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E
l Cocodrilo sonrió y
se apresuró a limpiarse la saliva que le chorreaba por la barbilla
con un pañuelo manchado.
Scott Daggart le caía bien. No todo el mundo era capaz de encaramarse a la terraza del segundo piso de un hotel. Por lo menos, con tan poco esfuerzo. Y esquivar a la mujer del látigo había sido un toque impresionante. Daggart estaba resultando ser un contrincante de altura. Y eso era algo que el Cocodrilo siempre agradecía.
El estadounidense no era un profesional, claro. Seguirle había sido pan comido. Pero mientras permanecía agazapado entre los arbustos que bordeaban la piscina, ajustando sus gafas de visión nocturna hasta que la forma verdosa y luminiscente de Scott Daggart apareció ante su mirada atenta, el Cocodrilo no tuvo más remedio que admirar al profesor estadounidense.
Era consciente, sin embargo, de que si el señor Daggart sabía cosas, como afirmaba el Jefe, sólo era cuestión de tiempo que él también las supiera. A fin de cuentas, sabía cómo hacer hablar a la gente.
Daggart se sacó del bolsillo una pequeña linterna y la encendió. Era demasiado arriesgado encender la luz del techo, a pesar de que las cortinas estaban echadas, y la lámpara de la mesilla de noche ni siquiera podía considerarse una alternativa: estaba hecha pedazos. Tendría que arreglárselas con la diminuta linterna. Proyectó su luz hacia el otro lado de la habitación y recorrió con su pequeño haz los objetos rotos y desperdigados por el suelo. El residuo arenoso y gris del polvo revelador de huellas dactilares cubría la estancia en su mayor parte, como la ceniza de un volcán.
Daggart se preguntó qué habría encontrado Rosales.
Se enfrentó a aquel desorden como a un yacimiento. Lo dividió en una cuadrícula formada por casillas de noventa por noventa y empezó por la zona más cercana a la puerta corredera, con intención de avanzar hacia la puerta principal y acabar en el cuarto de baño, situado a un lado. De ese modo no pasaría por alto ni un palmo de la habitación.
Pasó de puntillas entre los desechos, cogiendo un objeto tras otro con sus finos guantes de látex, echándoles una rápida ojeada y volviendo a depositarlos sigilosamente en la casilla que acababa de inspeccionar. Los documentos que parecían importantes, aunque fuera sólo vagamente, fue amontonándolos a un lado. Más tarde los examinaría en su cabaña.
El aire acondicionado estaba apagado, y si en la habitación hacía ya un calor sofocante cuando entró, la temperatura aumentó más aún mientras trabajaba. Su sudor caía en pequeñas gotas sobre los objetos que se inclinaba a examinar. Pero no se atrevía a acelerar el proceso. Si algo había aprendido en sus años de arqueólogo era que había que ser paciente.
Acabó de peinar la habitación principal casi dos horas después. Estaba perplejo, no por la falta de pistas, sino porque no había encontrado nada que sugiriera que Lyman Tingley hubiese descubierto algo que se pareciera siquiera al Quinto Códice. No había mapas, ni indicaciones, ni cartas exultantes dirigidas a amigos. Nada.
Tampoco había nada que le ofreciera un indicio de qué había querido decir Lyman con aquella «M».
Aunque tenía la camisa pegada al cuerpo, Daggart sabía que era pronto para desesperar. Sus años de investigación de campo le habían convencido de que la gente siempre dejaba pistas. Con intención o sin ella, las personas dejaban señales, indicadores para que las generaciones futuras reconstruyeran la realidad de sus vidas. Aunque a Lyman Tingley le hubieran secuestrado de pronto y aquel destrozo fuera el reflejo de sus últimos forcejeos, Daggart estaba seguro de que tenía que haber alguna evidencia relativa al Quinto Códice. El quid de la cuestión era, naturalmente, encontrarla. Y luego interpretarla correctamente.
Se encaminó al cuarto de baño avanzando por un angosto sendero. Los fragmentos del espejo roto, esparcidos por las baldosas del suelo, crujieron bajo sus pies. Por todas partes había artículos de aseo. La cortina de la ducha estaba arrancada de la barra y yacía, inerme, sobre el borde de la bañera. Hasta el bote de champú estaba rajado y destripado como un pez.
