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E
ntraron en un
aparcamiento de Tulum repleto de coches. Los secuestradores de Ana
la dejaron en el asiento de atrás mientras pedían instrucciones.
Regresaron unos minutos después y la sacaron a rastras del
aparcamiento, sosteniéndola en pie a pesar de que sus piernas sólo
empezaban a recobrar su funcionamiento.
Ana se sorprendió cuando pasaron de largo junto a la entrada principal de Tulum. La arrastraron hacia el océano, en cuya playa blanca batían olas de cuatro metros. Olas levantadas por la vanguardia de un gran huracán. Luego la hicieron subir a empujones, tirando de ella, el acantilado de doce metros de altura, hasta que llegaron al Castillo, el edificio más alto y prominente de Tulum.
Cuando llegaron arriba, Ana se quedó boquiabierta. En pie sobre los peldaños superiores de la pirámide estaba nada menos que Frank Boddick, bañado por el áspero círculo de luz blanca de un foco lejano. A su lado, hablando, estaba Jonathan Yost. Ante ellos se extendía un asombroso enjambre de gente: miles y miles de personas, hombres en su mayoría, se apiñaban en la explanada, sobre las ruinas, a lo largo de los muros desmoronados y en cada palmo de espacio disponible. Incluso había algunos encaramados a los árboles, indiferentes a lo precario de su posición. Grandes calderos de llamas chisporroteantes flanqueaban el recinto, y el fuerte viento mecía y doblaba sus lenguas amarillas y anaranjadas. Banderas enormes, rojas y negras, se agitaban en medio de la tormenta que precedía al huracán. Banderas con la insignia de Right América estampada en atractiva caligrafía y su eslogan de rigor: «América primero».
Era Núremberg 1933 revivido. Sólo faltaban las esvásticas.
—¡Es el momento de la acción! —gritaba Yost encima de un pedestal, hablando a un montón de micrófonos. Los altavoces amplificaban sus palabras con un chisporroteo eléctrico—. El tiempo de la revolución. Cualquiera que cuestione nuestras intenciones es un enemigo de la patria y de Right América. —Su voz flotaba en el cielo de la noche, arrastrada por vientos cada vez más fuertes (vientos que olían a lluvia) y acompañada por el destello de los relámpagos y el eco creciente de los truenos. El huracán Kevin.
Yost siguió hablando; vociferaba algo acerca del fin del mundo y de una siega necesaria, pero Ana había dejado de escucharle.
Sus secuestradores la hicieron entrar en una de las dos estancias abovedadas del templo y la sentaron en un banco de madera. La llama de una antorcha lamía la oscuridad. Mientras estaba allí sentada, atada y amordazada aún, recorrió con la mirada las imágenes de la pared contigua. La pintura se había descolorido, claro, pero los dibujos (el maíz, la fruta, las flores y el Dios Descendente) eran aún claramente visibles.
Se preguntaba qué significaba todo aquello, pero le preocupaba mucho más cómo salir de allí. Y no lo veía posible.
Daggart recuperó el aliento y localizó la escalerilla de cuerda. Tuvo que esforzarse por salir. Cada tirón hacia arriba parecía abrirle un nuevo agujero en el estómago. Cada paso era un calvario. Su frente se cubrió de gotas de sudor. Sus brazos temblaban con furia incontrolable.
Llegó arriba exhausto, con las piernas y los brazos temblorosos como gelatina. Al examinar el rebujo de tela que cubría la herida del cuchillo, vio que se había vuelto de un rojo rosado. El agua había diluido la sangre, y ahora era del color de un clavel pálido.
Se incorporó con cuidado. De pie en el mismo lugar desde el que Ana y él habían saltado al cenote, usó la tenue luz azulada de la luna para mirar alrededor y orientarse.
No había gente. Ni helicópteros. Ninguna sorpresa.
Pasó la mano por el suelo rocoso, intentando descifrar sus volutas y filigranas como un vidente lee las hojas del té. Había demasiadas huellas para sacar algo en claro, y el fuerte viento había alisado la arena, pero una de las marcas captó su atención. Dos surcos idénticos. Como si alguien hubiera sido arrastrado contra su voluntad. La marca conducía hacia la carretera.
Daggart recorrió el camino que él mismo había abierto a través de la selva. Los zarcillos húmedos de las lianas tiraban de sus brazos amenazando con envolverle en su abrazo pegajoso y opresivo y apoderarse de él si se detenía un solo instante. Se paró únicamente al llegar al aparcamiento improvisado. Allí estaba la camioneta de Alberto, la que Ana debía llevarse. Había ocurrido algo. Al darse cuenta, se le aceleró el corazón.
Abrió la puerta y se metió dentro, buscando las llaves en el bolsillo. De pronto recordó que era Ana quien había llevado la camioneta. Él sólo había hecho de guía.
«¡Maldita sea!».
Se inclinó, abrió la guantera y hurgó entre un montón de mapas, manuales, lápices, bolígrafos y envoltorios de comida rápida.
—Vamos, Alberto —dijo en voz alta—. Por favor, que haya una de repuesto.
Sus dedos se posaron sobre el pequeño objeto metálico de bordes suaves y redondeados. Una llave. La metió en el contacto y al oír un chasquido dio gracias por que Alberto fuera tan previsor. Un momento después la camioneta arrancó.
Daggart retrocedió velozmente por el angosto corredor de selva que pasaba por ser una carretera. Cuando llegó a una especie de cruce, dio media vuelta y aceleró. Las hojas frondosas de las palmas golpeaban implacablemente la camioneta.
«Aguanta, Ana —se dijo—. Aguanta».