11

Daggart dejó la autopista y se desvió rumbo al oeste, hacia el interior, lejos del océano, de los hoteles, de los autobuses de turistas y de los coches de alquiler. El estrecho camino por el que circulaba era una mezcla de barro y gravilla. Con el todoterreno forzado al límite, patinaba entre el ejército de raíces que montaba guardia a cada lado del camino. Un penacho de polvo blanco como la tiza le seguía.

Alberto no era muy dado a histrionismos, y Daggart sabía, por las pocas palabras que le había dicho, que algo iba mal. Al recordar el tono de su amigo, pisó con más fuerza el acelerador. El todoterreno arrancaba las hojas de las ramas que los árboles tendían sobre el camino.

Cuando llevaba recorridos cinco kilómetros, un camino aún más estrecho (apenas un sendero, en realidad) se abrió a la derecha. Daggart lo tomó, agachando la cabeza de vez en cuando para esquivar las ramas que entraban por la ventanilla y le arañaban la cara.

Avanzó a trompicones por la abrupta vereda hasta llegar a un pequeño claro. Un dosel de árboles de doce metros de alto daba sombra a la excavación. Alberto Dijero estaba a un lado del claro, sentado en la trasera de su destartalada camioneta blanca. Con la mirada fija en el suelo y un viejo sombrero de paja entre las manos arrugadas, no mostraba indicio alguno de su alegría habitual. Aunque era doce años mayor que Daggart, solía desplegar una jovialidad propia de alguien más joven. Ese día no, sin embargo. Tampoco había rastro de los otros veinte trabajadores. Ni coches, ni cuerpos, ni voces colándose entre la selva frondosa.

Sólo el canto distante de algún pájaro y las motas de sol.

Daggart entendió enseguida el porqué.

Paró el coche y salió con los ojos clavados en el suelo, delante de él. Algo, una máquina enorme y profana, había excavado una amplia trinchera en medio del yacimiento. Había rocas enteras de caliza (cimientos de casas de un pasado remoto) arrancadas de cuajo y volcadas a un lado. Todo el trabajo que habían hecho él y su equipo (la excavación minuciosa, la recogida de artefactos, la eliminación de la tierra mediante su limpieza y cepillado, la marcación exacta de mojones, el cuidadoso etiquetado de los restos) había desaparecido sin remedio. Había árboles volcados. Estacas arrancadas del suelo y esparcidas como viruta. Lonas de plástico azul, que antes colgaban entre los árboles a modo de entoldado, hechas jirones. En las losas de caliza resquebrajada, la máquina había dejado huellas como tatuajes.

En una sola noche, alguien había destruido deliberadamente tres años de investigación paciente, laboriosa y agotadora.

Alberto se acercó a Daggart y le puso torpemente una mano sobre el hombro.

Lo siento, mi amigo.

—No lo entiendo —dijo Daggart en voz alta, aunque hablaba más para sí mismo que para Alberto—. ¿Por qué lo han hecho?

Alberto sacudió la cabeza, pero no se molestó en responder.

Como el propietario de una casa arrasada por un tornado, Daggart comenzó a rebuscar sin propósito definido entre el yacimiento profanado, con la mente embotada y la mirada incrédula. Arrojó distraídamente piedrecillas a un lado sin saber muy bien por qué lo hacía. Se arrodilló y apoyó la palma y los dedos en una de las grandes huellas de neumáticos que cruzaban el suelo arenoso. La marca se tragó su mano.

Se volvió y vio la expresión apenada de su amigo.

—No pasa nada, Alberto. Arreglaremos todo esto.

Alberto asintió con la cabeza. Los dos sabían que era prácticamente imposible hacerlo.

Daggart reparó de pronto en lo silencioso que estaba todo. Hasta los pájaros parecían haberse callado por respeto.

—¿Dónde están los demás? —preguntó.

—Los mandé a casa.

Daggart asintió con un gesto.

—Habrá que asegurarse de que sigan recibiendo su paga. No quiero que tengas que montar otro equipo en otoño, cuando yo me marche.

—¿Y eso? —preguntó Alberto, apuntando con un dedo tembloroso.

Daggart siguió la punta de su dedo hasta que sus ojos se posaron sobre un objeto tan inquietante como la destrucción arbitraria del yacimiento. En medio de aquel desbarajuste, colocada en equilibrio sobre un montículo, había una pequeña cruz atada con cordel y revestida con un sayo blanco.

Una Cruz Parlante.

Daggart se acercó a ella como impulsado por una fuerza física externa. Se arrodilló sobre la hierba recién removida y observó los brazos de la cruz, los toscos nudos del cordel, las costuras hechas a mano del minúsculo sayo. Un espantapájaros sin cabeza.

—¿Has oído hablar de ese grupo? —preguntó Daggart.

Alberto se pasó una mano por el pelo negro, entreverado de blanco.

—Cómo no.

—Hasta ayer, yo pensaba que estaba extinto. Que había desaparecido, como los dinosaurios.

