29

No era una «M», naturalmente, sino una «W». Tingley la había hecho mirando hacia sí, y a Daggart no se le había ocurrido darle la vuelta. Si a cualquier astrónomo se le mencionaba la uve doble, su mente volaba de inmediato hacia una de las constelaciones más conocidas de toda la bóveda celeste: Casiopea. La disposición de las cinco estrellas más brillantes dibujaba a la reina mitológica en posición sedente. Daggart miró primero la imagen de la cámara y corrió luego a estudiar los muros pintados, y lo entendió al fin. Estaba seguro de ello. El espadamiento de las monedas, tal y como Tingley las había dispuesto sobre la mesa apenas dos noches antes, era idéntico al de las estrellas. Y la única pista significativa que Daggart había encontrado en la habitación del hotel (el dios descendente) era el templo que albergaba aquella imagen.

Seis meses antes, al publicar la foto de la estela, Lyman Tingley había alterado algunos símbolos de la imagen porque, obviamente, había cosas que no quería que otros supieran. Dos noches atrás, hallándose en un estado anímico muy distinto, Tingley había querido que Daggart descubriera que era Casiopea lo que había dibujado sobre la mesa. Quería que Daggart relacionara la constelación con aquel templo de Tulum. Quería que Daggart encontrara el Quinto Códice.

Así pues, había dado con Casiopea. Pero ¿y ahora qué? ¿Cómo podía ayudarle el descubrimiento de una constelación famosa en todo el mundo? Si era una aguja que apuntaba al Quinto Códice, Daggart no sabía interpretar la brújula a la que pertenecía.

«Relájate. Respira».

Al bajar los escalones del templo sintió la cólera del sol de México. Sobre él cayeron oleadas de calor semejantes a cortinas de lluvia. La ropa se le pegó al cuerpo como si se hubiera visto sorprendido por un aguacero de verano. No eran aún las diez y media de la mañana. El calor sólo podía empeorar.

Se encaminó hacia la linde meridional de las ruinas, siguiendo un sendero flanqueado de cactus que bordeaba el farallón con vistas al mar. Pocos turistas iban por allí, por razones obvias. Había escasos edificios que ver, y ninguno de importancia. Sí había, en cambio, numerosas iguanas, muchas de ellas de sesenta centímetros de largo. Volvieron sus cabezas de reptil al acercarse Daggart, pero al ver que no suponía ningún peligro se aplanaron de nuevo sobre las rocas tostadas por el sol como otros tantos pellejos puestos a secar.

Daggart estaba solo. Únicamente se oía el parloteo lejano de los turistas y el fragor de las olas estrellándose en la orilla, allá abajo. Al llegar al templo del Mar, el edificio situado más al sur de Tulum, se sentó a la sombra de la pequeña edificación de una sola estancia. Una brisa abanicó su cara, y sintió que el sudor de sus brazos y su espalda se evaporaba despacio. Con la espalda pegada a la pared húmeda y fresca, los pies en el suelo y las rodillas alzadas, intentó aclararse.

«Relájate. Respira».

Sin sus libros, sin Uzair, sin su ordenador ni Internet, sólo podía conjeturar cuáles eran las intenciones de Tingley respecto a Casiopea. ¿Era un diagrama? ¿Un plano? Y en caso de que así fuera, ¿qué representaban las cinco estrellas y dónde estaban? ¿Era una alusión a la figura mitológica propiamente dicha? ¿O acaso había algún vínculo entre las estrellas y los códices? ¿Cinco estrellas, cinco libros?

Casi había alcanzado un estado de total relajación cuando una sombra dobló la esquina del muro y se esparció por el suelo, a su lado. Daggart levantó la vista y reconoció el semblante sombrío del inspector Careche, cuya boca se inclinaba hacia abajo por las comisuras con más severidad que nunca.

Daggart se levantó con torpeza, pero Careche, haciendo gala de la rapidez que Daggart había visto aquella primera noche, se sacó la pistola del bolsillo y le apuntó con ella. La misma semiautomática de entonces. Careche le hizo señas de que retrocediera hacia el extremo del templo, lejos de la vista de los turistas y sus guías. Una vez allí, le pegó la pistola al pecho. Daggart sintió en la piel el frío del cañón.

—He leído su expediente —dijo Careche—, y no tengo intención de dejarle exhibir sus habilidades militares.

—Si usted lo dice —contestó Daggart tranquilamente.

—¿Qué está tramando? —preguntó el inspector. Su voz era rasposa y no proyectaba más sonido que un susurro.

—¿Quién dice que esté tramando algo? —dijo Daggart haciéndose el inocente.

—¿Qué andaba buscando en el yacimiento de Lyman Tingley? ¿El Quinto Códice?

—No sé de qué me está hablando.

—Y supongo que tampoco sabe nada sobre Ignacio Botemas.

