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A
na se arrodilló a su
lado y Daggart sintió su aliento a un lado de la cara. Su presencia
le reconfortaba.
—¿Está ahí dentro? —preguntó ella.
—Tiene que estar. —De pronto comprendió lo que habían sentido los grandes exploradores en el momento álgido del descubrimiento. Lewis y Clark al alcanzar el Pacífico. Colón al avistar tierra. Heinrich Schliemann al desenterrar Troya. Tantas emociones juntas, fundidas inexplicablemente en una compleja oleada que inundó su cuerpo como adrenalina, o como un trago del más potente café negro. Alivio, asombro, satisfacción, una inefable alegría, incluso cierta tristeza porque aquello fuera a hacerse realidad, después de tanto tiempo de ser sólo una ilusión. Comprendió que el viaje había tocado a su fin. Al menos, aquella fase. El Quinto Códice, aquel objeto de deseo, estaba ahora a su alcance.
Puso la mano sobre la piedra de la cúspide. No era mayor que un ladrillo y estaba fría al tacto. Pero cuando se disponía a apartarla, confiando en poder desmantelar la tumba piedra a piedra, se detuvo de pronto.
Observó la pirámide, imaginando el cuidado que se había puesto en su construcción; pensó incluso en las ceremonias que habrían rodeado el ocultamiento del códice. Habría sido todo un acontecimiento, un rito que prometía preservar la leyenda de los mayas para todo la eternidad. La caverna estaría iluminada con antorchas cuyas llamas erizadas lamerían los húmedos techos de roca. Habría habido un festín de venado. Tal vez se habrían hecho sacrificios, quizás incluso en el mismo cenote del que acababan de escapar. Mientras pensaba todo esto, Daggart se sintió de pronto indigno de extraer el códice de su lugar de descanso. Llevaba ochocientos años allí escondido. Tal vez más. ¿Quién era él para sacarlo de su refugio, de aquella cripta sagrada?
Ana pareció adivinar lo que estaba pensando.
—Tienes que hacerlo, Scott.
Él la miró. Los ojos marrones de Ana brillaban a la luz del fuego.
—¿Por qué? —Parecía una traición. Su trabajo no consistía en cambiar culturas o influir en ellas, sino en vivir entre pueblos, en tomar notas, en informar al resto del mundo de cómo funcionaban y sobrevivían aquellas culturas. Al extraer el Quinto Códice de su sepulcro, cruzaría la raya que separaba al observador del activista. Ya no estaría relatando acontecimientos como un simple cronista, sino influyendo en ellos.
—Recuerda lo que te dijo el jefe de la tribu. Dijo que encontrarías el Quinto Códice y que harías con él lo correcto. Te dio su bendición.
—Puede que sólo fueran imaginaciones mías.
Recorrió la cueva con la mirada como si buscara una respuesta. El agua seguía goteando. Su ruido hueco resonaba en las paredes oscurecidas.
—No lo creo, y aunque lo fueran, no te olvides de los de ahí arriba. —La voz de Ana era baja, pero insistente—. Ellos saben que está aquí. Van a encontrar esta cámara. Y luego encontrarán la pirámide y el Quinto Códice. Y tú sabes mejor que nadie lo que piensan hacer con él.
Daggart asintió. Ana tenía razón. No estaba haciendo aquello sólo por sí mismo. Era por el hermano de Ana. Y por Lyman Tingley. Y por Héctor Muchado. Y por los aldeanos mayas que confiaban en él. Y por los millones de personas a las que Right América pensaba asesinar como parte del mayor genocidio masivo del siglo XXI.
Daggart se enjugó la frente con el dorso de la mano. Sentía la húmeda angostura de la caverna. Las gotas de sudor ocuparon el lugar de las gotas de agua del estanque. Acercó las manos temblorosas al ladrillo de arriba y lo apartó lentamente. Estaba dispuesto a desmantelar aquella caja fuerte de un metro de alto, pero quería tratarla con la dignidad y el respeto que merecía. Cogió el ladrillo y lo dejó suavemente a un lado.
Era un trabajo tedioso. Los mayas habían creado un cubo de Rubik hecho de piedras encajadas, y aunque podría haber apartado hileras enteras de un solo manotazo, no se atrevía a hacer nada que pudiera dañar el códice. Ochocientos años envuelto en aquel aire fétido y húmedo habrían bastado para estropearlo. No quería agravar el deterioro del frágil manuscrito arrojándole encima de pronto un montón de piedras.
Ana levantó el cuenco del fuego para que Daggart viera mejor lo que hacía. El montón de piedras desmanteladas era ya más alto que la propia pirámide. Pero la cavidad interna de la edificación seguía escondida tras otra capa de roca. Con tanta cautela como si estuviera manejando explosivos, Daggart siguió levantando los ladrillos uno por uno y colocándolos con todo cuidado junto a él.
Por fin se abrió ante él un negro abismo. Un espacio oscuro. La cámara interior. El agujero despedía un olor a moho y a humedad. Como el olor de los libros viejos. Era la fragancia más dulce que Daggart había olido jamás.
Intentó refrenar su euforia. Aunque se le aceleró el pulso, siguió trabajando al mismo ritmo pausado. Finos regueros de sudor caían por su barbilla. Su respiración era firme y constante.
Extrajo por fin la última piedra que cubría el interior hueco de la pirámide. Le hizo una seña a Ana para que levantara aún más el fuego. El filo de luz se deslizó despacio sobre la cámara interior, como un amanecer chisporroteante sobre un valle montañoso.
