97

El calor del fuego hizo volver en sí a Daggart. Se sacudió las telarañas de la cabeza y se arrastró hasta Ana, que tenía sangre en la frente. Las llamas saltaban desde la cola de la cabina. Daggart miró a un lado y vio a Frank Boddick. Lo que quedaba de Frank Boddick. El borde dentado de un aspa había partido su cuerpo en dos. Le faltaba la mitad de la cara y no quedaba ni rastro de su sonrisa ganadora. La única mano que le quedaba aferraba aún el falso códice.

Daggart extrajo las páginas chamuscadas y quebradizas de sus dedos cerrados. Buscó una salida. Una puerta estaba justo debajo de ellos; la otra, justo encima. Se apoyó en el brazo de un asiento y de un empujón abrió la de arriba. El humo pasó por la abertura como por una chimenea. El oxígeno avivó el fuego y las llamas lamieron la estrecha salida. No había tiempo que perder.

Ignorando el dolor que le punzaba el estómago, Daggart levantó a Ana y la sacó por la puerta abierta. Luego se impulsó hacia arriba. De pie sobre el costado del helicóptero en llamas, cogió a Ana en brazos y saltó al suelo cubierto de grava. Al caer, sintió como si alguien le desgarrara el estómago. Su herida sangraba abundantemente, y no podía hacer nada por detener el flujo de sangre.

Arrastró a Ana lejos del aparato en llamas y se inclinó sobre ella, acunándola en sus brazos como la Pietá. Le palmeó las mejillas.

—Ana, ¿me oyes?

Sus ojos se abrieron parpadeando y escudriñaron la cara de Daggart intentando comprender lo que ocurría.

—¿Estamos vivos? —preguntó.

—Por los pelos.

—Entonces es que merecemos mucho.

—Hemos sufrido mucho, desde luego.

Ella consiguió sonreír.

—¿Dónde está el señor Boddick?

—Muerto.

—¿Y tu amigo?

El rápido descenso del Cobra interrumpió la respuesta de Daggart. El helicóptero se detuvo sobre la tierra empapada por la lluvia, a cincuenta metros de allí, como una abeja posándose en el capullo de una flor. El giro del rotor arrojaba ráfagas de lluvia y guijarros. Daggart y Ana volvieron la cabeza. El polvo les aguijoneaba las mejillas, los brazos, la nuca.

Las aspas del helicóptero comenzaron a perder velocidad. Daggart y Ana cambiaron una mirada.

—La pistola —dijo ella, mirándose las manos vacías.

—¿Estaba dentro? —preguntó Daggart. Señaló el cascarón en llamas que había sido su helicóptero.

Ella asintió. Miraron el Cobra. Su estruendo había menguado hasta convertirse en un gemido.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.

—Salir de aquí. —Daggart recorrió con la mirada la antigua ciudad que los rodeaba.

—¿Por dónde?

—Por el único sitio posible —contestó él—. Allá arriba.

Miró la cúspide de la pirámide, apenas visible en medio de la tormenta sofocante. Cogió de la mano a Ana y la ayudó a levantarse. Mientras comenzaban a subir los abruptos y desmoronados peldaños del monumento milenario, la puerta del copiloto del Cobra se abrió de golpe. Jonathan Yost apareció como un fantasma.

Con sus diez plantas de altura, el Castillo era el edificio más prominente de Chichén Itzá. Mientras Ana y él empezaban su ascenso por los empinados y estrechos escalones, levantando bien las piernas a cada paso, Daggart recordó que había noventa y un peldaños que conquistar, cada uno de ellos de casi treinta centímetros de alto. Noventa y uno porque, si se sumaba el número de peldaños de las cuatro escaleras y se añadía la plataforma de la cúspide, salían 365 en total: el número de los días del año.

