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D
aggart dejó la
autopista y se desvió rumbo al oeste, hacia el interior, lejos del
océano, de los hoteles, de los autobuses de turistas y de los
coches de alquiler. El estrecho camino por el que circulaba era una
mezcla de barro y gravilla. Con el todoterreno forzado al límite,
patinaba entre el ejército de raíces que montaba guardia a cada
lado del camino. Un penacho de polvo blanco como la tiza le
seguía.
Alberto no era muy dado a histrionismos, y Daggart sabía, por las pocas palabras que le había dicho, que algo iba mal. Al recordar el tono de su amigo, pisó con más fuerza el acelerador. El todoterreno arrancaba las hojas de las ramas que los árboles tendían sobre el camino.
Cuando llevaba recorridos cinco kilómetros, un camino aún más estrecho (apenas un sendero, en realidad) se abrió a la derecha. Daggart lo tomó, agachando la cabeza de vez en cuando para esquivar las ramas que entraban por la ventanilla y le arañaban la cara.
Avanzó a trompicones por la abrupta vereda hasta llegar a un pequeño claro. Un dosel de árboles de doce metros de alto daba sombra a la excavación. Alberto Dijero estaba a un lado del claro, sentado en la trasera de su destartalada camioneta blanca. Con la mirada fija en el suelo y un viejo sombrero de paja entre las manos arrugadas, no mostraba indicio alguno de su alegría habitual. Aunque era doce años mayor que Daggart, solía desplegar una jovialidad propia de alguien más joven. Ese día no, sin embargo. Tampoco había rastro de los otros veinte trabajadores. Ni coches, ni cuerpos, ni voces colándose entre la selva frondosa.
Sólo el canto distante de algún pájaro y las motas de sol.
Daggart entendió enseguida el porqué.
Paró el coche y salió con los ojos clavados en el suelo, delante de él. Algo, una máquina enorme y profana, había excavado una amplia trinchera en medio del yacimiento. Había rocas enteras de caliza (cimientos de casas de un pasado remoto) arrancadas de cuajo y volcadas a un lado. Todo el trabajo que habían hecho él y su equipo (la excavación minuciosa, la recogida de artefactos, la eliminación de la tierra mediante su limpieza y cepillado, la marcación exacta de mojones, el cuidadoso etiquetado de los restos) había desaparecido sin remedio. Había árboles volcados. Estacas arrancadas del suelo y esparcidas como viruta. Lonas de plástico azul, que antes colgaban entre los árboles a modo de entoldado, hechas jirones. En las losas de caliza resquebrajada, la máquina había dejado huellas como tatuajes.
En una sola noche, alguien había destruido deliberadamente tres años de investigación paciente, laboriosa y agotadora.
Alberto se acercó a Daggart y le puso torpemente una mano sobre el hombro.
—Lo siento, mi amigo.
—No lo entiendo —dijo Daggart en voz alta, aunque hablaba más para sí mismo que para Alberto—. ¿Por qué lo han hecho?
Alberto sacudió la cabeza, pero no se molestó en responder.
Como el propietario de una casa arrasada por un tornado, Daggart comenzó a rebuscar sin propósito definido entre el yacimiento profanado, con la mente embotada y la mirada incrédula. Arrojó distraídamente piedrecillas a un lado sin saber muy bien por qué lo hacía. Se arrodilló y apoyó la palma y los dedos en una de las grandes huellas de neumáticos que cruzaban el suelo arenoso. La marca se tragó su mano.
Se volvió y vio la expresión apenada de su amigo.
—No pasa nada, Alberto. Arreglaremos todo esto.
Alberto asintió con la cabeza. Los dos sabían que era prácticamente imposible hacerlo.
Daggart reparó de pronto en lo silencioso que estaba todo. Hasta los pájaros parecían haberse callado por respeto.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—Los mandé a casa.
Daggart asintió con un gesto.
—Habrá que asegurarse de que sigan recibiendo su paga. No quiero que tengas que montar otro equipo en otoño, cuando yo me marche.
—¿Y eso? —preguntó Alberto, apuntando con un dedo tembloroso.
Daggart siguió la punta de su dedo hasta que sus ojos se posaron sobre un objeto tan inquietante como la destrucción arbitraria del yacimiento. En medio de aquel desbarajuste, colocada en equilibrio sobre un montículo, había una pequeña cruz atada con cordel y revestida con un sayo blanco.
Una Cruz Parlante.
Daggart se acercó a ella como impulsado por una fuerza física externa. Se arrodilló sobre la hierba recién removida y observó los brazos de la cruz, los toscos nudos del cordel, las costuras hechas a mano del minúsculo sayo. Un espantapájaros sin cabeza.
—¿Has oído hablar de ese grupo? —preguntó Daggart.
Alberto se pasó una mano por el pelo negro, entreverado de blanco.
—Cómo no.
—Hasta ayer, yo pensaba que estaba extinto. Que había desaparecido, como los dinosaurios.
Alberto le lanzó una sonrisa desganada.
—Esto es México, mi amigo. Somos tan pobres que no podemos dejar que nada se extinga.
Daggart arrancó la cruz del suelo y la lanzó a la maleza. Luego se incorporó y miró a su amigo.
—¿Quieres decir que la Cruz Parlante lleva existiendo un siglo y medio sin que nadie lo supiera?
—Alguien lo sabía —dijo Alberto—. Pero tú y yo, no.
—¿Y los trabajadores? ¿Han visto esto?
—Por desgracia, sí.
Daggart maldijo para sus adentros. Sabía que le costaría conseguir que volvieran al trabajo.
Alberto adivinó lo que estaba pensando.
—Contrataremos gente nueva. Eso podemos hacerlo.
—Muy bien. Empieza a formar otro equipo. Yo empezaré a hacer averiguaciones sobre la Cruz Parlante.
—En esto también puedo ayudarte.
Daggart se disponía a decir algo, pero Alberto no le dejó.
—Si no cuido yo de ti, ¿quién va a hacerlo?
Daggart sonrió a su pesar.
—Hay una diferencia, Alberto. Tú tienes familia. Olivia y los niños dependen de ti.
—Sí, y todos dependemos de ti. Así que, si necesitas ayuda, te la presto.
Daggart le puso una mano sobre el hombro.
—Gracias, mi amigo.
—De nada, mi amigo. —Pasado un momento, Alberto preguntó—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
—Conseguir el Quinto Códice —dijo Daggart sin vacilar.
—Creía que ya lo tenía Lyman Tingley.
—Y así es.
—Entonces no lo entiendo. ¿Para qué vamos a buscar algo que ya encontró un muerto?
Daggart recorrió con la mirada el solar allanado de la antigua aldea.
—Porque ése fue su último deseo.