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E
ra lógico que Scott
Daggart recurriera al océano.
Tras la muerte de Susan, había intentado superar la pena a base de músculo. Era su modo de enfrentarse a los problemas. Después de meses sin pegar ojo y siguiendo el consejo de sus amigos, visitó por fin a una terapeuta que le dijo que tenía que hacer dos cosas: llorar y hacer ejercicio. Daggart se levantó, pagó la minuta y no volvió más. Llorar, ya había llorado bastante. Aceptó, en cambio, su consejo acerca de hacer ejercicio.
Nadaba siempre que tenía ocasión. En la piscina de la universidad avanzaba por el agua con brazadas firmes y medidas, olvidado completamente de sí mismo. Así no había pasado. Ni recuerdos. La imagen obsesionante del cuerpo sin vida de Susan dejaba de existir.
En verano nadaba en las cálidas aguas del Caribe. El sol sobre la espalda, el chapoteo de sus pies, el movimiento fluido de sus brazos cuando extendía las manos hacia el cielo azul brillante con cada nueva brazada, y nada más. Alargar los brazos, empujar el agua, patalear, así una y otra vez. No era Michael Phelps, pero conseguía mantener los recuerdos a raya. Eso era lo importante. Y era mejor que su modo anterior de resolver los problemas, que consistía en moler a palos a quien le tocaba las narices.
Esa mañana, el posible significado de aquella letra M resonaba en su cabeza como una enojosa melodía que no lograba sacudirse de encima.
«No le des más vueltas. Deja que las respuestas lleguen solas. Deja que pase».
Era el mejor modo que conocía de encontrar la solución a un problema. Tras haber pilotado helicópteros en Somalia, perdió el interés en reengancharse. No era antimilitarista; nada de eso. Pero estaba harto de pelear: con el enemigo, con sus superiores, con todo el mundo. Fue saltando de empleo en empleo, a la deriva como un palo en un río.
Luego llegó a México.
Unos amigos y él fueron a Cancún a pasar una semana de vacaciones. «Puro hedonismo», dijeron para describir el viaje. Pero después de tres días de piñas coladas y margaritas, de discotecas y mujeres, Daggart empezó a inquietarse. Tenía que haber algo más que aquello en la vida.
Dejó Cancún, a sus amigos borrachos, y a la mujer acostada en su cama (de cuyo nombre no se acordaba), alquiló un coche y empezó a conducir sin rumbo. Se perdió en Yucatán, yendo de camino en camino, hasta que se topó con una minúscula aldea maya en medio de la selva y en plena noche. La gente no hablaba inglés, ni español, casi; se comunicaba en yucateco, un dialecto maya autóctono. Dándose cuenta de que Daggart estaba cansado y hambriento, le preguntaron mediante gestos y símbolos si quería quedarse a pasar la noche.
Daggart aceptó de mala gana.
A la mañana siguiente se despertó con el olor embriagador de las tortillas de maíz y el chisporroteo de los chiles sobre el fuego: una invitación a desayunar tan tentadora que no pudo rechazarla. Devoró una comida que incluía melón recién cortado de la mata, zapallo y tomates fritos y una especie de moje llamado xni pee.
Mientras engullía hasta la última migaja de su tosco plato, sentado sobre la tierra dura y pelada, se hizo amigo de un niño de hirsuta cabellera negra que le miraba con los ojos abiertos de par en par. Se llamaba Andrés y nunca había visto un hombre blanco. Pellizcaba la piel de Daggart para regocijo de todos, como si esperara arrancar con sus deditos morenos una fina membrana blanca.
Después, Daggart acompañó a Andrés y a un grupito de niños a buscar el agua para la jornada. Avanzaron de puntillas por un estrecho sendero bordeado de cedros, caobas y plantas trepadoras llamadas chayoteras. El bosque húmedo y sofocante olía a invernadero. La tierra chapoteaba bajo sus pies. Daggart descubrió con asombro que tardaban casi media hora en llegar al manantial más cercano. Pero más aún le impactó que aquellos niños tuvieran que llevar el agua a la aldea en pesados cubos sostenidos en precario equilibrio mediante varas terciadas sobre la nuca, como si fueran bueyes.
