65
H
éctor Muchado pasó el
dedo por algunas de las líneas del mapa hecho a mano.
—Las sacbeob son uno de los temas que más me han interesado estos últimos años. A menudo se las llama calzadas, pero en realidad eran carreteras. Carreteras de piedra caliza, de ahí que se haya dado en llamarlas «carreteras blancas». ¿Saben algo de ellas?
—Algo. No mucho —respondió Daggart. Había visto sus restos en Chichén Itzá, claro, y había oído hablar de ellas en diversas conferencias, pero nunca las había estudiado en profundidad.
—Ya saben que las ciudades-estado no sólo guerreaban entre sí, también dependían unas de otras. Era una relación muy compleja, parecida a la de los hermanos, pensándolo bien, aunque en este caso lo más normal era que la cosa acabara en una matanza. ¿Y de qué vivían estas civilizaciones?
—Del comercio —contestó Daggart, y Héctor asintió con la cabeza, complacido. Daggart era de pronto el alumno que estudiaba bajo la férula de Héctor Muchado. No le importó lo más mínimo.
—Exactamente.
—Esperen un momento —dijo Ana—. No sé si les sigo. Si guerreaban tanto con esas otras tribus, ¿por qué también comerciaban con ellas?
Héctor dejó que fuera Daggart quien contestara.
El más joven de los dos le complació.
—Por necesidad. Recuerda que estas tierras son difíciles de cultivar. Sólo hay unos pocos centímetros de suelo fértil sobre el inmenso zócalo de caliza que forma Yucatán, y los mayas sólo conseguían extraer cosechas dos años seguidos de cualquier campo que cultivaban. Luego empezaban otra vez, despejaban otro terreno y quemaban las rozas para plantar su maíz. Pero los campos que rodeaban las ciudades eran limitados, así que, a no ser que cambiaran de asentamiento cada pocos años, tenían que confiar en el comercio para conseguir los productos que necesitaban.
—Además —añadió Héctor—, la península de Yucatán no es muy hospitalaria, para empezar. La estación seca y la húmeda están muy marcadas, el calor es insoportable y no hay ríos. En superficie, al menos.
—¿Cómo se las arreglaban para sobrevivir? —preguntó Ana—. ¿Por qué no se fueron a otro sitio?
—Porque tenían cosas que los mayas del sur no tenían. Es decir, sal. Sin neveras, no había mejor modo de conservar la carne, así que la sal era un bien muy apreciado. Y aquí, en el norte, no escaseaba. Los mayas tenían, además, el mar. Tulum no está situado en esos acantilados sólo por su belleza. Fíjese en dónde se levanta: exactamente en el sitio en el que el arrecife se abre y los barcos pueden llegar a tierra sanos y salvos. Un puerto perfecto para el comercio. Así que no les hacía falta irse a otra parte.
—¿Y las sacbeob? —preguntó Daggart.
—Las sacbeob eran las carreteras de caliza que construyeron para conectar unas ciudades con otras. Era evidente que se alzaban ligeramente por encima del suelo de la selva. ¿Saben por qué?
—Para que no las cubriera la maleza —respondió Daggart.
—Exacto. Y solían tener unos dos metros de ancho.
—Lo bastante anchas para transportar mercancías de una ciudad a otra.
—Así es, sí.
—¿Cuándo se construyeron? —preguntó Daggart.
—Según las hipótesis más plausibles, los mayas empezaron las obras de las primeras sacbeob entre el siglo VIII y el siglo IX. Parece ser que hay algunas que son posteriores, pero creemos que ésas fueron las primeras.
—¿Cómo las construyeron?
Una amplia sonrisa iluminó la cara de Héctor. Mientras hablaba volvió a aflorar cierta lozanía juvenil.
—De forma casi perfecta. Recuerde que eran carreteras de decenas de kilómetros que atravesaban la jungla entre una ciudad y otra. Cruzaban pantanos, atravesaban cerros, penetraban en la selva. Y eso es lo más curioso del caso. Que están perfectamente niveladas. De momento, lo que han descubierto los arqueólogos es que entre un extremo y otro no hay más que unos centímetros de desnivel. Así de bien las construyeron. De hecho, los estudiosos afirman ahora que cada saché suponía una obra de ingeniería de mayor precisión que la de las pirámides.
Le tocó a Ana el turno de hacer preguntas.
—¿Cómo las hacían?
—Primero construían una base utilizando las rocas más grandes. La colmataban con guijarros y piedras más pequeñas y lo cubrían todo con sascab machacado. Y tapaban los lados con más caliza que pegaban con una especie de argamasa. No descuidaban ningún detalle.
—¿Cuántas de esas carreteras blancas hay?
—La respuesta corta es que aún no lo sabemos.
—¿Y la larga?
Héctor suspiró.
—Solamente en Cobá se han descubierto casi cuarenta sacbeob que parten de la ciudad, como si fuera el centro de una rueda y las carreteras sus radios.
—¿Cuarenta carreteras que entraban y salían de Cobá?
—En efecto.
