47

Ana Gabriel se quedó parada en la silla mientras hablaba, los ojos fijos en el suelo, delante de ella. Daggart se apoyó en la puerta trasera, demasiado perplejo para moverse.

—Mi hermano era arqueólogo. Acababa de terminar la carrera en Ciudad de México. Sus profesores querían que se quedara y se dedicara a estudiar a los aztecas, pero a Javier le atraían los mayas. Le fascinaban sus complejidades. Tan civilizados por un lado, con su clara jerarquía de gobierno y unos campos de estudio tan avanzados. Y tan asombrosamente primitivos por otro. Se peleaban constantemente. Descubrieron la rueda, pero no supieron qué hacer con ella. Y uno de sus principios fundamentales era el concepto del sacrificio humano, claro.

Sus ojos se humedecieron mientras hablaba. Sacó un pañuelo de papel del paquete que había sobre la mesa. Había una extraña naturalidad en su manera de enjugarse las lágrimas, como si hubiera pasado gran parte de su vida llorando. Sobre todo últimamente.

—Estaba estudiando el yucateco, uno de los dialectos mayas.

—Estoy familiarizado con él —dijo Daggart.

—Pensaba que eso le ayudaría a descifrar jeroglíficos por sus propios medios.

Daggart asintió con una inclinación de cabeza. «Un chico listo», quiso decir. El lenguaje maya había tardado en descifrarse mucho más de lo necesario precisamente porque muchos de sus estudiosos no se molestaban en aprender ningún dialecto maya.

Ana adivinó lo que estaba pensando y sonrió. La suya era una sonrisa llena de tristeza.

—Javier siempre fue más listo de lo que le convenía. Estaba convencido, como tú, de que había otros códices. No podía creer que los españoles los hubieran quemado todos, menos cuatro, o que se los hubiera tragado la selva. Sabía que había otros por ahí, que sólo era cuestión de saber dónde buscarlos.

—¿En qué excavaciones trabajaba?

—Al principio trabajó a las afueras de Mérida, con un arqueólogo muy brillante, un tal Muchado.

—¿Héctor Muchado?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Claro. En sus tiempos fue toda una leyenda.

—Sí, eso decía Javier. Pero cuando el señor Muchado se jubiló, Javier anduvo dando tumbos, trabajando como ayudante, pasando de un investigador a otro. Yo abrí la tienda con un dinero que nos dejaron nuestros padres y así ayudaba a mantenernos.

—Fuiste muy generosa.

Ella desdeñó el cumplido con un ademán.

—No, tenía fe en él. Creía en lo que estaba haciendo. Era un placer ayudarle.

—¿Y qué pasó, si puedo preguntarlo?

—El año pasado, el huracán Gregory azotó Yucatán. No sé si te acuerdas.

Daggart recordaba alguna noticia suelta en el telediario nocturno de la CNN. Eran breves, en el mejor de los casos.

—No tuvo mucha repercusión en nuestra parte del mundo, pero vi sus estragos cuando llegué este verano.

—Sí. Sólo era de categoría tres, menos fuerte que otros, por suerte, pero aun así arrancó muchos árboles de raíz. Y de paso dejó al descubierto algunas ruinas de las que nadie sabía nada. Y, más concretamente, una… ¿cómo se dice? Una estela.

—Sí, ya.

—Como seguramente sabrás, la estela que se descubrió al caerse un árbol estaba en el yacimiento de Lyman Tingley. Era una estela con jeroglíficos poco frecuentes.

—La he visto —dijo Daggart—. Estuve allí hace dos días.

—Entonces ya sabrás que es muy rara. Bueno, pues el señor Tingley contrató a Javier como ayudante, para ayudarle a descubrir qué decía y qué hacía allí.

Daggart no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Tu hermano trabajaba para Lyman Tingley?

—Durante una temporada. No le tenía mucha simpatía, pero le respetaba como científico. En una cosa estaban de acuerdo: ambos estaban convencidos de que la estela señalaba el paradero de un quinto códice.

—¿A qué conclusiones llegaron?

Ella sacudió la cabeza.

