenea—. Pero es que pienso en ti en todo momento.
Sharazad batió palmas.
—¡Eso es maravilloso!
—No iré mañana a Zagros, sino pasado mañana.
—Eso es más maravilloso todavía. —Le abrazó las rodillas, dejando caer la cabeza sobre ellas—. ¡Maravilloso!
Lochart le acarició el cabello.
—¿Dijiste que había sido un día interesante?
—Sí. Ayer y hoy. Estuve en tu Embajada y me dieron el pasaporte, como me dijiste que lo hiciera, el...
—Formidable. Ahora ya eres canadiense.
—No, amado, iraní..., tú eres canadiense. Escucha, lo mejor de todo es que fui a Doshan Tappeh —dijo con orgullo.
—¡Cristo! —exclamó él involuntariamente porque a ella no le gustaba oírle blasfemar—. Lo siento, pero es que..., es que eso ha sido una locura, allí están luchando. Cometiste una barbaridad exponerte a semejante peligro.
—Bueno, no estuve donde luchaban —dijo ella alegremente y, levantándose, corrió hacia la puerta—. Te lo enseñaré.
Al cabo de un momento reapareció. Se había puesto un chador gris que la cubría de pies a cabeza y casi toda la cara, algo que a Tom no le gustó.
—Ah, señor —dijo en farsi haciendo una pirueta ante él—. No has de temer por mí. Dios me protege, y el Profeta también, alabado sea su Nombre. —Se detuvo al darse cuenta de la expresión de él—. ¿Qué pasa? —preguntó en inglés.
—Jamás..., nunca te he visto con chador. No..., no te sienta bien.
—Bueno, ya sé que es feo y que jamás lo he llevado en casa, pero en la calle me siento mejor con él, Tommy. Todas esas odiosas miradas de los hombres... Ya es hora de que volvamos a llevarlos, y el velo también.
Lochart estaba asombrado.
—¿Y qué me dices de todas las libertades que habéis logrado, libertad para votar, para quitaros el velo, para ir adonde os parezca, para casaros con quien os plazca, para no ser ya esa especie de ser doméstico que erais? Si aceptáis llevar el chador, perderéis todo lo demás.
—Tal vez sí o tal vez no, Tommy.
Se sentía feliz de que estuvieran hablando en inglés para poder así discutir cualquier asunto, algo impensable con un marido iraní. Y también inmensamente contenta por haber elegido a ese hombre como marido, el cual de forma increíble, le permitía tener su propia opinión y, lo que era más increíble aún, le permitía expresarla libremente en su presencia. «El vino de la libertad se sube con facilidad a la cabeza —se dijo Sharazad—, y es muy difícil, muy peligroso que una mujer lo beba..., como el néctar en el Jardín del Paraíso.»
—Cuando el Sha Reza nos quitó el velo del rostro, también debiera haber borrado la obsesión de la mente de los hombres —dijo Sharazad—. Tú no vas al mercado ni viajas en un coche, Tommy, no como mujer. No tienes idea de lo que eso significa, Los hombres en las calles, en el bazar, en el Banco, en cualquier lugar. Todos son iguales. Puedes leer los mismos pensamientos, la misma obsesión. Pensamientos en todos ellos sobre mí que sólo tú debieras tener. —Se quitó el chador, lo dejó cuidadosamente sobre una silla y volvió a sentarse a los pies de él—. De ahora en adelante, lo llevaré en la calle, como mi madre, y como la suya antes que ella. Y no porque Jomeiny lo diga, Dios le proteja, sino por ti, mi amado esposo.
Lo besó ligeramente y se sentó sobre sus rodillas. Tom supo que había quedado decidido. A menos que él le ordenara que no lo hiciese. Y entonces surgirían dificultades en el hogar, porque, en definitiva, ella tenía derecho a tomar una decisión allí. Era iraní, el hogar de ambos era iraní y siempre estaría en Irán, eso formaba parte del trato que él hiciera con su padre, de manera que el problema sería iraní, y la solución también: días de profundos suspiros y de miradas conmovedoras, alguna lagrimita furtiva, servicio abatido y esclavizador, sollozos bien calculados durante la noche, más suspiros atormentados, jamás una palabra o una mirada furiosas. Y todo ello sería fatal para la tranquilidad de espíritu de un marido, un padre o un hermano.
En ocasiones, a Lochart le resultaba en extremo difícil comprenderla.