A Daggart comenzaron a dolerle los pulmones cuando sólo habían subido una docena de escalones, y notó que le faltaba el aire. Un pequeño fuego ardía en su pecho. Al volverse hacia Ana vio que estaba tan mal como él. Aunque intentaba impulsarse usando la barandilla de cuerda que cortaba la escalera en dos, Daggart vio que jadeaba y que lanzaba miradas aturdidas a su alrededor. La lluvia les laceraba la cara. El viento les empujaba hacia atrás.

Daggart la cogió de la mano.

—Podemos hacerlo —dijo.

Ella asintió vagamente, y Daggart la ayudó a seguir subiendo los escarpados y resbaladizos escalones.

A medio camino, Daggart miró hacia abajo. Jonathan Yost avanzaba con paso decidido junto al Templo del Jaguar. Indiferente a la tormenta. Derecho hacia ellos. Como un dios resurrecto, como un fénix alzándose de sus cenizas, atravesó el humo y las llamas del helicóptero incendiado hasta alcanzar la base de la pirámide.

Daggart y Ana siguieron subiendo. Cada vez les costaba más respirar. Daggart sujetaba en una mano el falso códice y en la otra la mano floja de Ana. Los escalones parecían cada vez más empinados. Poco después tuvieron que trepar usando pies y manos, como arañas que avanzaran por la cara vertical de la pirámide. A su paso salían despedidos pequeños trozos de caliza desmoronada. La ropa se les pegaba a la piel, tan mojada como cuando cayeron al cenote.

Daggart miró a Jonathan. Trepaba por la pirámide a menos de treinta pasos de ellos, abordando los escalones con un aplomo que rozaba la arrogancia. En la mano derecha llevaba un largo y reluciente cuchillo.

Cuando habían recorrido dos tercios del camino, Daggart se volvió hacia Ana.

—Ya no queda mucho —dijo.

Ella logró asentir con la cabeza. No pudo hacer más.

Pero a Daggart también le costaba seguir. Aturdido por el cansancio, debilitado por la pérdida de sangre y con la garganta reseca por el humo, el dolor que se extendía por su pecho no aflojaba. La lluvia les golpeaba; el viento intentaba tumbarles. Sus muslos eran gruesos mazacotes de cemento que pesaban más con cada paso.

Los últimos escalones fueron los peores. Le costaba tanto respirar que tenía la sensación de que aspiraba el aire a través del tajo de su estómago. Cuando llegaron arriba y pisaron por fin la plataforma de la cúspide, se dejaron caer al suelo y se tendieron sobre su tersa y resbaladiza superficie. El sudor, la sangre y la lluvia que chorreaban por sus cuerpos formaron un charco sobre la caliza. Respiraban con ansia. Daggart soltó el falso códice. Quedó a su lado, empapándose en el agua manchada de sangre.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ana.

Daggart miró hacia abajo. Jonathan seguía subiendo, aparentemente ajeno a la empinada pendiente. Daggart fijó su atención en el templo de cuatro caras que descansaba en la cúspide de la pirámide. Señaló la entrada más cercana.

—Entra ahí.

Ana se incorporó y se levantó con esfuerzo. Miró a Daggart y vio que un lago de sangre roja se remansaba bajo su estómago. Se agachó a su lado.

—Scott…

—Estoy bien —dijo él—. Vete.

—Pero no puedo dejarte…

—Entra —repitió él.

Ana desapareció en el interior del templo. Daggart intentó orientarse. Cogió el códice y se levantó tambaleándose, con la otra mano sobre el estómago. El viento y la lluvia fustigaban sus ojos. El aturdimiento le envolvía como un enjambre de abejas.

Sintió un calor penetrante en la parte de atrás de la pierna derecha (como si le hubiera golpeado un rayo) y se desplomó como un pelele. Soltó el códice, se agarró la pierna con ambas manos, y mientras intentaba detener aquel súbito dolor le sorprendió ver una raja grande y diagonal en sus pantalones y una línea roja por la que empezaba a fluir la sangre. Miró aturdido la herida, intentando comprender qué había ocurrido. Cuando levantó los ojos, vio a su amigo Jonathan Yost. La lluvia chorreaba por su cara, por sus brazos, por el cuchillo de carnicero que llevaba en la mano.

