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C
ómo piensan convertir
el Quinto Códice en su biblia? —preguntó Daggart.
—Ni idea —contestó Del—. Pero el Quinto Códice vaticina el fin del mundo, ¿no?
—Una crisis semejante a un cataclismo, según la predicción de los mayas.
—¿No dice cómo será?
Daggart sacudió la cabeza.
—Entonces puede que el códice prediga el alzamiento de algún grupo procedente del norte.
—Es posible, pero no hay pruebas de ello.
—Pero, verá, si así fuera, si de verdad dice que a partir de 2012 habrá un nuevo orden mundial, especialmente en el norte, Right América podría interpretarlo como un manifiesto para hacer lo que se les antoje.
—Eso es un disparate —afirmó Daggart.
—No era eso lo que pensaba Lyman Tingley.
Daggart posó la mirada en la cara de Del Weaver.
—¿Tingley estaba relacionado con esto?
Del asintió.
—Le contrataron para que les entregara el Quinto Códice. Pero, por las razones que fueran, no lo hizo.
—Y le mataron.
—Sí.
La mente de Daggart funcionaba a toda velocidad.
—¿No sabe qué motivo tenía Tingley para no darles el códice? —preguntó.
Del Weaver negó con la cabeza.
—Ya le digo: a mí no me informaban de esas cuestiones. Pero imagino que no pudo encontrarlo.
—Pero sí que lo descubrió. La primavera pasada.
—Entonces puede que se lo pensara mejor y lo escondiera. No sé. En todo caso, Tingley no era su única esperanza de encontrar el Quinto Códice. Hay otra persona.
—¿Quién?
Del Weaver levantó un dedo y señaló.
—Usted. Supongo que, en cuanto Lyman Tingley se vio con usted esa noche, los jefazos de Right América se dieron cuenta de que tenían una alternativa.
—Pero yo no tengo ni la más mínima idea de dónde está el Quinto Códice.
—Puede ser, pero confían en que lo encuentre. Eso es lo que pasa por tener buena fama. —Le lanzó una sonrisa y un guiño—. Hice averiguaciones sobre usted en Internet. Es una gran estrella en el mundo maya.
Daggart no respondió. Del siguió hablando.
—Además, a usted no tendrán que pagarle como a Tingley.
Daggart se frotó las sienes con el arranque de las muñecas.
—Si quieren que les lleve al códice, ¿por qué de pronto se empeñan en matarme?
—Puede que ahora crean que pueden conseguirlo sin usted. No lo sé, la verdad. —Del miró el reloj del motel y siguió haciendo la maleta.
Daggart sacó la endeble silla de debajo del escritorio y se dejó caer en ella. Los acontecimientos de los dos días anteriores le habían dejado confuso y aturdido, pero nada de ello le había preparado para lo que Del Weaver acababa de contarle.
—¿Qué hay de Ana Gabriela? —preguntó.
—¿Quién?
—La mujer de la joyería. ¿Forma parte de los cruzoob?
Del Weaver se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—Ni idea.
Daggart se recostó en la silla, inclinándola sobre las patas temblorosas.
—Si sabe tanto sobre Right América, ¿por qué no lo hace público? ¿Por qué pierde el tiempo conmigo? ¿Por qué no va directamente al FBI?
Del sacudió la cabeza con pesar.
—Ojalá pudiera. Pero nadie me creería.
—Puede que al principio no, pero si les cuenta lo que me ha contado a mí…
—No es tan sencillo. Primero, no tengo pruebas materiales. Ni transcripciones ni conversaciones grabadas. Sólo lo que he deducido por mi cuenta. Y segundo, en fin, yo tengo un pasado.
Daggart escudriñó su cara.
Del apartó los ojos, se inclinó sobre la maleta y siguió arrebujando la ropa.
—Antes tenía problemas con las drogas —dijo, hablando por encima del hombro—. Problemas muy serios, de hecho. Y si lo que uno busca es un informador, necesita alguien un poco más de fiar que un ex presidiario.
Daggart asintió con la cabeza. Tenía sentido, en cierto modo.
—¿Cómo se conocieron?
—Frank me acogió bajo su ala cuando salí de la cárcel. Me metió en rehabilitación. Me rescató, en realidad. Básicamente, me salvó la vida.
—¿Se conocían de antes?
—No. No le había visto nunca. Fui un acto de caridad.
—¿Por qué usted, entonces?
—Para poder controlarme. Era la materia prima perfecta. Antes de meterme en las drogas, era bastante listo. Me licencié en Stanford en ciencias políticas. Tenía grandes planes. Luego me metí en el mundo de la droga y caí en picado. Lo cual daba a Frank Boddick la oportunidad de hacer el papel de su vida: el de salvador.
—¿Funcionó?
—Ya lo creo. Yo adoraba a ese tío. Trabajaba dieciséis, dieciocho, a veces veinte horas diarias. Y me encantaba, porque tenía la sensación de estar devolviéndole lo que le debía. De estar saldando mi deuda con la sociedad. Después…
Daggart vio que sus ojos enfocaban de pronto un objeto lejano. Una expresión triste y dolida cubrió su rostro.
—Continué.
Del se sentó en el borde de la cama, la cara escondida entre las manos.
