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A
l sentir que le
tiraban del brazo, su primer impulso fue defenderse. Echó el brazo
hacia atrás e intentó apartarse, pero al hacerlo descubrió que la
mano de la otra persona le apretaba con más fuerza, ejercía mayor
resistencia. Forcejeó mientras combatía el aturdimiento que, cada
vez más intenso, recorría su cuerpo como una sierpe; cerró las
manos y las levantó delante de la cara. Vio, entre los párpados
legañosos, que Ana Gabriela se esforzaba por pasar su brazo por el
hombro.
—Vamos, Scott. Tenemos que llegar al coche.
El Peugeot de Héctor estaba al ralentí, a unos seis metros de distancia, con las puertas abiertas como en sendos bostezos.
Una ráfaga de disparos surgió de la ventana de arriba y las balas se incrustaron en la tierra formando una diagonal en torno a ellos. Ana se arrojó al suelo. Daggart se alegró de que fuera de noche y no hubiera farolas. Era lo único que los protegía.
—¿Puedes llegar al coche? —preguntó ella.
Daggart evaluó su dolor. Volviéndose, vio lo que antes era su hombro izquierdo. Ahora parecía más bien una hamburguesa cruda. Su manga izquierda estaba empapada de sangre aguada. No encontró orificio de salida y supuso que la bala seguía alojada allí, en alguna parte. Tendría que sacársela luego.
—Estoy bien —dijo—. Salgamos de aquí.
Ella le ayudó a levantarse y, mientras corrían hacia el coche, a Daggart le sorprendió que el Cocodrilo los dejara marchar. Tal vez no podía verles, aunque Daggart sospechaba que era algo más. Y eso le preocupaba, por razones que no lograba definir en ese momento de confusión.
Ana le arrojó al asiento del acompañante (el lado más próximo a la casa de Héctor) y cerró la puerta con fuerza. Daggart se arrugó en el asiento como un pelele. Ella corrió al lado del conductor y entró de cabeza, metió la marcha y pisó el acelerador. El coche arrancó con una sacudida y Daggart cayó hacia atrás contra el reposacabezas. Cuando se volvió para mirar por la ventanilla, comprendió qué era lo que le inquietaba un momento antes.
El Cocodrilo no había vuelto a dispararles desde la ventana de arriba porque ya no estaba allí. El hombre de la cara marcada había salido corriendo de la casa con el M-16 en brazos. El Cocodrilo. A pesar de la cortina de lluvia y sombras, Daggart distinguió el rostro picado de viruelas, el labio amputado, la mueca feroz. Había maldad en aquella sonrisa cuando levantó el arma y apuntó a la cara de Daggart.
Si Ana vio al Cocodrilo, no dio muestras de ello. Pisó a fondo el acelerador y el coche se alejó a toda prisa, arrojando tras de sí una pequeña granizada de piedras y grava. El Cocodrilo disparó, acribillando un lado del coche; la ventanilla trasera del lado del acompañante se rompió en un millón de cubos minúsculos. Ana dio un respingo y siguió maniobrando a toda velocidad por el callejón de grava. Giró en el primer cruce. Enfilaron un bulevar desierto. La lluvia nublaba su vista.
—¿Hasta dónde crees que podrás llegar? —preguntó Ana.
Daggart se agarraba el hombro con la mano derecha.
—Hasta donde haga falta con tal de salir de aquí.
Se volvió para mirar atrás. Nadie parecía seguirles. No se veía a nadie. Sólo cortinas de lluvia aporreando las calles a oscuras.
—Deberíamos ir a un hospital —dijo Ana.
—Aquí no. El Cocodrilo podría encontrarme. Y la policía también.
—¿Adonde, entonces?
—A la autopista.
—¿Y luego?
—A cualquier parte. —Ella le miró con desconcierto—. Por lo que nos contó Héctor, creo que todo lo que necesitamos está en los mapas de las sacbeob.
—Los hemos dejado allí. Están arriba, en mi bolso.
—Sabemos lo suficiente como para deducir qué indican.
—¿Crees que Casiopea está en esas viejas carreteras?
—Sí, en alguna parte. El truco está en descubrir qué puntos forman la M. Si lo averiguamos… —Dejó la frase inacabada, las palabras emborronadas por el cansancio.
