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P
or segunda vez en
otras tantas horas, Scott Daggart se hallaba atrapado sin
escapatoria en una habitación. Aparte del propio ascensor, no había
salida. Y daba la casualidad de que el ascensor se había puesto en
marcha.
Oyó su tintineo al llegar a la planta de arriba.
Se levantó de la mesa, cogió el manuscrito y el manojo de papeles y lo metió todo en la cinturilla de su pantalón.
Los cables zumbaron cuando el ascensor comenzó su corto descenso de una sola planta. Daggart avanzó todo lo deprisa que le dejó su tobillo herido por el largo pasillo, en dirección a la puerta del ascensor. No tenía armas. No había salida. Lo único que podía hacer (lo único) era igualar el marcador. Llegó al interruptor de la luz y clavó las uñas en su panel rectangular. El ascensor sonaba cada vez más fuerte. Incapaz de meter las uñas bajo el borde del panel, rebuscó en su bolsillo hasta encontrar la moneda que había afilado. Usándola como un destornillador, atacó los dos tornillos que sujetaban el panel.
El ascensor se acercaba poco a poco a la planta del sótano.
Acabó de sacar el primer tornillo y éste cayó al suelo con un tintineo. Se puso manos a la obra con el segundo, pero el borde de la moneda se salió de la ranura del tornillo y resbaló por el metal pulido. El ascensor aminoró la marcha al acercarse a su destino.
«Relájate. Respira».
Cogió la moneda con el pulgar y el índice, la introdujo en la ranura y comenzó de nuevo. El ascensor se detuvo. Comprendiendo que no había tiempo, arrojó la moneda al suelo y arañó el panel, agarrándolo por el borde de arriba. De un tirón lo arrancó de la pared. Metió la mano en el hueco y cogió los cables multicolores. Mientras las puertas del ascensor se abrían, arrancó los cables. Las luces del sótano se apagaron de pronto y una suave lluvia de chispas regó el suelo. Daggart se ocultó tras una estantería cercana.
La única luz de la sala procedía ahora del interior del ascensor, que proyectaba un blanco y yerto rectángulo sobre el suelo y alumbraba a una sola persona: el pistolero recio y bigotudo al que Daggart había dado esquinazo apenas una hora antes. El hombre entró en el sótano blandiendo su pistola de calibre de 35 milímetros. Estiró el brazo y palpó en busca del interruptor de la luz. Encontró el hueco vacío justo en el momento en que las puertas del ascensor se cerraban. Una oscuridad tan completa como la de la más negra caverna cayó sobre la habitación. Sólo se oía el suave zumbido de los ionizadores y el aliento entrecortado de dos hombres que se escondían el uno del otro.
—Tengo malas noticias para usted —dijo el del bigote—. Aquí no hay ventana por la que saltar.
Daggart no respondió. Aflojó el ritmo de su respiración y procuró aquietar el latido de su corazón.
—Además —prosiguió el tipo—, no quiero matarle. Sólo quiero hablar con usted. Hacerle unas preguntas. Eso es todo.
Daggart se quitó los guantes de algodón blanco tirando de cada uno de los dedos y formó con ellos una bola bien prieta. Los arrojó por un pasillo. Emitieron un ruido suavísimo al chocar contra una estantería, pero aquel sonido bastó para que la semiautomática del pistolero soltara media docena de disparos. Sus fogonazos iluminaron como relámpagos el sótano a oscuras. Los casquillos metálicos rodaron por el suelo de cemento como otras tantas monedas.
Fin de la conversación.
Pegado a la pared, Daggart avanzó a lo largo de la sala, fiándose de su memoria y su tacto.
—Alárguelo tanto como quiera —dijo el del bigote—, pero es imposible que salga de aquí. Yo puedo esperar. Dispongo de toda la noche. Y da la casualidad de que tengo amigos arriba.
Daggart sabía que no estaba bromeando. Mientras avanzaba hacia el rincón del fondo de la sala, se dio cuenta de que carecía de todas las ventajas necesarias en una batalla: ni armas, ni plan, ni posición ventajosa, ni factor sorpresa. Lo único que tenía era paciencia.
Pero, bien usada, la paciencia podía ser un arma por derecho propio.
Era lo que siempre le decía Maceo Abbott. «Paciencia y perseverancia. Las dos tácticas más importantes al alcance de un soldado».
