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D
aggart salió del
ascensor y se acercó a la mesa del guardia. No se veían cajones, ni
compartimentos cerrados.
Miró hacia los despachos acristalados y se dio cuenta de que, si las llaves estaban en el edificio (si no viajaban a casa cada noche con sus moradores) tenían que estar en una de las cinco oficinas. Si no… en fin, no tenía ni idea.
Probó los pomos para comprobar que las puertas estaban cerradas con llave. Lo estaban. Retrocedió y miró hacia arriba. Fue entonces cuando vio su oportunidad.
Cuando se construyó el palacete, a principios del siglo XX, aquellos despachos no existían. Al transformarse en biblioteca, los constructores destriparon el interior dejando únicamente las vigas maestras. La instalación de los cinco despachos parecía casi una rectificación posterior, como si, muchos años después de la reforma original, algún gerente se hubiera dado cuenta de la importancia de tener despachos en la propia sala. Eso explicaba por qué su apariencia respondía más a criterios funcionales que estéticos.
Y por qué, pensó Daggart, las paredes de los despachos no llegaban hasta el techo. Posiblemente por motivos de ventilación, se había juzgado conveniente no tabicarlos por completo. Aunque el techo tenía una altura de cuatro metros o cuatro metros y medio, las paredes de los despachos quedaban interrumpidas a los tres metros, de modo que por encima de ellas se abría un hueco de entre metro y metro veinte de alto.
En las dos horas anteriores, Daggart había demostrado su habilidad para colarse por huecos más estrechos que aquél.
Arrastró la mesa del guardia hasta la pared de un despacho y puso sobre ella una silla. Se subió a la mesa apoyando todo el peso del cuerpo en la pierna izquierda y a continuación se encaramó a la silla. Procuró mantenerse erguido mientras la silla se mecía bajo sus pies, pero se sentía más como un equilibrista del Cirque du Soleil que como un reputado antropólogo. El remate de la pared del despacho quedaba al nivel de su pecho; se encaramó a la luna y descansó allí un momento, sentado a horcajadas sobre el estrecho borde, como si estuviera en lo alto de un tobogán. La pared oscilaba bajo su peso. Bajó la mirada hacia el despacho. El suelo quedaba tres metros por debajo de él.
Se descolgó del borde de la pared, dejándose caer hacia el interior abarrotado del despacho. Amortiguó la caída con la pierna buena y se tendió en el suelo. Al levantarse llevó a cabo un rápido chequeo. El tobillo bueno seguía bien y el malo, mal. No podía pedir más.
Se acercó a trompicones a la mesa, se sentó en la silla de cuero negro y comenzó a abrir cajones, hurgando entre papeles y material de oficina. Incluso miró debajo del cartapacio. Ni tarjetas ni carnés.
Pero en el tercer cajón encontró una pequeña anilla con varias llaves. La cogió.
Salió del despacho, se acercó a la puerta de al lado y empezó a probar las llaves hasta que encontró la que encajaba. Abrió la puerta y registró la mesa con la misma rapidez que la primera. Cuando acabó, entró en el despacho contiguo. Y así sucesivamente.
En el cuarto despacho, en el cajón del medio del lado derecho, encontró una tarjeta. La cogió, se acercó tambaleándose al ascensor y penetró en él cuando las puertas se abrieron siseando. Al hallarse en la silenciosa atmósfera del ascensor sacó la tarjeta y la pasó por la ranura. En el botón del sótano una luz verde sustituyó a la roja, y el aparato cobró vida con un zumbido cuando pulsó el botón. Comenzó a descender.
Bingo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, una completa oscuridad asaltó a Daggart. Palpó la pared en busca del interruptor y encendió la luz. Se encendió parpadeando una hilera de suaves luces azuladas cuyo resplandor iluminó una habitación que no se parecía a ninguna otra que Scott Daggart hubiera visto antes.
Peter Dorfman dejó sobre la mesa de picnic un ejemplar de Dioses y símbolos de la antigüedad maya y comenzó a hojearlo con ahínco. Sus ojos se movían sin cesar entre el libro y las fotografías.
—¿Y bien? —preguntó Ana.
—Estoy seguro de que lo leí aquí. No sé qué acerca de la yuxtaposición de imágenes. Tenemos estas tres figuras: el dios descendente, un símbolo que representa el diluvio y el de una carretera. Y tienen que significar algo concreto. —La miró a los ojos—. Me gustaría quedarme un día o dos con esta foto de la estela. Creo que quizá pueda descifrarla.
