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E
l despacho de Lyman
Tingley era una habitación cuadrada y amplia. Tapaban sus cuatro
paredes diplomas y certificados cubiertos de polvo, fotografías de
Tingley en diversas ruinas mayas y, sobre todo, libros. Filas y
filas de libros: un sinfín de estanterías de contrachapado de pino,
libros embutidos en posición vertical y horizontal, precarios
montones que, apilados sobre cajoneras metálicas, se inclinaban y
retorcían hasta casi tocar el techo. La mesa de Tingley, paralela a
la pared del fondo, con su silla de madera giratoria bajo un
ventanillo, parecía, más que un lugar de trabajo, una balda de
almacenaje: otra superficie plana en la que amontonar algo hasta
cubrirla por entero. Hasta en la alfombra persa que ocultaba casi
por completo el suelo de tarima oscura se veían aquí y allá
montones de abultados sobres de papel de estraza, exámenes, hojas
sueltas, artefactos mayas, cualquier cosa que ocupara espacio.
Daggart pensaba que su despacho era un desastre, pero parecía el de
Martha Stewart comparado con aquél. Aquello era un choque de
trenes. Una caravana asolada por un tornado. Y lo más temible era
que la señora de la limpieza decía que alguien lo había revuelto
hacía dos días y que ella había puesto de nuevo las cosas en su
sitio. Así pues ¿estaba ordenado?
Daggart cerró la puerta hasta dejarla un poco entornada. Encendió el flexo de la mesa de Tingley y desde la pantalla de la lámpara se derramó un fino halo de luz amarilla sobre la mesa. Se acomodó en la silla giratoria, tras la gran mesa maciza, y comenzó a hurgar en los cajones. Los de abajo, a ambos lados, eran archivadores atestados de viejos programas de asignaturas, informes de comités, solicitudes de becas, actas de calificación y directrices departamentales. Parecía haber pocas cosas que tuvieran que ver con los mayas, y menos aún con el Quinto Códice. Los cajones de arriba estaban repletos de bolígrafos usados, grapas, gomas de borrar, cajas de clips. Daggart tenía que luchar por cerrarlos después de abrirlos.
Se levantó de la mesa y se acercó a una cajonera metálica pintada de verde. El cajón chirrió al abrirse. Había carpetillas con encabezamientos que Daggart conocía bien: Tulum, Chichén Itzá, Cobá, Palenque… Fue sacando las carpetas una a una, las hojeaba y volvía a guardarlas. Su contenido era previsible. Daggart tenía documentos casi idénticos en su despacho de la Universidad del Noroeste, aunque le gustaba pensar que estaban mejor ordenados. Cerró el cajón y abrió otro.
Echó un vistazo al reloj y vio que eran las nueve y media. Se le estaba agotando el tiempo. Sólo tenía media hora para entrar en la Biblioteca de Libros Raros. Tras volar miles de kilómetros, no le apetecía esperar hasta el día siguiente para ver el códice con sus propios ojos.
Sintió pasos fuera, sobre el cemento. Siguieron voces. Daggart se quedó paralizado. Le preocupaba que los guardias hubieran visto luz en el despacho de Tingley. Se maldijo por no haber cerrado del todo la puerta.
Las voces se alejaron y Daggart sintió gotas de sudor en las sienes. Dentro del despacho el aire era rancio y mohoso. No circulaba lo más mínimo. El espeso polvo de la alfombra, el bochorno de una habitación cerrada largo tiempo y las altas temperaturas componían un cuadro desagradable. Daggart tenía la piel pegajosa de sudor. La camisa se adhería a su espalda. El sudor goteaba de sus sienes y corría luego hasta su mandíbula. Se lo limpió con las yemas de los dedos y siguió con lo suyo.
Acabó de revisar otra cajonera y miró a su alrededor. Tenía que haber algo, ¿no? Se puso de rodillas y examinó los montones de carpetas que había en el suelo; se movía ahora más aprisa, contra el reloj. Los archivos no tenían nada de extraño o sorprendente, y pasó rápidamente de un montón a otro.
