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L
e dio un vuelco el
estómago mientras caían en picado hacia las cálidas aguas del mar
Caribe. El helicóptero enemigo zumbaba por encima de ellos y su
estela sacudía el aparato de Daggart. Asiendo la palanca con todas
sus fuerzas, logró enderezar el aparato a escasos centímetros del
mar. Sus patines rozaron la superficie y dejaron sendos surcos en
el agua. Elevó el morro por encima de las grandes olas, intentando
ascender. Cuando el otro helicóptero pasó de largo y empezó a
describir un amplio círculo, Daggart reconoció su silueta. Era un
AH-1 Cobra. El mismo que habían visto en el cenote.
—Creía que ése era el suyo —gritó Daggart al micrófono mientras forzaba al helicóptero a subir.
—Lo es —contestó Boddick—. Pero su amigo parece ir en él, igual que nosotros vamos en el suyo.
Daggart viró bruscamente y se dirigió hacia el interior. Lejos del mar. Si el Cobra buscaba una confrontación directa, prefería que fuera sobre tierra firme. Tal vez en la selva encontrara un sitio donde aterrizar. Lo de entregar a Frank Boddick a los federales tendría que esperar.
Agarraba los mandos con febril intensidad y los músculos de los brazos se le tensaban mientras intentaba mantenerse a escasa distancia de las copas de los árboles. En cierto modo, por extraño que fuera, la tensión le ayudó a relajarse. Viró bruscamente para esquivar las garras airadas de una enorme mimosa cuyas flores rosadas se mecían y brillaban en medio de la tormenta. Un momento después se enderezó.
Unas luces verdes y rojas que aparecieron en la periferia de su campo de visión captaron su atención. Era el Cobra. Descendió de las nubes turbias como una maligna ave de presa, dispuesto a embestirlos. En el último momento, Daggart tiró de la palanca hacia atrás y ascendieron violentamente, como en una montaña rusa. La aceleración los pegó a los asientos. Sintieron un vuelco en el estómago. El helicóptero militar pasó de largo, y Daggart hizo descender de nuevo el Bell hasta que volvieron a rozar las copas de los árboles. El viento los sacudía de un lado a otro.
—¿Qué velocidad alcanza este cacharro? —preguntó Daggart.
—No tanta como mi Cobra, eso seguro. El mío puede alcanzar fácilmente los cuatrocientos ochenta kilómetros por hora.
Eso se figuraba también Daggart. Aunque el Bell era uno de los helicópteros comerciales más modernos, no podía competir en velocidad y potencia con los aparatos militares. Suponía que como mucho llegaba a los cuatrocientos kilómetros por hora. Cuatrocientos cuarenta, quizá, con viento de cola. Tendría que escabullirse por otros medios. No sería la primera vez.
—Vamos a apagar las luces —gritó.
—No lo dirá en serio —dijo Boddick, alarmado de pronto.
—Mire —dijo Daggart, y apagó las luces exteriores.
Pisó los pedales y deslizó la palanca hacia delante, haciendo descender el aparato hasta que tocaron el dosel de los árboles sacudidos por el viento. Si quería dar esquinazo al Cobra, su única esperanza era perderse entre la penumbra de la selva. Naturalmente, corrían el riesgo de chocar con las copas de los árboles. O con los cables de la luz. O con alguna ruina maya.
«Relájate. Respira».
«Vuela por delante del aparato —le habían enseñado sus instructores de vuelo—. Concéntrate en el morro del helicóptero. Anticípate a todo».
Pasaban rozando el techo del bosque, cuyos árboles doblaba el viento. La lluvia acribillaba el helicóptero. Nadie habló durante un rato. Apenas respiraban. Volar a oscuras era un suicidio. Sobre todo, tan cerca de los árboles. Una ráfaga repentina de viento y estarían muertos. Se hallaban entre las fauces del huracán. El viento zarandeaba ferozmente el pequeño aparato. Daggart agarraba la palanca como si estuviera colgado de un precipicio y sólo tuviera una rama a la que aferrarse.
Oyó un eructo y al volverse vio que Frank Boddick había vomitado contra la pared de la cabina. Hilillos de vómito colgaban de sus labios. En la oscuridad, su cara pálida y sudorosa brillaba tanto como la luna. Y parecía igual de inerme. Ana rezaba en silencio, con las manos juntas y apretadas y los ojos cerrados.
Daggart levantó la vista hacia los negros nubarrones. Los relámpagos saltaban de uno a otro. La lluvia que golpeaba el parabrisas, aporreando el cristal con sus puños, reducía la visibilidad. Pero no había rastro del Cobra. Eso era lo bueno. Daggart se preguntó a qué distancia estaría el aeropuerto más cercano. Sobrevolaban una selva negra en lo más oscuro de la noche y en medio de la más negra tormenta. Confiaba en que pudieran llegar a Mérida o a algún otro sitio antes de que Jonathan pudiera volver a atacar.
