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S
cott Daggart deliraba.
La fiebre quebrantaba su cuerpo, estaba bañado en sudor. Tenía la
impresión de que volaba. Se creía en una alfombra mágica suspendida
sobre la tierra; sus ojos vislumbraban estrellas titilantes
mientras surcaba el aire.
Deshidratado y débil por la hemorragia, parpadeó para aclararse la vista y dar sentido al mundo que le rodeaba. Sólo poco a poco consiguió enfocarlo. Allá arriba había un mundo de estrellas flotantes, un millón de alfilerazos blancos como copos de nieve, visibles entre el denso e intrincado tapiz de las hojas, que parecía agitarse y abrirse.
Concentrándose en lo más inmediato, vio a media docena de hombres descamisados que caminaban a ambos lados de él. Intentó moverse, pero enseguida comprendió que tenía las muñecas y los tobillos atados y sujetos a un palo largo cuyos extremos sostenían dos hombres. No estaba volando. Lo llevaban en volandas. Aquellos hombres se movían por la selva sin conversar, y cuando Daggart intentó decir algo (profiriendo únicamente un gorjeo estrangulado), no le prestaron la menor atención. Avanzaban de puntillas por el bosque empapado de lluvia, escogiendo el camino entre senderos aparentemente inexistentes, mientras acarreaban a un hombre de ochenta y seis kilos como si fuera un conejo o un cervatillo.
En su leve estado alucinatorio, Daggart se acordó de pronto de esos viejos dibujos de Bugs Bunny en los que el conejo devorador de zanahorias era llevado a un caldero de agua hirviendo, a punto de servir de cena a los caníbales del África más negra.
«¿Qué hay de nuevo, viejo?», quiso decir Daggart, pero hasta para eso le faltaban fuerzas.
Por encima de su cabeza, los árboles se abrían lo justo para que vislumbrara las constelaciones. Y allí estaba Casiopea. La mujer sentada. La M de Tingley.
Todo tenía sentido. Las estrellas, las sacbeob, la estela en el yacimiento de Tingley. Faltaba una pieza crucial, desde luego, pero el rompecabezas encajaba limpiamente, formando en su imaginación nada menos que un mapa que indicaba el paradero exacto del Quinto Códice. Del verdadero Quinto Códice. El libro escrito siglos y siglos antes. Lo único que tenía que hacer era descubrir cuáles eran los cinco puntos que formaban la letra M. Una vez hecho esto, podría seguir el camino.
Suponiendo, claro está, que saliera con vida de aquella situación.
El huracán Kevin fue cobrando fuerza sin prisa pero sin pausa, alimentándose de las cálidas aguas del Atlántico a tragos fáciles y medidos. Crecía sin apresuramiento y no había nada en él que permitiera adivinar siquiera su potencial. Pero cuanto más se desplazaba hacia el oeste más fuerte se volvía, alentado al parecer por su propia capacidad de intensificarse. Como un crío emocionado con el crecimiento de sus bíceps, así parecía disfrutar Kevin transformándose de sistema de bajas presiones en tormenta tropical y de ésta en huracán de categoría uno, con vientos sostenidos de 128 kilómetros por hora. Parecía enorgullecerse de su rápida ascensión por la escala de Saffir-Simpson.
Reforzado por las altas temperaturas de la corriente del Golfo, Kevin descendió por debajo del paralelo quince, lamió las cálidas aguas de aquella zona y partió de nuevo, prosiguiendo su sinuoso camino hacia las Américas a un ritmo constante de treinta y dos kilómetros por hora.
Cuando los periodistas le preguntaron si el Kevin podía recalar en Norteamérica, el meteorólogo James Bach contestó concisamente y sin rodeos:
—Por supuesto que sí.
Luego siguió diciendo que, aunque todavía era solamente un huracán de fuerza uno, tenía potencial para convertirse en «un tres al menos, si no en un cuatro».
Mientras el resto del mundo se concentraba en la economía, en los precios de los carburantes y la última crisis de Oriente Medio, el Centro Nacional para los Huracanes vigilaba el errático deambular del Kevin con inquietud y recelo. Sabían que el huracán Kevin podía convertirse en una tormenta monstruosa.
Ana se encontró arropada en una cama estrecha con barandilla de metal a un lado. Le dolía todo el cuerpo. Un dolor agudo le atravesaba el estómago. Movió el cuello de un lado a otro. La cabeza le estallaba. Diminutas estrellas blancas danzaban delante de sus pupilas. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos y miró a su alrededor, se dio cuenta de que estaba en un hospital. Una habitación individual con las paredes pintadas de un verde enfermizo. Qué apropiado, pensó al sentarse, y enseguida sintió una náusea. Se dejó caer de nuevo sobre las sábanas ásperas de la cama y esperó a que pasara el mareo.
Estaba conectada a una maraña de cables, todos los cuales conducían a diversas máquinas situadas tras ella, donde no podía verlas. La puerta que daba al pasillo estaba cerrada. Había una ventana, pero las persianas tapaban la vista. La luz pálida de la luna se colaba por sus rendijas. Una enfermera entró arrastrando los pies en la habitación.
—Está despierta —dijo. Era de complexión recia, con la cara colorada y la voz alegre. No le faltaba energía, a pesar de que estaban en plena noche.
—¿Dónde estoy?
—En la clínica Mérida —contestó la enfermera mientras deslizaba el ceñidor de un tensiómetro alrededor de su brazo.
—¿En qué ciudad?
La enfermera se rio.
—En Mérida, claro. —Un momento después cayó en la cuenta de que Ana no estaba bromeando—. No se preocupe, es uno de los mejores hospitales de Yucatán. Aquí estará bien atendida.