Cuando Daggart expresó su perplejidad, los ancianos de la tribu se limitaron a señalar un pequeño hoyo practicado en el suelo. El rudimentario pozo, apenas esbozado, yacía intacto. Los hombres estaban demasiado atareados trabajando en el campo para terminarlo, y las mujeres se pasaban el día moliendo maíz cocido y convirtiéndolo en grandes montones de tortillas. A Andrés y sus amigos les tocaba hacer varios viajes cada día.
Cuando Daggart preguntó por qué no se mudaban, le dijeron (o eso entendió lo mejor que pudo) que acababan de mudarse. Sus antepasados habían vivido durante generaciones cerca del mar, pero la invasión creciente de los hoteles había ido empujándolos tierra adentro. Lo decían sin pesar ni amargura. Así eran las cosas, sencillamente.
Daggart decidió quedarse. Sólo unos días, se dijo. Lo justo para ayudarles un poco. A fin de cuentas, era muy mañoso. Tenía tiempo libre. Y sus amigos, en Cancún, no le echarían de menos.
Se entregó a los quehaceres cotidianos de la aldea. Se levantaba al alba, como los demás hombres, para desbrozar los campos con hachas y artilugios parecidos a machetes. De noche, cuando los últimos rayos de sol se filtraban gota a gota por la malla del bosque y las hilachas de humo de las hogueras se alzaban como fantasmas ondulantes, Daggart cavaba la tierra tachonada de caliza. Su pala golpeaba la roca con estrépito mucho después de que comenzaran a oírse los primeros ruidos nocturnos. Al cabo de un mes dedicado a cavar, traspasó una fina capa de arcilla y el agua fresca comenzó a brotar como petróleo. Lo había conseguido.
A cambio de sus esfuerzos, los mayas le dieron una hamaca para dormir y la mejor comida que había probado nunca, o casi. Ambas partes lo consideraron una ganga.
Cuando Daggart le dijo al jefe de la tribu que tenía que volver a casa, la aldea celebró una fiesta de despedida en su honor. Papayas jugosas y suculentas sandías. Judías verdes que se rompían, crujientes, en la boca. Tortillas bañadas en la miel dulce y azucarada de las colmenas del pueblo. Pavo ahumado. Y, para terminar, carne de cerdo fresca envuelta en hojas de banano y cocida durante todo el día en un foso humeante.
Después, los aldeanos se sentaron en torno a las temblorosas brasas del fuego y las familias fueron haciéndole obsequios en señal de gratitud. Los regalos iban desde lanzas en miniatura a hamacas tejidas a mano. El pequeño Andrés le regaló una tortuguita tallada en madera. Aunque tal vez no fuera un momento tan dramático como el que vivió Saulo en el camino de Damasco, fue en ese instante cuando Scott Daggart decidió consagrar su vida a los mayas.
Por primera vez tenía una meta.
Dejó la aldea, dejó México y regresó a la universidad a fin de obtener la formación necesaria para cumplir su sueño. Y entonces conoció a Susan.
Él estaba cursando el doctorado en antropología. A ella le faltaba un año para licenciarse en gestión cultural y museística. Unos amigos comunes les organizaron una cita a ciegas. Aunque más tarde ambos reconocieron que temían la cita (¿qué probabilidades había de que semejante encerrona diera buen resultado?), aquel café en un restaurante de Westwood fue el comienzo de un noviazgo de dos años que no flaqueó ni un instante.
Una semana después de su boda, Daggart fue contratado por la Universidad del Noroeste y en un plazo sorprendentemente corto pasó a ser uno de los antropólogos más destacados del mundo. Su laboriosidad insaciable y su instinto para desentrañar los jeroglíficos mayas hicieron de él una estrella en ascenso en el campo de la antropología.
