36

Una descarga de adrenalina recorrió a Scott Daggart.

El hombre que tenía enfrente era un gigante, medía más de dos metros. Sus pectorales y bíceps tensaban su camiseta ajustada, y su cuello era más grueso que los muslos de la mayoría de los hombres. Se apoyaba en la barandilla de la escalera como si estuviera disfrutando del vaivén del océano, como cualquier otro turista. Pero sus ojos no estaban fijos en la sucesión de las olas, sino en Scott Daggart.

Éste miró hacia la costa y vio que las luces de Playa del Carmen se hacían cada vez más nítidas. Vagas siluetas humanas se arremolinaban en el muelle, esperando la llegada del ferry. ¿Sería alguna de aquellas siluetas el hombre al que llamaban el Cocodrilo?, se preguntó. En ese caso, no podía permitirse quedar atrapado en la cubierta superior con aquel Goliat para que le entregara al Cocodrilo como un fardo.

—¿Qué quieres? —gritó para hacerse oír por encima del ruido de los motores.

El gigante no respondió. Se quedó allí, tan inexpresivo como un agente del Servicio Secreto.

—¿Información? —preguntó Daggart—. ¿Es eso? Porque, si es eso, no la tengo. Y tampoco tengo el códice, desde luego.

Una sonrisa ladeada se extendió por la cara de King Kong.

—No sé de qué habla, amigo. Yo estoy aquí de vacaciones.

Daggart observó la cara del gigante.

—¿No me está buscando?

—Qué va —contestó el otro, riendo—. No es mi tipo.

—Entonces, ¿puedo irme a la cubierta de abajo?

El gigante se encogió de hombros.

—¿Eso es un sí o un no?

Goliat volvió a encogerse de hombros.

Playa del Carmen se acercaba, el fulgor de sus luces era cada vez más brillante. Daggart se levantó y dio un paso adelante; en ese mismo instante, el gigante se metió la mano carnosa bajo la camisa. Sus dedos, gordos como salchichas, se posaron en el arma que asomaba por encima de su cinturón. Las cachas de la pistola brillaron a la luz de la luna. Daggart se detuvo. Miró a Goliat y Goliat le miró a él. Una bandera mexicana restallaba empujada por el aire cálido.

—Entonces ¿también trabaja para el Cocodrilo? —preguntó Daggart.

—¿Por qué no se sienta hasta que atraquemos? —dijo el gigante. Era una pregunta sólo en apariencia.

La orilla se acercaba, el fulgor de las luces se hacía más brillante, los ruidos de la ciudad más intensos, y Scott Daggart hizo lo único que se le ocurrió. Rodeándose la boca con las manos, se inclinó hacia la escalera y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Delfines!

Goliat le miró extrañado, como si dijera: «¿Eso es lo único que se te ocurre?». Su cara de cacahuete se crispó hasta formar una sonrisa.

Scott Daggart se encogió de hombros con aire de disculpa.

Un momento después, un niño subió corriendo las escaleras. La sonrisa del gigante se evaporó. Apartó los gruesos dedos de la pistola, cruzó las manos delante de sí para ocultarla y se quedó allí parado, como un monaguillo obediente.

El niño empezó a correr de un lado a otro del barco.

—¿Dónde están los delfines? —gritaba—. ¿Dónde están los delfines? —Enseguida llegaron sus padres: dos estadounidenses de poco más de treinta años, pálidos y con pinta de ser amantes de los libros.

—Me ha parecido verlos por el lado de estribor —dijo Daggart, señalando a su derecha—. No sé si siguen ahí, pero seguro que vuelven. —Odiaba que el niño se hiciera ilusiones por su culpa, pero por una vez merecía la pena mentir.

Sus doctos padres tomaron asiento en el centro de la cubierta superior, justo entre Daggart y Goliat. El antropólogo era consciente de que se le había concedido un respiro. Pero sabía también que sólo era temporal. Tenía que encontrar un modo de bajar a la otra cubierta. Y enseguida.

