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L
a voz de Jonathan Yost
llegaba hasta la cúpula en la que habían encerrado a Ana. Cuanto
más la escuchaba, más le costaba creer lo que estaba oyendo.
—Durante muchos años —vociferaba Yost, cuya voz competía con el anillo exterior del huracán Kevin—, hemos visto cómo nuestros países se deslizaban en la mediocridad, gobernados por incompetentes que valoran más las normas que los resultados. Que temen el uso último de las armas nucleares. Que se inclinan ante el juicio arbitrario de la Corte Suprema. Y que no comprenden que podar el árbol de la humanidad de sus ramas más débiles es lo que permite que los demás prosperemos.
En cualquier otra ocasión, Ana habría desdeñado aquellas ideas por la ignorancia que demostraban: eran cosa de locos. Pero oír aquellas palabras ante una muchedumbre que parecía tragárselas la dejó asombrada. Una cosa era leer acerca de grupos terroristas en los periódicos y otra muy distinta escuchar en persona el vitriolo que vertía Yost por la boca.
El orador seguía hablando: proclamó la autenticidad del Quinto Códice y de su relato del advenimiento del mesías. Un hombre de piel blanca con las iniciales FB, que les conduciría más allá del día del Juicio Final. La muchedumbre profirió un rugido que llenó la noche, un clamor tan ensordecedor que amenazó con sofocar la tormenta inminente. Aquel ruido aterró a Ana.
Se miró las piernas. Por fin había recuperado la sensibilidad de la parte inferior del cuerpo, pero tenía los tobillos atados con una gruesa cuerda que se le clavaba en la piel. Tenía las piernas tan juntas que no podía mover una sin mover la otra. Levantó los tobillos y empezó a frotar la cuerda contra el borde del banco. Era una pérdida de tiempo. El borde era redondeado; tardaría siglos en cortar la soga.
Se concentró en la cuerda que le ataba las manos a la espalda. Palpó a ciegas la pared de caliza de detrás, buscando algún saliente afilado con el que pudiera partir la cuerda en dos. No encontró ninguno. Se reclinó en el banco y se echó hacia atrás hasta que pudo tocar con los dedos la parte de abajo del asiento.
Su corazonada dio fruto. Encontró la punta de un clavo casi indiscernible. Se asomó debajo del asiento y vio que no sobresalía más de seis milímetros. Confiaba en que fuera suficiente.
Con precisión de cirujana, colocó la cuerda de modo que rozara la punta del clavo. Lentamente, con cuidado de no apresurarse para no perder la punta afilada y tener que empezar de nuevo, comenzó a restregar la cuerda contra el clavo. Adelante y atrás, adelante y atrás. Serrando un trozo de cuerda con un minúsculo instrumento metálico. Ignoraba si tardaría minutos, horas o días.
Y aunque lograra desatarse las manos, aún estaban los dos guardias armados apostados en la puerta. Y la muchedumbre encrespada de allá abajo.
Se sacudió aquella idea. Cada cosa a su tiempo, se dijo.
—Poco a poco.
Poco a poco.
Cuando entró en el aparcamiento de Tulum, Scott Daggart no daba crédito. Estaba atestado de coches: había cientos y cientos de ellos. En plena noche, nada menos. Y pululando por la explanada había literalmente miles de hombres que no se molestaban en ocultar las armas que llevaban. Aquello era una fiesta privada. Si se le ocurría salir del vehículo de Alberto, se encontraría con el cañón de un arma, ¿y quién sabía qué pasaría luego? Nada bueno, eso seguro.
Puso marcha atrás y había empezado a retroceder cuando oyó un fuerte golpe en la ventanilla. Se detuvo y al volverse vio una cara pegada al cristal. Bajó la ventanilla. El aire arrastraba la voz estentórea de Jonathan Yost.
—¿Buscaba algo? —preguntó el hombre. Era alto y pálido, tenía unos veinticinco años, los labios gruesos y la cabeza afeitada.
—¿Esto es El Dorado? —preguntó Daggart, simulando un acento sureño. Se inclinó hacia la puerta para ocultar la herida y la sangre que manchaba sus ropas.
—¿Qué?
—Busco el hotel El Dorado. Creo que está por aquí, en alguna parte. Me alojo allí con mi hermana y sus hijos y necesitaba salir un rato, usted ya me entiende. Porque la familia es la familia, pero hombre, por favor… El caso es que me he ido a Playa del Carmen a pasar la tarde, pero creo que si vuelvo a ver un cóctel margarita vomito. Y los hijos de mi hermana, que es auxiliar de dentista en Atlanta…
El guardia no le dejó acabar.
—Fuera de aquí. Esto es un evento privado.
—¿Hay barra libre?
—¡Lárguese! —El hombre dio un golpe en el techo del coche. La violencia del gesto bastó para que Daggart dedujera todo lo que necesitaba saber.