Ana no lo ponía en duda, aunque no tenía intención de quedarse para cerciorarse de ello. Tenía que encontrar a Scott. Aquél no era momento para quedarse tumbada en la cama de un hospital.
—¿Estoy bien?
La máquina pitó y la enfermera anotó algunos números.
—Tiene las costillas contusionadas. Conmoción cerebral leve. Un desgarro en la zona del vientre. Algunas quemaduras de poca importancia. Podría haber sido mucho peor. —Arrancó el velero del brazo de Ana.
—Entonces, ¿puedo irme? —Ana empezó a levantarse. La enfermera le puso la gruesa mano sobre el hombro y la empujó hacia la cama.
—No. Los médicos no saben aún si tiene lesiones internas. —Miró a Ana—. ¿Cómo se siente?
—Estoy molida.
—Me lo imagino.
Mientras la enfermera colocaba la ropa de cama, Ana fue recordando fragmentos de las horas anteriores. El cadáver de Héctor. El viento y la lluvia a través del hueco del parabrisas. Su vuelo por el aire. El estruendo del impacto. El lengüetazo de las llamas.
—¿Cómo está Scott?
—¿Quién?
—Scott Daggart. Iba conmigo en el coche.
La enfermera acabó de enderezar la cama y se volvió.
—No lo sé. La ambulancia sólo la trajo a usted. —Hablaba muy seria.
—Pero estaba conmigo en el coche. Íbamos juntos. ¿No lo trasladaron en la ambulancia?
—Tendrá que preguntárselo al inspector.
—¿A qué inspector?
—Está en la sala de espera. Rosales, dice que ya se conocen. ¿Es cierto?
Ana asintió con la cabeza, desconcertada.
—He intentado que no se acercara a usted —dijo la enfermera—, pero parece muy terco. ¿Quiere que le diga que pase?
Ana cerró los ojos e intentó imaginarse a Scott surcando el aire justo antes de que el coche girara sobre sí mismo y se estampara contra el árbol. No lo veía allí. Era como si su mente fuera una película y alguien hubiera borrado los momentos clave, dejándola con una serie de escenas aisladas, fugaces y desarticuladas.
—¿Y bien? —preguntó la enfermera.
—Mejor más tarde.
—Se lo diré, aunque no creo que espere mucho tiempo. Parece de los persistentes. Si supiera que está despierta, sería él quien estaría aquí, no yo.
La enfermera salió de la habitación, y sus zuecos chirriaron sobre el suelo recién encerado. Ana esperó a que la puerta se cerrara por completo. Se cerró con sigilo.
Pasó las piernas por el borde de la cama y al incorporarse intentó contener la náusea que recorrió su cuerpo. «No es momento de marearse», se dijo. Se arrancó los tubos y las ventosas que controlaban sus constantes vitales con la esperanza de que en la sala de enfermeras no saltaran una docena de alarmas. No oyó nada, sólo las conversaciones amortiguadas al otro lado de la puerta. Se puso de pie, descalza, y se acercó al armario sin hacer ruido, apoyándose en todo lo que encontró. Aliviada al ver su ropa, se quitó el camisón del hospital y volvió a ponerse su falda y su blusa. Estaban hechas un guiñapo, mojadas y manchadas de barro y de sangre. Pero aun así llamaban menos la atención que el camisón azul claro del hospital, que le dejaba el trasero al aire.
Sobre todo porque no tenía intención de quedarse ni un segundo más en el hospital.
Al salir de la habitación vio fugazmente al inspector Rosales hablando con la recia, colorada y alegre enfermera. Estaba de espaldas a ella, y Ana pudo escabullirse por los pasillos casi desiertos del hospital, evitando las miradas curiosas de los pocos empleados que vio y manteniéndose muy erguida cada vez que divisaba a una enfermera o a un doctor. Sabía que no estaba en condiciones de dejar el hospital, pero sabía también que, si algo le ocurría a Scott, jamás se lo perdonaría. Además, se les estaba agotando el tiempo. Si querían detener a los hombres que habían matado a su hermano, disponían de muy pocos días.
Paró un taxi delante del hospital mientras un pedacito de sol asomaba por el este. Era el comienzo de un nuevo día, un día que esperaba fuera menos peligroso que el anterior. Se acomodó cuidadosamente en el asiento y dio indicaciones al conductor.
Alguien tiraba de él. Scott Daggart se sentía como un perro que tensara una correa, y como si el dueño de esa correa le refrenara constantemente. Incapaz de reaccionar, lo más que podía hacer era dar un pequeño tirón que no servía de nada. Cuando por fin logró abrir los ojos, comprendió que lo habían drogado. Todo le daba vueltas, le pesaban los párpados y en medio de la noche negra sólo distinguía una serie de rostros oscuros y adustos, cuyos semblantes lacerados y en sombras iluminaba el resplandor de las brasas de un fuego.
Se volvió y vio a un hombre bajo, con el pecho descubierto, el cabello plateado y una expresión intensa. Si notó que Daggart le observaba, no dio muestras de ello. Sostenía en la mano una vara fina cuyo extremo clavó en una hoguera cercana hasta que la punta afilada se puso al rojo vivo. Satisfecho, sacó de las llamas la vara tersa y reluciente y la sostuvo en alto. Antes de que Daggart pudiera reaccionar, el hombre cogió la vara al rojo y la hundió en la hamburguesa de su hombro. Daggart oyó el chisporroteo de la carne al asarse y sintió el olor acre de la piel quemada. Su carne. Su piel.
Aturdido por las sustancias que le habían dado, cayó en una mágica y mullida alfombra de sueño.