Cuando miró por la ventanilla, se dio cuenta de que no iba a ver cumplido su deseo.
El Cobra descendió disparando del cielo tormentoso. Una docena de balas se estrelló contra el fuselaje del helicóptero y el estruendo del metal al chocar contra el metal sacudió sus tímpanos. El aparato se sacudió. Se inclinó bruscamente primero hacia un lado y luego hacia el otro. Daggart cogió con fuerza la palanca para mantener la altitud. Las luces de alarma se encendieron. El helicóptero zigzagueaba en el cielo como la cola de una cometa. Scott Daggart no tenía que luchar únicamente con el viento, sino también con los mandos.
Sabía, además, que Jonathan Yost no se detendría ante nada para derribarle. Aunque ello significara matar a Frank Boddick.
El actor palideció.
—¿Qué pasa, Frank? —preguntó Daggart—. Quería ser el mesías. Ahora tendrá la oportunidad de demostrar que puede resucitar de entre los muertos.
Boddick no respondió.
El helicóptero se tambaleaba de un lado a otro como un borracho. La densa lluvia era una cortina negra que reducía la visibilidad al máximo. Agarrados a las asas, Frank y Ana se pegaban a las paredes de la cabina. Daggart sujetaba la palanca con todas sus fuerzas para mantenerla quieta. Le mordía la mano y le empujaba. Con los músculos tensos y la mandíbula apretada, se inclinaba sobre los controles como sobre un objeto muy pesado. La tensión había vuelto a abrir la herida de su estómago, y la sangre brotaba libremente de su abdomen. No se atrevió a hacer nada al respecto. Le costaba un esfuerzo inmenso mantener el aparato por encima de los árboles. Y no desmayarse.
Barría el suelo con los ojos en busca de un claro. No tenía que ser muy grande, lo justo para aterrizar y para desaparecer entre los brazos abiertos de la jungla sofocante. El problema era que estaban en medio de Yucatán. Y allí escaseaban los espacios abiertos.
Pero Daggart se acordó de uno.
Se inclinó hacia delante y miró por el cristal salpicado de lluvia. Distinguía a lo lejos lo que parecía ser una carretera que discurría serpenteando hacia el norte. La carretera federal 295. En algún punto (no recordaba dónde), se cruzaba con la 180: la carretera que llevaba a Chichén Itzá. Además de sus altísimas pirámides, las famosas ruinas mayas estaban provistas de un enorme campo de pelota: un sitio lo bastante grande como para que aterrizara toda una flota de helicópteros.
Suponiendo, claro, que pudieran llegar tan lejos.
El helicóptero de Jonathan bajó del cielo, iluminando fugazmente con su foco el interior del Bell, y escupió medio centenar de balas contra la cabina. Los proyectiles silbaron y explotaron contra el metal. A pesar de su opulencia, el helicóptero no ofrecía más protección que una lata de enormes proporciones.
—¿Todo bien por ahí? —gritó Daggart por el micrófono.
—Sí —logró decir Ana. Frank Boddick estaba demasiado aterrorizado para hablar.
Las luces de advertencia se encendieron; las alarmas comenzaron a chillar. El helicóptero se sacudía salvajemente, cabeceando y dando tumbos por el cielo nocturno como un cometa borracho. El viento los empujaba hacia abajo como la mano de un gigante, presionando contra la tierra. Daggart luchaba por mantener el rumbo, pero empezaba a perder el control de la horizontalidad del aparato. El helicóptero se ladeaba mientras sobrevolaba los árboles, y a veces se acercaba tanto a las ramas que sus patines arrancaban puñados de hojas. Temblaba y se estremecía, siguiendo su errático camino.
Daggart aceleraba cuanto se atrevía. Era arriesgado pensar que podría seguir controlando el aparato mucho más tiempo, pero más arriesgado aún era creer que podría eludir a Jonathan. Una o dos pasadas más del Cobra, y sabía que estarían perdidos. Ya volaban por los pelos.
«Adelántate al aparato. Relájate. Respira».
Sobrevolaban la carretera federal 295. Era ya sólo cuestión de tiempo. Si encontraba la 180, tendrían alguna oportunidad. Si la encontraba.
Oía el chirrido de las balas golpeando la cola: sonaban como guijarros estrellándose por centenares contra una señal de tráfico. Jonathan parecía conformarse con seguirles y acribillarles a balazos. Con conducirles a la muerte a picotazos. Sabía que eran un pájaro herido. Daggart sólo contaba con una ventaja: el comportamiento azaroso de su helicóptero. Su rumbo impredecible lo convertía en un blanco difícil incluso para el mejor de los pilotos.
El Cobra descendió de nuevo disparando.
—¡Agachaos! —gritó Daggart, y viró bruscamente a las tres en punto. Mientras se inclinaban de un lado a otro, las balas rompieron las ventanillas de atrás y acribillaron las paredes interiores, rebotando en la cabina como palomitas de maíz. Daggart tiró de la palanca con la fuerza de un levantador de pesas. El sudor le chorreaba por la cara mientras luchaba a brazo partido con los controles. Dividiendo su atención entre el altímetro y las aterciopeladas ondulaciones de la selva, escudriñaba la turbia oscuridad.