Subió la ventanilla. Al arrancar vio que el guardia hablaba con un par de amigos, señalando hacia él. Evitó encontrarse con sus miradas y salió del aparcamiento. Al tomar la carretera federal 307, se dio cuenta de que estaba temblando. Acababa de meterse en un nido de avispas y había vivido para contarlo.
Se dirigió hacia el sur por la carretera a oscuras. La vanguardia del huracán Kevin había llegado por fin, tapando la luna y las estrellas. El viento sacudía su coche y lo zarandeaba de un lado a otro como si fuera un juguete. Daggart sujetó con una mano el volante, alargó la otra hacia el asiento del copiloto y cogió el mapa de Yucatán. Dividiendo su atención entre la carretera y el mapa que tenía en el regazo, siguió la línea de la autopista desde Tulum hasta la población de Boca Paila. Según el mapa, allí había un pequeño puerto. Era cuanto necesitaba saber.
El sudor corría por la frente de Ana. Cuando se detenía para palpar la cuerda, no notaba ninguna diferencia. El problema era, en parte, que el clavo sólo tenía una punta: no era el borde afilado de un cuchillo, ni el filo de un cúter. Empezaba a perder la esperanza de acabar la tarea.
Sentía, fuera, el bullir creciente del gentío. Jonathan Yost había causado furor.
—¿De qué ha llegado la hora? —gritó al micrófono.
—¡De la revolución! —respondió la muchedumbre.
—¿De qué ha llegado la hora? —repitió.
—¡De la revolución!
—¡No os oigo!
—¡De la revolución! —vociferaron, y comenzaron a repetir aquel grito una y otra vez, en una cantinela sedienta de sangre, tan ansiosos de muerte y destrucción como una turba en un linchamiento.
Ana atacó la cuerda con renovado vigor. Mientras frotaba el grueso cordel contra la punta del clavo, se acordó de Daggart tumbado en el suelo de la cueva. Aquella imagen bastó para que volcara todas sus fuerzas en la tarea.
«Poco a poco —se decía—. Poco a poco».
Daggart llegó al puerto de Boca Paila en tiempo récord. Era un pueblecito soñoliento, cerrado a cal y canto esa noche. Las ventanas de madera y los postigos metálicos anunciaban la tormenta inminente. Los faros del coche de Daggart brillaban en las paredes encaladas cuando cruzó el centro del pueblo. Un perro flaco se levantó del centro de la calle, donde estaba durmiendo, y se escabulló por un callejón oscuro. El viento erizaba su pelo sarnoso. Al acercarse a la playa, Daggart apagó las luces y se detuvo. Salió y se acercó cojeando a la orilla. El viento tiraba de su ropa. En la playa, grandes olas turbulentas se estrellaban con furiosa resignación.
Más abajo, por la orilla, vio un pantalán de madera que se adentraba en el mar Caribe; sus postes podridos amortiguaban el embate de la marejada. Atadas a aquellos mismos postes había varias barcas que cabeceaban al vaivén del oleaje. Barcas como las que se ven en las calles de las ciudades tras el paso de un huracán.
Llegó a trompicones al embarcadero. El simple hecho de caminar reabrió su herida, y un óvalo de sangre fresca le manchó la camisa. A un lado del pantalán, un par de barquitas se mecían sobre el mar ondulante. No podría llegar a Tulum con ellas en plena tormenta. No con aquel oleaje. Cruzó al otro lado del embarcadero. Su mirada se posó, para su deleite, en una lancha desvencijada: un bote neumático de combate amarrado al muelle. Daggart había pasado más de un día frente a las costas de Somalia en embarcaciones como aquélla, aprendiendo las complejidades de su funcionamiento mientras Maceo Abbott y los otros chicos de la Fuerza Delta dibujaban ochos de espuma en el océano índico. Sabía que aquellas Zodiacs eran rápidas y resistentes, y que podían soportar la embestida de un gran temporal. Estaba por ver, sin embargo, si aguantaban un huracán de fuerza cinco.
Bajó por la escalerilla de madera, desató la Zodiac y arrancó el motor de cuarenta caballos. Un instante después iba surcando el fuerte oleaje en dirección norte. Cada vez que tomaba una ola, la lancha caía con un estruendo ensordecedor. Al mirar hacia atrás una última vez, vio movimiento a lo lejos: dos hombres parecían correr por la arena de la playa. Si pertenecían a Right América, mala suerte. Alertarían a sus compañeros de Tulum y tendría escasas o nulas probabilidades de llegar a tierra sin que detectaran su presencia.
Pero no podía hacer nada al respecto. Sólo podía guiar la pequeña embarcación entre el grueso oleaje y confiar en llegar a Tulum antes de que Ana sufriera algún daño. Lo demás no estaba en sus manos.