Se apartó de la barandilla y avanzó hacia Goliat. El gigante se tensó. Separó las manos e hizo amago de coger la pistola. Daggart siguió adelante sin alterar su paso, cada vez más cerca del gigante y de la escalera. Vio que los voluminosos dedos del gigante agarraban las tersas cachas de la pistola. Vio que su mano se cerraba con fuerza.

Estaba a dos metros de Goliat cuando se detuvo. Miró un momento al gigante antes de meterse la mano en el bolsillo y sacar una cámara digital que tendió a la pareja.

—¿Les importaría hacernos una foto a mi amigo y a mí? —preguntó.

El marido y la mujer se miraron un momento como se miran los matrimonios cuando alguien les pide que le hagan una foto.

—Claro —dijo él al fin.

Daggart le puso la cámara en las manos y se acercó con cuidado al gigante. Notaba su expresión de pasmo.

—Yo que usted taparía eso —le susurró Daggart, señalando con los ojos el mango de la pistola. El gigante cruzó las manos delante del cuerpo.

El marido gritó:

—¡Sonrían! —Y Daggart pasó el brazo afectuosamente por la carnosa cintura del mastodonte. El gigante puso una sonrisa penosa. La cámara emitió un destello. Daggart y el gigante parpadearon. El que había hecho la foto les llevó la cámara.

—Quédesela —dijo Daggart, y desapareció escalera abajo antes de que el gigante tuviera ocasión de impedírselo.

Daggart bajó corriendo la escalera metálica, primero hasta el segundo nivel y luego hasta el de más abajo. Al abrir una puerta de cristal le golpeó el estallido del aire acondicionado y de la música de Britney Spears, de Jessica Simpson, de Mariah Carey, o de alguna otra cantante que sabía que debía conocer, pero no conocía. El videoclip que pasaban los monitores había atraído la atención de todo el mundo; la cantante en cuestión correteaba por la pantalla con escuetísima indumentaria. Nadie se fijó en un estadounidense solitario que cruzaba hacia la popa del barco.

Daggart sabía que su huida de la cubierta superior era, a lo sumo, una victoria pírrica. Seguía sin tener dónde ir, y quedaban diez minutos para que atracara el ferry. Pero aquella fuga pasajera le daba tiempo. Y eso era, de momento, lo único que podía pedir.

Llegó al fondo de la cabina y se dio la vuelta. Goliat salió de la escalera y avanzó despacio por el pasillo; su ancha osamenta llenaba el hueco. Encontró un asiento vacío a tres filas del fondo y se sentó mirando hacia popa, con los ojos fijos en Daggart.

Éste miró por la ventanilla y vio luces. No solamente las alegres y titilantes de Playa del Carmen, ciudad turística de la Riviera Maya, sino fogonazos intermitentes, rojos y azules. Las luces de la policía, aguardando en el muelle donde el ferry estaba a punto de atracar. Esperando sin duda a Scott Daggart, fugitivo en busca y captura.

Se oyó un murmullo de plásticos cuando los pasajeros comenzaron a recoger sus pertenencias y a encaminarse a la salida delantera. Sólo Daggart siguió al fondo de la cabina. Y tres filas delante de él, el gigante de la pistola.

Las luces de la policía brillaban con más fuerza, reflejándose en los costados del ferry. Uno de los coches encendió un foco blanco y lo dirigió hacia la proa del barco. Su rayo cónico traspasó inofensivamente las ventanillas del trasbordador, proyectando largas y descoloridas sombras por la cabina.

Goliat asintió satisfecho al ver el foco.

—Es usted un bicho en un tarro, amigo mío —dijo—. Puede volar contra el cristal todo lo que quiera, que no le servirá de nada.

—Así que un bicho en un tarro, ¿eh?

—Eso es.

Fue entonces cuando Daggart comprendió que tenía una salida. En medio de la inminente tormenta, una extraña calma se apoderó de él.

«Respira. Relájate».

El Quinto Codice Maya
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