Llegó al rincón del fondo y se agazapó detrás de la última estantería, escondiéndose bajo una hilera de libros con olor a moho. Volúmenes antiguos. A pesar de la distancia oía aún la rítmica respiración del pistolero. Luego, un momento después, oyó también sus pasos decididos. Sus duras suelas arañaban el suelo de cemento. El ruido se acercaba poco a poco.
Daggart repasó de memoria el contenido de sus bolsillos. Una pequeña linterna y un puñado de monedas sueltas. La tarjeta de su habitación de hotel y la del ascensor. La llave metálica que había usado para abrir la caja. Nada letal. El arma más contundente a su disposición era su cinturón. Podía servir, pero sólo si encontraba un modo de acercarse a su oponente lo suficiente para utilizarla. Y dudaba de que el tipo del bigote le dejara acercarse a él esgrimiendo una tira de cuero de noventa centímetros.
Estaba decidido: dejaría que fuera el del bigote quien se acercara a él.
«Paciencia y perseverancia».
Acercó la mano a uno de los libros antiguos, lo sacó de la estantería y lo puso en el suelo con un ruido tan leve como el de un suspiro. Cogió otro volumen e hizo lo mismo. Después colocó un tercer libro. Y un cuarto. Al ir a agarrar el quinto, sus dedos chocaron con el fondo de la estantería y sus uñas emitieron un débil chirrido.
Se agachó y escondió la cabeza mientras el pistolero disparaba a ciegas en aquella dirección. Las balas rebotaban en las cajas metálicas y hacían saltar chispas al chocar de objeto en objeto.
El eco de los disparos se aposentó como polvo. Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada. Daggart intentaba silenciar su respiración. El olor de la pólvora llenaba la sala. Los ionizadores funcionaban a tope, su zumbido era una especie de coro.
—¿Sigue ahí? —preguntó el del bigote desde las sombras. Daggart le oyó insertar otro cargador—. Puedo llamar a un médico, ¿sabe? Si está herido.
Daggart oyó sus pasos sobre el suelo de cemento. Un arrastrar y un arañar, un arrastrar y un arañar. El sonido se oía cada vez más cerca.
«Relájate. Respira. Paciencia y perseverancia».
Daggart concluyó su tarea, se levantó y salió al pasillo con las manos y los brazos extendidos.
—No dispare —dijo—. Estoy desarmado…
El pistolero no esperó a que acabara. Disparó cinco veces en rápida sucesión. El pecho de Daggart estalló. Salió despedido hacia atrás como si hilos invisibles tiraran de él. Por un instante se despegó completamente del suelo. Luego aterrizó sobre el suelo de cemento con un golpe seco y estremecedor.
Se quedó allí, inmóvil, y un silencio turbio y pesado, tan palpable como el humo, cayó sobre la habitación.
Peter Dorfman sonreía. Además de haberse solicitado su ayuda para resolver el misterio de la desaparición del Quinto Códice, había podido coquetear desvergonzadamente con la mexicana más guapa que había visto nunca. Ana Gabriela era preciosa. Quizá un poco más lista de lo conveniente. Era una lástima que estuviera liada con Scott Daggart. Pero aun así había sido un buen día. Y todavía podía mejorar.
Mientras el sol se deslizaba tras las copas de los árboles que marcaban por el oeste la linde de Chichén Itzá, no dejaba de pensar en los jeroglíficos. El Diluvio. El dios descendente. El Camino. Todo aquello estaba relacionado de un modo oscuro y enigmático. El quid de la cuestión era descubrir cómo. Y aunque no sentía verdadera inclinación por los mayas, disfrutaba de un buen rompecabezas. El hecho de que Scott Daggart tuviera que agradecérselo era, por otro lado, un aliciente añadido.
Sus ayudantes recogieron las cosas y Dorfman y uno de sus doctorandos se quedaron a cerrar el yacimiento. Dorfman habría deseado que fuera una estudiante la que se quedara (las gemelas, especialmente), pero después de ver cómo había babeado con Ana Gabriela, las chicas habían sido de las primeras en marcharse. Daba igual. Estarían enfurruñadas uno o dos días, pero al final acabaría por atraerlas de nuevo a su harén. Siempre lo hacía.
Su alumno acabó de recoger un juego de brochas.
—Me marcho, Peter —dijo.
—De acuerdo.
—¿Necesitas algo más?
—Esta noche, no. Hasta mañana, Mike.