—Haz lo que mejor te parezca pero no vuelvas nunca a Doshan Tappeh —le dijo al tiempo que le acariciaba el cabello. Éste era sedoso y brillante, como sólo la juventud puede brillar—. ¿Qué ocurrió allí?
A ella se le iluminó el rostro.
—Fue muy excitante. Ni siquiera los Inmortales, las fuerzas de élite del Sha, fueron capaces de desalojar a los Creyentes. Disparaban por todas partes. Yo me encontraba a salvo, mi hermana Laleh estaba conmigo, y también mi primo Alí y su mujer. El primo Karim también..., se ha unido al Islam y a la Revolución con otros varios oficiales más y nos dijo dónde reunirnos con él y cómo. Había alrededor de doscientas damas, todas nosotras con chador, y seguimos nuestro canto salmodiando sin parar: Dios es Grande, Dios es Grande. Después, algunos de los soldados se nos unieron. ¡Inmortales! —exclamó abriendo mucho los ojos—. Imagínate, hasta los Inmortales empiezan a vislumbrar la Verdad.
Lochart se sentía aterrado ante el peligro que ella había corrido al ir allí sin preguntarle nada a él ni decírselo, incluso aún yendo acompañada. Hasta el momento, la revolución de Jomeiny parecía no haber alcanzado a Sharazah, salvo cuando las verdaderas dificultades comenzaron y se sintió aterrada por la seguridad de su padre y parientes, que eran banqueros y hombres de negocios importantes en el bazar y bien conocidos por sus relaciones con la Corte. Por fortuna, su padre acabó con todas esas preocupaciones al informar a Lochart en secreto que tanto él como sus hermanos apoyaban secretamente a Jomeiny y al levantamiento contra el Sha y que lo habían estado haciendo durante años. «Pero ahora —reflexionaba Lochart—, ahora, si los Inmortales se están desmoronando y jóvenes oficiales de alta graduación corno Karim apoyan abiertamente la revolución, el derramamiento de sangre será enorme.»
—¿Cuántos se os unieron? —preguntó intentando decidir lo que convenía hacer.
—Sólo tres, aunque Karim dijo que era un buen comienzo y que cualquier día Bajtiar y sus granujas huirían como el Sha hizo.
—Escucha, Sharazad, hoy los Gobiernos canadiense y británico han ordenado que todos los familiares salgan de Irán durante un tiempo. Mac está enviando a todo el mundo a Al Shargaz hasta que las cosas se serenen.
—Es muy prudente, sí, eso es prudente.
—Mañana el «125» estará aquí. Os llevará a Genny, Manuela, Azadeh y a ti, así que haz una mal...
—Oh, yo no quiero irme, mi amor, no es necesario. ¿Y por qué ha de irse Azadeh? Nosotras no corremos peligro... Si lo hubiera, mi padre lo sabría. No tienes de qué preocuparte. —Vio que él tenía la copa casi vacía y, levantándose de un salto, se la llenó de nuevo—. Estoy completamente a salvo.
—Pero creo que estarías más segura fuera de Irán por un tiem...
—Es maravilloso que pienses en mí, cariño, pero no hay razón para que me vaya; de todas maneras, preguntaré a mi padre mañana o puedes hacerlo tú... —Cayó una pequeña brasa en la parrilla, sin peligro alguno. Tom inició un movimiento para levantarse pero ya ella estaba allí—. Yo lo haré. Descansa, cariño, debes estar cansado. Tal vez mañana tengas tiempo para ir conmigo a ver a mi padre. —Arregló el fuego con habilidad. Su chador estaba sobre una silla cercana. Ella le vio mirarlo y en su rostro apareció la sombra de una sonrisa.
—¿Qué?
Sharazad volvió a sonreír por toda respuesta, lo cogió y salió corriendo, alegre, de la habitación, siguiendo por el pasillo hasta la cocina.
Intranquilo, Tom se quedó contemplando el fuego, intentando ordenar sus argumentos. No quería darle órdenes a ella. «Pero lo haré si es preciso. Cuántos problemas, Dios mío: Charlie se ha esfumado, la situación de Kowiss era un desastre, Kyabi ha sido asesinado, y Sharazad metida en plenos disturbios. ¡Está loca! Loca por arriesgarse de esa forma. Si llegara a perderla, me moriría. Dios mío, quienquiera que sea, dondequiera que estés, protégela...»