El coche corría por las calles de Mérida desiertas y azotadas por la lluvia.
El Cocodrilo volvió a la casa deprisa. Pasó por encima del cadáver de Héctor Muchado y se arrodilló junto al gigante, que se retorcía y saltaba sobre el suelo del cuarto de estar como un pez asustado. De su antebrazo sobresalía un hueso en ángulo recto.
—¿Qué le has dicho? —preguntó el Cocodrilo.
El gigante le indicó con un gesto indeciso que le desatara, pero el Cocodrilo pareció no notarlo. O al menos eso fingió.
—¿Qué le has dicho? —preguntó de nuevo.
—Nada. —Levantó la mirada hacia unos ojos de cocodrilo, fríos y amarillos—. Preguntó quién le estaba disparando.
—¿Y se lo dijiste?
—¡No! Lo adivinó, pero yo no se lo dije. Yo no haría eso. Desátame y podré hablar mejor.
El Cocodrilo ignoró su petición.
—¿Sabe quién soy?
—Eso parece. Quiero decir que dijo tu nombre y eso. Yo no le he dicho nada.
El Cocodrilo asintió solemnemente con la cabeza y clavó la barbilla en el pecho como si meditara. El aire silbaba al pasar por su labio partido.
—¿Y no averiguaste nada?
—No. Iba a entregártelo para que lo averiguaras tú. Creía que habíamos quedado en eso.
—Sí, sí. —El tono del Cocodrilo era compasivo, tranquilizador.
El gigante se relajó, la tensión abandonó sus hombros.
—¿Puedes desatarme, entonces? —suplicó. Su voz sonaba fina y tensa, ajena a la fortaleza imponente de su cuerpo.
—Claro —contestó el Cocodrilo afablemente.
Dejó el M-16 en el suelo y se sacó la Sig Sauer del cinto. Disparó una sola vez al cráneo del gigante. El cañón aún humeaba cuando volvió a guardarse el arma en la cinturilla del pantalón.
—Estúpido —masculló en voz baja.
Le había dado dos oportunidades de capturar a Scott Daggart y él había fallado las dos veces.
Bye-bye. Adiós.
Antes de salir de la casa subió a la planta de arriba y vio en el suelo el cuerpo ensangrentado de Dietrich. Un cuchillo le salía de la garganta como una varilla de medir el aceite. El Cocodrilo maldijo dos veces: una a los dos hombres por su incompetencia y otra a sí mismo por no haberse encargado personalmente. Si hubiera tomado cartas en el asunto, todo estaría arreglado. Habrían encontrado la información que buscaban. Se habrían librado de Ana y del estadounidense. Fin de la misión. Pero había pensado (erróneamente, por lo visto) que hasta un idiota podía hacer lo que les había pedido. Sin embargo, ni dos idiotas trabajando mano a mano habían estado a la altura del desafío. Y Scott Daggart había escapado de nuevo.
Encontró un bolso de viaje en el cuarto de invitados, lo vació sobre la cama y rebuscó entre su contenido. Ropa de Ana. Cosas de aseo. El único objeto de interés era una carpetilla marrón con un mapa de Yucatán hecho a mano y salpicado de puntos y líneas. No sabía qué significaba o qué podía indicar, pero sabía que era una de esas cosas que el Jefe valoraría. Cogió la carpeta y bajó a toda prisa por la escalera.
Daggart intentaba no dormirse.
No deseaba otra cosa que hundirse en el asiento delantero, en un estado de perfecto sopor, pero temía no volver a despertarse si lo hacía.
—¿Cómo estás? —preguntó Ana. Fijó los ojos en el hombro ensangrentado de Daggart.
—Tengo sueño. —En cuanto al dolor, había llegado un punto en que ya ni siquiera sabía si le dolía o no.
—Déjame verte el brazo. —Daggart apartó la mano derecha de la herida y Ana palideció—. Tenemos que llevarte a un médico.
—Primero hay que alejarse de Mérida.
—Pero es necesario parar la hemorragia.
—Cualquier médico avisará a la policía.
—Si no te ve alguien, puedes morir.
