35
H
abía muy pocos
turistas en el ferry. Los demás pasajeros eran en su mayoría
yucatecos que volvían a sus casas después del trabajo y que
preferían sentarse en las cubiertas inferiores, provistas de aire
acondicionado. Vivían en villorrios al norte de Playa del Carmen y
cada día se trasladaban a Cozumel para trabajar como jardineros o
doncellas en los diversos complejos hoteleros. De noche, después de
ocho, diez o doce horas de trabajo agotador, hacían de nuevo la
travesía de cuarenta y cinco minutos para regresar a sus casas, con
la cabeza apoyada en las ventanillas, intentando arañar unos
minutos de sueño.
Daggart tenía la cubierta superior para él solo, lo cual le venía de perlas. Necesitaba mantenerse alerta. Necesitaba el cielo y las estrellas y el viento. El olor penetrante del mar le espabilaba, como si fuera un olor a sales aromáticas. Veinte minutos de viaje y no había visto nada sospechoso. Ello, unido a la fragancia vivificadora del mar Caribe, bastaba para concederle un raro momento de relax. La ocasión de rehacerse antes de que volviera a sonar la campana.
Sacó su móvil. Parecía haber estado en el bolsillo trasero de alguien que se hubiera arrojado a un camino de piedras calizas desde un coche en marcha y a toda velocidad. Quiso la suerte que aún funcionara. Daggart se prometió que, si salía vivo de aquello, se sentaría a escribir una carta a la empresa dando testimonio de la resistencia de su producto.
Miró sus mensajes y oyó la voz de Uzair, cargada de urgencia, pidiéndole que le llamara. Daggart le llamó.
—¿Dónde te has metido? —preguntó Uzair a modo de saludo.
—Más vale que no lo sepas. Pero no son sólo una panda de científicos timoratos intentando salir en la portada del National Geographic. No sé qué quiere esa gente, ni por qué motivo, pero está dispuesta a matar por ello. —Daggart recordó de pronto su participación activa en la muerte de tres hombres, esa tarde. Cambió de tema—. Háblame de la estela.
—Creo que lo he descubierto —dijo Uzair con evidente entusiasmo—. Pero el caso es que creo saber qué significa, y sin embargo no lo sé.
—¿Cómo dices?
—Creo entender las imágenes. Pero no sé qué quieren decir.
—Bueno, cuéntamelo.
—La primera parte es bastante estereotipada. Una lista de gobernantes. La historia de la aldea. Cosas de la vida cotidiana. Pero luego está el final de la estela, que se reduce a tres símbolos. El hombre con el cántaro rebosante. El dios descendente. Y el hombre con la línea vertical al lado del cuerpo. Ésa era la frase en la que me atascaba.
—¿Y qué significa?
Uzair titubeó antes de responder:
—«Sigue el camino».
Daggart se pegó el teléfono a la oreja.
—¿Estás seguro de que no es «sigue el camino de baldosas amarillas»?
—Hablo en serio. Los mayas no usaban la perspectiva al dibujar. Los dos lo sabemos. Todo está de perfil. Así que la línea que hay junto a la cara del hombre representa, supuestamente, un camino. Un camino que va haciéndose más y más pequeño a medida que se aleja.
—¿Y cómo encajan las demás en eso?
—Ahí es donde me pierdo. Es como si hablara de una época en la que viajaban todos juntos. El dios descendente, el hombre del cántaro rebosante y el del camino.
—¿Una excursión primaveral en coche?
—En este momento, yo no descartaría nada.
Daggart se quedó pensando un momento. El ferry se mecía, empujado por olas de metro y medio. Las estrellas titilaban en el cielo.
—¿Ah Muken Cab y los dos hombres en la misma carretera?
—Sea cual sea.
Daggart vislumbró las luces parpadeantes de Playa del Carmen no muy lejos de allí. El sonido amortiguado del reggae se deslizaba sobre el océano.