La sala de estar era grande. En un extremo había una mesa de comedor y sillas para doce personas. Casi siempre solían utilizar la habitación estilo iraní, sentados en el suelo, con un mantel extendido para los platos, recostados en cojines. Rara vez llevaban zapatos y jamás tacones altos que pudieran estropear las gruesas alfombras. Tenían cinco dormitorios, tres cuartos de baño, dos salas de estar... La que usaban en ese momento, que era la que ellos utilizaban habitualmente o cuando tenían compañía, y otra mucho más pequeña en la parte posterior del apartamento, a la que Sharazad se iba cuando él tenía asuntos de negocios que discutir, o cuando su hermana, amigas y parientes la visitaban para poder charlar con plena libertad sin molestarle a él. Siempre había movimiento alrededor de Sharazad, familiares cercanos, niños con sus niñeras..., pero sólo hasta la puesta de sol, aunque a menudo parientes o amigos íntimos solían quedarse en las habitaciones de invitados.
A él nunca le importó pues, para él, era una familia feliz y gregaria. También aquello formaba parte del trato que hiciera con su suegro: que trataría de amoldarse al estilo de vida iraní viviendo pacientemente, durante tres años y un día, de acuerdo con ese estilo. Entonces, podría elegir residir por temporadas fuera del Irán con Sharazad si él lo necesitaba.
—Porque para entonces —había dicho amablemente su suegro, Jared Bakravan—, con la ayuda del Único Dios y del Profeta de Dios, perduren por siempre Sus palabras, para entonces, os conoceréis lo bastante para elegir correctamente, porque, para entonces, seguramente tendréis hijos e hijas, ya que aunque mi hija sea delgada, divorciada y no haya tenido hijos, no creo que sea estéril.
—Pero todavía es tan joven. Acaso decidamos que es demasiado pronto para tener hijos.
—Jamás es demasiado pronto —había respondido Bakravan tajante—. Los Libros Sagrados lo dicen bien claro. Una mujer necesita hijos. Un hogar necesita niños. Sin hijos, una mujer se volverá ociosa. Ése es el mayor problema de mi amada Sharazad, el de no tener hijos. Algunas cosas modernas las apruebo. Otras, no.
—Pero si ella y yo estamos de acuerdo en que es demasiado pro...
—Semejante decisión no es asunto de ella —repuso Jared Bakravan escandalizado. Era un hombre pequeño, panzudo, de cabello y barba blancos y ojos penetrantes—. Sería monstruoso, un insulto discutirlo siquiera con ella. Deberás pensar como un iraní o este probable matrimonio no durará. Quizá ni siquiera empiece. Nunca. ¡Ah! ¿Es que no quieres hijos?
—Nada de eso. Por supuesto que deseo tener hijos, pero po...
—Bien, entonces esto está arreglado.
—Podríamos solucionarlo así: ¿podré decidir durante tres años y un día si es demasiado pronto?
—Semejante idea me parece una bobada. Si no quieres tener hij... —Pero claro que quiero, Excelencia.
—Sólo un año y un día —admitió el anciano reacio—, pero únicamente si me juras por el Único Dios que de verdad quieres tener hijos, que esta asombrosa solicitud es sólo temporal. De veras que tienes la cabeza llena de tonterías, hijo mío. Con la Ayuda de Dios, éstas se desvanecerán como la nieve sobre la arena del desierto. Por supuesto que la mujer necesita hijos...
Con expresión ausente, Lochart sonrió para sí. Aquel fantástico anciano sería capaz de regatear con Dios en el Jardín del Paraíso. «¿Y por qué no? Acaso no es el pasatiempo nacional de los iraníes? Pero, ¿qué deberé decirle dentro de unos días... cuando casi ha vencido el año y el día estipulados? ¿Quiero cargarme con la obligación de los hijos? No, aún no. Pero Sharazad, sí. Claro que ella estuvo de acuerdo con mi decisión y nunca ha vuelto a mencionar ese tema, pero no creo que jamás la haya aprobado.
De la cocina le llegaba en sordina las voces de ella y de la doncella, y la quietud que sentía le parecía, como siempre, maravillosa, en enorme contraste con el ambiente en la carlinga, su otra vida. Los cojines eran muy confortables y siguió con la mirada clavada en el fuego. Se escucharon algunos disparos en la noche mas, para entonces, se habían habituado a ellos de tal manera que, prácticamente, no los oían.
«He de sacarla de Teherán —pensaba—. Pero, ¿cómo? Jamás se irá mientras su familia siga aquí. Tal vez aquí esté más segura que en cualquier otra parte, con la condición de que no intervenga en los disturbios. ¡Doshan Tappeh! Está loca. Aunque, en estos momentos, todos lo están. Quisiera saber de manera fidedigna si realmente se ha ordenado al Ejército que aplaste la revolución. Bajtiar tendrá que actuar pronto o estará acabado. Pero si lo hace, habrá un baño de sangre debido a que los iraníes son violentos, buscadores de la muerte si ésta es al servicio del Islam.»