Mike se puso una camiseta y echó a andar por el camino desierto, en dirección al aparcamiento. Sus chanclas golpeaban el polvo, pero aparte de eso sólo se oía cantar a un pájaro. A aquellas alturas del día no había ya autobuses de turistas; tenían por costumbre marcharse horas antes.
Dorfman tapó las cajas y guardó bajo llave los fragmentos de cerámica. Casi había acabado cuando decidió echar un último vistazo a las fotografías. Las puso sobre la mesa y las comparó con las ilustraciones de Dioses y símbolos de la antigüedad maya.
El símbolo del hombre con la raya era el más relevante. Estaba seguro de ello. Y no había duda de que estaba relacionado con el Quinto Códice. El truco era descubrir en qué sentido lo estaba.
Cuando se disponía a meter las fotografías dentro del libro, levantó la vista por casualidad y vio a un hombre de pelo negro al otro lado de la mesa. No le había oído acercarse. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. El hombre tenía la cara plagada de horrendas cicatrices y medio labio amputado. Peter Dorfman intentó disimular su repulsión.
—Las ruinas están por allí —dijo con brusquedad—. Aquí no hay nada que ver. —No era la primera vez que decía aquello ese día. Guardó las fotos en el libro y lo cerró.
—No he venido por las ruinas —dijo el otro sin inflexión en la voz.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Por usted.
Dorfman levantó los ojos. Notó que se le encogía el estómago.
—¿Nos conocemos?
—Todavía no. Pero nos conoceremos muy pronto.
La franqueza con la que hablaba aquel hombre desfigurado resultaba inquietante. Dorfman entrevió las cachas de una pistola en su cinturilla.
—Hoy ha estado hablando con Ana Gabriela —dijo su interlocutor.
—Sí, pero tiene novio. Se llama Scott Daggart. No me interesa lo más mínimo. Créame. —Dorfman sintió que su boca se volvía pastosa—. Es muy guapa y todo eso, pero ya tengo novia. Pero en fin… Es a Scott Daggart a quien debería ver.
—No me interesa con quién salga Ana Gabriela.
—¿No?
El hombre sacudió la cabeza.
—¿No es su hermano mayor o algo así?
El otro volvió a sacudir la cabeza.
—Entonces ¿qué quiere? —preguntó Dorfman.
—Información.
—¿Qué clase de información?
—¿Dónde está el Quinto Códice?
Dorfman dudó sólo un instante.
—No sé de qué me está hablando —dijo.
—¿No ha hablado con Ana Gabriela del paradero del Quinto Códice?
Dorfman negó con la cabeza.
—No. Bueno… Estuvimos mirando unas fotografías y esas cosas, pero no tengo ni idea de dónde está escondido.
—Entonces ¿hablaron de ello?
Dorfman sintió que dos hilillos de sudor bajaban por sus costados.
—Bueno, sí, pero no sé dónde está.
—¿De veras?
—De veras.
El hombre escuchó su respuesta, dio media vuelta y con la misma rapidez se volvió de nuevo y acercó la mano a la tripa de Dorfman. Dorfman se sorprendió al sentir un cálido cosquilleo en el abdomen, como si alguien hubiera puesto un fardo caliente sobre su cuerpo, justo por debajo de las costillas. Miró hacia abajo y vio asomar un cuchillo en mitad de su estómago. La mano del hombre lo giraba como si estuviera vaciando una calabaza de Halloween.
Dorfman abrió la boca para hablar, para gritar, para gemir, pero de ella no salió nada. Sus labios formaron una O silenciosa.
El Cocodrilo se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—Puede que ahora me ayude, ¿sí?
Dorfman asintió involuntariamente con la cabeza.
Sin molestarse en sacar el cuchillo, el Cocodrilo lo agarró por debajo de los brazos y lo arrastró hasta los matorrales. Cuando volvió a aparecer, unos minutos después, con las manos manchadas de rojo y el cuchillo chorreando sangre, se acercó a una de las cajas y levantó la tapa. Metió dentro el corazón de Peter Dorfman. Así, pensó, los arqueólogos tendrían algo interesante que descubrir al día siguiente.
Se acercó a la mesa de picnic y se limpió la sangre de las manos. Cogió el libro y lo examinó.
Un rato después, el Cocodrilo salió del aparcamiento de Chichén Itzá sonriendo, sin siquiera molestarse en limpiar la baba que colgaba de su labio medio abierto. El motivo de su regocijo era obvio: Scott Daggart era el siguiente.