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P
ara cuando Scott
Daggart regresó a su cabaña y dejó un mensaje en el buzón
de voz de Jonathan Yost, habían empezado a caer densas cortinas de
lluvia. «Alegrías de la estación lluviosa en el este de México», se
dijo Daggart. Tan pronto brillaba el sol como diluviaba. La
tormenta arañaba hasta tal punto las ventanas que cuando sonó el
teléfono Daggart apenas lo oyó.
—Sayonara, baby —dijo la voz del otro lado de la línea, pero la imitación no se parecía ni remotamente al original.
—Como intento no está mal —contestó Daggart—, pero, más que Arnold Schwarzenegger, pareces Hervé Villechaize[3].
—Buena réplica. En fin, ¿qué pasa? Acabo de oír tu mensaje.
Jonathan Yost era el decano de Asuntos Académicos de la Universidad del Noroeste. Como tal, era el encargado de decidir en cuestiones de financiación, provisión de fondos y, claro está, contratación y despidos. Era quien tenía la sartén por el mango. Aunque nadie se atrevía a decirlo públicamente, todo el mundo sabía que el doctor Yost era quien mandaba en el campus; el rector era un simple figurón. Todo el mundo sabía también que sólo era cuestión de tiempo que le ofrecieran la presidencia de alguna universidad. Posiblemente, incluso, la de una perteneciente a la Ivy League.
Yost había sido profesor del Departamento de Filología Inglesa, y Daggart y él se habían hecho amigos inmediatamente al coincidir en un comité interdisciplinario durante el primer año de aquél en la universidad. Desde hacía años jugaban al squash una vez por semana, y cuando Jonathan se pasó a la administración (convirtiéndose, de paso, en el decano Yost, título este del que Scott jamás le permitía apearse), siguieron asistiendo juntos a tantos partidos de fútbol y baloncesto como podían. En vida de Susan no había cuarteto más dinámico que Daggart, Susan, Jonathan y Alice, y tras su muerte no hubo mejor amigo que Jonathan. Fue él quien persuadió a Daggart de que siguiera adelante y retomara sus investigaciones, y él quien movió los hilos para conseguir la financiación que le permitió regresar a México. En lo que a Daggart concernía, Jonathan Yost era un salvavidas.
—Gracias por llamar —dijo Daggart—. ¿He interrumpido algo?
—No te lo creerías, si te lo contara —contestó Jonathan. Mientras hablaba, Daggart se lo imaginó pasándose la mano por la cabeza calva, con los pies encima de la mesa de caoba cubierta de papeles.
—Ponme a prueba.
—Alguien acaba de presentar una denuncia por acoso sexual contra la universidad.
—¿Y qué tiene eso de raro?
—Que el denunciante es un miembro del claustro y la denunciada una estudiante.
—¿Y eso puede hacerse? —preguntó Daggart.
—No preguntes. Conténtate con no haberte metido en Administración. Bueno, ¿qué tal te va? ¿Estás preparado para decirle adiós a México?
Daggart carraspeó.
—¿Tienes un minuto?
—Claro. —Jonathan notó la gravedad de su tono y se puso serio de repente—. ¿Qué pasa?
Daggart le habló de las circunstancias de la muerte de Tingley, del interrogatorio de los dos inspectores y de la destrucción de su yacimiento.
—Lo siento muchísimo, Scott —dijo Jonathan cuando acabó. Hablaba en voz baja, en tono sincero—. Tingley fue tu mentor, ¿verdad?
—Hace mucho tiempo.
—Y la excavación… ¿Puede salvarse algo?
—De momento, no. Está completamente destrozada.
Una súbita ráfaga de aire arrojó una cortina de lluvia contra la ventana, como si alguien estuviera lanzando cubos de agua a la casa.
—¿Qué piensas hacer, entonces? —preguntó Jonathan.
—Necesito quedarme un par de días más aquí. Una semana, como mucho. No sólo por la policía, también por mí. Creo que si investigo un poco podré aclarar este asunto.
—Scott, para eso está la policía. En eso consiste su trabajo, en aclarar estas cosas.
—No me fío de ellos. Puede que investiguen el asesinato, pero la excavación es mía. Alguien se ha cargado años de trabajo en una sola noche. ¿Cómo te sentirías si te pasara a ti? —Jonathan no respondió, y un silencio cargado de interferencias se apoderó de la línea—. Bueno, ¿qué me dices?
—Scott, por favor te lo pido, no me pongas en esta situación. La junta directiva está empeñada en tomar medidas enérgicas con los profesores ausentes. Podría hacer la vista gorda y fingir que no sé nada, pero me acusarían de nepotismo. La semana pasada le dije al consejo de decanos que es de todo punto necesario atar más corto al profesorado. Te necesitamos aquí. Para eso te pagan.
—Sé que…
—Fue un placer ayudarte para la campaña de verano, pero haces falta en las aulas.
—Entiendo que…
—Eres profesor —dijo Jonathan—. Y los profesores enseñan.
—Sólo te estoy pidiendo unos días. Y además no tengo elección, ¿no te parece? La policía dice que no dejará que me marche, si lo intento.
—Podríamos ponerlos a prueba. Puedo contactar con la gente del departamento jurídico. Estoy seguro de que, con un par de llamadas, no tendrás ningún problema en volver. Y si las autoridades mexicanas te necesitan para que declares, les diremos que volverás encantado.
—No lo entiendes, Jonathan. Quiero quedarme. Quiero averiguar quién ha hecho esto y qué es lo que descubrió Lyman Tingley que era tan peligroso para esa gente.
—Scott…
—Lo digo en serio. Debía de estar muy cerca de algo. Y no era del Quinto Códice. Eso lo descubrió la primavera pasada. Así que, ¿qué era? ¿Qué puede ser tan peligroso como para que la Cruz Parlante esté dispuesta a matar a un hombre y a destruir una excavación arqueológica?
Daggart oyó que Jonathan exhalaba un largo suspiro y se imaginó a su amigo pasándose la mano adelante y atrás por la pálida calva y tocándose una ceja con el dedo.
—¿Has hablado con Samantha? —preguntó Jonathan. Samantha Klingsrud era la directora del departamento de Daggart. En el campus tenía fama de no sonreír desde principios de los años setenta. Jonathan no se fiaba de ella ni un pelo.
—Sí, la llamé antes que a ti —contestó Daggart, cambiándose de oreja el teléfono mientras andaba descalzo por las baldosas húmedas del suelo—. No le hizo mucha gracia, pero me dijo que, si a ti te parecía bien, podía arreglárselas.
—Pero no estoy seguro de que debas mezclarte en eso, Scott. Parece un asunto para la policía, no para un profesor universitario.
—Tú no lo entiendes. Ya estoy mezclado en esto. Soy el principal sospechoso, ¿recuerdas?
Se quedaron los dos callados. Otro chisporroteo llenó el silencio.
—Está bien —dijo Jonathan bruscamente—. Haz lo que tengas que hacer. Pero vuelve a fines de esta misma semana. El lunes por la mañana tienes que estar en clase. Y eso no es negociable. Si no, estarás incumpliendo tu contrato. ¿Entendido? Ahora que sé lo que está pasando, no puedes pedirme que haga la vista gorda. Sólo quiero que quede claro.
—Entendido. Gracias, Jonathan.
Jonathan masculló una despedida apresurada y colgó. Daggart miró la hora. Aún no habían dado las doce de la mañana. Quedaba mucho día por delante, pero si quería encontrar el Quinto Códice necesitaba más información.
Mucha más información.