81

El claro era un gran óvalo de cerca de una hectárea de extensión. Estaba erizado de tocones de árboles, como si tuviera la piel de gallina. Los árboles talados, con las hojas marrones y secas, habían sido amontonados sin orden ni concierto en el ápice del óvalo: una hoguera esperando a que alguien la encendiera. Junto al montón putrefacto de leña había un toldo verde extendido sobre cuatro postes de aluminio. Bajo él se veían una mesa improvisada y varias sillas, una pila de cajas y un montón de herramientas. Daggart comprendió enseguida por qué la excavación original de Lyman Tingley, la de la estela, parecía abandonada. Tingley había pasado allí sus últimos días, despejando el claro de árboles y maleza antes de acometer su siguiente empresa.

Había una especie de inexorable desolación en la estampa que ofrecían todos esos tocones sobre el suelo arenoso, cada uno de ellos testimonio del árbol que había sostenido antaño. Había algo de fantasmal en aquella escena, incluso al calor del atardecer. Como si la aniquilación de todos esos árboles hubiera turbado a los espíritus del bosque.

Pero aunque los árboles talados y la destartalada tienda abarcaban gran parte del claro, fue lo que ocupaba la mitad inferior del óvalo lo que captó la atención de Daggart. Un cenote de unos seis metros de diámetro. El agua verde oscura se hallaba a unos nueve metros de profundidad, y su superficie reflejaba como un espejo las nubes rosas y anaranjadas del atardecer. Al acercarse al borde y mirar hacia el interior del pozo vieron su propio reflejo ondulante: una versión grotesca, de caseta de feria, de sí mismos.

Así pues, allí era donde se hallaba el códice: en el fondo de aquel pozo. Aquél era el estanque al que había aludido el jefe de la tribu, el sitio sagrado con su correspondiente cenote. Los jeroglíficos narraban el resto de la historia: el camino, el hombre con el cántaro de agua, el Dios Descendente en la pose permanente de lanzarse de cabeza, no saltando del cielo a la tierra, sino de la tierra al Mundo Inferior, zambulléndose en las quietas aguas del cenote para llegar allí.

Era la pieza perdida del rompecabezas. El cuadro estaba completo.

Pero ¿por qué no había recuperado el códice Lyman Tingley? ¿Acaso no estaba allí? ¿Se le había adelantado alguien? ¿O había sido incapaz de encontrar el manuscrito en el fondo cenagoso del agua?

Ana pareció adivinar lo que estaba pensando.

—¿Aquí? —Hablaba dirigiéndose al reflejo de Daggart en el agua, allá abajo.

—Tiene que ser aquí. Los cenote eran los lugares más sagrados. Las puertas del Mundo Inferior.

—Pero ¿no se habría estropeado con el agua?

—Puede que los mayas encontraran un modo de preservarlo.

—¿Una bolsa hermética de hace ocho siglos?

—Algo parecido.

—¿Y Tingley cortó todos esos árboles?

—Eso parece.

—¿Para qué? Si lo que quería estaba en el cenote, ¿para qué molestarse en abrir un claro?

—Buena pregunta. Puede que quisiera montar un campamento más permanente.

El viento cambió de pronto, agitando los árboles circundantes. Daggart notó en la brisa un leve aroma a humo de leña. Aquel olor le sorprendió: a fin de cuentas, estaban en plena selva. Se dio la vuelta y se sobresaltó al ver un fuego casi apagado al otro lado del cenote. Se acercó deprisa a las brasas, seguido de Ana. Se arrodilló, cogió un palo y revolvió las ascuas descoloridas. Un fino hilillo de humo, semejante a la cola de una cometa, se elevó hacia el cielo reptando como una serpiente.

—Es reciente —dijo.

—¿Crees que saben lo del Quinto Códice?

—Tienen que saberlo.

Una voz de hombre surgió del lindero del bosque.

—Acertó usted, profesor.

El hombre salió de entre los árboles. Tenía el pelo negro, la cara escamosa y le faltaba medio labio. Daggart supo enseguida que era el Cocodrilo. Levantó su machete.

—He estado buscándole —dijo el Cocodrilo tranquilamente, como si Daggart y Ana sólo fueran mascotas que se habían escapado un rato de casa. Se acercó a ellos sin prisas, con un AK-47 colgado flojamente del hombro. Sin hacer caso del reluciente cuchillo de Daggart, se detuvo a tres metros de ellos—. Buenas noches, señorita —dijo—. Veo que se ha pasado al otro bando.

—Váyase al diablo.

