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L
a nostalgia se apoderó
de Daggart mientras Ana conducía por las calles de Mérida,
empapadas y atestadas de tráfico. Había pasado allí semanas
gloriosas encerrado en el Museo Regional de Antropología de Yucatán
y conocía bien la ciudad. Los edificios coloniales, cenicientos e
incoloros que dominaban su arquitectura hacían fácil comprender por
qué la apodaban «la ciudad blanca».
La catedral de dos chapiteles de su izquierda era una excepción, claro está. Considerada por muchos la primera catedral jamás construida en Norteamérica, presentaba una ampulosa fachada renacentista. La sola imagen del edificio le trajo un aluvión de recuerdos. Casi parecía un sueño que Susan y él hubieran pasado toda una tarde recorriendo la iglesia. Un domingo de junio. Un calor sofocante. Sus ropas empapadas de sudor.
«¿Ocurrió de verdad? ¿De verdad estuvimos aquí?».
Los recuerdos se hacían cada vez más difusos con el paso del tiempo. Como las viejas cintas de VHS, sus imágenes se difuminaban a medida que los días y las semanas derivaban en meses y años.
—¿Estás pensando en tu mujer? —La voz de Ana. A Daggart le sorprendió su intuición. En eso era como Susan (o como todas las mujeres, quizá, qué diablos): podía leerle el pensamiento.
—Sí. Lo siento. Ya estoy aquí otra vez.
—No hace falta que te disculpes. —El Volkswagen se paraba, arrancaba, avanzaba lentamente entre los coches pegados unos a otros—. ¿Estuviste con ella en Mérida?
—Pasamos una temporada aquí mientras yo estudiaba en el museo.
—Una ciudad bonita, ¿verdad?
—Una de nuestras favoritas. No tan turística como Cancún.
—Y la gente está orgullosa de su herencia maya. Aquí se ven muchas más mujeres con huipiles. La gente de Mérida se considera primero peninsular y luego mexicana.
—¿Y tú? ¿Qué te consideras?
—Yo soy mexicana —contestó ella sin vacilar—. O sea, mestiza.
Los mexicanos eran de ascendencia española, india o mestiza. De sangre mezclada. Daggart sabía que casi dos tercios de los mexicanos eran mestizos.
—Yo no soy de aquí —añadió Ana—. Así que no puedo decir que sea peninsular.
—Viniste a Yucatán a ayudar a tu hermano, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y cómo es que tu apellido es distinto?
—Me extrañaba que no me lo hubieras preguntado aún. —Una oleada de rubor le subió por el cuello—. Es el apellido de mi marido. El mío de soltera es Benítez.
—¿Estás casada?
—Lo estuve. Estuvimos muy poco tiempo juntos. Éramos jóvenes. No sabíamos lo que hacíamos. Le culpo a él tan poco como me culpo a mí misma.
—¿Fue antes de que te mudaras a Yucatán?
—Sí, antes. De hecho, en parte fue por eso por lo que me mudé. Necesitaba huir, empezar de nuevo. Irme lo más lejos posible.
Daggart lo entendía. Eso era lo que había hecho casi toda su vida, hasta que conoció a Susan.
—¿Por qué te detuviste en la frontera? —preguntó, sólo a medias en broma—. ¿Por qué no te fuiste a España?
Ella sonrió.
—Ésa es una relación muy complicada. La de México con España.
—¿Qué quieres decir?
—Compartimos cierto legado, y hay rasgos culturales comunes, claro. Pero los españoles fueron nuestros dominadores. Cruzaron el océano para someternos. A fin de cuentas, el primer mestizo fue más o menos fruto de una violación. Te aseguro que la mayoría de las mujeres aztecas y las mayas no se sometieron voluntariamente a las atenciones de los conquistadores. Y ésa no es forma de fundar un país.
—No.
—Como te decía, es muy complicado.
—¿Y vuestra relación con los mayas?
Ana se quedó pensando un momento. Los limpiaparabrisas se movían con el ritmo de un metrónomo.
—Más complicada aún —dijo ella por fin—. Estamos orgullosos de nuestra herencia indígena. Nos diferencia de los conquistadores, al fin y al cabo. Los indios estaban aquí primero, así que en muchos aspectos representan al verdadero México. Sin embargo, por irónico que parezca, no hay un grupo al que la gente mire más por encima del hombro que a los indígenas. Hay un refrán que dice que, cuanto más pobre eres, más indio. Y viceversa, por supuesto. Se han convertido en objeto de escarnio, y de prejuicios, evidentemente.
—Son los indios del pasado a los que se emula, no a los indios del presente.
—Eso es muy cierto.
Daggart pensó en lo que le había dicho Ana, sopesando en silencio las semejanzas entre México y Estados Unidos. Demasiadas historias compartidas de conquistadores que sometían a pueblos nativos y borraban de la faz de la tierra culturas indígenas.
—¿Te molesta lo que ha pasado con Playa del Carmen?
Ana frunció el ceño y se lo pensó un momento. Tamborileó sobre el volante con los pulgares.
—Es una espada de doble filo, ¿no es así? A Quintana Roo le va mejor que nunca. Ahora tenemos más turistas que cualquier otro estado de México, así que hay más trabajo que nunca. Pero me preocupa que estemos asumiendo el papel de anfitriones complacientes. Siempre risueños y serviciales. En cierto modo, no es más que una forma aguada de esclavitud.
—¿Y cómo se rompe el círculo?
—Haciéndonos valer. Tenemos que empezar a creer otra vez en nosotros mismos.
—¿Consideras que es posible? —preguntó Daggart mientras observaba su rostro.
—Sí —contestó ella, entre convencida e indecisa—. Yo no viviré para verlo, pero es posible.
Daggart asintió con la cabeza. Odiaba ver la Riviera Maya convertida en poco más que un Disneylandia mexicano. Su historia era más auténtica, y sus pobladores mucho más dignos que todo eso.
Los limpiaparabrisas chirriaban y gemían mientras luchaban por mantenerse al ritmo del redoble de la lluvia. El humo de un autobús parado invadió el coche.
—Vamos —dijo Ana—. Salgamos de esta calle.
Tomó un desvío y avanzaron en zigzag por las calles de Mérida, cruzando una zona residencial al noroeste de la Universidad de Yucatán. Era allí donde Héctor Muchado había enseñado durante casi cuarenta años y donde se había afianzado como uno de los principales expertos mundiales en antropología maya. Al acercarse a su destino, Daggart sintió los primeros efectos de la adrenalina. No sólo iba a tener ocasión de conocer a unos de los grandes estudiosos del mundo maya de todos los tiempos, sino que, con un poco de suerte, hallarían las piezas perdidas del rompecabezas.
Buscaron la dirección de Muchado escudriñando la calle a través del parabrisas empañado y cubierto de lluvia. Era una sencilla casa de dos plantas con las paredes enjalbegadas y postigos verdes, como casi todas las del vecindario. Dos ventanales idénticos miraban el cuidado y diminuto prado de césped como un par de ojos curiosos. La calle estaba flanqueada de altísimas palmeras que se inclinaban al azote de la lluvia.
Daggart y Ana salieron del coche y corrieron hacia la casa esquivando charcos y gotas de lluvia y riendo como colegiales.
No repararon en el coche parado a media manzana de allí. Ni se fijaron tampoco en el hombre de cara escamosa y medio labio amputado que acercó el coche al bordillo y se deslizó en el asiento hasta que sólo sus ojos y su frente sobresalieron por encima del borde de la ventanilla, como un cocodrilo al acecho.