62

Empezó a llover tan pronto salieron de Cancún. Scott Daggart y Ana Gabriela tomaron la carretera federal 180 en dirección oeste, y gruesas y densas gotas de lluvia comenzaron a estrellarse contra el parabrisas. Poco después, el cielo desató toda su furia. Los limpiaparabrisas del coche de Ana se esforzaban por dar abasto. Los neumáticos siseaban sobre el pavimento húmedo como una serpiente enroscada a punto de atacar.

Daggart había llegado una hora antes. Nada más pasar la aduana la vio allí de pie, algo apartada, vestida con una falda negra y una blusa blanca, las joyas de plata impecables sobre su piel de color café. A Daggart le sorprendió lo grato que era (lo reconfortante que era) verla allí.

La abrazó. Fue un gesto impulsivo al que ella pareció corresponder. Era como si, durante su separación, Daggart hubiera comprendido cuánto la echaba de menos. A una persona a la que, en apariencia, apenas conocía. Aquello fue una sorpresa. Creía que tales sentimientos habían muerto para él dieciocho meses antes.

Desde entonces no habían parado de hablar, relatándose mutuamente sus experiencias de los tres días anteriores. Las palabras manaban con la misma facilidad, con tan poco esfuerzo como si fueran una pareja casada contándose qué tal les había ido el día. Daggart le contó sus aventuras en El Cairo. Ana le habló de su encuentro con Peter Dorfman y de la hipótesis de éste acerca del símbolo de la gran inundación.

—¿Has sabido algo de él desde que os visteis? —preguntó Daggart.

Ella negó con la cabeza y le ofreció su teléfono móvil. Daggart marcó el número de Dorfman. No hubo respuesta y dejó un breve mensaje.

—Entonces, ¿cuál crees que es el vínculo? —preguntó Ana—. La carretera, el dios descendente, la inundación…

—No tengo ni la menor idea. Confío en que Héctor Muchado pueda echarnos una mano con eso.

Se quedaron callados de pronto. La lluvia apedreaba el techo del coche.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Daggart por fin—. Sobre tu hermano.

Ana mantuvo los ojos fijos en la carretera.

—Claro —contestó.

—Si no quieres…

—No, no pasa nada.

—Si tu hermano no le dijo al Cocodrilo lo que quería saber, ¿por qué crees que le mataron?

Ella no respondió al principio. Sólo se oía el ruido de la lluvia en el techo del coche y las salpicaduras que levantaban los neumáticos sobre la carretera mojada.

—Puede que fuera una advertencia —dijo Ana.

—¿Para quién?

—Para Lyman Tingley. A fin de cuentas, era él quien tenía la información. Quizá confiaban en asustarle, matando a uno de sus ayudantes.

—¿De veras crees que tu hermano no les dijo nada?

Ella esbozó una sonrisa triste.

—Mi hermano era más terco que yo. No les habría dicho nada que no debieran oír.

Daggart la creyó.

—Entonces, si mataron a tu hermano para escarmentar a Lyman Tingley, ¿por qué mataron también a Tingley?

Ella se encogió de hombros.

—Puede que supieran todo lo que necesitaban saber.

—Es posible —dijo Daggart, no muy convencido.

—O puede que crean que hay otra persona que lo sabe.

—¿Quién?

Ana apartó la mirada de la carretera y miró a Daggart.

—¿Quién crees tú?

—Pero yo no sé nada. Al menos, no lo que ellos quieren.

—Eso dices tú, pero yo creo que sabes más de lo que piensas. Descubriste que faltaba un símbolo en la estela. Descubriste el vínculo con Casiopea. Y que Tingley estaba haciendo una falsificación. ¿Por qué no pensar también que darías con la solución?

—Puede ser.

—Asúmelo: eres más listo de lo que pareces.

Daggart se volvió hacia ella para ver si estaba bromeando, pero ella no sonrió. Al principio. Luego se echó a reír.

—Casi te lo crees.

A Uzair Bilail le despertó una llamada a la puerta. Salió a trompicones del cuarto de invitados de la casa de Scott Daggart en Evanston. Mientras se ponía un albornoz y cruzaba descalzo el cuarto de estar, se preguntó quién llamaría a la puerta a una hora tan intempestiva: las diez de la mañana. Se suponía que los alumnos de doctorado dormían hasta tarde. Era lo normal. ¿Cómo, si no, iban a descansar si se quedaban estudiando hasta las cuatro de la madrugada?

En cuanto pegó el ojo a la mirilla y vio al hombre con el uniforme de Federal Express, se acordó de su conversación de la víspera con Scott. Abrió la puerta y firmó para hacerse cargo del paquete.

Se vistió a toda prisa y puso una cafetera. Abrió la caja y desparramó su contenido sobre la mesa de la cocina como si fuera un jugador arrojando los dados. «A ver qué tenemos aquí».

Estaban las hojas en blanco de las que le había hablado Scott. La fotocopia del cheque por valor de cinco millones de dólares. El manojo de papeles que estaba copiando Tingley. Y allí, tan auténtico en apariencia como cualquiera que Uzair hubiera visto en un museo, estaba el códice. El falso códice. Sabía que era una falsificación, pero se le aceleró el pulso de todos modos.

Lo apartó todo a un lado. Rodeado por su reconfortante montón de libros de consulta, empezó a examinar el códice, anotando una primera traducción en un cuaderno de rayas amarillo. Sería muy largo revisar todas las páginas que había escrito Tingley, pero Scott había dicho que necesitaba la traducción lo antes posible. Y Uzair Bilail no quería decepcionarle.

El Quinto Codice Maya
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