«Vamos, ¿dónde está? Tiene que estar ahí abajo, en alguna parte».
Sus ojos distinguieron por fin un fino surco excavado entre los árboles. ¡Allí!
La carretera federal 180. Aunque era estrecha y escurridiza y estaba envuelta en sombras, Daggart no tenía duda de que era la que buscaba. Aquí y allá, lámparas de vapor de sodio vertían remansos amarillos sobre los tejados de chapa y las cabañas cerradas con tablones de minúsculas aldeas mayas.
Empujó la palanca de forma que el helicóptero comenzó a dar bandazos adelante y atrás como una avispa amodorrada por el otoño. A su modo, seguía la cinta de la carretera, allá abajo. No tardarían en llegar a Chichén Itzá.
El Cobra apareció de nuevo, salido de la nada. Esta vez no se molestó en usar las ametralladoras: disparó un misil. Una explosión ensordecedora sacudió el Bell y una bola de fuego naranja surgió de debajo de la cabina. Daggart agachó la cabeza en el instante en que una oleada de calor pasaba a su lado, chamuscándole el pelo. Al incorporarse y mirar hacia atrás, vio que las llamas asaltaban la cabina y la llenaban por completo de un humo de olor acre.
—El extintor está detrás de ti —le gritó a Ana, y tosió cuando aquel hedor agrio se coló en su garganta.
Ella se desabrochó el cinturón y se acercó tambaleante a la bombona roja. Un momento después estaba rociando las llamas con un chorro de espuma blanca. Cuando acabó, se dejó caer en su asiento.
—¿Estás bien?
Ella dijo que sí con la cabeza, pero a través del humo asfixiante de la cabina Daggart vio que estaba muy pálida. Junto a ella, Frank Boddick parecía paralizado por el miedo. Una gran mancha de orina marcaba sus pantalones.
El helicóptero se escoró hacia la izquierda como un barco que hacía agua, y el viento lo empujó hacia abajo. Daggart consiguió a duras penas mantenerlo en vuelo. Apoyó todo el peso del cuerpo en la palanca, pero era un animal herido que agonizaba rápidamente. Si no encontraban enseguida un lugar donde aterrizar, la siguiente andanada de disparos sería su fin.
El helicóptero se sacudió violentamente, bamboleándose en el aire. Empezaron a descender sin que Daggart lo pretendiera.
—No puedo controlarlo —dijo en voz alta. Hablaba con calma, casi con descuido. Era como si vistiera de nuevo el uniforme de militar y abordara el problema con objetividad, desapasionadamente. Apretó la palanca y tiró de ella con todas sus fuerzas, intentando que el aparato se mantuviera en el aire. Pero luchaba contra la gravedad y las dos toneladas y media del Bell. Era imposible que ganara la batalla.
—Chichén Itzá —dijo Ana como en trance, señalando con el dedo la pirámide de nueve pisos que se alzaba a lo lejos, delante de ellos. Los reflectores pintaban los lados húmedos de los enormes monumentos de caliza desmoronada dándoles una apariencia fantasmal. Sin turistas pululando por las explanadas, parecía que los templos mismos habían cobrado vida.
La mirada de Daggart cayó sobre la verde extensión del Campo del Gran Juego de Pelota. Intentó virar hacia allí, pero el aparato se estremeció y cayó bruscamente, precipitándose desde el cielo como un pájaro moribundo.
—¡Agarraos! —gritó, comprendiendo que no iban a llegar a su destino. Su meta era mantener el helicóptero en vuelo hasta que salieran del bosque. Después se preocuparía por el aterrizaje.
Chichén Itzá se veía ya claramente cuando los patines se engancharon en una maraña de ramas, al borde de la jungla. El helicóptero giró, se escoró y describió un círculo mientras seguía avanzando. Giraba y giraba, cada vez más deprisa, como una violentísima atracción de feria. La fuerza centrífuga lanzó a Daggart a un lado, levantándole del asiento. Sólo sus manos, que seguían aferradas a la palanca, le conectaban con el aparato. La nave se desplomó desde el cielo cargado de lluvia y rozó el suelo rocoso. Rebotó sobre sus patines, volvió a levantar el vuelo, giró ciento ochenta grados, tocó de nuevo el suelo, salió despedido otra vez, giró nuevamente y golpeó el suelo una última vez. Después se deslizó velozmente, como un esquiador que, lanzado cuesta abajo, hubiera olvidado cómo detenerse.
Un instante después volcó y se estrelló contra los peldaños inferiores del Castillo, la altísima pirámide. Estalló en llamas casi inmediatamente.
Los relámpagos brillaban y bramaban los truenos, y la escena parecía sacada directamente del Infierno de Dante.