44
D
aggart le pidió a Del
que parara y le señaló su todoterreno desde una manzana de
distancia. Pegaron la cara al parabrisas y estuvieron mirando la
calle envuelta en niebla. El mortecino resplandor naranja de una
única farola recortaba un pequeño cucurucho en la húmeda bruma. Se
quedaron allí sentados, los ojos fijos en el coche, mientras los
mirlos de cola larga chillaban y graznaban.
—Deme la llave —dijo de pronto Del, extendiendo la mano.
—¿Qué?
—Para eso hemos venido, ¿no? —dijo Del—. Para recuperar su coche. Y si los matones de Frank Boddick andan por aquí, le estarán buscando a usted. A mí no me conocen de nada. Para ellos no soy más que otro turista borracho que de tanto trasegar piñas coladas no se acuerda de dónde aparcó el coche.
Daggart hurgó en su bolsillo de mala gana y encontró el llavero. Había dos llaves. Una era de su coche; la otra, de la cabaña. Ésta era ahora superflua. Las puso en la mano de Del.
Del salió del coche y habló a través de la ventanilla abierta.
—Hay una gasolinera Pemex en la esquina entre Constitución y la autopista —dijo—. Nos vemos allí para cambiar de coche.
—De acuerdo. —Daggart le tendió la pistola del 45 con el cañón por delante.
—No, quédesela —dijo Del—. Prefiero que la tenga usted y me cubra las espaldas. Desde aquí va a verlo todo mejor.
—Si usted lo dice —dijo Daggart.
Del puso su llamativa sonrisa de surfista y se volvió; la niebla ondulante le envolvió como una sábana mientras caminaba calle abajo. Daggart se deslizó desde el asiento del acompañante hasta el del conductor y vio como la nebulosa silueta de Del iba haciéndose más y más tenue. Al llegar a su vehículo, Del le hizo una seña levantando el pulgar y se metió dentro.
Daggart arrancó el coche de alquiler y salió a la calle. Viró en la primera esquina. Un momento después, una bola de fuego naranja y blanca estalló en el espejo retrovisor, haciendo añicos la niebla turbia y arrojando su potente luz sobre las casas de cemento y cal.
Fue un ruido descarnado y violento, el bronco estallido de la chapa al salir despedida. Daggart paró el coche y se volvió. En medio de la calle soñolienta y llena de baches, con sus palmeras raquíticas y su acerca decrépita y ondulante, las llamas rojas y anaranjadas brotaban del todoterreno lamiendo la niebla como una bestia furiosa y hambrienta.
Como el chupacabras.
Movido por su instinto, Daggart abrió la puerta de golpe y corrió por la calle hacia Del Weaver, el hombre que le había salvado la vida. Sus piernas batían el pavimento suelto, moviéndose más aprisa que dos noches antes, cuando intentaba huir de sus tres perseguidores. Las luces de las casas empezaron a encenderse y la gente salía a los portales en pijama y bata, en calzoncillos y camiseta, hablando con voz ansiosa y precipitada.
«Aguanta, Del —se decía Daggart en silencio—. Aguanta».
Se paró en seco al llegar al cascarón achicharrado de un coche, ahora prácticamente imposible de identificar como tal. Una imagen salida directamente de las noticias de la noche sobre Irak. Lo que quedaba del todoterreno descansaba en un pequeño y renegrido cráter. Alrededor, por todos lados, había partes del cuerpo de un hombre al que apenas había conocido y en el que sin embargo había confiado de inmediato. Al otro lado de la calle, incrustada contra el neumático trasero de un viejo Volkswagen escarabajo, se veía la parte inferior de una pierna, el zapato aún sujeto al pie.
Daggart sabía que la bomba estaba destinada a él. Deberían haber sido sus miembros los que estuvieran desparramados como inmundicias por la calle, no los de Del Weaver. Era a él a quien perseguía Right América (o los cruzoob), no a Del Weaver. Éste sólo intentaba ayudar, sólo pretendía echarle una mano para encontrar el Quinto Códice.
«Paranoico no —había dicho Del—. Realista».
Scott Daggart miró a los vecinos ataviados con pijama que formaban un amplio círculo alrededor del automóvil en llamas. El calor y la cautela les impedían acercarse. Miró sus caras acongojadas y dio media vuelta, abriéndose paso entre el gentío que le rodeaba. Como en un trance, regresó con paso firme hacia el coche de alquiler, aún al ralentí.
Primero Lyman Tingley, luego Ignacio Botemas y ahora Del Weaver. Demasiados muertos. ¿Y para qué? ¿Por qué estaba Right América decidida a matar a cualquiera que se pusiera en su camino? ¿Por qué les importaba tanto el Quinto Códice?
Daggart se deslizó en el lado del conductor del Toyota y arrancó. Mientras avanzaba por la calle neblinosa, las llamas rojas y naranjas se convirtieron en un punto cada vez más lejano en el retrovisor.
Dejó la calle cuando llegaban los primeros coches de policía. El chillido de las sirenas rebotaba contra la niebla de la mañana.