«¡Ah, el Islam! Y Dios. ¿Dónde está ahora el Único Dios?»
«En todos los corazones y las cabezas de los Creyentes. Los chiítas son creyentes. Y también Sharazad. Y toda su familia. ¿Y tú? No, yo todavía no, aunque lo estoy intentando. Le prometí a él que lo intentaría, le prometí leer el Corán y que lo haría con mente abierta. ¿Y?»
«Ahora es el momento de pensar en eso. Muéstrate práctico, piensa de manera práctica. Sharazad está en peligro. Con chador o sin él, no va a verse implicada. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué no? Es su país.»
«Sí, pero es mi mujer y le ordenaré que se mantenga al margen de todo ello. ¿Qué hay de la propiedad de su padre en el mar Caspio, cerca de Bandare Pahlevi? Tal vez puedan enviarla allí o llevarla..., ahora, el tiempo es bueno en aquel lugar, no tan condenadamente frío como aquí, aunque nuestra casa esté caliente, el tanque de petróleo siempre lleno, y también leña para la chimenea, alimentos en la nevera, todo ello gracias a su anciano padre y a su familia.»
«¡Dios mío, le debo tanto a él. Tanto!»
Un ruido ligero atrajo su atención. Sharazad estaba de pie en la puerta con el chador puesto y un velo ligero que jamás la viera antes. Sus ojos jamás fueron tan atrayentes. El chador susurraba al acercarse ella. Y, entonces, se lo abrió. No llevaba nada debajo. Su contemplación le quitó la respiración.
—Bien. —Su voz sonó tan suave y palpitante como siempre, pronunciando el farsi con dulzura—. Bien, Excelencia, marido mío, ¿te gusta ahora mi chador?
Él alargó la mano para cogerla, pero Sharazad retrocedió un paso.
—En verano, las mujeres públicas de la noche los llevan así. 0 al menos eso se dice.
—Sharazad...
—No.
Esa vez la alcanzó con facilidad. Su sabor, su brillo, su suavidad.
—Tal vez, mi señor —le dijo entre besos, provocándole cariñosamente—, tal vez tu esclava lo llevará siempre así por la calle, en el bazar... Muchas mujeres lo hacen, o al menos eso se dice.
—No. Sólo de pensarlo me volvería loco.
Inició un movimiento para cogerla en sus brazos, pero ella musitó: —No, amado mío, quedémonos aquí.
—Pero los sirvientes... —dijo él.
—Olvídalos —susurró ella de nuevo—. No nos molestarán, olvídate de ellos, olvídate de todo. Te lo suplico, mi amado, y recuerda sólo que esta casa es tuya, este corazón es tuyo y que yo seré tu eterna esclava. Y se quedaron allí. Como siempre, la pasión de ella fue tan intensa como la suya, aunque Tom no alcanzara a comprender cómo ni por qué, sólo que con ella se encontraba en el Paraíso, se sentía en el Jardín del Paraíso con aquella ninfa y, finalmente, regresaba con ella a la tierra, sano y salvo.
Más tarde, mientras cenaban, el timbre de la puerta perturbó su paz. Su sirviente Hassan fue a abrir y al cabo de un momento regresó a la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Es Su Excelencia el general Valik, dijo en tono bajo—Se excusa por venir tan tarde, pero se trata de algo muy importante y pregunta si su Excelencia le concederá unos minutos.
Lochart se sintió embargado por la irritación, pero Sharazad le puso suavemente una mano en el brazo y todo su enfado desapareció.
—Recíbelo, amado mío. Te esperaré en la cama. Hassan, trae otro plato y calentad el horisht. Es posible que Su Excelencia el general esté hambriento.
Valik se disculpó profusamente por visitarles tan tarde, rechazó la comida por dos veces pero, naturalmente, se dejó persuadir y comió con gran apetito. Lochart esperaba con suma paciencia recordando la promesa que hiciera al padre de Sharazad de aceptar los modos iraníes: que la familia estaba ante todo, que eran buenas maneras ir dando rodeos a un problema, jamás abordarlo de frente, nunca había que ir directamente al grano. En farsi resultaba mucho más fácil que en inglés.
Tan pronto como le fue posible, empezó a hablar en su idioma.
