89
A
na lo presenció todo
desde lo alto de la cueva.
Cuando Daggart atacó al Cocodrilo, comprendió que tenía que hacer algo. Vio una liana retorcida y sarmentosa que colgaba del techo hacia el negro abismo de la cueva. Sabía que era un intento desesperado, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si Daggart no lograba vencer al Cocodrilo, ella sería la siguiente. Y tal vez se le presentara alguna oportunidad, si lograba trepar por la liana resbaladiza. No tenía nada que perder. Se arrastró hasta la liana y luchó luego por trepar hasta el techo de la cueva, levantando el peso muerto de la parte inferior de su cuerpo con la sola fuerza de sus brazos. Lo que habría sido difícil pudiendo usar las piernas era casi imposible sin ellas. Era su fuerza de voluntad lo que la impulsaba a subir: el deseo de salvarse no sólo a sí misma, sino también a Scott Daggart.
Había también otra cosa que la impelía a seguir subiendo: el recuerdo de Javier. La certeza de que había muerto a manos de aquel mismo animal. Se resistía a permitir que aquella bestia segara otra vida.
No lo permitiría sin luchar.
El ascenso era difícil. La liana leñosa arañó sus manos hasta hacerle sangre. Apenas se movía. Imperturbable, se escupió en las manos como una figura del deporte y siguió intentándolo. Cogió el ritmo: se aferraba a la liana con ambas manos, soltaba la de abajo y la deslizaba hasta arriba, impulsándose con músculos temblorosos mientras se sujetaba sirviéndose de la escasa sensibilidad que le quedaba en los pies y las piernas. Luego empezaba de nuevo el proceso, sin avanzar nunca más de quince centímetros. Había más de seis metros hasta el techo. Con un sencillo cálculo supo que tendría que ejecutar aquel movimiento cuarenta veces para llegar arriba. Eso sin contar todas las veces en que aflojaba las manos y resbalaba hacia abajo. Su cuerpo temblaba y se sacudía. Sus brazos se convulsionaban. Pensó muchas veces que no podría seguir adelante. Momentos en que estuvo a punto de ceder a la tentación de soltarse y caer hacia el suelo acogedor dejándose resbalar por la liana.
Pero el recuerdo de su hermano la mantenía en marcha. Y el rostro de Scott Daggart luchando por su vida. Luchando por la vida de los dos.
La sangre corría por sus dedos. El flequillo se le pegaba a la frente. Su corazón bombeaba con violencia contra su pecho. Dudó si podría recuperar el aliento y sintió que resbalaba por la liana. Tenía los brazos cada vez más cansados. Sentía cada vez menos las piernas. Y no la sostenían.
«Aguanta —se dijo—. Por Javier. Por Scott».
Cuando Daggart se abalanzó hacia el Cocodrilo por última vez, vio y oyó que el cuchillo perforaba la dura superficie de su vientre. Con un ruido tan inofensivo y espeluznante como si se rasgara un papel, la hoja abrió un tajo en su abdomen. Ana sofocó un grito y se aferró a la liana con más fuerza, haciendo caso omiso de la sangre que se deslizaba por sus muñecas y sus brazos.
Tardó sólo un momento en dar con un plan. Era descabellado y exigiría una precisión de décimas de segundo. Era ridículo pensar que tenía la más remota posibilidad de salirse con la suya, pero ¿qué podía perder?
Como una niña en el patio del recreo (como el Tarzán de los cómics), comenzó de pronto a mecerse colgada de la liana, impulsándose adelante y atrás en medio del aire enrarecido de la caverna.
Adelante. Y atrás. Adelante. Y atrás.
El Cocodrilo no se arriesgó.
Aunque Daggart no se movía y apenas respiraba, siguió sentado encima de él. «La presa es más peligrosa cuando está herida», se dijo. Era un buen consejo, y no estaba dispuesto a permitir que Daggart escapara. Esa vez no. No, después de las muchas ocasiones en que había logrado eludir su captura.
Cogió con ambas manos el cuchillo que salía de su tripa y lo sacó de un tirón. El estómago de Daggart se levantó ligeramente, arrastrado por el impulso. Aquello bastó para despertar al herido, que parpadeó soñoliento al retornar al mundo de los vivos, aunque fuera fugazmente. Al verse libre del cuchillo, le pareció que una ráfaga de aire caliente y fétido recorría su cuerpo.
El Cocodrilo sonrió.
—Bien —dijo—. Me gusta que mis víctimas estén conscientes. Así es mucho más placentero.
—¿Para quién? —logró preguntar Daggart en tono desafiante.
—Para los dos, señor. —El Cocodrilo se rio y cambió de postura, colocándose junto a Daggart. Empuñó el cuchillo y con insidiosa premeditación fue arrancando los botones de su camisa (pop, pop, pop), uno tras otro. Se tomó su tiempo: no tenía prisa por acabar la faena. Los botones caían flojamente al suelo. El Cocodrilo le abrió la camisa. Tenía tan bien ensayados sus gestos como una enfermera veterana que preparara a un paciente para el quirófano.
No presintió el peligro: a Daggart le faltaban fuerzas para vencerle; ni siquiera podía sentarse. Ana Gabriela estaba por ahí, en alguna parte, pero iba desarmada y tenía las piernas abotargadas como maderos, así que no le preocupaba. La alcanzaría enseguida. Y entonces (entonces) introduciría la mano en su pecho, cogería su corazón palpitante y lo deslizaría a través del sedoso cieno de sus entrañas para sostenerlo en alto, como si blandiera un valioso trofeo. Sería todo tan perfecto…
En muchos sentidos, pensó el Cocodrilo, las cosas habían salido mejor de lo que podía haber soñado. Tendría oportunidad de sacar el corazón a sus víctimas mientras todavía estaban vivas. Qué ideal. Y luego se apoderaría en su presencia del Quinto Códice, el objeto que todos perseguían, y lo exhibiría ante sus rostros agonizantes. Cuando pasaran de esta vida a la siguiente, parpadeando por última vez, lo último que verían sería a él, el Cocodrilo, en poder del tan ansiado documento.