—Hoy la veo muy peleona. Pero no importa, porque ¿sabe una cosa, señorita? Me gustan peleonas. Y antes de que acabemos hoy, voy a demostrarle lo peleón que soy yo también. Como en los viejos tiempos, ¿sí?

Ana le escupió. El Cocodrilo respondió levantando el arma; luego se refrenó. Se limpió el escupitajo de la cara con un pañuelo arrugado y apartó los ojos de Ana para clavarlos en Daggart.

—Así que usted es el estadounidense al que llevo persiguiendo todo este tiempo. Me ha costado mucho tiempo y mucho dinero.

—Pues páseme la factura.

—Lo haré. Pero no se imagina cómo. —Esbozó una sonrisa pegajosa. A pesar de que la luz del día tocaba a su fin, el sol se reflejaba en su cara picada de viruelas y manchada de sudor. A Daggart le dio la impresión de que era un reptil sin el menor respeto por la vida humana—. Pero no nos han presentado como es debido.

—Sé quién es —contestó Daggart, cortante—. Lo que no sé es para quién trabaja. —No estaba de humor para perder el tiempo intimando con su presunto verdugo.

—No trabajo para nadie. Soy un cruzoob.

—¿Ah, sí? Pues yo diría que los están utilizando. Detrás de todo esto se esconde Right América. Ellos compraron a Lyman Tingley. Están comprando a los cruzoob. Y obviamente también le han comprado a usted.

Al Cocodrilo se le agrió el semblante. Su voz se volvió ronca por la emoción.

—Nadie compra al Cocodrilo.

Daggart cerró los dedos en torno al mango resudado del machete. Tres metros era un tiro fácil para un arma como aquélla, especialmente para una tan bien equilibrada como un machete. Y teniendo en cuenta la despreocupación con la que el Cocodrilo sujetaba su automática, Daggart supuso que tenía una oportunidad más que decente de salirse con la suya. Cerró con fuerza la mano, preparándose para arrojar el arma al corazón del Cocodrilo.

Un zumbido ensordecedor captó su atención. Al mirar al cielo vio salir de detrás de los árboles un helicóptero azul y plata, reluciente y aerodinámico. Su parabrisas inclinado y oscuro y los haces de luz amarilla de sus faros le daban el aspecto de un ser prehistórico, de algún ancestro primitivo de la avispa y el pterodáctilo. Descendió rápidamente, se inclinó con brusquedad hacia la izquierda y giró sobre sí mismo, levantando el polvo arenoso y seco del suelo en un torbellino de minúsculos tornados. Quedó suspendido sobre el extremo del claro en forma de óvalo. Planeaba sobre el suelo como una rapaz buscando su próxima presa, y su hélice aplastaba la hierba y aguijoneaba a Daggart y a Ana con polvo y arena que entumecían su cara y sus brazos.

El helicóptero (un gigante de la firma Bell) se posó lentamente en el suelo, apoyando los patines de aterrizaje en dos franjas de terreno paralelas despejadas de tocones. Daggart comprendió por qué Tingley (o quien fuera) se había tomado la molestia de desbrozar el terreno. No estaban buscando edificios antiguos, sino construyendo una pista de aterrizaje. Las aspas del helicóptero fustigaban el aire con un zumbido denso y sibilante, tan profundo que hacía vibrar el estómago de Daggart. Hacía mucho tiempo que no veía tan de cerca un aparato como aquél. La memoria sensorial le retrotrajo a sus tiempos en el ejército.

Mientras el giro del rotor perdía velocidad poco a poco, se abrió la portezuela de la cabina y salieron dos corpulentos guardaespaldas armados con fusiles y cargados con sendos bolsos de viaje cuyo peso les hacía inclinarse hacia un lado. Ocultaban sus ojos tras gafas de sol con cristal de espejo. El último en salir del aparato fue un hombre de mediana estatura y pelo escaso, vestido con un traje de Armani gris claro.

Cuando llegó junto a Daggart y Ana, el Cocodrilo le enseñó a sus presas.

—Los tengo, Jefe —dijo con jactancia.

—Ya lo veo —contestó el otro, dándole una palmada en el hombro.

Fijó la mirada en Daggart y Ana. No dijo nada; se limitó a observarlos de arriba abajo como si calibrara el valor de dos reses antes de matarlas.

Fue Daggart quien rompió el silencio.

—Hola, Jonathan —dijo al fin.

—Hola, Scott —contestó Jonathan Yost.

Daggart se quedó contemplando fijamente a su mejor amigo.

El Quinto Codice Maya
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