Epílogo
C
on la cabeza apoyada
en la ventanilla del avión, Scott Daggart miraba afuera mientras
despegaban. La pista quedó allá abajo y un instante después
ocuparon su lugar las aguas esmeraldas y turquesas. El sol
iluminaba los arrecifes y devolvía al cielo ondulantes reflejos. El
agua se fue oscureciendo a medida que se alejaban de tierra firme,
y Daggart se llevó instintivamente la mano al estómago. Después de
un mes de recuperación, la herida seguía sin curar del todo. Pero
no era de extrañar. Sabía que las heridas tardaban tiempo en
curar.
Las heridas de todas clases.
Se recostó en el asiento y se permitió recordar vagamente lo sucedido esas últimas semanas. Tras perder el conocimiento al pie de la pirámide, se había despertado en el hospital con el inspector Rosales sentado a su lado. El inspector y varios agentes del FBI le interrogaron en profundidad, pidiéndole toda clase de detalles sobre Jonathan Yost, Frank Boddick, Right América y los cruzoob. Daggart les dijo todo lo que sabía, sin dejarse esta vez nada en el tintero. Convencido de que Rosales estaba de su parte, le contó con pelos y señales su odisea de diez días, desde su conversación con Lyman Tingley a aquellos momentos angustiosos en la escalera de Chichén Itzá, pasando por su viaje a Egipto. Rosales tomaba notas en su libretita negra, pero no tantas como los hombres del FBI. Estos querían saber hasta el último dato, implacablemente. A Daggart no le importó. Estaba dispuesto a hacer todo lo que pudiera para ayudar a detener a los líderes de Right América. En cuanto a sus filas (los miles de miembros que habían asistido a la concentración), se habían escabullido en la oscuridad y habían logrado volver a su vida normal. Sería imposible identificarlos o dar con su paradero.
Scott Daggart pasó su convalecencia fuera del hospital tras recibir el alta, y estaba convencido de que curaba tan deprisa gracias a la compañía constante de Ana Gabriela. Pasaban horas paseando ociosos por la playa, recogiendo conchas, flotando en el océano, tumbados el uno junto al otro con el ruido del oleaje de fondo. Pasaban juntos casi cada segundo del día.
Aun así, cuando Ana le llevó al aeropuerto de Cancún, se resistieron a hacer promesas.
—¿Nieva en Chicago? —preguntó Ana.
Daggart sonrió.
—Sí, de vez en cuando.
—¿Y se hiela el agua?
—Sólo en invierno.
Ella frunció el ceño al oírle. Charlaron de cosas insignificantes, esquivando las grandes cuestiones. No querían arruinar su paraíso. Se dieron un beso de despedida (un abrazo largo y apasionado que ninguno de ellos quería interrumpir) y Ana se marchó. Daggart contuvo las lágrimas mientras se dirigía al mostrador de facturación.
El avión se enderezó y Daggart inclinó su asiento. Apenas empezaba a entender lo que había ocurrido. Sí, habían detenido a Jonathan Yost y a Frank Boddick. Habían desvelado la verdadera naturaleza de Right América. Habían demostrado que Lyman Tingley había creado un Quinto Códice falso.
En cuanto al verdadero códice, Daggart no volvió al cenote a buscarlo, ni informó a nadie de su ubicación. Aunque deseaba ardientemente saber qué decía en realidad, se acordó de las palabras de cierto jefe tribal y decidió que convenía dejar las cosas como estaban. Y dado que sólo Ana y él sabían dónde se encontraba, no temía su descubrimiento inminente.
Todo eso había pasado.
Pero durante aquellos diez días de lucha con los cruzoob y Right América, había ocurrido algo más. Scott Daggart había dicho adiós. Aunque Jonathan le había engañado para que fuera a Yucatán, por motivos egoístas, el argumento que le había dado seguía siendo cierto:
«Te ayudará a despedirte de Susan», le había dicho muchos meses antes, en el frío Chicago. Y tenía razón.
El avión viró bruscamente hacia el norte; Daggart ya no veía el océano allá abajo, sino el cielo sobre él.
Cerró los ojos. Estaba deseando volver a ver a Ana.