Allí, alojado en el negro interior de la pirámide en miniatura, yacía el códice. No más grande que un libro de bolsillo, descansaba sobre un lecho de pedacitos de jade. Daggart reconoció a simple vista el pergamino hecho de piel de gamo, la forma de acordeón, la huella peculiar de los pinceles de cerdas. No le cabía ninguna duda de que era auténtico. Aquello no podía falsificarse, y le dieron ganas de reír al pensar en el intento de Lyman Tingley. Tal vez había usado auténtico papel maya, pero su falsificación era el dibujo a cera de un niño comparado con aquello.
Pasó la mirada por la primera página en la que aparecían jeroglíficos y, sin pararse a traducirlos, supo de qué trataba: del día del Fin del Mundo de los mayas. Había un pasaje que hablaba de la transición del Mundo del Cuarto Sol al Mundo del Quinto Sol. Sin tocar el códice, Daggart comprendió que sus páginas describían el cataclismo. Supo también que su contenido era muy distinto de lo que imaginaba Right América.
Siguió contemplando fijamente el manuscrito. Nunca un adolescente había mirado tan absorto a una chica de portada como miraba Scott Daggart el Quinto Códice. Observó tan atentamente cada centímetro de la primera página (sus símbolos, sus bordes, su encuadernación) que podría haberla recreado de memoria.
Los colores le habían dejado pasmado. El contorno de los jeroglíficos era negro, claro, pero las ilustraciones estaban pintadas de azules tan intensos como el zafiro, de rojos tan llamativos como las cerezas, de amarillos tan vibrantes como la yema de huevo. A pesar de los años y de la humedad constante, el códice había conservado hasta cierto punto su esplendor original. En todos sus años de estudio de la cultura maya, Daggart nunca había visto un objeto de colores tan vivos; ni murales, ni vasijas, ni edificios. Nunca había visto un objeto inanimado tan bello como aquél.
—¿No vas a sacarlo? —preguntó Ana. Daggart apartó los ojos del códice para mirarla.
—No puedo.
Ella le miró desconcertada.
—Lo destruiría —explicó él—. Aunque mis guantes de látex estuvieran secos, tengo la sensación de que, si intentara levantarlo, se desmoronaría en mis manos. Mira. —Señaló el interior de la pirámide. Ana, que seguía sujetando el cuenco chispeante, se asomó—. Tres de sus cuatro esquinas están claramente deterioradas. Y se ve moho a lo largo del borde de abajo. Parece bastante bien conservado para haber pasado ochocientos años en una cueva llena de humedad, pero creo que si lo levanto dañaré las costuras y perderemos parte del texto.
—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Ana.
—Volver a por él.
—Pero ¿y tu amigo? Ahora que sabe dónde está, ¿no volverá también?
—No, si nos ve primero. En cuanto nos vea con vida, supondrá que tenemos el códice y dirá a sus buzos que se marchen. Podemos jugar con esa ventaja.
—¿Estará seguro aquí abajo?
—No. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
Ella asintió con la cabeza. Daggart miró su reloj, se puso en cuclillas y se sacudió las piedrecillas que tenía en las manos.
—Es hora de salir de aquí —dijo.
—¿Cómo?
Daggart notó miedo en su voz. No podía reprochárselo. Alargó el brazo para tomarla de la mano. Seguía teniéndola fría y húmeda. Daggart envolvió en sus grandes manos los delicados dedos de Ana y se los frotó.
—No te preocupes. No vamos a salir por donde hemos entrado —dijo, confiando en parecer más seguro de lo que se sentía.
En realidad, no sabía cómo iban a salir de allí. No lo había pensado aún. Escapar del Cocodrilo había sido triunfo suficiente. Y luego encontrar el Quinto Códice.
Soltó la mano de Ana, se levantó y se sacudió la arena de los pantalones húmedos. Pequeños guijarros cayeron sobre el áspero suelo.
—Voy a echar un vistazo por ahí. —Echó mano del fuego. Su intensidad había disminuido: la llama no era ya mayor que una pelota de béisbol—. No te da miedo la oscuridad, ¿verdad?
—No, hasta hoy.
Cambiaron una sonrisa. Daggart levantó el cuenco de fuego y salió de la cámara por donde habían entrado, penetrando en la enorme caverna de estalactitas rezumantes y paredes musgosas. Volvió sobre sus pasos y fue zigzagueando entre estalagmitas que apuntaban hacia arriba como cucuruchos de helado invertidos mientras buscaba en los rincones de la cueva alguna abertura por la que salir de allí. Rodeó el estanque y volvió a rodearlo, siguiendo esta vez las cuevas minúsculas que partían en todas direcciones, como afluentes de un río mayor. Eran todas ellas callejones sin salida, túneles que no llevaban a ninguna parte y que acababan conduciéndole de nuevo a la caverna central.
Tenía que haber otro camino. Estaba convencido de ello. ¿Cómo, si no, había llegado allí aquel pirata?
Se disponía a circundar el estanque por tercera vez cuando oyó un grito. Era Ana. Su chillido retumbó, ensordecedor, en las paredes de la cueva.
Luego se oyó un fuerte chapoteo.
—¡Ana! —gritó Daggart.
Sosteniendo a un lado el fuego mortecino, corrió hacia la cámara del fondo. Sus zapatos resbalaban sobre el suelo húmedo. Se detuvo al llegar a la pirámide desmantelada. Seguía allí, igual que el Quinto Códice. Pero no había ni rastro de Ana.
—¡Ana! —gritó de nuevo. Su voz le rebotó como una bofetada. No se oyó nada más.
Se aproximó al borde del agua y acercó la bola de fuego naranja a la superficie oscura e impenetrable del río subterráneo. El agua se rizaba en círculos concéntricos, ondulándose al acercarse a la orilla.
Ana Gabriela había desaparecido.