Daggart sintió que de pronto se le quedaba la garganta seca.

—¿A qué se refiere?

—Le sacó usted el corazón, como a los otros. Se está volviendo muy hábil en su oficio.

Scott Daggart palideció. Pobre Ignacio.

—Yo no sé nada de eso.

—Bravo, profesor —dijo Careche con una sonrisa mema—. Diría que ésta podría ser su mejor actuación hasta la fecha. Casi le creo.

Daggart no se molestó en responder.

—¿Niega que hablara con él anoche?

Daggart miró para otro lado y Careche continuó.

—¿Sabe, señor?, esperaba más de usted. Un profesor de universidad y todo eso. Si va a seguir matando en la misma ciudad, al menos podría elegir otro hotel. O una habitación distinta, si no quiere cambiar de establecimiento.

Daggart siguió sin responder. Se limitó a escuchar con atención lo que decía Careche.

El inspector se inclinó, clavando sus ojos de escualo en la cara de Daggart.

—Lo que de verdad quiero saber es por qué le interesa tanto todo esto. ¿Es por llamar la atención? ¿Por dinero? ¿Por hacerse famoso?

—¿Por qué cree que ando detrás de algo?

—Porque nos está mintiendo. Dice que no sabe dónde está tal sitio, y luego lo seguimos hasta allí. Dice que no le interesa lo que le pasó a Lyman Tingley, y se mete en su habitación. Así que voy a repetirle la pregunta: ¿mató usted a Lyman Tingley?

—Usted sabe que no.

—¿Mató a Ignacio Botemas?

Daggart negó con la cabeza.

—¿Sabe dónde está el Quinto Códice?

—Ya se lo dije —replicó Daggart—. No soy un asesino. Y no sé dónde está el Quinto Códice. Pero ¿sabe qué? Aunque lo supiera, no se lo diría.

—Escúcheme —susurró el inspector con fiereza—, sé que está ocultando algo. No sé por qué, ni qué es, pero lo descubriré.

—Deténgame, entonces —contestó Daggart con indiferencia—. Lléveme a comisaría. Porque empiezo a preguntarme por qué me está diciendo todo esto aquí. Sin nadie a la vista. Sin su compañero. Empiezo a preguntarme qué es lo que oculta usted.

Careche le golpeó con la pistola y, al incrustarse en su pómulo, la culata hizo brotar la sangre. Clavó luego el cañón en el cuello de Daggart.

—Ni se le ocurra volver a mentirme o le meteré la pistola por la garganta, tan al fondo que cuando apriete el gatillo le volaré el culo. ¿Entendido?

Daggart no dijo nada. Sabía por experiencia cuándo alguien estaba a un paso de perder los nervios. Una palabra mal dicha, una inflexión equivocada, y Careche se pasaría de la raya.

«Escoge bien tus batallas», decía Maceo.

—Bueno, ¿qué va a hacer, profesor? ¿Me dice la verdad o lo mato? Usted decide.

Careche le clavó la pistola aún más fuerte en la carne, grabando un círculo perfecto sobre su cuello. Daggart sintió que un lento goteo de sangre caía del rasgón de su pómulo.

—¿Qué quiere saber?

—Todo —siseó Careche—. Lo de Lyman Tingley. Lo del Quinto Códice. Lo de Ignacio Botemas. Todo.

Daggart abrió la boca para hablar, pero no fue su voz la que sonó.

—¿Podrían decirme dónde está el templo del Mar? —preguntó aquella voz, perteneciente a un hombre que llevaba una aparatosa cámara con teleobjetivo colgada del cuello. Su cara rosada, quemada por el sol, estaba tan inmersa en una guía turística que ni siquiera reparó en la pistola de Careche.

El inspector se escondió el revólver bajo la camisa. Daggart aprovechó la interrupción para apartarse de él.

—Piense en lo que le he dicho —dijo Careche, haciendo caso omiso del turista y sin molestarse en disimular la inquina que sentía por Daggart.

Daggart le vio alejarse con paso arrogante por las ruinas caldeadas por el sol. Al alejarse, su figura se mezcló con las ondas de la canícula hasta que no pareció ni un ser real ni un espejismo, sino una mezcla sobrenatural de ambas cosas.

—¿Y bien? —preguntó el turista.

—Es éste —murmuró Daggart, distraído—. Éste es el templo del Mar.

Se volvió y echó a andar hacia la salida.

—Eh, espere —dijo el turista, cuya voz tenía un leve acento sureño—. ¿Puedo hacerle otra pregunta?

—Lo siento —dijo Daggart por encima del hombro, alzando la voz—. Ya llego tarde.

Mientras se alejaba, no reparó en que el turista, que iba sin afeitar y tenía el cabello rubio y revuelto, llevaba una camisa hawaiana de color azul. Ni supo que su oportuna aparición tenía muy poco de coincidencia.

El Quinto Codice Maya
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