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A
l apartar la cortina
negra, Ana Gabriel vio a un hombre bajo y robusto, con chaqueta
parda y mostacho negro. Lo reconoció enseguida, a pesar de que
hacía meses que no le veía. Cruzó la tienda hasta la puerta
mientras componía una sonrisa. La hinchazón de sus ojos traicionaba
su verdadero estado anímico.
—Buenos días —dijo al entornar la puerta el ancho de una rendija.
—Buenos días —respondió él—. Soy el inspector Rosales. Policía del estado de Quintana Roo, brigada de Homicidios. Hablamos hace un par de meses. —Le mostró la insignia por la estrecha ranura de la puerta.
—Sí, claro —dijo ella en voz baja. Abrió la puerta y le indicó que entrara. Él así lo hizo.
—Va con retraso —dijo Rosales.
—¿Cómo dice?
—Para abrir la tienda. —Miró con mucha intención su reloj.
—Sí, me han surgido unas cosas y acabo de llegar.
—¿Unas cosas?
—Sí, ya sabe: me quedé dormida, tuve problemas con el coche… —Ana dio la vuelta al letrero para que se leyera por el lado en el que ponía «Abierto». Caminó hacia el mostrador.
—¿Las dos? —El inspector la siguió al interior de la tienda.
—¿Qué dos?
—¿Tuvo problemas con el coche y se quedó dormida?
—Ya sé que cuesta creerlo, pero… —Abrió la cremallera de un pequeño monedero y empezó a contar pesos. Evitaba la mirada de Rosales mientras metía los billetes en la caja registradora. Había pequeños compartimentos para cada billete.
—Cuando me pasan esas cosas —comentó Rosales—, sólo me dan ganas de volverme a la cama.
—Yo estuve a punto de hacerlo.
—Es por el día que hace hoy. La niebla de por la mañana y todo eso.
Se quedaron los dos callados un momento. Ana miraba el tumulto del otro lado de la calle.
—¿Qué pasa?
—Esta mañana han encontrado muerto a un tendero —dijo Rosales, muy serio—. Alfredo Márquez. El de la tienda de comestibles. ¿Le conocía usted?
Ana levantó los ojos.
—Claro que le conocía. En esta calle nos conocemos todos. Muchos días me paso por allí para comprar algo de picar. —Miró por primera vez los ojos del inspector—. ¿Muerto o asesinado?
—Asesinado, en realidad —contestó Rosales.
Ana sintió que el vello de los brazos se le erizaba. Como soldados poniéndose firmes.
—¿Cómo ha sido?
—Le cortaron el pescuezo —dijo Rosales.
Ana casi sintió alivio al oírlo. Tal vez aquel asesinato no tenía nada que ver. Tal vez era algo completamente distinto.
—¿Le sorprende? ¿Que le hayan matado de esa manera?
Ella se encogió de hombros.
—Lo mismo da, ¿no? Un asesinato es un asesinato.
—En efecto. Y hay muchos últimamente. Hubo uno hace tres noches, justo al norte de la ciudad. Lyman Tingley. Le sacaron el corazón. La verdad es que quería hablar con usted por el parecido con la muerte de su hermano. ¿Conocía al señor Tingley?
—No.
—¿Y su hermano? ¿Le conocía?
—No, que yo sepa. —Ana cerró la caja registradora con un golpe retumbante.
—Su hermano era arqueólogo, ¿verdad?
—Ya sabe que sí.
—¿Y está segura de que no se conocían? ¿A pesar de que el señor Tingley también era arqueólogo?
—Aquí hay muchos arqueólogos —respondió Ana. Cogió un paño y una botella azul de limpiacristales y empezó a restregar los mostradores.
—Pero no se ha sorprendido cuando he mencionado la muerte de Tingley. —Rosales la seguía mientras se afanaba por la tienda, como un perro fiel.
—Ya me había enterado.
—¿Por quién?
—No me acuerdo. Hablo con mucha gente a lo largo del día.
El silencio quedó suspendido en el aire como un perfume. Rosales dejó que se aposentara. Parecía no tener prisa por hablar.
—¿A qué hora fue ese último asesinato? —preguntó Ana mientras limpiaba un cristal con sigiloso empeño.
—Es todavía pronto para saberlo con exactitud, pero fue justo antes de medianoche. ¿Estaba usted aquí?
—Me marché pasadas las once. Estuve haciendo cuentas y se me hizo tarde.
—Entonces puede que estuviera aquí cuando se cometió el asesinato. ¿No le asusta pensarlo?
—Después de lo que le pasó a mi hermano, no me asusto fácilmente.
—Me lo imagino. —Rosales se alisó el bigote—. ¿Siempre se queda hasta tan tarde?
La cara de Ana quedó oculta tras sus mechones de pelo negro, como un telón que cayera al final de un acto.
—Últimamente, sí.
—Entiendo. ¿Y estaban encendidas las luces del otro lado de la calle cuando se fue?
—No, que yo recuerde.
—¿Oyó jaleo? ¿Algún ruido? ¿Algo sospechoso?
—No. Ojalá hubiera notado algo. Pobre Alfredo.
—Sí. Pobre Alfredo.
Ana volvió a guardar el paño y el limpiacristales en la repisa de debajo del mostrador y se atareó colocando las bandejas de terciopelo negro en el escaparate.
Rosales siguió hablando.
—Señorita Gabriela, creo que estos asesinatos están relacionados. El de Tingley, el de Alfredo, el de su hermano… Y he pensado que podía estar usted en peligro, como poco. Incluso he pensado que tal vez pudiera ayudarme.
—Ojalá pudiera —contestó ella—. Pero, como le decía, mi hermano no conocía a Alfredo.
—¿Nunca se vieron?
Ella sacudió la cabeza enérgicamente.
—Parece usted muy segura.
—Sé lo que sé —repuso ella.
—Entonces quizá sea una coincidencia. Aunque parece un tanto extraño que dos hombres tan próximos a usted hayan acabado asesinados.
Ana no respondió.
—¿Le importa que eche un vistazo? —continuó Rosales, mirando hacia la trastienda.
—Pues sí, la verdad —replicó ella—. Ya voy tarde, como sabe. No sé nada del asesinato de anoche, y usted mismo ha dicho que no soy sospechosa. Debería contentarse con eso.
—Sería lo más lógico, ¿verdad? —Fijó la mirada en su cara—. Entonces, ¿me está diciendo que no?
—Le estoy diciendo que no —respondió ella devolviéndole la mirada.
Transcurrieron cinco largos segundos. Luego diez. Quince.
—Entiendo —dijo Rosales por fin. Se metió la mano en la americana marrón y sacó una gastada cartera de piel. Extrajo una tarjeta de visita y la puso sobre el mostrador con cuidado de no manchar el cristal con el dedo—. Ya le di una, pero sé lo fácil que es extraviarlas. Sobre todo, después de una tragedia. Llámeme, si hay algo que quiera contarme.
Ana no dijo nada. Ni siquiera se molestó en mirar la tarjeta. Mantenía los ojos fijos en el inspector Rosales.
—Por cierto —añadió él—, no me ha preguntado si estamos más cerca de descubrir al asesino de su hermano.
—¿Lo están?
—Estamos en ello. Cuanta más gente coopera y nos cuenta cosas, más nos acercamos. Gracias por su tiempo.
El inspector Rosales salió de la tienda; al cerrar la puerta, tintineó la campanilla. Ana se miró las manos. Le temblaban incontrolablemente.