Daggart sacudió la cabeza y apoyó la mano limpia sobre el muslo de Ana. Su piel cálida y desnuda sostuvo su palma y sus dedos.
Siguieron circulando en silencio; los neumáticos siseaban y el viento revolvía su pelo.
—Siento lo de Héctor —dijo él.
—Era un hombre maravilloso. No puedo evitar pensar que, si no le hubiera propuesto que nos viéramos, todavía estaría vivo.
—No lo pienses. No podías sospechar que le estabas poniendo en peligro.
Pareció que Ana iba a decir algo cuando un suave haz de luz cayó sobre la parte de atrás de sus cabezas. El halo de un ángel. La luz se intensificó y, al darse la vuelta, Daggart se encontró mirando el resplandor de los faros de un coche.
—Es él —se oyó decir. Un instante después, una bala convirtió en telaraña la luna trasera y el parabrisas. Ana se esforzó por ver entre la maraña de grietas y fisuras.
Daggart empuñó su arma y disparó dos veces contra su propio parabrisas. Levantó las piernas y golpeó el cristal. Los cubos minúsculos cayeron sobre ellos, cubriendo su regazo. Ana pisó el acelerador; el coche resbalaba como un hidroavión sobre el pavimento empapado, a casi ciento cincuenta kilómetros por hora. El Cocodrilo les seguía de cerca; sus faros alumbraban el interior del coche como si fuera de día.
—¿Qué hago? —preguntó Ana en tono de pánico.
—No dejes que apunte con claridad.
Ella levantó el pie del acelerador y empezó a dar bandazos de un lado a otro de la carretera describiendo amplias parábolas. Dejaban las huellas de un esquiador de eslalon.
Daggart levantó la pistola con la mano buena y apuntó por la luna de atrás. Los disparos obligaron al Cocodrilo a rezagarse dejando entre ellos el largo de un coche. Daggart sabía que sólo estaban ganando tiempo.
—Busca una salida —dijo—. Aquí no tenemos nada que hacer.
Otros dos disparos se incrustaron en el coche. Estaba vez era distinto. El Cocodrilo ya no apuntaba a sus cabezas.
—Está tirando a las ruedas.
—¿Qué significa eso?
Daggart no podía decírselo. Sabía que, si el Cocodrilo conseguía pincharles las ruedas, estaban acabados. Si no los mataba el impacto del coche, el Cocodrilo lo haría. Un M-16 contra un revólver y un par de pequeñas semiautomáticas. Ni siquiera podían competir.
Más disparos.
—¿Qué hago? —preguntó Ana.
—Sigue dando bandazos.
No tuvo oportunidad.
Antes de que pudiera girar de nuevo el volante, dos faros deslumbrantes se echaron sobre ellos. El coche del Cocodrilo catapultó el suyo hacia delante, sintieron un golpe y una fuerte sacudida, y durante unos segundos se hallaron en el aire. Respiraron cuando sus ruedas volvieron a tocar el suelo. Ana estrujaba el volante, los dedos morenos blancos de tanto apretar.
Daggart disparó dos veces más al Cocodrilo, pero al reptil no pareció importarle. Volvió a golpearlos con más fuerza que antes, y esta vez casi dieron una vuelta de campana. Ana giró el volante y consiguió enderezar el coche en el último momento. La lluvia que entraba por el hueco del parabrisas los empapaba. El viento tiraba de su ropa mojada.
La tercera vez que el Cocodrilo los embistió por detrás, incrustó la parte delantera derecha de su parachoques contra el lado izquierdo del parachoques trasero del coche de Ana y Daggart. Ana no pudo hacer nada: la fuerza del golpe les hizo virar, el coche derrapó, se salió de la carretera y cayó por el empinado terraplén. Ella frenó a fondo, pero los frenos sólo funcionan cuando los neumáticos están en contacto con el suelo. Daggart y Ana volaban.
Botaron por la cuneta antes de aterrizar sobre la maleza empapada y resbaladiza, y dieron una, dos vueltas de campana; luego, el coche se estrelló contra un baniano, al fondo del terraplén, y se anudó a su tronco con un brutal estampido.
Entonces se hizo el silencio. No se oyó a Scott Daggart, ni a Ana Gabriela.
Un momento después el coche estalló en llamas.