Daggart regresó al caos del dormitorio y miró alrededor, siguiendo la estela de su linternita. De pronto recordó un viejo truco que le había enseñado uno de sus profesores de arqueología de la UCLA.
«A veces, el mejor modo de ver algo es dejar de verlo a propósito».
Era casi siempre un consejo demasiado zen para Daggart, pero pensó que merecía la pena ponerlo a prueba. ¿Qué podía perder? Apagó la linterna y se quedó inmóvil en la oscuridad. Cerró los ojos para asegurarse y se imaginó los muebles, el suelo, las paredes.
Las paredes.
Encendió la linterna y movió delante de sí su pequeño haz de luz. El papel pintado tenía una serie de rayas verticales de color salmón, y aquí y allá las junturas se separaban como si el papel intentara escapar del bochorno de la habitación. Daggart se interesó por una rendija que había encima del escritorio. Evidentemente, al verla, su imagen se había grabado en un recoveco de su cerebro, aunque ello no había bastado para que se acercara a investigar.
Se acercó a aquella parte del papel pintado y examinó la juntura sirviéndose del pequeño cono de luz de su linterna. El papel estaba descolorido, incluso manchado.
Pero había algo más.
Era casi como si el papel hubiera sido arrancando y reemplazado luego. Como si estuviera remendado. Tal vez fuera obra del personal del hotel. O tal vez de Lyman Tingley.
Daggart cogió con la mano libre un borde de la unión y tiró de ella suavemente, como si estuviera ayudando a un anciano a quitarse el abrigo. El papel sólo se resistió un momento. Tras un par de tirones, se despegó de la pared con facilidad. Quien había vuelto a pegarlo no había hecho un trabajo muy fino. Pero tal vez se tratara precisamente de eso.
Al introducir la linterna por debajo del papel, Daggart vio los bosquejos hechos a lápiz. Las marcas eran tan tenues que tuvo que pegar la nariz a la pared para ver qué decían. La escritura era débil y desvaída, y al comprender por fin lo que tenía delante, Daggart contuvo el aliento. No eran palabras lo que estaba mirando, sino imágenes.
Imágenes mayas. Reproducciones de jeroglíficos antiguos.
Con ayuda de la linterna, cuya luz iba apagándose poco a poco, Daggart identificó los signos. Chac Mool. Ixchel. Quetzal, el pájaro sagrado. Kinich Ahau, el dios sol. Allí de pie, envuelto en el aire estancado de la habitación, con los ojos fijos en aquellos símbolos del pasado, Daggart se sintió como un explorador que hubiera tropezado por primera vez con una cueva cubierta de pinturas rupestres. Lo único que le faltaba era una antorcha encendida y uno o dos murciélagos revoloteando por encima de su cabeza.
Sí, reconocía aquellos símbolos. ¿Y ahora qué? ¿Qué hacían allí y qué significaban? Suponía que los había dibujado Lyman Tingley, pero ¿con qué fin? ¿Intentaba dilucidar algo? ¿O eran pistas dejadas para Scott Daggart?
A falta de una cámara, Daggart intentó memorizar los jeroglíficos lo mejor que pudo. Casi lo había conseguido cuando reparó en que había algo raro en el último dibujo. Era el dios descendente. El dios del lucero del alba. A veces llamado Ah Muken Cab. Tenía las piernas separadas y las manos juntas por encima de la cabeza.
Pero eso era un error.
Tal y como lo había dibujado Lyman Tingley, Ah Muken Cab aparecía agachado y tieso, como si estuviera en cuclillas, implorando a los dioses de las alturas. Pero Ah Muken Cab era el dios que se zambullía. El dios descendente. Por eso tenía las manos juntas, como cuando uno se prepara para lanzarse al agua de cabeza. Nunca se le representaba erguido, sino más bien mirando hacia abajo, como si descendiera hacia la tierra desde los cielos. Solamente a alguien que desconociera el panteón maya se le habría ocurrido dibujar a Ah Muken Cab con la cabeza alta, y Daggart sabía que ése no era el caso de Lyman Tingley.
Así pues, aquélla era la pista de Lyman. Daggart ignoraba, sin embargo, qué significaba y adonde le conduciría.