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E
l aire caliente y
rancio se arrastraba de un extremo a otro de la habitación. El
inspector Rosales se alisó metódicamente el bigote con el índice y
el pulgar.
—¿Y dónde está ahora ese Quinto Códice?
—En Ciudad de México, supongo —respondió Daggart.
—¿Supone?
—Hay que autentificarlo. Datarlo mediante pruebas de radiocarbono, hacerle análisis de tinta y de imagen multiespectral… El proceso completo. Una vez hecho eso, si se demuestra que es auténtico, podrá exhibirse. Antes, no.
—¿Y cree usted que ese códice está en Ciudad de México?
—Allí es donde está el INAH. —Careche frunció el ceño. Daggart añadió—: El Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ellos son los que mandan en estos casos. Se encargan de hacer las pruebas de todos los restos mexicanos: aztecas, mayas, toltecas, lo que sea.
El inspector Rosales asintió con un gesto, volvió a garabatear y a continuación se recostó en la silla con los dedos entrelazados detrás de la cabeza, posiblemente intentando parecer más tranquilo de lo que estaba.
—Díganos otra vez por qué buscaba usted ese códice.
—Ya se lo he dicho, yo no…
—Sí, sí, entiendo. ¿Por qué lo buscaba el señor Tingley?
Daggart se frotó la cara, preguntándose por dónde empezar. Aquello era algo parecido a pedirle a alguien que te explicara qué era la física. O la Vía Láctea. O el DVR. Algo que no podía resumirse en un par de frases.
Daggart fingió estar dando una clase de primero en la facultad.
—Los mayas eran matemáticos expertos. Descubrieron el concepto del número cero. Sus calendarios eran muy ingeniosos, debido, principalmente, a que eran excelentes astrónomos.
—¿Y? —preguntó Careche, siempre en su papel de poli malo, en tono desafiante.
—Que eran muy listos. Violentos, a menudo, es cierto, pero también muy listos.
—¿Qué quiere decir con «violentos»? —preguntó Rosales.
—Eran extremadamente territoriales. Luchaban continuamente entre sí. Las guerras eran constantes. También eran grandes defensores de los sacrificios humanos. Así era como aplacaban a los dioses, matando a sujetos elegidos y ofreciéndoselos a sus deidades.
—¿Cómo se sabe todo eso? —preguntó Rosales.
—Por los códices.
Rosales le miró sin comprender.
—Un códice es un manuscrito —explicó Daggart.
—Códices. —Rosales pronunció aquella palabra como si mascara algo amargo—. ¿Hay muchos de esos códices?
—Hasta hace poco, sólo cuatro.
—¿Y explican lo de los sacrificios?
Daggart asintió con la cabeza.
—Y cómo era de verdad la cultura maya. Sus matemáticas, su astronomía, sus calendarios. Las inscripciones de las ruinas sirven de ayuda, pero para un antropólogo los códices son de un valor incalculable. Sobre todo porque hay muy pocos.
—¿Por qué?
—Porque los que no fueron destruidos, se estropearon.
—¿Cuándo se escribieron? —preguntó Rosales.
—En algún momento entre el siglo XIII y el siglo XVI.
—¿Y por qué se deterioraron?
—Porque se escribieron entre el siglo XIII y el siglo XVI.
Rosales bajó los brazos y los cruzó sobre el pecho. Una expresión de fastidio cubrió su cara.
Daggart continuó.
—Mire, los códices se escribían en papel fabricado con corteza de árbol, o en vitela, a veces. Materiales muy frágiles. Puede usted imaginar lo quebradizo que se vuelve el papel después de ochocientos años.
—¿Y Tingley encontró uno de esos códices? ¿Aquí, en Yucatán?
—Pues sí, en efecto.
Rosales le lanzó una mirada inquisitiva.
—Parece usted sorprendido.
—Y lo estoy.
—¿Por qué?
—Porque los otros cuatro códices no se encontraron en México.
Rosales esperó a que continuara. El cuartucho suspiró. Una exhalación cálida y fangosa.
—El problema es —explicó Daggart—, que son muy antiguos. Y el clima no perdona. El calor, la humedad, la saturación de sal en el aire. La pesadilla de un librero. Sabemos, además, que en el siglo XVI se destruyeron gran cantidad de códices.
—¿Los conquistadores?
Daggart asintió con una inclinación de cabeza y se echó hacia delante.