Susan encontró trabajo en el Art Institute, y sus jefes descubrieron muy pronto que, pese a ser más joven que la mayoría de sus compañeros, su risa contagiosa encandilaba a todo el mundo, incluidos los multimillonarios de cuyas donaciones dependía el museo. Sólo en el primer año de su gestión, las donaciones aumentaron un quince por ciento.
Aunque ambos viajaban mucho por motivos de trabajo (ella, a Europa y Asia; él, a México para estancias de tres meses), intentaban ir juntos siempre que podían. Y cuando tenían que separarse se escribían largas y laberínticas cartas cargadas de nostalgia. Evitaban los mensajes de texto y el e-mail; preferían papel y pluma para verter sus sentimientos más íntimos con la misma facilidad con la que se derramaba la tinta con la que estaban escritos.
Cuando estaban juntos, veían películas, practicaban el esquí a campo abierto en invierno y el piragüismo en verano. Hacían fotografías, leían libros, tenían abonos de temporada para el festival de Ravinia, adonde siempre llevaban una botella de Riesling o de Chardonnay y dejaban que la música clásica fluyera sobre ellos mientras yacían bajo las estrellas.
Era una vida paradisíaca.
Y cuando acabó, cuando Susan desapareció de este mundo, la vida para Daggart se convirtió en todo lo contrario. En un infierno.
No había un solo día en que no pensara en ella, un solo día en que no deseara tenerla consigo, estrecharla entre sus brazos de noche, despertarse con ella por la mañana, compartir una risa, un abrazo, un beso, y todo de cuanto habían disfrutado en sus escasos años de matrimonio. No había un solo día en que, al despertarse, no mirara a su lado de la cama para ver si quizá, de algún modo, la huella de su cabeza seguía aún en la almohada. No había un solo día en que no releyera una de las muchas cartas que ella le había escrito y que Daggart guardaba pulcramente en un paquete junto a la cama.
A veces el peso de los recuerdos se volvía excesivo, y una tristeza que no había conocido nunca antes aplastaba a Daggart. Entonces, se zambullía en su trabajo. Traducir jeroglíficos era un bálsamo que aplicaba a la herida abierta de la ausencia de Susan; inmerso en los acertijos de los mayas, dejaba que su mente viajara a otra parte.
Y nadaba. La constancia del ejercicio físico le calmaba. Aquella grata repetición le permitía despejar su mente. Esa mañana, tras pasar la noche en comisaría y una hora en las serenas y tranquilizadoras aguas del mar Caribe mientras el sol, una bola naranja, se deslizaba despacio sobre el horizonte, Daggart regresó a tierra de mala gana y salió del agua con la facilidad de un anfibio.
Acababa de entrar en la cabaña cuando sonó el teléfono. De su bañador manaban riachuelos que corrían por sus piernas, formando un charco sobre las baldosas de terracota.
—Buenos días, mi amigo —dijo su interlocutor a modo de saludo.
—Buenos días, amigo. —El solo hecho de oír la voz de Alberto le hizo sonreír—. ¿Qué pasa?
Comprendió que algo iba mal cuando Alberto no respondió. Sentía la preocupación de su amigo.
—Si llamas por lo de Lyman Tingley —dijo—, ya lo sé.
—¿Le ha pasado algo a Lyman Tingley?
Mientras se secaba el pelo con la toalla, Daggart le habló del asesinato de Tingley y de su breve visita a la comisaría. Pero Alberto no llamaba por eso.
—¿Qué ocurre, Alberto? ¿Qué querías contarme?
—Es sobre el yacimiento.
Daggart dejó que la toalla colgara alrededor de su cuello.
—¿Qué pasa con él?
—Creo que será mejor que lo veas tú mismo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Creo que será mejor que lo veas tú mismo —repitió Alberto.
Daggart miró su reloj.
—Dame un cuarto de hora. Enseguida estoy allí.
Colgó, se puso algo de ropa y salió un instante después.