Jonathan sonrió y se llevó un dedo a los labios, tan candorosamente como si estuviera regañando a Daggart por hablar demasiado alto en la biblioteca. Entró en el templo.

—¡Ana! —gritó Daggart. Intentó levantarse, pero le falló la pierna derecha. Cayó al suelo y resbaló por la caliza mojada. Lo intentó de nuevo y consiguió incorporarse poco a poco, precariamente. Se volvió hacia el templo en el instante en que Ana salía con los brazos levantados. Jonathan apareció detrás de ella; llevaba el brazo extendido y apuntaba con el cuchillo el centro de su espalda.

—Se acabó, amigos míos —dijo gritando para hacerse oír por encima del ulular del viento y las cortinas inclinadas de la lluvia. Empujó a Ana hacia Daggart hasta que estuvieron los dos en lo alto mismo de la escalera, a escasos centímetros de la traicionera y abrupta pendiente. Ana se aferró a Daggart. Jonathan retrocedió un par de pasos, hasta quedar con la espada pegada al templo. Recogió el códice, pesado como una esponja empapada, y lo arrojó con cuidado al interior seco del templo. Se desabrochó el cinturón, lo sacó de las presillas del pantalón y se lo lanzó a Daggart. Cayó a sus pies, como una serpiente cautelosa.

—¿Para qué es eso? —preguntó Daggart.

—Vamos —dijo Jonathan—, no me digas que no lo sabes. Fuiste tú quien me lo dijo.

Daggart le miraba inquisitivamente.

—Me decepcionas, Scott. Creía que eras un gran estudioso de los mayas. —Al ver que Daggart no respondía, añadió—: El juego de pelota, el sacrificio después…

»Fuiste tú quien me habló de ello —prosiguió—. Yo no sabía nada de eso. No sabía que a los jugadores del equipo perdedor se los ataba juntos, formando una enorme bola, y se los arrojaba por estos mismos escalones para que rodaran por ellos hasta morir. Bueno, pues ¿sabes qué? —Sonrió ampliamente—. Habéis perdido el partido. —Lo dijo tan alegremente como si acabaran de ganar un coche en El precio justo.

Indicó a Daggart con el cuchillo que recogiera el cinturón.

—Lamento que sólo seáis dos. No será una bola muy espectacular, pero por otro lado habrá menos para amortiguar el golpe. —Viendo que Daggart no recogía el cinturón, dio un paso adelante y acercó el cuchillo a la garganta de Ana—. Si no empiezas a atároslo a las manos dentro de unos segundos —dijo con la voz enturbiada por la ira—, le corto la cabeza delante de tus ojos.

Daggart se inclinó hacia el cinturón y comenzó a envolver con él las muñecas de Ana.

—Apriétalo bien —ordenó Jonathan—. No quiero que se deshaga la bola.

Daggart miró escaleras abajo, hacia el suelo situado a veinticinco metros de distancia. Desde aquella altura, el ángulo de cuarenta y cinco grados de los escalones parecía casi una caída en vertical.

—¿Y qué pasará si sobrevivimos? —preguntó.

—Que repetiremos la operación.

—¿Qué nos impedirá escapar?

Jonathan ladeó la cabeza y soltó una carcajada.

—Ésa sí que es buena. En caso de que aún podáis caminar cuando lleguéis abajo, lo cual es muy improbable, no olvides que mi piloto sigue allí. Y le he dicho claramente lo que tiene que hacer si se os ocurre escapar.

Daggart miró el Cobra, pero el parabrisas oscuro y salpicado de lluvia no permitía ver el interior. El piloto no había salido aún.

