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D
aggart volvió a casa a
toda prisa tras dejar a Alberto en la suya. Al salir del coche se
acercó a la cabaña con cautela, escudriñando los bordes
del jardín, donde acababa el claro y empezaba la selva. Se había
levantado una cálida brisa marina que agitaba las hojas y
proyectaba sombras movedizas sobre el suelo. El haz amarillo de la
linterna de Daggart barría el camino como un dragaminas. Al llegar
a la entrada levantó la luz; alojado aún entre la puerta y el marco
había un pelo suyo. Era un truco viejo, pero efectivo. Si alguien
había allanado la casa, no había sido por la puerta principal.
Un pequeño consuelo.
Al entrar, lo primero que hizo fue descargar las fotografías de la cámara al ordenador. Sentado en la habitación en penumbra, iluminada por el tenue resplandor de la pantalla, miró de nuevo con detenimiento las fotografías antes de enviárselas a Uzair por correo electrónico. Si de alguien necesitaba ayuda en ese momento, era de él.
Uzair Bilail no sólo era uno de sus mejores discípulos, sino que además estaba cuidando de su casa ese verano. Originario de Pakistán, había elegido la Universidad del Noroeste para hacer el doctorado únicamente por la posibilidad de estudiar con el profesor Scott Daggart. De los casi doscientos estudiantes que presentaron la solicitud, sólo cinco fueron aceptados, y Uzair se consideró afortunado por contarse entre ellos.
No pasó mucho tiempo antes de que fuera Daggart quien se creyera favorecido por la suerte. Uzair no sólo era un alumno amable y aplicado, sino que demostraba un talento sorprendente a la hora de descifrar jeroglíficos mayas; era, de hecho, más hábil que muchos estudiosos que le doblaban la edad, y empezaba a aclamársele como a una especie de niño prodigio.
Daggart y Susan solían invitarle a cenar y siempre que podían le persuadían para que cocinara sus platos paquistaníes favoritos. Aunque aquellas veladas empezaban siendo una cena entre amigos, al poco tiempo Daggart y Uzair se trasladaban al despacho de Scott, donde se ponían a estudiar fotografías de los últimos descubrimientos mayas. Susan solía decir que eran miembros de una sociedad de embeleso mutuo. Mientras escribía el correo electrónico («Descarga estas fotos e imprímelas. Ya te explicaré.»), Daggart comprendió que, si quería encontrar el Quinto Códice, necesitaba la ayuda de Uzair.
Justo cuando pulsaba la tecla de «enviar» sonó el teléfono, haciendo añicos el silencio de la cabaña en penumbra. Daggart lo cogió al segundo timbrazo. El hombre del otro lado de la línea se identificó como Ernesto Pulido, investigador titular asociado del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Estaba devolviendo la llamada de Daggart.
Daggart hablaba mejor español que Ernesto Pulido inglés, de modo que hablaron en la lengua materna de Pulido.
—Siento llamarlo tan tarde —dijo Ernesto—, pero mañana me voy a una conferencia y estoy intentando devolver todas las llamadas que tenía pendientes antes de irme. Espero no haberlo despertado. —Tenía una voz agradable, no como muchos de los burócratas con los que Daggart tenía que vérselas.
—No, nada de eso. Gracias por llamarme tan rápidamente.
—Me telefoneó usted por el Quinto Códice, ¿no es eso? —preguntó Ernesto.
—Sí, así es.
—Ya les he dicho a los otros que no lo tenemos.
La brusquedad de la respuesta sorprendió a Daggart.
—¿Cómo que no lo tienen?
—No lo tenemos. El señor Tingley nunca nos lo trajo.
—¿Está seguro? —insistió Daggart, y empezó a pasearse por el cuarto. Sus pies descalzos susurraban sobre las baldosas—. ¿Lo ha comprobado? Puede que lo tenga otra persona. O puede que se haya perdido, con tanto alboroto.
Ernesto Pulido se rio suavemente.
