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S
i el señor
Tingley no ha estado aquí este verano, ¿dónde ha estado? —preguntó
Alberto, expresando de viva voz lo que Daggart también se
preguntaba.
—Puede que tuviera otro yacimiento —contestó Daggart.
—¿Uno registrado?
Daggart lo dudaba. Una cosa más que preguntar al INAH.
—¿Y qué hay de su equipo? —preguntó Alberto—. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
Daggart sacudió la cabeza. Empezaba a pensar que Tingley no había encontrado el códice allí, y se maldecía por haber llegado a esa conclusión. Aunque el artículo del National Geographic lo daba a entender, en ningún momento decía expresamente que así fuera. Tal vez Daggart (y los demás) habían cambiado las tornas por completo: la estela estaba allí y el códice procedía de otra parte. Si así era, guardar semejante secreto no debía de haber sido nada fácil para alguien tan egocéntrico como Lyman Tingley; eso Daggart tenía que reconocerlo.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Alberto. Estaba a un lado, con el sombrero de paja colgado flojamente de una mano.
—Vamos a echar un vistazo rápido. Para asegurarnos de que no pasamos nada por alto.
Rodearon la excavación como gatos recelosos, como los jaguares que, según se decía, merodeaban aún por aquellos bosques. Daggart se fijó en los cimientos de las edificaciones y se sirvió de su imaginación para rellenar los huecos en blanco. Vio cobrar vida a la aldea, se imaginó los pequeños edificios con sus techumbres de paja y sus paredes hechas de ramas arrancadas del suelo de la selva; casi pudo oír los gritos y los llantos de los niños, sentir el olor de la oscura salsa de chiles y de las tortillas de maíz cociéndose en el comal en forma de círculo.
Aunque ahora todo era jungla, en otro tiempo la milpa (los campos de labor) había rodeado la aldea por completo. La capa de tierra era fina: en la mayoría de los sitios, apenas tenía cinco centímetros de espesor. Debajo había el lecho de roca caliza. De ahí que la tierra no pudiera dar fruto más de dos años seguidos. Así pues, tras la ardua tarea de desbrozar la jungla, quemar lo que quedaba, escardar, plantar y recoger la cosecha, al año siguiente los campesinos mayas tenían que empezar de nuevo en otro lugar. Era una vida agotadora; un ciclo infinito.
Era todavía temprano y caminaban despacio, pero aun así sudaban a chorros. Grandes uves de sudor manchaban la pechera de sus camisas, y diminutas cuentas de agua se desprendían del cabello de Daggart. Los mosquitos, que habían vuelto tras el aguacero, zumbaban en enjambres alrededor de su cabeza. Daggart los espantaba con la mano y se daba palmadas en el cuello y los antebrazos. Por motivos que no entendía del todo, los mosquitos no parecían molestar a Alberto.
Recorrieron el yacimiento palmo a palmo, pero Daggart apenas quitaba ojo al imponente bloque de caliza. Era como un imán que tiraba de él. Aunque el yacimiento era valioso en sí mismo por ser una aldea maya con siglos de antigüedad, estaba claro que lo único extraordinario que había en él era la estela.
Cuando Lyman Tingley anunció su descubrimiento ante la prensa, publicó dos fotografías en el National Geographic. Una mostraba un fragmento de la primera página del Quinto Códice y en la otra se veía a Tingley arrodillado delante de aquella misma estela. Pero el encuadre era tan cerrado que resultaba imposible situarla, y Daggart no pensó ni por un instante que la instantánea hubiera sido tomada en la excavación.
—¿Ves algo? —preguntó Alberto mientras se enjugaba el cuello con un pañuelo rojo.
Daggart negó con la cabeza.
—¿Y tú?
—Lo que tu amigo ya había desenterrado, nada más.
—¿Por qué no ensanchas el perímetro? —Daggart señaló la estela—. Yo voy a echar un vistazo a eso.
Alberto asintió con un gesto y se adentró en la selva. Daggart rodeó el monolito de metro y medio de alto; se arrodilló luego sobre la tierra esponjosa y, acercando la cara a los jeroglíficos, se puso los guantes de látex que siempre llevaba encima. No convenía contribuir a la descomposición dejando allí la marca de sus aceites corporales.
Cayó entonces en la cuenta de que nunca había visto una estela tan de cerca. Una cosa era ver una foto en una revista y otra bien distinta pasar la mano por los altorrelieves, sentir el peso de los siglos bajo las yemas de los dedos, como si leyera en braille. Los símbolos eran reconocibles: estaba (cómo no). Chac, el dios de la lluvia. Y también Ixchel, la diosa de la gestación y de los partos, con un charco a sus pies. En la parte de abajo, casi al final, se veía al Monstruo Cósmico con su cuerpo de dragón y sus dos cabezas de cocodrilo, y una expresión de enfado y desconcierto, como si alguien lo hubiera despertado bruscamente de un sueño profundo y apacible.
Pero lo que llamó la atención de Daggart fueron los dos últimos jeroglíficos, ninguno de los cuales le resultaba familiar. Uno mostraba a un hombre con un cántaro rebosante de agua. El otro estaba compuesto por un hombre de perfil y una línea delgada. ¿Qué representaban aquellos símbolos?
Daggart sabía que tardaría algún tiempo en descifrar lo escrito en la estela. Ocurría siempre con los jeroglíficos mayas: no era cuestión de sustituir un símbolo de su lengua por una letra del nuestro. Era una operación mucho más compleja. Por eso ciertas personas tenían un talento innato para aquel trabajo. Poseían un instinto especial. Y Scott Daggart era una de esas personas.
Pero conocía a alguien que era aún mejor que él.
Fue arrodillándose a cada lado de la estela para fotografiar los jeroglíficos con todo detalle. Antes de guardar la cámara examinó las imágenes con el propósito de asegurarse de que las había grabado. Tal y como estaban las cosas, no había garantías de que la excavación fuera a seguir allí.
Estaba a punto de apagar la cámara cuando se fijó en una de las fotografías. Era un plano corto del lado este de la estela.
No era lo bastante hábil como para comprender a simple vista el significado de los jeroglíficos y de su disposición, pero aquella imagen tenía algo que le chocaba. Revisó las instantáneas anteriores y posteriores, pero sólo era aquélla, la del lado este de la estela, la que llamaba su atención como un niño que tirara insistentemente de su manga.
«¿Qué tiene de particular?», se preguntaba. No lo sabía.
Regresó junto a la estela, se arrodilló en el suelo blando y pasó por los relieves sus guantes manchados de tierra. Allí estaban los diversos dioses en todo su jeroglífico esplendor. Pero al acercarse a la base de la estela, una fuerza invisible pareció tirar de él. Su sensor interno se aceleró hasta emitir un zumbido constante. No entendía, sin embargo, por qué aquellos jeroglíficos atrapaban su interés y no lo soltaban.
Un momento después lo comprendió por fin, y se dio cuenta de que Lyman Tingley estaba hablándole desde la tumba.