—Eso es lo único que sé, me temo. Mi hermano sabía algo. No me dijo qué exactamente, pero sabía algo.

—¿Por qué no te lo dijo?

Ana se encogió de hombros apesadumbrada.

—Creo que intentaba protegerme. Cuanto más supiera, más expuesta estaría a… en fin, a lo que sea. —Hizo una pausa, sacó un pañuelo del paquete de plástico y se secó los ojos—. A mi hermano no le importaba arriesgarse, pero no quería meter en líos a su hermana mayor.

—¿Y cómo entraron los cruzoob en escena? —preguntó Daggart.

—El señor Tingley no hacía lo que predicaba. Le dijo al National Geographic que estaba a punto de conseguir un gran reportaje. Hasta publicó algunas fotos de la estela. ¿Las has visto?

—Sí, pero están trucadas. Hay unos símbolos en la base de la estela que no aparecen en la fotografía.

—Según mi hermano, fue a propósito. Javier decía que esos jeroglíficos eran una especie de pista y que Tingley no quería que la gente se enterara.

—Entonces, ¿sabías lo de los jeroglíficos de la base de la estela?

—Sí, claro. Mi hermano parecía muy emocionado con eso.

—¿Y no tienes ni idea de lo que decían?

—Mi hermano no quiso decírmelo.

—¿Y si te dijera que creemos que significan «Sigue el camino»?

Ana sacudió la cabeza.

—No sé lo suficiente para comprender qué significa eso.

—¿Tu hermano no mencionó nunca ningún camino en concreto?

—No, que yo recuerde.

—¿Ni un sendero, ni una carretera, ni nada por el estilo?

—No. Lo siento.

Daggart sintió una punzada de desilusión en las tripas. Estaba ansioso por saber en qué sentido señalaba aquella frase al Quinto Códice.

—Poco después de que apareciera el artículo —prosiguió Ana—, vino un hombre buscando a Javier. Tenía la cara escamosa, era muy musculoso, le faltaba medio labio. Parecía que siempre estaba gruñendo. Yo no le había visto nunca. Me habría acordado de su cara. El caso es que empezó a preguntar por mi hermano, a charlar de esto y aquello. Quería saber dónde estaba la excavación.

—¿No se lo dijiste?

—No lo sabía. Además, era consciente de que debía guardar el secreto. Un par de noches después, noté a Javier preocupado cuando volvió del trabajo. Le pregunté qué le pasaba, pero no quiso contármelo. Dijo que no quería implicarme. Pero yo insistí, claro. —Un esbozo de sonrisa asomó a sus labios—. Una hermana mandona es siempre una hermana mandona. Eso me decía él.

—¿Y?

—El hombre con el labio amputado había ido a verle. Con él se atrevió más que conmigo. Le preguntó dónde estaba el yacimiento y si estaban cerca de encontrar el códice. Todo eso.

—¿Tu hermano se lo dijo?

—Por supuesto que no. Ése es el problema. —Daggart oyó que su voz se quebraba y ella tuvo que pararse un momento. Él se acercó a la mininevera y sacó una botella de agua. Se la dio y Ana bebió un sorbito—. Ese hombre siguió presionando a Javier durante varios días, intentando sacarle información, pero Javier no se la daba. Y luego, una noche, Javier no volvió a casa. —Ana se esforzó por mantener la compostura—. Encontraron su cuerpo a la mañana siguiente. Quien lo mató le sacó el corazón y se lo dejó sobre el pecho. Como en un sacrificio maya.

Las lágrimas corrían por sus mejillas como ríos crecidos. Daggart se arrodilló a su lado y la tomó de las manos.

—No les dijo lo que querían saber —continuó ella—, y le mataron.

Daggart acabó de decir lo que había quedado en el aire.

—Y amenazaron con hacerte lo mismo si no les ayudabas.

Ella asintió con la cabeza. Las lágrimas corrían ahora libremente. Intentó limpiárselas con la mano, pero había demasiadas. Su cara era una riada de emoción.

—Lo siento —dijo él—. No tenía ni idea.