Nada. El tiempo seguía pasando. Y abajo, en el patio, seguían oyéndose voces.
Se levantó y fue recorriendo las estanterías, buscando algo irregular en la colocación de los libros. Cualquier cosa que indicara… lo que fuera. Regresó a la mesa. Comprobó el reloj. Eran las 21.40 horas. Estaba a punto de revisar un montón de papeles cuando se acordó.
Una imagen.
Algo que acababa de ver. Algo que le había sorprendido. Pero ¿qué? ¿Y dónde? Dio un paso hacia la pared del fondo y lo perdió. La palabra desapareció entre el turbio éter del cerebro, como esa palabra en la punta de la lengua que uno se esfuerza por encontrar. No consiguió dar con ella.
Alguna cosa había llamado su atención, pero no lograba recordar qué era, ahora que lo intentaba. Una pluma flotando en el viento. No conseguía atraparla. Como en el caso de la persistencia de la visión, la característica por la cual el cerebro retiene la imagen de un objeto una fracción de segundo después de que dicho objeto desaparezca de la vista de una persona, Daggart conservaba cierta impresión visual a pesar de que la imagen misma (el objeto) no estaba ya delante de él desde hacía unos segundos. No recordaba, sin embargo, qué era aquel objeto. Se había desvanecido hacía rato.
Volvió sobre sus pasos, regresó a la estantería y miró las filas y filas de libros de texto consagrados a todo tipo de cuestiones relacionadas con la arqueología. Nada le chocó. Era únicamente una hipertrofiada colección de libros y no había nada que le hiciera…
Allí estaba.
Un libro con el lomo blanco y letras grises y rojas. Visualmente, nada llamativo. Era simplemente un libro entre otros miles, con el lomo descolorido por el sol y de apariencia más anodina que el resto, en todo caso. Completamente inofensivo. Pero Daggart se fijó en él no sólo porque lo reconoció, sino porque conocía su importancia para los estudiosos de la cultura maya en todo el mundo.
Era El desciframiento de los glifos mayas de Michael D. Coe, el libro que, más que cualquier otro, narraba la larga y tortuosa historia de los exploradores, arqueólogos y antropólogos que se habían esforzado por desentrañar los jeroglíficos mayas. Para muchos especialistas era la biblia, y Michael Coe su dios. En términos visuales no tenía nada de particular, pero Daggart conocía su valor. Vio también que estaba metido varios centímetros más adentro que los libros que lo rodeaban, como si alguien lo hubiera sacado hacía poco del estante y hubiera vuelto a colocarlo en su sitio apresuradamente y con fuerza.
Estaba bien encajado y Daggart tuvo que usar ambas manos para asegurarse de que los libros vecinos no se caían al sacarlo. Examinó el volumen. Su tapa rajada y descolorida. Su lomo arrugado. Sus páginas ajadas y carcomidas por las esquinas. Parecía muy usado. Daggart cogió el libro y lo dejó descansar sobre su palma derecha para ver si se abría solo.
Se abrió.
En la página 87, junto a la fotografía de Alfred Maudslay, el afamado británico que tanto hizo por dar a conocer los auténticos jeroglíficos mayas al resto del mundo, se había practicado un agujerito en medio de las hojas. Los bordes interiores del agujero estaban rasgados y rotos. Quien lo había hecho no había puesto en el empeño ni una pizca de esmero o pulcritud. Era como si nunca hubiera hecho nada parecido. Como si lo hubiera hecho en un momento de total desesperación. Como si el tiempo estuviera en juego, o quizá la vida.
Pero lo que interesó a Scott Daggart fue lo que había metido dentro del pequeño orificio: un pañuelo blanco, arrugado y prieto. En una esquina llevaba bordadas las iniciales «LT» en efusiva caligrafía. Parecía raro esconder aquello. Lo normal era guardar los pañuelos en los cajones de la cómoda, no embutirlos en compartimentos secretos practicados en los libros.