—Hace unos minutos no quería ni oír hablar del asunto —le recordó ella.
—Eso fue hace unos minutos, caray. Esto es demasiado bueno para dejarlo pasar. —Al ver cómo le miraba ella, añadió—: Ya sabe lo que decía Ralph Waldo Emerson.
—Recuérdemelo.
—«Di lo que pienses hoy con palabras duras como cañonazos y mañana lo que pienses mañana, aunque contradiga todo lo que dijiste hoy».
—Menudo credo.
—Yo que usted no me quejaría —dijo Dorfman con una amplia sonrisa—. Gracias a él estoy de su parte.
Ana le pasó la fotografía.
—Está bien. Scott volverá dentro de un día o dos. Podrán hablar entonces.
Dorfman fingió un mohín.
—Preferiría hablar con usted. —Alargó la mano para retirarle el pelo de la frente.
Ana le apartó de un manotazo como si fuera un mosquito.
—Le diré a Scott que le llame cuando llegue.
Abandonó la sombra del toldo azul y salió al sol ardiente. La temperatura superaba aún los treinta y siete grados.
—Dígale a su novio que más le vale reconocer mi mérito —gritó Dorfman tras ella.
Ana Gabriela no se molestó en responder.
La planta inferior de la Biblioteca de Libros Raros no era un sótano húmedo con rezumantes paredes de piedra rústica, sino una sala absolutamente moderna, construida desde cero bajo la casa e imbuida de una especie de aséptica aridez. Las luces del techo despedían un resplandor mortecino y zumbaban como abejas en un jardín en pleno verano. Las paredes estaban pintadas de un gris neutro y las negras estanterías eran de metal grueso y pesado. Las cajas que contenían los diversos legajos eran también metálicas, y la sala parecía, más que el sótano de una biblioteca, la caja de caudales de un banco. Aquí y allá había pequeños puestos de lectura con pupitres de madera clara y sillas a juego. Los flexos revestidos de cromo se inclinaban sobre las mesas como estudiosos encorvados.
No sólo la atmósfera estaba controlada; también lo estaba la luz. Las lámparas azules, que protegían los documentos de los estragos de una mala iluminación, conferían a la sala un aspecto un tanto fantasmal. En un extremo brillaba un panel provisto de minúsculas bombillas rojas y verdes que controlaba la temperatura, la humedad, el intercambio de aire, etcétera. Tal vez incluso la seguridad de la sala.
No había escalera. Ni ventanas. El único modo de entrar o salir era el ascensor en el que había llegado Daggart.
Daggart comprobó con un rápido paseo por los pasillos que el sistema de catalogación era el de la Biblioteca del Congreso. Había pasado muchas horas en las salas de la Biblioteca de la Universidad del Noroeste y sabía exactamente en qué zona tenía que encontrarse el códice si estaba bien catalogado. F1435. Localizó el pasillo adecuado y comenzó a recorrerlo.
Con el pulso acelerado, sus ojos fueron barriendo los tejuelos de las cajas metálicas. Casi se le paró el corazón cuando, en la segunda balda empezando desde abajo, prácticamente contra la pared, vio una caja con el rótulo «El Quinto Códice: códice maya descubierto por Lyman Tingley».
Se agachó para examinar el recipiente metálico, de tamaño parecido al de una caja de zapatos. Parecía diferir muy poco de las cajas contiguas. No había, desde luego, nada que delatara lo extraordinario de su contenido, y no le extrañó. Pero Daggart sabía que aquélla contenía uno de los cinco únicos códices mayas que se habían descubierto. Y el único que trataba por extenso del apocalipsis según los mayas.
Había, sin embargo, una diferencia notable entre aquella caja en concreto y las que la rodeaban: estaba cerrada con llave. No sólo estaba sellada con un grueso candado que aseguraba su tapa, sino que la caja misma estaba sujeta a la balda metálica. Una advertencia de Lyman Tingley y de los conservadores de la Biblioteca de Libros Raros de la Universidad Americana: su contenido estaba vedado. Y punto.