—Me siento muy complacido de verle, general. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Hace sólo una hora me he enterado de que estabas de nuevo en Teherán. Este horisht es, desde luego, el mejor que he comido en muchos años. Siento mucho molestaros a hora tan tardía.
—No es molestia. —Lochart dejó que el silencio se prolongara.
El general comía sin sentirse en modo alguno incómodo por estar haciéndolo solo. Un trocito de cordero se le quedó enganchado al bigote y Lochart lo observó fascinado, preguntándose hasta cuándo seguiría allí. Finalmente, Valik se limpió la boca.
—Mis felicitaciones a Sharazad..., su cocinera está bien adiestrada. Se lo diré a mi primo favorito, Su Excelencia Jared.
—Gracias. —Lochart quedó nuevamente a la espera.
El silencio se hizo una vez más entre ellos. Valik saboreaba el té. —¿Ha llegado ya la autorización para el «212»?
—Cuando salimos de la oficina aún no había llegado. —Aquella pregunta había cogido a Lochart de sorpresa—. Sé que Mac envió a un mensajero a esperar que llegara. Yo le telefonearía pero, desafortunadamente, nuestro teléfono no funciona. ¿Por qué me lo pregunta?
—Los socios quieren que tú seas el piloto.
—El capitán McIver ha designado al capitán Lane para ese vuelo, pendiente, por supuesto, de que llegue la autorización.
—Será autorizado. —El general Valik se limpió de nuevo la boca y se sirvió más té—. A los socios les gustaría que tú pilotaras. Estoy seguro de que McIver lo aprobará.
—Lo siento pero he de regresar a Zagros para asegurarme de que todo marcha bien.
Le informó sucintamente sobre lo ocurrido allí.
—Seguro que Zagros puede esperar unos días. Estoy convencido de que pensarás que es importante hacer lo que los socios piden. Lochart frunció el ceño.
—Me sentiré feliz de hacer cualquier cosa. ¿Por qué es tan importante ese vuelo para los socios? ¿Algunos repuestos, que suponen unos pocos rials?
—Todos los vuelos son importantes. Los socios están preocupados por dar el mejor servicio. Así que todo arreglado, ¿eh? —Tengo que... Primero, he de hablar de ello con Mac. Segundo, dudo mucho que autorice el vuelo, y tercero, debo regresar realmente a mi base.
Valik esbozó su más amable sonrisa.
—Estoy seguro de que Mac dará su aprobación. Y recibirás la autorización para salir del espacio aéreo de Teherán. —Se puso en pie—. Ahora iré a ver a Mac y le diré que estás de acuerdo. Da las gracias a Sharazad..., y mil disculpas una vez más por visitaros tan tarde, pero vivimos tiempos difíciles.
Lochart no se movió de su sitio.
—Todavía sigo queriendo saber por qué son tan importantes unos repuestos y cien mil rials.
—Los socios lo han decidido así, de modo que, al saber que estabas aquí, mi joven y querido amigo, y conociendo tu estrecha relación con mi familia, inmediatamente pensé que te sentirías satisfecho de hacer esto si yo te lo pedía personalmente. Somos una misma familia. ¿No es así? —Su tono fue categórico aunque la sonrisa persistiese.
Lockart lo miró ceñudo.
—Me satisface hacer cualquier cosa por ayudar per...
—Bien, entonces, todo está arreglado. Gracias. No te molestes en acompañarme. —Ya en la puerta de la habitación, Valik se volvió y miró en derredor suyo—. Eres un hombre muy afortunado, capitán. Te envidio.
Una vez que el general se hubo marchado, Lochart se sentó junto al mortecino fuego, con la mirada fija en las llamas. Hassan y una doncella retiraron la mesa y le dieron las buenas noches, mas él ni siquiera los oyó..., como tampoco a Sharazad cuando, ya tarde, se acercó a él y se le quedó mirando volviendo luego silenciosa a la cama, dejándole con sus pensamientos.
Lochart se sentía desesperado Sabía que Valik estaba al corriente de que cuanto había de valor en el apartamento, y del de éste en sí. Había sido un regalo de boda del padre de Sharazad. De hecho, Jared Bakravan le había cedido la propiedad de todo el edificio..., al menos los alquileres que de él se obtenían. Pocos estaban al corriente de la discusión que tuvieron sobre aquella cuestión.
—Aun cuando aprecio al máximo su generosidad, no puedo aceptar todo esto, señor —había dicho Lochart—. Es imposible.
