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L
as paredes interiores
de la Biblioteca de Libros Raros, pintadas de blanco, reflejaban
los pálidos rayos de luz de la luna que se colaban por las
persianas bajadas. Aunque apenas había luz para que viera lo que
hacía, Daggart llevaba todavía su pequeña linterna en el bolsillo.
La última vez que la había usado había sido en la habitación de
hotel de Lyman Tingley.
Se detuvo primero en la fila de ordenadores que albergaban el catálogo de la colección. Encendió el ordenador del rincón y esperó con impaciencia a que cobrara vida. Cuando el resplandor azulado de la pantalla cayó sobre su cara manchada de sangre, Daggart bajó el brillo del monitor y se inclinó para evitar el reflejo. Pasó por el lector el carné de Peter y el ordenador se abrió automáticamente por el portal de la biblioteca. No se pedía contraseña.
Escribió primero «códice» y esperó resultados. Nada. Escribió «maya» y obtuvo la misma respuesta. Puso luego «códice maya», «quinto códice», «códice mexicano», «códice yucateco» y una docena de combinaciones más, cada una de ellas más improbable que la anterior. Incluso tecleó «Tingley», consciente de que, aunque Lyman Tingley no era el autor, siendo el descubridor del manuscrito y enseñando además en la Universidad Americana, el códice muy bien podía figurar bajo su nombre.
Pero no. La respuesta era siempre la misma. Ninguna concordancia. Ningún documento que se ajustara a la búsqueda.
El Quinto Códice no figuraba.
Pero estaba allí, en algún lugar de la biblioteca. Aunque no apareciera en el catálogo, estaba en el edificio. Daggart lo sabía.
Se lo había dicho la señora de la limpieza y, por motivos que no se explicaba del todo, se fiaba de ella más que de nadie. Tal vez porque aquella mujer no tenía nada que ganar mintiéndole.
Así pues, estaba en la Biblioteca de Libros Raros. Pero ¿dónde? Si Tingley lo consultaba con frecuencia, ¿dónde podía estar?
Apagó el ordenador y se quedó mirando la oscuridad, acordándose de los pormenores de la habitación cuando la había visto iluminada. Visualizó las estanterías, los lustrosos suelos de madera, los asépticos despachos de administración, las escaleras de caracol…
Avanzó hasta un rincón de la sala y subió por la escalera circular agarrándose con todas sus fuerzas a la fresca barandilla metálica. Notaba la presión del tobillo contra la férula improvisada. Apuntó la linterna hacia la vasta oscuridad y no le sorprendió comprobar que había muchos más libros arriba que abajo. No sólo estaban las paredes repletas de colecciones encuadernadas en piel y vitela, sino que el interior de la sala se hallaba dividido por una serie de recios cajones dispuestos en hilera, como columnas. No había estancias separadas en aquella planta, sino sólo libros colocados en toda clase de estantes y cajones.
La única pega era que estaba todo demasiado a la vista, demasiado expuesto, demasiado accesible. Era imposible que el Quinto Códice se guardara allí.
Daggart volvió a bajar por la escalera de caracol. Caminó precavidamente hasta uno de los despachos de administración y probó la puerta. Estaba cerrada con llave. Pegó la cara a la luna y miró adentro. Nada sugería que allí pudiera haber un objeto tan valioso como el Quinto Códice. Daggart se acercó cojeando al siguiente despacho, intentó abrir la puerta y obtuvo idéntico resultado. Lo mismo sucedió con los otros tres. Estaban todos cerrados. En ninguno parecía haber cajas fuertes, baúles o arcones para guardar tesoros; no había, desde luego, ningún indicio que proclamara «el Quinto Códice se guarda aquí». Nada tan obvio. Eran simples despachos con mesas, sillas y ordenadores, una o dos plantas colgantes y fotografías de amigos y familiares colocadas sobre las cajoneras de color beis, en la esquina del fondo.
Daggart se apoyó en la luna del último despacho. Había algo que le inquietaba.
Aquélla no era una biblioteca corriente. Era la Biblioteca de libros Raros y Colecciones Especiales de la Universidad Americana de El Cairo. Y aquéllos no eran libros normales, sino volúmenes célebres, entre los que figuraban algunas de las antologías más notables de arquitectura y arte islámicos jamás escritas. Allí se hallaban las litografías originales de David Roberts. Era imposible que esos libros se conservaran en baldas corrientes, o incluso en cajones cerrados como los de la planta de arriba. Eran demasiado valiosos. Tenían que estar guardados en otro sitio. En algún lugar seguro. En una sala vedada al público. Y provista de un sistema de control atmosférico.
Pero ¿dónde demonios estaba esa sala?
Daggart escudriñó la oscuridad, horadando las sombras infinitas con el rayo finísimo de la linterna. Una puerta delante y otra detrás. Cinco despachos de administración. Ningún almacén. Dos aseos. Planta baja y primera planta. ¿Qué se le estaba escapando? ¿Dónde estaban las colecciones especiales?
Volvió a mirar el rincón, clavando los ojos en el ascensor. Un borroso reflejo rebotaba en las puertas cromadas. ¿Era posible que bajara, además de subir? No había ninguna escalera que condujera a un piso inferior, pero ¿habría un sótano bajo la planta baja?
Avanzó entre el laberinto de mesas y sillas y al llegar al ascensor descubrió dos botones en el terso borde metálico. Pulsó uno y se encendió una flecha verde que apuntaba hacia abajo. Un momento después, las puertas se abrieron con un suave susurro.
Daggart penetró en el luminoso y aséptico interior. Cuando las puertas se cerraron a su espalda y vio un botón que decía «sótano», tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse llevar por el entusiasmo. Así pues, había una planta inferior. Apretó el botón, ansioso por llegar al sótano y ver el códice con sus propios ojos.
Pero el ascensor no se movió.
Pulsó de nuevo el botón, ordenando al ascensor que bajara. Nada. Volvió a apretarlo una docena de veces más, rápidamente, una tras otra, con el mismo resultado. El ascensor se negaba a moverse. Tan tercamente como la ventana. Pulsó, por probar, el 2, y el ascensor se puso en marcha con un traqueteo y le llevó a la planta de arriba. Se abrieron las puertas, se cerraron, y Daggart pulsó el botón del sótano. Nada. Al apretar el 1, volvió a la planta baja.
Se inclinó hacia el panel del ascensor y vio junto al botón del sótano una ranura estrecha y horizontal del tamaño de un carné o una tarjeta.
Así pues, el sótano tenía el acceso restringido. Sacó la tarjeta azul de Peter Thornsdale-White y la insertó en la ranura. El ascensor no hizo caso. Presionó repetidas veces el botón del sótano, pero no sirvió de nada.
Se desanimó al comprender que, sin la tarjeta adecuada, el ascensor no bajaría.
Y si no bajaba, no había modo de examinar el Quinto Códice.