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E
l estudio mandó una
limusina a recogerle a su casa de Malibú. Cuando Frank Boddick
salió al sol radiante de la mañana vestido con unos téjanos
desgastados, cinturón de Gucci, camisa de manga larga sin remeter y
americana de Armani, sus anchas espaldas llenaron la puerta.
Llevaba en la mano un maletín de cuero envejecido e hizo una seña
al chófer, indicando vagamente hacia el palacete que se elevaba
tras él.
—Dos maletas —dijo—. Están junto a la puerta.
—Muy bien, señor —contestó el hombre.
Le habían asignado aquel chófer para todo el rodaje, pero Frank parecía incapaz de acordarse de su nombre. Empezaba por T, estaba casi seguro, pero no recordaba si era Thomas, Tony o Terry. Aunque poco importaba. No era más que un conductor. Era absurdo malgastar neuronas con información inútil.
Naturalmente, podría haberle preguntado el nombre del chófer a su ayudante personal, pero éste (que sin duda lo sabría, claro) se había ido a cuidar de su novia enferma. Y la Paramount había puesto gustosamente a su disposición, además del chófer, tres ayudantes temporales para ayudarle durante el rodaje.
¿Y por qué no? Frank Boddick se había convertido rápidamente en uno de los actores más rentables de Hollywood. Cada una de sus cuatro últimas películas había recaudado más de doscientos cincuenta millones de dólares sólo en Estados Unidos, y las ventas en DVD eran todavía más impresionantes. Frank era uno de los actores de cine de acción y aventuras más solicitados del mundo. Y también, repentinamente, uno de los más ricos. Por eso podía permitirse aquella inmensa casa con vistas al Pacífico, por no hablar de las que tenía en Montana, Aruba y Maui.
Frank Boddick era una estrella. Figuraba en el puesto número setenta y dos de la lista de las cien personas más poderosas de la industria cinematográfica aparecida en el último número de la revista Forbes. En el capítulo de actores, sólo tenía por delante a Cruise, Clooney, Damon y Pitt. El resto de los que le precedían eran productores y directores.
No estaba mal para un paleto de Indiana que había hecho un pequeño capital de su físico tosco pero atrayente, de sus facciones labradas a cincel, de su bonita sonrisa y de un encanto que emanaba sin esfuerzo. Le había costado, sí (tres años estudiando interpretación en la Universidad de Nueva York, un régimen diario de dieta y ejercicio, unos comienzos en el teatro de los que no obtuvo prácticamente ningún rédito), pero Frank sabía también que poseía ciertas cualidades innatas que le prestaban credibilidad. Principalmente, en la gran tradición de James Stewart o Henry Fonda, proyectaba una imagen de hombre corriente. De ahí que no hubiera un solo director en Los Angeles que no quisiera al viril pero simpático Frank Boddick para protagonizar su film.
Sin embargo, ahora que había hecho realidad su sueño de convertirse en una estrella del celuloide, Frank tenía otras aspiraciones. Los actores a los que más admiraba eran Mel Gibson y Clint Eastwood, hombres que se habían labrado una reputación deslumbrante no sólo como intérpretes, sino también como cineastas. Ese algo más (esa influencia) era lo que ambicionaba Frank Boddick. Quería tener el poder de configurar el pensamiento ajeno, el poder de cambiar las políticas públicas, el poder de hacer que la gente viera la luz. En realidad, no le importaba que fuera a través del cine o por otros medios.
Se deslizó en el asiento trasero de la limusina. La tapicería de cuero era suave y flexible. El interior del coche olía a nuevo. A su lado esperaban los periódicos de la mañana que había pedido: el Variety, el Hollywood Reporter, Los Angeles Times, el New York Times y el USA Today. Abrió primero este último y lo hojeó rápidamente para ver si había alguna noticia del sur de la frontera. No encontró ninguna. Echó un rápido vistazo a los otros dos diarios de información general, pero allí tampoco había nada. Los tiró sobre el asiento y maldijo para sus adentros. Se estaba impacientando. Había invertido mucho en aquel Lyman Tingley y su Quinto Códice, y era ya demasiado tarde para cambiar de planes. Si sus socios no cumplían lo que le habían prometido, todos perderían una oportunidad que sólo se presentaba una vez en la vida. Una oportunidad que sólo se presentaba una vez cada muchas vidas.
—Al aeropuerto de Burbank, ¿es así, señor Boddick?
—Por favor, llámeme Frank —dijo, procurando parecer sincero, en un intento de conectar con el así llamado «hombre corriente».
—Gracias, Frank —contestó el chófer respetuosamente—. ¿Al aeropuerto de Burbank?
—Eso es.
—Muy bien.
El chófer, que se llamaba Thomas, o Tony, o Terry, tomó la autopista de la costa del Pacífico y se sumó al anárquico enjambre de automóviles BMW, Mercedes, Hummer y Range Rover que circulaba por la carretera. Un día más en Los Ángeles. Y a la mierda los precios de la gasolina si estaban por las nubes.
—¿Qué tal la familia? —preguntó Frank, imaginando que el chófer la tendría, aunque no recordaba un solo detalle sobre ella. Se puso a hojear el Variety antes de que el chófer abriera la boca.
—Bien —contestó el chófer sonriendo de oreja a oreja, con la esperanza de cruzarse con la mirada de Frank en el espejo retrovisor—. Gracias por preguntar.
—Estupendo. Me alegra saberlo. —Frank Boddick lanzó por instinto su célebre sonrisa: ligeramente ladeada y con una hilera de dientes blancos como perlas.
Cumplido el trámite de conversar (o de intentarlo), Frank pulsó un delgado botón negro que había en el reposabrazos. Un panel oscuro se elevó lentamente y, emitiendo un suave zumbido, separó los asientos delanteros de los traseros. Por fin algo de intimidad.
Frank dejó a un lado el Variety, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó su iPhone. Seguía sin haber mensajes. Le irritaba no tener noticias de París. Se preguntaba qué demonios estaba pasando.
Frank Boddick no se contentaba con ser el septuagésimo segundo personaje más influyente de la industria del cine; ni siquiera se contentaría con ser el hombre más poderoso de Hollywood. Pretendía (y esperaba) convertirse en el hombre más poderoso de toda Norteamérica. Y después de eso, ¿quién sabía? Cruzaría ese puente cuando llegara a él. Entre tanto, tenía que acabar de rodar una película en Vancouver y se veía obligado a confiar en las dudosas capacidades de diversos socios y ayudantes para que se ocuparan de los muchos pormenores imprescindibles que aún quedaban por ultimar en Yucatán. Lo único que podía hacer era controlar sus movimientos desde lejos.