Sal en la herida.
Daggart sintió que el fin estaba cerca y levantó débilmente las manos para defenderse. El Cocodrilo se las apartó con tanta facilidad como si espantara moscas. Clavó una rodilla sobre uno de sus brazos y sujetó el otro con la mano libre. Respiró hondo, preparándose para hundir el cuchillo en el pecho del americano y abrir en él un agujero lo bastante grande para sacar de cuajo el corazón. Miró el cuchillo y decidió limpiarlo en sus pantalones. Le gustaba que el cuchillo estuviera limpio y reluciente cuando lo clavaba en sus víctimas, como si una hoja manchada pudiera empañar la santidad del hecho mismo.
Se echó hacia atrás. Levantó el cuchillo por encima de su cabeza. Estaba listo para clavarlo en el torso de Daggart cuando notó algo extraño. Daggart tenía los ojos abiertos de par en par; pero no mostraban una expresión de horror o sufrimiento, sino de otra cosa que el Cocodrilo no supo identificar. Una extraña mezcla de sorpresa y, si no se equivocaba, también de éxtasis. Qué raro. Claro que cada persona afrontaba la muerte de forma distinta. Si así era como Scott Daggart prefería darle la bienvenida, allá él.
Otra cosa igual de rara era que, brillando en la córnea de su víctima, se viera el reflejo de un objeto en movimiento: algo que volaba por el aire a gran velocidad. Fuera lo que fuese, el Cocodrilo no pudo distinguir de qué se trataba, ni hacia dónde se dirigía.
No fue fácil para Ana conseguir impulso para mecerse, y al principio le pareció un esfuerzo completamente inútil. Pero poco a poco, mientras movía la parte inferior de su cuerpo impulsando sus piernas entumecidas en la misma dirección que marcaba el contoneo de sus caderas, notó que, en efecto, empezaba a oscilar en el aire. Su balanceo fue mínimo al principio: apenas cuestión de centímetros. Pero siguió meciendo el cuerpo adelante y atrás, adelante y atrás, hasta que, como una niña en un columpio, descubrió que se movía quince centímetros a cada lado. Y luego treinta. Y luego sesenta. No tardó mucho en hallarse casi en horizontal al suelo cuando alcanzaba el ápice de su balanceo.
Cuando se balanceaba hacia delante, sus pies inermes se acercaban cada vez más no sólo al techo de la cueva, sino también a la base de una estalactita que colgaba de él. No era una de las más grandes, pero medía lo suficiente: unos tres metros de la base a la punta. Con eso bastaría. Aunque no sentía las piernas, se daba cuenta de cuándo tocaban sus pies la estalactita, y cada vez que se balanceaba hacia delante la golpeaba con más fuerza. Igual que había encontrado un ritmo para trepar por la liana, encontró ahora una cadencia para golpear la estalactita. Se mecía hacia delante, la golpeaba con los pies, se mecía hacia atrás y otra vez hacia delante, la golpeaba y volvía a retroceder. Así una y otra vez, balanceándose y golpeándola, balanceándose y golpeándola, con las manos desolladas, ensangrentadas y casi tan entumecidas como las piernas.
Justo cuando estaba a punto de darse por vencida, cuando le parecía que no podría seguir agarrándose, miró hacia abajo y vio que el Cocodrilo levantaba el cuchillo, listo para asestar el golpe. Vio en la cara de Daggart una expresión retadora, mezclada con una pizca de resignación. Era así como imaginaba que había afrontado su hermano sus últimos momentos. Aquella imagen la impelió a seguir.
Con la poca sensibilidad que le quedaba en los pies y las piernas, se impulsó apoyándose en la estalactita y se echó hacia atrás con fuerza. Su cuerpo voló por el aire como el de una trapecista, y su cabello negro le seguía como la cola de un cometa. Se empujó con tal fuerza que estuvo a punto de chocar con el techo al retroceder, y cuando se deslizó hacia delante por última vez su balanceo llevaba más impulso que nunca.
Y entonces, haciendo coincidir la patada con el momento álgido del impulso, golpeó con todas sus fuerzas la base de la roca colgante, de modo que, aunque no podía sentir el contacto, logró lo que se proponía: arrancó la estalactita, que se desgajó del techo y cayó a plomo hacia el suelo. Su punta afilada se precipitó hacia tierra, letal como una bomba guiada por láser.
El Cocodrilo no se dio cuenta, y aunque detectó una mirada extraña en los ojos de Scott Daggart y una sombra que se movía en la periferia de su campo de visión, no llegó a comprender que el ruido que oía era el de una estalactita que atravesaba silbando el aire a medida que se acercaba a su objetivo. Sólo supo que algo atravesaba la oscura caverna. Pero no tenía ni idea de qué era.
Ni de que iba derecho hacia él.
La punta filosa de la estalactita le atravesó la espalda y un instante después afloró por su pecho, empalándole y causándole la muerte en el acto. Como un tornillo que atravesara un trozo de contrachapado, la estalactita ensartó el recio cuerpo del Cocodrilo y lo clavó en la tierra. Un río de sangre comenzó a chorrear por ella en espiral, inundando el suelo.
El Cocodrilo había muerto, y la expresión sorprendida y horrorizada de su rostro se parecía extrañamente a la de sus víctimas.