—Ah, casi lo olvidaba —añadió Jonathan mientras tocaba tranquilamente el mango de madera del cuchillo—. Para hacer las cosas más interesantes, se me ha ocurrido cortaros uno o dos tendones de las piernas. Ya sabes, para asegurarme de que rodáis como es debido.

—¿Y crees que vas a salir impune de todo esto?

Jonathan estiró los brazos y miró a su alrededor. La lluvia caía de sus manos y sus brazos extendidos como si fuera la estatua de Cristo Redentor.

—¿Ves a alguien más aquí? —gritó—. ¿De veras crees que alguien va a detenerme?

—No me refiero a nosotros. A nosotros puedes matarnos, pero ¿de qué va a servirte? ¿Y qué hay de tus planes de convencer a Right América del fin del mundo? La comunidad científica descubrirá que el códice es falso y perderás tu «mandato», por no hablar de tu credibilidad, en un abrir y cerrar de ojos.

—No lo creo —dijo Jonathan en tono confiado—. En primer lugar, Lyman Tingley le dio su bendición, lo que lo convierte automáticamente en una pieza auténtica de la arqueología maya. El papel es auténtico, tú mismo lo has visto. Los científicos pueden hacerle todas las pruebas que quieran; todos ellos concluirán que es auténtico. Así que dudo mucho que nadie vaya a tomarse la molestia de hacer pruebas a la tinta. Y en cuanto a la gente de Right América, harán lo que yo les diga. Ahora que Frank está muerto, necesitan un líder más que nunca. Y su muerte me lo pone todo mucho más fácil. Es como si Frank hubiera estado combatiendo a las fuerzas del mal, a la comunidad académica y a los liberales, que no quieren que la verdad sobre el códice se haga pública. ¿Quién va a atreverse a cuestionar su autenticidad? Además, aunque Frank haya caído, su muerte no ha sido en vano. Right América sigue adelante. Y Frank Boddick será un mártir de nuestra causa. El mesías asesinado por quienes temían su mensaje. Así que en realidad debería darte las gracias por lo que has hecho.

Daggart acabó de atar las muñecas de Ana y Jonathan le indicó que retrocediera. Daggart obedeció, y Jonathan tiró del cinturón para comprobar que estaba bien atado. Satisfecho, señaló la cintura de Daggart con el cuchillo.

—Ahora el tuyo —dijo.

Daggart se quitó el cinturón y empezó a atarse con él las muñecas, entrelazándolo con el de Ana. La lluvia, que caía ahora con más fuerza, los azotaba de costado y apenas le permitía ver lo que hacía. Las ráfagas de viento le empujaban de un lado a otro, y tuvo que cambiar de postura para no caerse. Cuando acabó, Jonathan se acercó y acabó de hacer el nudo, apretándolo hasta que se clavó en las muñecas de Daggart. Estaban ya bien atados, con las muñecas unidas, los brazos doblados a la altura del codo y el cuerpo de uno pegado al del otro. La lluvia les pegaba el pelo a la piel.

Jonathan examinó el reluciente cuchillo pasando el pulgar por su filo.

—No puedo evitar preguntarme qué habría dicho Susan. Su marido acostándose con una señorita mexicana. —Sacudió la cabeza de un lado a otro con aire de recriminación.

—No mezcles a Susan en esto —dijo Daggart, y el vello de su nuca se erizó.

—No seas tan suspicaz. Es sólo que me pregunto qué habría sentido, eso es todo.

Una ira descarnada recorrió a Daggart.

—No tienes derecho a…

—¿A qué? ¿A hablar de Susan? ¿O a hablar de esta puta mexicana? —Jonathan le miró a los ojos—. ¿Sabes?, Susan te quería de verdad. De hecho, si no me equivoco, murió con tu nombre en los labios.

A Daggart se le paró el corazón.

—¿De qué estás hablando? —preguntó con un susurro que atravesó la intensa lluvia y el viento de fuerza huracanada.

—Sí, ya imaginaba que no lo sospechabas.

El Quinto Codice Maya
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