—Pero sólo se trata de algo material, cosas sin importancia.
—Sí, pero resulta excesivo. Sé que, a pesar de tener un sueldo no demasiado espléndido, podremos arreglárnoslas. No le engaño.
—Sí, claro. Pero, ¿por qué no habría de vivir placenteramente el marido de mi hija? ¿De qué otra forma puedes sentirte en paz y tranquilo para aprender el modo de vida iraní y cumplir tu promesa? Te aseguro, hijo mío, que las cosas materiales tienen escaso valor para mí. Ahora, formas parte de mi familia. En Irán, la familia es lo más importante del mundo. La familia se ocupa de la familia.
—Sí, pero yo debo ocuparme de Sharazad... Yo soy quien debe hacerlo, no usted.
—Desde luego, y con la Ayuda de Dios llegado el momento le proporcionarás el estilo de vida a que está acostumbrada. Pero por ahora, eso no te es posible, con la subvención que habrás de pasar a tu ex mujer y a tu hija. Por eso deseo organizar las cosas de una manera civilizada, a nuestro estilo iraní. Me prometiste vivir como vivimos nosotros, ¿no?
—Sí. Pero, por favor, no puedo aceptar tanto. Déle a ella lo que usted quiera, pero no a mí. Ha de permitírseme hacerlo lo mejor que pueda.
—Estoy seguro de que lo conseguirás. Entretanto, todo esto es el regalo que te hago a ti, no a ella. Ello hace posible el regalo que te hago a ti de ella.
—Déselo a ella, no a...
—Es la Voluntad de Dios que el hombre sea el señor de la casa —dijo Jared Bakravan categórico—. Si no es tu casa, entonces, tú no serás el señor. He de insistir. Soy el cabeza de familia y Sharazad hará lo que yo diga, y debo insistir por ella, o de lo contrario es posible que el matrimonio no se celebre. Comprendo tu mentalidad occidental, hijo mío, aunque no la comparto. Pero aquí impera, sobre todo, el modo de vida iraní, y la familia se ocupa de la familia...
Lochart asintió para sí en la inmensa soledad de la sala de estar. «Muy bien, elegí a Sharazad, elegí aceptar pero..., pero ese hijo de puta, Valik, me lo ha echado todo en cara y ha conseguido que, de nuevo, me sienta disgustado conmigo mismo y le aborrezco por ello, aborrezco el no poder pagarlo yo todo y sé que el único regalo que puedo hacerle a ella es la libertad que de otro modo jamás tendrá, junto con mi vida, llegado el caso. Al menos ahora es canadiense y no tiene por qué quedarse.»
«No te engañes, amigo, es iraní y seguirá siéndolo siempre. ¿Se encontraría a gusto en Vancouver, con toda aquella lluvia, sin familia, sin amigos, sin nada iraní? Sí, sí, creo que sí; durante un tiempo, yo la compensaría de todo ello. Durante algún tiempo..., desde luego, no para siempre.»
Era la primera vez que afrontaba el problema real que se cernía sobre ellos. «Nuestro Irán ha desaparecido para siempre, el antiguo, el del Sha. Poco importa que quizás el nuevo sea mejor. Se adaptará lo mismo que yo. Hablo farsi, ella es mi mujer y Jared es poderoso. Si tenemos que abandonar este país durante un tiempo, yo la compensaré por ese período de ausencia. En eso no hay problemas. El futuro nos sonríe todavía, yo la amo mucho y Dios la bendiga...»
El fuego casi se había apagado y aspiraba la reconfortante fragancia de la leña quemada mezclada con vestigios del perfume de ella. Los cojines aún guardaban sendas huellas de sus cuerpos y a pesar de sentirse absolutamente saciado y exhausto, seguía deseándola. «En verdad que es una de las huríes, un espíritu del Paraíso —pensaba somnoliento—. Me encuentro bajo su hechizo y resulta maravilloso, no tengo de qué quejarme y si esta misma noche muriera ya conozco el Paraíso. Es fantástica, Jared también es fantástico. Llegado el momento, los hijos que tenga de ella serán fantásticos y su familia...»
«¡Ah, la familia! La familia se ocupa de la familia, ésa es la ley, he de hacer lo que Valik ha pedido. He de hacerlo, mi suegro lo dejó bien claro.»
La última de las brasas chisporroteó y, al extinguirse, lanzó una súbita llamarada.
—¿Por qué son tan importantes algunos repuestos y algunos rials? —preguntó a las llamas.
Las llamas no le dieron respuesta alguna.