—Uno en particular: el obispo Diego de Landa. Como no sabía leer los jeroglíficos, dio por supuesto que eran libros de magia. Obras satánicas. Y optó por destruirlos todos.
—Pero algunos sobrevivieron.
—Cuatro sí, no hay duda.
—Y ahora hay un quinto.
—Sí, ahora hay un quinto —repitió Daggart.
—Pero, si no se encontraron aquí, ¿dónde se encontraron?
—En Europa.
Rosales anotó algo en su libreta. La grabadora plateada chirriaba suavemente.
—Los conquistadores llevaron a España algunos manuscritos. Ya sabe, regalos para la nobleza y todo eso. Pero los reyes no los entendían y los cambiaron por reliquias. Luego siguieron pasando de mano en mano, y hasta el siglo pasado no se descubrieron los cuatro códices. Uno se encontró en un cubo de basura, en el sótano de una biblioteca. Por lo visto llevaba décadas allí.
—¿Y dónde están ahora?
—En las ciudades donde fueron descubiertos. El Códice de Madrid en Madrid, el de París en París, etcétera.
Por un momento, el roce del bolígrafo de Rosales sobre el papel se mezcló con el chirrido de la grabadora y con el susurro del ventilador. Una sinfonía de efectos sonoros.
—¿Dónde encontró el señor Tingley ese Quinto Códice? —preguntó Rosales.
—En su yacimiento, supongo.
—¿Que está en…?
—No tengo ni idea —contestó Daggart sin vacilar.
Rosales le miró con sorpresa.
—¿No sabe dónde trabajaba su amigo?
—Ya les he dicho que Tingley y yo no éramos amigos.
Rosales se sacudió su comentario como si fuera una mosca.
—Amigos o no, ¿no le dijo dónde trabajaba?
—No se lo decía a nadie. Los arqueólogos son muy reservados respecto a sus yacimientos.
—Pero podríamos encontrarlo —dijo Rosales como si le lanzara un desafío.
—En teoría, sí.
Rosales levantó las cejas.
—No entiendo. Imagino que para trabajar aquí tendrán que registrar los yacimientos en el… ¿cómo ha dicho que se llama? ¿El INAH?
—Tiene usted toda la razón.
—¿Y bien? ¿No podrían llevarnos ellos al yacimiento?
—Mire, nosotros notificamos al INAH cuáles son nuestros objetivos en cuanto ponemos el pie en este país. Registramos los yacimientos. Rellenamos el papeleo. Pero el INAH no tiene medios para hacer un seguimiento de cada excavación. No tienen tiempo, ni personal, desde luego. Casi todas esas excavaciones están en plena selva. En carreteras sin marcar. Algunas ni siquiera eso. El INAH puede proporcionarles las coordenadas de GPS de un yacimiento, pero aun así les costará encontrarlo. Lo digo en serio: la selva es la selva.
Careche emitió una especie de gruñido desde la pared del fondo.
Daggart no le hizo caso.
—Los descubrimientos que pueden hacerse son de importancia monumental. Cuanta menos gente conozca los pormenores, tanto mejor.
—¿Ni siquiera se lo dicen a sus colegas?
—A ellos menos que a nadie.
Rosales hojeó sus notas. El ventilador del techo removía el aire denso con un bisbiseo.
—Entonces, ¿de qué trata ese códice en particular?
—No lo sé exactamente. Tingley no me lo dijo.
—Pero tendrá alguna teoría.
—Desde luego.
—¿Y cuál es?
Daggart bajó los ojos y los fijó en la mesa, delante de él. Pasó las manos por el tablero de pino. Los bordes eran suaves y redondeados, y Daggart se preguntó si se debía a los cientos de detenidos que, como él, evitaban la mirada inquisitiva de los inspectores concentrándose en el tacto reconfortante de la madera.
—El fin del mundo —dijo por fin.
Careche soltó una breve carcajada.
—¿Ha dicho «el fin del mundo»?
—Eso es.
—Entiendo —dijo Rosales como un padre siguiéndole la corriente a su hijo pequeño—. Y supongo que el Quinto Códice dice exactamente cuándo ocurrirá.
—Pues sí —respondió Daggart. Levantó los ojos y le devolvió la mirada a Rosales—. El 21 de diciembre de 2012. Ése es el día en que acabará el mundo tal y como lo conocemos. Y el Quinto Códice explica como pasará.