Daggart estaba atónito. Sabía que se habían descubierto tramos de carreteras en diversos lugares, pero ignoraba que fueran tantas como sugería Héctor Muchado.
—¿Cuándo fue la primera vez que oyó hablar de ellas? —preguntó Daggart.
—Sé de su existencia desde hace algún tiempo, pero hasta principios de la década de los noventa no empecé a darme cuenta de lo amplia que era la red de calzadas.
—Espere un momento —dijo Daggart—. ¿Insinúa que son ésas las carreteras a las que aludían los mayas con esos jeroglíficos del final?
—No se me ocurre a qué otras podrían referirse.
—Pero ¿cómo es posible? La selva se las tragó hace siglos. ¿Cómo pueden detectarse las carreteras, o sus restos, incluso?
—Eso hay que agradecérselo al programa espacial de la NASA.
—No le sigo.
Héctor introdujo la mano en la carpeta y sacó cinco fotografías en blanco y negro.
—Primero fotografiaron la región de El Mirado, en Guatemala. Desconozco el motivo. Casi me da miedo saber por qué un organismo estatal, sea el que sea, toma fotografías aéreas. El caso es que, cuando los científicos examinaron las fotografías, distinguieron una serie de líneas rectas que no se correspondían con caminos y carreteras actuales. Estaban perplejos. Esas líneas no se habían fotografiado nunca. Pero al examinarlas más atentamente descubrieron que eran restos de sacbeob. Carreteras blancas.
—Sigo sin entender una cosa —dijo Daggart—. Esas calzadas tienen siglos de antigüedad. Llevan mucho tiempo cubiertas por la selva. Es imposible verlas. Y sé con toda certeza que nunca habían aparecido en fotografías anteriores tomadas por satélite.
—Entonces, ¿cómo es que las sacbeob se dejaron ver de pronto en estas fotografías en particular? —preguntó Héctor, concluyendo la pregunta de Daggart.
—Exacto.
—Por infrarrojos. Por razones que sólo conoce la NASA, esta vez hicieron las fotografías con infrarrojos, y la ventaja de ese método fotográfico es que puede distinguir entre distintos tipos de vegetación. Y eso fue precisamente lo que notaron al examinar las fotografías. En medio de la selva, muy lejos de cualquier civilización conocida, había ciertos tipos de vegetación que formaban líneas rectas. Era absurdo, desde luego. Una cosa es que haya variedades de flora mezcladas en desorden, o aisladas formando macizos, pero ¿en línea recta? Estaban pasmados, por decir algo. —Los ojos de Héctor brillaron malévolamente—. Habría dado cualquier cosa por estar presente en esas reuniones, la primera vez que intentaron explicar esas fotografías.
—Sigo sin entender —dijo Daggart—. ¿Esas líneas no eran las propias carreteras?
—Sí y no. Las calzadas estaban hechas de piedra caliza. Igual que la tierra sobre la que están construidas. Así que una fotografía de infrarrojos no las habría detectado. Pero sí detecta la vegetación, y los científicos se dieron cuenta enseguida de que había cierto tipo de flora que crecía salvaje en la selva y otro tipo que crecía encima y a lo largo de las sacbeob.
—Pero eso no tiene sentido —dijo Ana.
—Sí que lo tiene. Cada vez que el ser humano altera el entorno natural, y cualquier forma de edificación supone una alteración, la naturaleza tarda años en recuperarse del todo. Así que, aunque han pasado mil trescientos años desde que se construyeron las primeras carreteras, el crecimiento de la vegetación sigue influido por su edificación. Porque las plantas y flores autóctonas crecen de forma distinta sobre las calzadas elevadas de las sacbeob que en su medio natural.
—¿Incluso pasados mil trescientos años?
—Pues sí, incluso pasados mil trescientos años. Naturalmente, si hace quinientos años hubiera existido la fotografía con infrarrojos, las carreteras se habrían visto mejor. Pero lo asombroso es que, aunque evidentemente cada vez es más difícil localizarlas, cierto número de ellas sigue apareciendo. —Héctor tocó una de las fotografías con el dedo índice—. Estas fotografías proceden de la NASA. Basándome en ellas hice mis propias estimaciones.
Al mirar las fotos en blanco y negro de Yucatán, a Daggart le sorprendió ver una serie de líneas claras que cruzaban la península. Héctor le pasó su mapa hecho a mano.
—Según mis cálculos más ajustados, éstas son las sacbeob que existían en época maya posclásica.
La maraña de líneas que cruzaba la península de un lado a otro formaba un espirógrafo laberíntico. Era como el mapa de rutas de vuelo de la contraportada de una revista de línea aérea.
Daggart había oído decir que aún había sacbeob enterradas en la selva, pero siempre había supuesto que serían diez o veinte, no cientos de ellas. Lo que estaba viendo le pilló completamente desprevenido. Desde el punto de vista de un antropólogo, era un descubrimiento revolucionario. Aún no sabía cómo podían ayudarle a encontrar el Quinto Códice aquellas «carreteras». A fin de cuentas, los jeroglíficos decían: «Sigue el camino». Pero ¿cuál? ¿Y hacia dónde?