Daggart sacó el pañuelo y estaba a punto de desenvolverlo cuando oyó pasos junto a la puerta. Colocó el libro en su sitio y se guardó el pañuelo en el bolsillo del pantalón.
—¿Los ha encontrado? —preguntó una voz retumbante. Era el profesor Utley, el del pecho de barril y la voz de grava.
—Ahora mismo —dijo Daggart, y agarró al azar un montoncillo de papeles que había sobre la mesa y los levantó a modo de prueba. Los dobló para que Utley no viera lo que eran de verdad.
—¿Cree que tendrá suficiente para la clase?
—Si no, siempre puedo inventármelo.
Utley se rio. Entrechocó la grava.
—Olvidé decirle que ésa es la regla número tres. Si no sabes algo, invéntatelo.
—Seguro que me será muy útil.
—Vamos, le acompaño. —Sostuvo la puerta abierta. Daggart quería registrar el resto del despacho de Tingley y examinar el pañuelo en privado, pero no vio cómo iba a rehusar la invitación del profesor Utley.
Al salir a la galería y cerrar la puerta, sonaron disparos.
El estruendoso tableteo de la semiautomática resonó en el pequeño complejo, rebotando en las paredes y haciendo añicos el silencio amortiguado del campus. Daggart divisó el fogonazo anaranjado del cañón en la explanada de abajo. El olor acre de la cordita flotaba en el aire.
El profesor Utley se desplomó contra la pared. Tres círculos de sangre brotaron rápidamente en su pecho. Su cuerpo resbaló por la pared dejando un emborronado rastro de rojo sobre el estuco blanco. Un emborronado dibujo hecho con los dedos. Daggart se agachó mientras otra tanda de disparos silbaba sobre su cabeza y se incrustaba en la puerta, lanzando al aire una lluvia de astillas. Daggart se acercó a gatas al profesor y le zarandeó.
—Profesor Utley, ¿me oye? ¿Se encuentra bien?
El hombretón, tan lleno de vida un momento antes, no daba señales de oírle. Sus ojos, vidriosos de pronto, miraban hacia un punto invisible. Daggart le buscó el pulso. No tenía. Estaba muerto.
Otra andanada de disparos astilló la puerta de madera y Daggart se pegó al suelo. Su único consuelo era que, mientras el pistolero siguiera disparando desde el patio, no podría verle. Lo único que tenía que hacer era meterse en el despacho de Tingley y llamar a seguridad, suponiendo que no estuvieran ya de camino.
Levantó la mano y probó con el pomo. Estaba cerrado. La puerta se había cerrado automáticamente al tirar de ella, como le había dicho la señora de la limpieza. Daggart la empujó con el cuerpo. No cedió.
Un silencio retumbante cayó sobre el patio, El pistolero esperaba a que Daggart hiciera algún movimiento.
Pero Daggart no se movió. Se quedó en el suelo del balcón, pensando.
«Relájate. Respira».
Se imaginó las escaleras a ambos lados de la galería. Si sólo había un pistolero, y si podía deducir por qué escalera subiría, podría huir por el otro lado. Pero ése era también el dilema del pistolero; si adivinaba por qué lado huiría Daggart, correría en esa misma dirección. Si elegía bien, Daggart tenía alguna posibilidad de escapar. Si no, era hombre muerto.
Así que esperaron.
Los pájaros se callaron, como conscientes de la situación. Al otro lado de los muros, el tráfico se convirtió en un susurro muy lejano. El ruido blanco de una noche de verano. Daggart se quedó inmóvil, aquietó su respiración, esperó a oír por cuál de las dos escaleras se decidía su atacante.
Pasaron unos minutos eternos. Los guardias no daban señales de vida. Daggart se dio cuenta de que posiblemente estaba solo.
Necesitaba un plan. Enseguida.