—El año pasado, Frank reclutó a mi hermana pequeña. Debía de saber que yo empezaba a tener dudas, así que fue a buscarla. De pronto se convirtió en una groupie de Frank Boddick. Intenté convencerla para que dejara aquello, insistí en que Frank la estaba utilizando. Pero no me creyó. Al contrario, me soltó un sermón, dijo que Frank Boddick era el hombre más inteligente que había conocido y bla, bla, bla.
—Parece una secta de la que no se puede escapar —dijo Daggart.
—Jim Jones y Charles Manson no eran nada comparados con Frank Boddick. De hecho, para escaparme estos días, tuve que decirle que a mi novia iban a operarla y que tenía que estar con ella. Menos mal que se lo tragó.
—¿Y cuándo vuelve?
—No lo sé. Pronto, me temo. Si no, empezará a sospechar. No quiero ponerme agorero, pero si se entera de mis verdaderas intenciones… —Dejó colgada la frase sin acabar.
Daggart pensó en Lyman Tingley. Pensó en los cuatro hombres que le habían perseguido ese día, tres de los cuales estaban muertos.
Del rompió el silencio.
—Para serle sincero, cuando llegué aquí pensaba que estaba equivocado. Mi única intención era ver con mis propios ojos qué estaba tramando la RA. Seguí a Tingley. Luego le asesinaron y decidí que convenía empezar a vigilarle a usted.
—Me alegro de que lo hiciera.
—Sí —dijo Del, y Daggart vio que no le estaba siendo fácil asumir que había matado a un hombre. Meneó la cabeza como un perro sacudiéndose el sueño. Cogió un neceser de la cama y desapareció en el cuarto de baño. Daggart oyó el entrechocar de latas y frascos. Cuando volvió a salir, Del embutió el neceser en la maleta y cerró la cremallera. Al levantarla de la cama, Daggart vio la 45 milímetros que había debajo. Del la recogió.
—Si no lo creyera absolutamente necesario… —Otra frase inacabada. Pero Daggart sabía adonde iba a parar. Había sido militar. Sabía lo que era segar una vida.
Del deslizó la semiautomática entre el cinturón y el borde de su pantalón.
—¿Está listo? —preguntó.
Daggart no debería haberse sorprendido. Del no había dejado de hacer la maleta mientras hablaban. Aun así, no se le había ocurrido que fueran a marcharse ya, en plena noche.
—¿Adónde?
—Nos vamos del hotel. Frank atará cabos en algún momento y se dará cuenta de que soy yo quien ha estado ayudándole. Por eso no estoy en un hotel más de un par de noches seguidas. Evito las tarjetas de crédito, pago sólo en efectivo. No utilizo mi verdadero nombre. Me escabullo en la oscuridad. Esa clase de cosas.
—Está muy paranoico con todo esto, ¿no?
—Paranoico, no. Lo que soy es realista.
Daggart entendía el matiz.
—Entonces, ¿cuál es su plan?
—En realidad no es mi plan. Es el suyo. —Del Weaver sonrió—. Va a encontrar el Quinto Códice antes de que Right América dé con él —dijo con naturalidad—. Y yo voy a cubrirle las espaldas.
—Aunque no sepa dónde está.
—De verdad no lo sabe, ¿eh?
Daggart negó con la cabeza.
—Temía que dijera eso —dijo Del—. Porque hay otra cosa que no le he contado. La RA y los cruzoob van a celebrar una concentración a lo grande la semana que viene en Yucatán. No sé dónde ni cuándo, pero si para entonces no hemos encontrado el códice, vamos listos.
Salieron del hotel de dos pisos por una puerta trasera. Había caído una niebla baja. Sus pasos sonaban como petardos sobre el cemento. Se metieron en el coche alquilado de Del, y éste sacó el pequeño turismo del aparcamiento, a la calle envuelta en niebla. El resplandor amarillo de los faros rebotaba en la bruma.
—¿Adónde vamos? —le preguntó a Daggart.
—A casa —contestó éste—. Tengo que recoger mi pasaporte.
—Está bien. ¿Y luego adonde?
—Necesito mi coche. Así tendremos dos, en vez de uno. Podremos separarnos, si hace falta.
—Parece buena idea. ¿Y después?
—Quiero hablar con Ana Gabriela.
—¿Confía en ella?
—No. Por eso necesito hablar con ella. Está claro que sabe algo.
—Imagino que estarán vigilando la tienda.
Daggart no esperaba menos.
—Mientras sepa dónde se mete… —añadió Del.
Daggart lo sabía.
Salieron a la autopista y se dirigieron al norte, atravesando la neblinosa oscuridad.
—¿Algo más? —preguntó Del.
—Debería usted saber que esta tarde me voy a El Cairo, Egipto.
Del Weaver le miró extrañado. El coche se zarandeó.
—¿Qué hay en El Cairo?
—El despacho de Lyman Tingley.
—¿Qué espera encontrar allí?
—Nada. O todo. Ahora mismo no puedo andarme con remilgos.
Circulaban por la autopista envuelta en niebla, al norte de Playa del Carmen; en el coche se hizo un silencio tan turbio y espeso como el vapor calinoso de más allá de las ventanillas.