—Si todavía quedan tantas carreteras por ahí —dijo Ana—, ¿por qué no se hace más por desenterrarlas?
Héctor lanzó una mirada a Daggart.
—¿Quiere contestar usted?
—Sólo es una suposición —dijo Daggart—. ¿Por dinero?
Héctor asintió tristemente con la cabeza.
—Ya cuesta bastante trabajo reunir fondos para excavar ruinas mayas. Financiar una exploración de los sacbeob sería aún más difícil. Después de todo, sólo son carreteras. Para los turistas es mucho más emocionante visitar unas ruinas restauradas que una calzada restaurada. Y para los arqueólogos las ruinas tienen la ventaja de que no sólo ofrecen más información sobre los mayas, sino que albergan verdaderos documentos arqueológicos, lo cual es un aliciente añadido. Cerámica, armas, herramientas, de todo. Las carreteras tendrán que esperar, es así de sencillo. Al menos, por ahora.
—Pero está usted dando a entender que fueron las carreteras las que llevaron a Tingley a su yacimiento —dijo Daggart.
—Eso parece, desde luego, ¿no cree? —Héctor señaló uno de sus mapas—. Cuando le pregunté dónde estaba el yacimiento del doctor Tingley, señaló usted un lugar no muy lejos de aquí, creo. —Puso su tembloroso índice sobre un punto. Un punto que quedaba exactamente en línea con una de las sacbeob.
—¿Hay alguna posibilidad de que el Quinto Códice esté escondido en el yacimiento de Tingley? —preguntó Daggart.
—Es poco probable. Un códice que versaba sobre el fin del mundo era demasiado valioso para esconderlo en una parada de la cuneta de una carretera. Los mayas se habrían tomado grandes molestias para esconderlo en un lugar más inaccesible.
—No se dejan los collares de diamantes encima del mostrador —dijo Ana—. Se guardan en la caja fuerte, detrás de un cuadro.
—Habla usted como una auténtica joyera —dijo Héctor con una sonrisa.
—¿Y la estela que hay allí? —preguntó Daggart.
—Es difícil decirlo. Cabe dentro de lo posible, desde luego, que se llevaran algunas estelas cuando abandonaron Tulum, pero serían muy difíciles de transportar. Así que eso es más problemático.
—¿Es posible que los mayas estuvieran dejando pistas? Ya sabe, como una búsqueda del tesoro, en versión maya.
—Es posible —reconoció Héctor—, pero parecen muchas molestias para un juego de salón.
—Pero ése es el quid de la cuestión. Que es más que un juego de salón. Es el secreto del fin del mundo. ¿Qué otra cosa merecería mayores esfuerzos?
Aquella idea quedó suspendida en el aire como el vaho que emanaba de sus tazas, y los tres fijaron la mirada en el mapa dibujado por Héctor. El retumbar lejano de un trueno estremeció las ventanas.
—Al menos es lógico pensar que Tingley no excavó en ese lugar, en medio de la selva, por puro azar —comentó Daggart.
—Exacto. De hecho, en esos caminos no se dejaba nada al azar.
—Se refiere a cómo conectaban una ciudad con otra.
—A más que eso, en realidad.
Daggart le miró extrañado.
—Verá, esos caminos blancos no se construían en cualquier parte —explicó Héctor—. Actualmente, los arqueólogos creen que las sacbeob se construían siguiendo alineamientos celestiales.
—¿Es decir? —preguntó Ana.
—Es decir, que los ingenieros mayas trazaban los caminos según el alineamiento de los planetas. Chichén Itzá, por ejemplo. Todo el mundo sabe que está alineada astronómicamente de modo que, en el equinoccio de primavera y en el de otoño, el sol crea una ilusión óptica en forma de serpiente descendente. Pero lo que la gente no sabe es que el Caracol, el principal observatorio de Chichén Itzá, se diseñó de tal modo que, cuando llegara el año mil, Venus estuviera perfectamente alineado en el cielo. ¿No es eso precisión? Los mayas planearon todo eso con cientos de años de antelación. Naturalmente, no fueron los únicos en hacerlo. Las grandes pirámides egipcias están colocadas siguiendo el cinturón de Orion. Y Nótre Dame se encuentra bajo la influencia de Virgo. Aunque sabemos muy poco sobre las sacbeob, casi no me cabe duda de que también estaban alineadas con los planetas.
—¿Cómo?
—Eso está aún por determinar, y es a lo que me he dedicado estos últimos años. Pero de una cosa estoy seguro. —Se inclinó hacia Daggart y Ana como si fuera a contarles un secreto—. En cuanto entendamos la pauta que seguían esas carreteras, en cuanto descubramos su Casiopea en esas calzadas, sabremos dónde están escondidos los grandes tesoros mayas.
—¿Incluido el Quinto Códice? —preguntó Daggart.
Héctor respondió sin perder un instante.
—Sobre todo el Quinto Códice.