—Créame, señor Daggart. No lo tenemos, ni lo habríamos perdido, si lo tuviéramos, a pesar del alboroto. Teníamos tantas ganas como cualquiera de saber más sobre su hallazgo y confiábamos en ser los primeros en verlo, pero el señor Tingley debió de llevarlo a otra parte para su autentificación. Posiblemente al extranjero, incluso.
—No lo entiendo.
—Si un arqueólogo prefiere que otros científicos se encarguen de la autentificación, le dejamos que saque la pieza del país, siempre y cuando la devuelva, claro.
—Entonces, ¿sabe adónde llevó Tingley el códice?
—No, lo siento.
Daggart dejó de pasearse y se apoyó en una silla.
—Pero tendría que rellenar algún impreso. —Sabía por experiencia que en el INAH no escatimaban en papeleo.
—Hay impresos, sí, pero el estudioso no está obligado a especificar dónde va a llevar la pieza. Sólo pedimos que sea devuelta dentro de un plazo concreto.
—Entonces, ¿no tiene ni idea de dónde puede estar el Quinto Códice?
—Lamento decir que no, ninguna.
Sin que Daggart fuera consciente de ello, se hizo un silencio.
—¿Puedo servirle de ayuda en alguna otra cosa? —preguntó Ernesto, rompiendo aquel silencio.
—Sí. Ha dicho que habían llamado otras personas.
—Sí. Un inspector de la policía de Quintana Roo. He olvidado su nombre.
Rosales, sin duda. Para comprobar la historia de Daggart.
—Y otro hombre —añadió Pulido—. Pero no se molestó en identificarse.
—¿No tiene idea de quién podía ser?
—No, lo siento.
Daggart notó su impaciencia. Aunque su voz fuera amable, Pulido no disimulaba su deseo de colgar y pasar a la siguiente llamada.
—Una cosa más —dijo Daggart—. Tingley inscribió la excavación en el INAH, ¿verdad?
—En caso contrario, sería ilegal excavar.
—¿Inscribió sólo una excavación o más de una?
—No lo sé. Deje que lo compruebe. —Daggart oyó el golpeteo de las teclas de un ordenador. Un rato después, Ernesto Pulido dijo—: Sólo una.
—¿Y dónde estaba?
—Me temo que eso es información privilegiada. Sólo podemos dársela a las autoridades competentes.
Daggart se acercó a la encimera, recogió su GPS y pulsó sus teclas hasta que la pantalla se iluminó.
—¿Qué le parece si le leo las coordenadas y usted me dice si son correctas o no? Así no me estará diciendo nada que no sepa ya.
El señor Pulido sopesó la sugerencia.
—Bueno…
—Estupendo —dijo Daggart, sin dejar que se lo pensara mucho tiempo. Apretó las teclas adecuadas del GPS hasta que encontró las coordenadas de la excavación de Tingley. Luego recitó rápidamente los dígitos.
—Sí, ésa es la excavación que inscribió en nuestro registro.
Desanimado, Daggart se sentó en la silla. Así pues, no había otra excavación. O al menos no había ninguna de la que Tingley se hubiera molestado en hablar con alguien.
—¿Algo más? —preguntó Ernesto Pulido.
—Una última cosa. Ha hablado usted de un plazo para el proceso de autentificación. ¿De cuánto tiempo disponen los expertos ajenos al INAH para autentificar una pieza?
—De seis meses.
—Seis meses… —Daggart intentó remontarse a la época en que Tingley hizo público su descubrimiento. Había sido en primavera, pero no recordaba la fecha exacta.
Ernesto se rio.
—Si está haciendo cuentas, puedo echarle una mano. El Quinto Códice tendría que estar de vuelta la semana que viene. El miércoles, concretamente.
Daggart le dio las gracias y colgó. Recostado en la silla, se pasó una mano por el pelo y se quedó mirando al vacío. Al cabo de un rato, sus ojos se posaron sobre el fajo de cartas que había junto a su cama. Las cartas de Susan. Las que releía casi cada noche. Aunque sintió la tentación de volver a ellas, se le ocurrió otra idea. Una que no podía esperar.
Unos segundos después salió de la cabaña, montó en el coche y enfiló velozmente el camino de un solo carril en dirección a la autopista.