—¿Y si la estela no estaba labrada de la manera habitual? —sugirió—. ¿Y si no se refería a un viaje ancestral, sino a la historia de su huida de Tulum? ¿El viaje en el que los mayas estaban embarcados en ese momento?
A pesar de que les separaban miles de kilómetros, Daggart sintió que había captado la atención de Uzair.
—¿Por qué no escribirlo en un libro? Habría sido más sencillo.
—Porque los libros se pierden. Se deterioran. Ellos querían un testimonio permanente. A fin de cuentas, se proponían abandonar uno de los más grandes centros ceremoniales de toda Mesoamérica, llevándose todo su jade, sus armas, sus especias…
—Y todos sus códices —añadió Uzair.
—Exacto. Los códices, especialmente. —La línea quedó un momento en silencio mientras intentaba comprender lo que significaba aquello.
—Entonces, la estela es un mapa del tesoro —dijo Uzair.
—Eso es. Está diciendo: «Lo llevamos todo encima. Todos nuestros tesoros, todos nuestros códices. Nos damos a la fuga, vamos a dejar nuestro antiguo hogar y a esconderlo todo en un lugar seguro».
—Y para encontrarlo, lo único que hay que hacer es leer la estela para seguir las indicaciones.
—Y seguir el camino —dijo Daggart.
Uzair soltó un suave silbido.
—Es buenísimo. No me extraña que te paguen una pasta.
Daggart se echó a reír.
—Eres tú quien ha traducido la última frase. Además, sólo estoy especulando.
—Pero sigue quedando una duda. ¿Cuál es el camino?
Daggart escudriñó el cielo como si buscara respuestas.
—El que responda a esa pregunta, encontrará el Quinto Códice.
—¿No lo encontró Lyman Tingley?
—Antes creía que sí. Ahora no estoy tan seguro.
Siguieron hablando unos minutos más. Uzair le dijo a qué hora salía su vuelo y el hotel en el que iba a alojarse.
—Sigo pensando que deberías volver a Chicago —añadió—. Deja que la policía se encargue de resolver esto.
—Lo haría, si creyera que pueden. Pero algo me dice que esto es más grande de lo que pienso. Y Tingley debía de pensar lo mismo.
—Pues mira dónde ha acabado.
—Estoy teniendo cuidado, si eso es lo que te preocupa.
No le contó sus aventuras en Cozumel.
—Lo que tú digas. Tú eres el que sabe. Yo estoy aquí, en Chicago, a salvo y vivito y coleando.
Daggart recordó como en un fogonazo la imagen de Susan despatarrada en el suelo del cuarto de estar. Para ella, Chicago no había sido tan seguro. Uzair pareció adivinar lo que estaba pensando.
—He recibido las fotografías que me mandaste esta tarde —dijo su alumno, cambiando de tema—. ¿Cómo crees que encaja Casiopea en todo esto?
—Ni idea. Puede que lo descubra en mi viaje.
—Eso espero, por tu bien.
Se dijeron adiós y Daggart se recostó en la barandilla, con la mirada fija en las estrellas. Allí, a medio camino entre la Osa Mayor y la Menor, estaba la constelación de Casiopea, cuyas cinco estrellas saltaban a la vista. Pero Uzair tenía razón: no tenía ni la menor idea de cómo encajaba la constelación en todo aquello ni qué significaba. Cerró los ojos. Intentaba concentrarse en el misterio del Quinto Códice, pero no dejaba de pensar en Susan. No lograba sacudirse de encima el recuerdo de su cuerpo extrañamente quieto, con la cara macerada en sangre.
Confiando en ahuyentar aquella imagen, abrió los ojos.
Allí, de pie en la proa del ferry, había un estadounidense alto y musculoso de veintitantos años. Llevaba una gorra de béisbol y tenía la cara carnosa e impasible. Pero lo más inquietante de todo era que no hacía ningún esfuerzo por disimular que miraba fijamente a Scott Daggart.