74

Un rayo de sol caía sobre la cara de Scott Daggart. Tenía la impresión de estar suspendido sobre la tierra, flotando en el aire. Sólo que esta vez no se movía hacia delante. Su viaje en alfombra mágica había tocado a su fin. Se dio cuenta de que estaba tumbado en una hamaca, con el cuerpo combado en un suave paréntesis.

Miró a su alrededor. Le rodeaba una tosca choza con el tejado hecho de hojas de palma secas. El sol de la mañana se colaba entre las ramas que formaban las paredes y caía sobre el suelo de tierra. En las diagonales de luz danzaban motas de polvo. A través de una puerta abierta vio despertar la aldea maya. Grupos de hombres se internaban en la selva con las hachas terciadas al hombro. Las mujeres se sentaban en corro alrededor de los cuencos de madera en los que molían el maíz, o palmoteaban cadenciosamente la harina para hacer tortillas. Sus golpes resonaban en los árboles cercanos, emitiendo un sonido hueco. El canto de los pájaros flotaba como humo en el aire.

Daggart notó de pronto que no estaba solo. Tres mujeres mayas se apiñaban en torno a un caldero humeante. Tenían el cabello largo y negro y la cara ancha y morena, y sus huípiles blancos estaban bordados en blanco y rojo vivo. Al ver que estaba despierto se acercaron a él; una de ellas llevaba un grueso cuenco de madera.

Embotado todavía por la droga que le habían administrado y demasiado débil para pensar con claridad, Daggart logró articular la frase más simple que se le ocurrió.

—¿Dónde estoy? —preguntó en dialecto yucateco. Sus caras de sorpresa le convencieron de que no esperaban que un blanco conociera su lengua.

Contestaron vertiginosamente.

—Más despacio, por favor —dijo en su idioma. Tenía la boca seca y la lengua pastosa—. Mi yucateco no es tan bueno. Lo siento. —Había aprendido hacía tiempo que, en cualquier país extranjero, convenía intentar hablar el idioma y disculparse luego por hablarlo mal. En la mayoría de los casos, la gente estaba encantada de lucir lo bueno que era su inglés.

En este caso, sin embargo, Daggart estaba seguro de que aquellas mujeres no sabían ni una palabra de inglés. Ni tampoco de español. Los mayas vivían a menudo aislados del resto del país, y así lo preferían. Tenían su propia cultura, aunque Daggart identificó a simple vista influencias occidentales en la aldea. La tapa metálica de un cubo de basura hacía las veces de parrilla para cocinar. Un chico llevaba un jersey de la NBA a modo de camiseta, con la palabra «James» estampada en la espalda. La gorra de béisbol de uno de los hombres estaba adornada con la pincelada de Nike. Para bien o para mal, no había forma de escapar a la influencia de la cultura estadounidense.

La más mayor de las tres mujeres le acercó un vaso de madera a los labios.

—Ande, beba —dijo.

Daggart se resistió. Ya estaba suficientemente drogado.

—¿Qué es?

—Balché —dijo la mujer con una sonrisa.

Daggart había oído hablar del balché (una bebida alcohólica maya con cierta mala fama, hecha de miel y corteza de árbol), pero nunca lo había probado. ¿Se atrevería a bebería? Miró a la mujer. Tenía pocos dientes, pero de pronto su sonrisa le pareció irremediablemente contagiosa. A pesar de su aturdimiento, o quizá por él, Daggart se dejó engatusar.

—Al coleto —dijo.

Bebió un trago y estuvo a punto de vomitar. Las tres mujeres contuvieron la risa y la más joven dijo algo. Daggart entendía suficiente yucateco para saber que había dicho algo parecido a «Le sentará bien».

—¿Por qué será que las cosas buenas para la salud siempre saben a rayos? —murmuró en inglés.

Las mujeres esperaron a que apurara el líquido amargo. Cuando logró beberse todo el vaso parecieron satisfechas.

De pronto fijaron su atención en una extraña mezcla de hojas puestas a remojo en una poción humeante. Se inclinaron sobre ella como las tres brujas de Macbecth. A una señal de la más vieja metieron unos palos en la poción y empezaron a sacar hojas marchitas, chorreantes y viscosas y a colocar aquella masa pegajosa sobre el hombro de Daggart. Pusieron capa tras capa, como si estuvieran haciendo una escultura de papel maché para un trabajo de clase. La mezcla ardía, y Daggart se encogió. Poco después, sin embargo, apenas sentía una punzada de dolor; tenía el hombro entumecido.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el engrudo, del que se desprendía un olor acre.

Respondió la mujer desdentada, y Daggart captó las palabras «zapotillo» y «chechén negro», ambos árboles de Yucatán. Del primero se extraía el chicle, un ingrediente básico de la goma de mascar. Eso explicaba la textura gomosa de las hojas. El segundo era un árbol muy alto, de madera dura, cuya sabia quemaba al tacto. Normalmente convenía evitarlo. La anciana pareció leerle el pensamiento.

—Cierra las heridas —dijo.

Él asintió, embotado por la fatiga.

—Ahora duerma —dijo la mujer cuando acabaron de aplicarle el emplasto—. Cierre los ojos y respire.

—Pero tengo que marcharme —dijo Daggart, intentando bajarse de la hamaca—. Tengo que encontrar a Ana.

—Cierre los ojos y respire —repitió la mujer con insistencia.

Daggart quería resistirse, pero dormir parecía, en efecto, una idea excelente. La mezcla pegajosa de las hojas le quitó el dolor del hombro, y el balché le había dado sueño de repente. Cuando miró a su alrededor, el mundo pareció desdoblarse y volverse brumoso y ondulante. Se recostó en la hamaca e hizo lo que le decían. Cerró los ojos y respiró.

Segundos después se quedó dormido.

El Quinto Codice Maya
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