—No, soy yo quien lo siente. Deseaba más que cualquier otra cosa librarme de esto. No quería trabajar para esos hombres. Y luego, cuando te conocí, seguir adelante me repugnaba. Por eso te ofrecí la pistola. Quería que tuvieras algo con que defenderte. —Escondió la cara entre las manos—. Lo siento muchísimo.

Daggart la rodeó con el brazo y la dejó llorar. Sentía su cuerpo estremecerse con cada sollozo.

—No importa —repetía en voz baja—. No importa.

Ana se levantó por fin de la silla y entró en el cuarto de baño. Volvió un momento después, limpiándose la nariz con un pañuelo de papel mojado.

—¿Alguna vez viste a alguien con el Cocodrilo? —preguntó Daggart.

—Sólo a esos tres hombres.

—¿Y cómo sabes que ese tal Cocodrilo fue quien mató a tu hermano?

Ella se acercó a la mesa y abrió el cajón de arriba. Sacó un sobre y se lo dio a Daggart sin mirarle a los ojos.

—Esto me lo encontré un día debajo de la puerta.

Se volvió mientras él abría el sobre, y Daggart comprendió enseguida por qué. Era una foto de un hombre muerto; su hermano, sin duda. El cadáver tenía el corazón encima del pecho. Junto a la cabeza se veía clavada una pequeña cruz. Una Cruz Parlante.

Daggart guardó la fotografía en el sobre y la devolvió al cajón.

—Lo siento.

Ana estaba de espaldas, pero Daggart vio que inclinaba levemente la cabeza.

—Ese hombre se pasó por aquí ese mismo día y me preguntó si últimamente había visto alguna fotografía interesante —dijo—. Y luego sonrió con esa horrible sonrisa suya.

Daggart le puso las manos sobre los hombros y de pronto sintió vergüenza por no haberla creído. Ella se dio la vuelta y escondió la cara en su hombro. Se echó a llorar otra vez.

—¿Fuiste a la policía? —preguntó él por fin.

—Vinieron ellos a verme.

—¿Qué les contaste?

—No mucho. Tenía miedo.

—¿Les hablaste del Cocodrilo?

—No, ése era el que me daba más miedo. Les dije que no tenía ni idea de quién había sido. Ni por qué. —Hablaba contra el hombro de Daggart y su voz sonaba sofocada. Él sintió la humedad de sus lágrimas en la camisa.

Ana le miró y, como si de pronto cobrara conciencia de lo cerca que estaban, se desasió de su abrazo. Dio un paso hacia la mesa y cogió otro pañuelo.

—¿Cómo escapaste de Cozumel? —preguntó, aliviada por cambiar de tema.

Daggart le habló de su viaje en coche con los tres hombres, de su rescate, de su travesía a nado por el océano, esa noche. También le habló de Del Weaver.

—Entonces han matado a otro —dijo ella sin emoción. Se acercó a la papelera y tiró el pañuelo—. ¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

Su pregunta sorprendió a Daggart.

—Esto es problema mío —dijo—. No tuyo.

—No —contestó ella sosteniéndole la mirada. Sus ojos eran remansos castaños, suplicantes como los de un gato—. Quiero ayudar. Compensarte por lo que te hice. Y en recuerdo de mi hermano.

Daggart comprendió por su expresión decidida que no habría modo de convencerla.

—¿Conoces bien a Héctor Muchado? —preguntó.

—No muy bien, aunque hablamos cuando murió Javier. Fue muy amable. Y Javier le tenía en un pedestal, claro.

—¿Qué te parecería concertar una cita con él? Si hay alguien que puede ayudarnos a entender lo que dicen los jeroglíficos, tengo la sensación de que es él.

—Puedo intentarlo. —Se apartó de Daggart y se acercó al teléfono—. ¿Cuándo quieres verte con él?

—Dentro de tres días, digamos. Tengo que ir a Egipto, pero para entonces estaré de vuelta.

Estaba a punto de decirle algo más, pero los interrumpió un estruendo procedente de la tienda.

Alguien estaba aporreando la puerta.

El Quinto Codice Maya
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