Daggart sacó el llavero que había encontrado arriba. Fue metiendo las llaves en el hueco de la cerradura, una tras otra. Ninguna encajaba. Se levantó y, al apartarse, tuvo que admitirlo a su pesar. La caja se abría con una llave especial que no estaba, desde luego, entre las del llavero. Posiblemente ni siquiera la tenía el personal de la biblioteca.
Daggart se inclinó para examinar la caja. Imposible abrirla sin herramientas. No era un recipiente endeble hecho con una lámina de metal fina y flexible. Y la cerradura tampoco era de poca monta. Sus abrazaderas de metal gris eran gruesas y pesadas. La idea de pasar el día siguiente buscando el equivalente egipcio a un almacén de material de bricolaje, comprar su cuchilla más recia y volver luego a la biblioteca armado con las herramientas estaba descartada.
Con los brazos en jarras, miró con reproche la caja y se disponía a…
De pronto se acordó del pañuelo guardado en el hueco del libro, en el despacho de Tingley. En sus prisas por ocultarle el pañuelo arrugado al profesor Utley, se lo había guardado en un bolsillo del pantalón y aún no había tenido ocasión de examinarlo. Cabía la posibilidad, claro está, de que el pañuelo arrugado no fuera más que eso: un pañuelo arrugado y metido en un libro clásico sobre los mayas por motivos que se le escapaban.
Era posible, pero no probable.
Hurgó en su bolsillo y sacó el lío de algodón. Era un bulto de tela blanca, como si quien lo había metido en el libro lo hubiera hecho a toda prisa. No había en él ni una pizca de esmero. Daggart apartó los pliegues y empezó a hurgar hacia el centro. Lo fue desdoblando poco a poco, con cuidado, como si dentro hubiera escondido algo muy frágil, un niño recién nacido. Por fin, al retirar la última esquina arrugada, dejó al descubierto una llave plateada y reluciente.
Sacó la llave del blanco lecho en el que descansaba y la introdujo en el candado de la caja. Encajaba. Giró la llave, consciente de que, una vez abierta la cerradura, se contaría entre las pocas personas del mundo moderno que habían visto aquel antiguo manuscrito. El cierre del candado se abrió con un gratificante chasquido. Moviéndose con tanta cautela como si estuviera manejando nitroglicerina y cualquier paso en falso pudiera hacerle saltar por los aires, Daggart quitó el candado y lo dejó sobre el estante. Cogió el borde superior de la tapa de la caja. Como un niño que se dispusiera a espiar el interior de una casa de muñecas, abrió la caja y miró dentro. Le latía tan fuerte el corazón que parecía tenerlo fuera del pecho.
Lo primero que vio fueron unos guantes de algodón blanco. El procedimiento habitual. Metió la mano dentro y se los puso. Después fijó su atención en el contenido de la caja.
Allí, resguardado en la semioscuridad de la caja, estaba el Quinto Códice. Uno de los manuscritos más valiosos de todos los tiempos. A salvo de Right América. A salvo de los cruzoob. Daggart reconoció su forma, semejante a la de un acordeón, su imaginería maya, sus colores azules y rojos. Como si levantara a un bebé de una cuna (al Niño Jesús del pesebre), metió las manos dentro de la caja metálica y sacó delicadamente el manuscrito. Lo sostuvo delante de sí, avanzó despacio por el pasillo y lo colocó con todo cuidado sobre una de las mesas limpias de polvo. Se deslizó en una silla, encendió el flexo y abrió el códice, ansioso por ver con sus propios ojos uno de los primeros (y más importantes) descubrimientos del siglo XXI.
Pero al pasar las páginas del códice deslizando los ojos sobre la maraña de jeroglíficos comenzó a experimentar algo muy distinto de lo que había imaginado. Muy distinto, de hecho, a lo que posiblemente podía soñar. Se levantó de la mesa, regresó apresuradamente a la caja y miró su oscuro interior. Allí, en el fondo, había un ajado manojo de papeles marrones. Los cogió, volvió a la mesa, los extendió y fue comparando su contenido con el del códice con mirada rápida y penetrante.
Sólo tardó un momento en darse cuenta. Aquel manuscrito no era el Quinto Códice. Era una falsificación. Una estafa.
Aunque no era especialista en el tema, lo supo por una razón muy sencilla y evidente: estaba todavía a medio escribir.
Un momento después oyó que el ascensor se ponía en marcha. Alguien lo había llamado desde la planta baja.