Se arrastró hasta el borde de la galería y levantó lentamente la cabeza. El pistolero, un hombre corpulento, en forma de cuña de queso con bigote, estaba unos tres metros más cerca que antes. Recorría con los ojos la galería de un extremo a otro como el espectador de un veloz partido de tenis.
Daggart levantó la cabeza, el hombre apretó el gatillo y voló otra ráfaga de disparos. Daggart se agachó y las balas cesaron. Una lluvia de serrín cayó sobre su espalda. Levantó la cabeza de nuevo y repitió el proceso, agachándose justo cuando las balas volvían a astillar la puerta de madera. Puso otra vez en práctica la misma rutina: se levantaba y se agachaba como en un juego de niños, esquivando cada vez por los pelos la ráfaga de balas dirigidas contra él.
Al pistolero aquello debía de parecerle absurdo, pero desde el punto de vista de Daggart estaba funcionando. La última andanada destrozó el pomo de la puerta. Daggart respiró hondo y golpeó la puerta con los pies lo más fuerte que pudo. La hoja se abrió de golpe y Daggart entró a gatas en el despacho de Tingley.
Cerró la puerta astillada. Tenía poco tiempo, pero al menos estaba en mejor posición que antes. Oyó pasos precipitados sobre la hierba. Daggart había movido ficha. Ahora le tocaba al pistolero. No había tiempo que perder.
Fue a empujar la mesa contra la puerta para usarla de barricada, pero pesaba tanto que no pudo ni moverla. Era un armatoste cargado durante años con papeles y carpetas, y no iba a ir a ninguna parte. Los pasos resonaron en las escaleras. El pistolero estaba subiendo.
Daggart miró a su alrededor. Estaba encerrado sin escapatoria en el despacho de Lyman Tingley. Miró el teléfono. Podía hacer una llamada, pero ¿de qué serviría? Nadie llegaría a tiempo.
Los pasos llegaron a la galería, resonaron sobre las planchas de madera, camino del despacho de Tingley. Daggart se dio cuenta de que sólo podía hacer una cosa. Era arriesgado. Y estúpido. Descabellado, incluso. Pero ¿qué alternativa tenía?
Se abalanzó hacia el fondo de la oficina, entre los montones de libros y archivadores y empujó el ventanuco, cuyas hojas idénticas se abrieron hacia fuera, en la oscuridad. El hueco no tenía más de sesenta centímetros cuadrados. Estaba bien para un gato. Pero no tanto para un ser humano.
Los pasos se oían más fuertes, aflojaron el ritmo al acercarse a la puerta.
Daggart no podía esperar ni un momento más. Se subió a la silla de Tingley. Estiró los brazos como Supermán, sacó los brazos, la cabeza y el torso por el ventanuco. Empujó la silla con los pies y comenzó a deslizarse a través del hueco. No era bonito, pero servía. Ignoraba qué había debajo, ni le importaba en ese momento. Salir del despacho de Tingley era lo único que le preocupaba, aunque significara caer desde una altura de dos pisos. Ya se preocuparía luego por la caída.
Tenía medio cuerpo fuera del ventanuco cuando su cintura se atascó en el marco. Moviendo brazos y piernas, empujó con todas sus fuerzas, apoyándose en la pared exterior del edificio. No hubo manera. Estaba atascado, más encajado que un anillo dos tallas más pequeño en un dedo dos tallas mayor. Sencillamente, el ventanuco era demasiado pequeño. Le dolían los músculos mientras se tensaba contra la pared, retorciéndose y coleando como una sirena. Pero su cuerpo no se movía.
«Qué forma tan vergonzosa de morir —pensó—. Atascado en una ventana con un tiro en el culo».
Oyó que la puerta se abría de golpe tras él, y no necesitó otro aliciente. Haciendo acopio de fuerzas, empujó una última vez contra la pared hasta que logró desatascarse y pasar por el estrecho túnel de la ventana. Cayó hacia fuera mientras las balas rozaban las suelas de sus zapatos y se deslizó por el aire sin ofrecer resistencia, como un paracaidista saltando de una avioneta.