Alberto le lanzó una sonrisa desganada.

—Esto es México, mi amigo. Somos tan pobres que no podemos dejar que nada se extinga.

Daggart arrancó la cruz del suelo y la lanzó a la maleza. Luego se incorporó y miró a su amigo.

—¿Quieres decir que la Cruz Parlante lleva existiendo un siglo y medio sin que nadie lo supiera?

—Alguien lo sabía —dijo Alberto—. Pero tú y yo, no.

—¿Y los trabajadores? ¿Han visto esto?

—Por desgracia, sí.

Daggart maldijo para sus adentros. Sabía que le costaría conseguir que volvieran al trabajo.

Alberto adivinó lo que estaba pensando.

—Contrataremos gente nueva. Eso podemos hacerlo.

—Muy bien. Empieza a formar otro equipo. Yo empezaré a hacer averiguaciones sobre la Cruz Parlante.

—En esto también puedo ayudarte.

Daggart se disponía a decir algo, pero Alberto no le dejó.

—Si no cuido yo de ti, ¿quién va a hacerlo?

Daggart sonrió a su pesar.

—Hay una diferencia, Alberto. Tú tienes familia. Olivia y los niños dependen de ti.

—Sí, y todos dependemos de ti. Así que, si necesitas ayuda, te la presto.

Daggart le puso una mano sobre el hombro.

Gracias, mi amigo.

De nada, mi amigo. —Pasado un momento, Alberto preguntó—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?

—Conseguir el Quinto Códice —dijo Daggart sin vacilar.

—Creía que ya lo tenía Lyman Tingley.

—Y así es.

—Entonces no lo entiendo. ¿Para qué vamos a buscar algo que ya encontró un muerto?

Daggart recorrió con la mirada el solar allanado de la antigua aldea.

—Porque ése fue su último deseo.

El Quinto Codice Maya
titlepage.xhtml
Khariel.htm
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Cita.xhtml
Prologo.xhtml
Capitulo001.xhtml
Capitulo002.xhtml
Capitulo003.xhtml
Capitulo004.xhtml
Capitulo005.xhtml
Capitulo006.xhtml
Capitulo007.xhtml
Capitulo008.xhtml
Capitulo009.xhtml
Capitulo010.xhtml
Capitulo011.xhtml
Capitulo012.xhtml
Capitulo013.xhtml
Capitulo014.xhtml
Capitulo015.xhtml
Capitulo016.xhtml
Capitulo017.xhtml
Capitulo018.xhtml
Capitulo019.xhtml
Capitulo020.xhtml
Capitulo021.xhtml
Capitulo022.xhtml
Capitulo023.xhtml
Capitulo024.xhtml
Capitulo025.xhtml
Capitulo026.xhtml
Capitulo027.xhtml
Capitulo028.xhtml
Capitulo029.xhtml
Capitulo030.xhtml
Capitulo031.xhtml
Capitulo032.xhtml
Capitulo033.xhtml
Capitulo034.xhtml
Capitulo035.xhtml
Capitulo036.xhtml
Capitulo037.xhtml
Capitulo038.xhtml
Capitulo039.xhtml
Capitulo040.xhtml
Capitulo041.xhtml
Capitulo042.xhtml
Capitulo043.xhtml
Capitulo044.xhtml
Capitulo045.xhtml
Capitulo046.xhtml
Capitulo047.xhtml
Capitulo048.xhtml
Capitulo049.xhtml
Capitulo050.xhtml
Capitulo051.xhtml
Capitulo052.xhtml
Capitulo053.xhtml
Capitulo054.xhtml
Capitulo055.xhtml
Capitulo056.xhtml
Capitulo057.xhtml
Capitulo058.xhtml
Capitulo059.xhtml
Capitulo060.xhtml
Capitulo061.xhtml
Capitulo062.xhtml
Capitulo063.xhtml
Capitulo064.xhtml
Capitulo065.xhtml
Capitulo066.xhtml
Capitulo067.xhtml
Capitulo068.xhtml
Capitulo069.xhtml
Capitulo070.xhtml
Capitulo071.xhtml
Capitulo072.xhtml
Capitulo073.xhtml
Capitulo074.xhtml
Capitulo075.xhtml
Capitulo076.xhtml
Capitulo077.xhtml
Capitulo078.xhtml
Capitulo079.xhtml
Capitulo080.xhtml
Capitulo081.xhtml
Capitulo082.xhtml
Capitulo083.xhtml
Capitulo084.xhtml
Capitulo085.xhtml
Capitulo086.xhtml
Capitulo087.xhtml
Capitulo088.xhtml
Capitulo089.xhtml
Capitulo090.xhtml
Capitulo091.xhtml
Capitulo092.xhtml
Capitulo093.xhtml
Capitulo094.xhtml
Capitulo095.xhtml
Capitulo096.xhtml
Capitulo097.xhtml
Capitulo098.xhtml
Epilogo.xhtml
notas.xhtml