16

Alberto salió del bosque como un fantasma. Invisible ahora, visible un instante después. Como el chupacabras.

—¿Qué has encontrado, jefe? —preguntó.

—Echa un vistazo a esto. —Daggart se levantó. La tierra húmeda le había dejado cercos oscuros en las rodillas—. ¿Qué ves?

—Ya sabes que no sé leer estas cosas.

—Sólo quiero saber si ves algo extraño.

Alberto se acercó a la estela y se inclinó para examinarla. El sudor goteaba de su barbilla mientras iba recorriendo con la mirada el monumento de caliza. Un momento después se volvió hacia Daggart y le lanzó una mirada de disculpa.

Lo siento.

Daggart quitó importancia al asunto con un ademán.

—¿Te acuerdas del artículo del National Geographic sobre el Quinto Códice?

—Claro.

—¿Y te acuerdas de la fotografía de Tingley? Pues la estela que aparecía al fondo era ésta. —Daggart hablaba rápidamente. Estaba casi eufórico—. Estoy seguro.

—Muy bien. ¿Y?

—¿No notas nada raro?

—¿Raro por estrafalario o por poco frecuente?

—Por poco frecuente.

Alberto miró de nuevo la estela y luego se encogió de hombros.

—La verdad es que era más una fotografía de Tingley que de la estela.

—Exacto. —Y, mientras lo decía, se le ocurrió una idea—. ¿Te acuerdas de cómo estaba arrodillado Tingley delante de la estela?

—Puede ser…

—¿Puedes ponerte en la misma postura?

—¿Qué? —La expresión de Alberto daba a entender que empezaba a preocuparse por su amigo. Quizás el calor y la emoción estuvieran afectando al gringo.

Daggart levantó la cámara.

—Ponte en la misma postura.

Como un actor tímido, Alberto se arrodilló delante de la estela imitando la pose de Lyman Tingley. Antes de disparar, Daggart buscó el enfoque y el encuadre adecuados moviendo la cámara y jugando con el zoom.

—Ya está —dijo con los ojos clavados en la imagen—. Ven a ver esto.

Alberto se acercó nerviosamente y miró la parte de atrás de la cámara.

—¿Qué ves? —preguntó Daggart.

Alberto se encogió de hombros sin apartar los ojos de la imagen digital.

—Parece la misma fotografía de la revista, sólo que quien está delante de la estela soy yo, no el señor Tingley. —Pasado un momento, preguntó—: ¿Por qué? ¿Qué ves tú?

—Creo que este jeroglífico, el del hombre y la línea, no estaba en la foto —respondió Daggart en voz baja y apresurada—. Me acordaría. Es demasiado raro para no fijarse en él.

—Puede que lo tapara el hombro de Tingley.

—Es posible, pero no lo creo. Creo que ahí había otra cosa. —Alberto observó la estela mientras Daggart seguía hablando—. Lo cual significa que o bien la estela de la fotografía era otra, o bien la fotografía estaba retocada, y es más probable que fuera esto último.

—¿Retocada? ¿Cómo?

—Es fácil. Pudo hacerlo el propio Tingley, si tenía conocimientos básicos de PhotoShop. Lo que importa, el gran interrogante, es por qué lo hizo.

Alberto miró la cámara, luego a la estela y a Daggart, y finalmente volvió a fijar los ojos en el monolito.

—Puede ser. Si tú lo dices, claro.

Daggart bajó la cámara.

—No pasa nada, Alberto —dijo—. No hace falta que me sigas la corriente. Seguramente estoy viendo visiones. La falta de sueño y todo eso.

—Es el calor. Mira que te lo tengo dicho: has de taparte la cabeza. —Se quitó el ajado sombrero de paja y se lo puso a su amigo juguetonamente.

Daggart logró soltar una risa amarga.

—Así que por eso estoy perdiendo neuronas.

—Tú lo has dicho.

De pronto, Daggart se sintió estúpido. Estaba tan ansioso por encontrar una pista que veía cosas donde no las había. En la fotografía de la revista, Lyman Tingley aparecía de rodillas frente a una estela desenfocada y oculta en parte por las sombras. En su momento, Daggart había estudiado con detalle la imperfecta fotografía pero hacía ya cuatro meses que ni siquiera le echaba una ojeada.

Optó por cambiar de tema.

—¿Había algo por ahí fuera? —preguntó.

Alberto dijo que no con la cabeza.

—Unas ruinas más pequeñas al nordeste, pero todavía no habían llegado allí. ¿Por qué crees que dejaron de venir?

Daggart paseó la mirada por la selva, que avanzaba lentamente hacia el yacimiento. Pasado un año, una maraña de retoños y enredaderas cubriría casi por completo las ruinas. Pasados dos, la aldea quedaría oculta a la mirada de los legos. Pasada una década, el exuberante follaje la habría sepultado por completo.

—No tengo ni la menor idea —contestó.

—Puede que los asustara el chupacabras.

—Puede. O la Cruz Parlante.

Daggart miró el cielo. Un último rayo de sol se colaba por entre la densa vegetación. Las motas de polvo suspendidas en el aire parecían estancadas. Daggart se dio cuenta de que tenían que marcharse si querían volver con luz solar. Mientras regresaban al coche, Alberto se detuvo y señaló una zona de tierra despejada. Daggart iba a preguntarle qué estaba señalando cuando de pronto se dio cuenta de qué era.

Nada. Alberto no estaba señalando nada.

Aquél era el mismo lugar donde una hora antes el cadáver del ciervo se pudría sobre la tierra. Ahora no había nada, sólo una huella en la hierba. En el suelo no había ni un solo hueso, ni un trozo de carne. Las moscas también habían desaparecido.

—Quizá no estaba muerto, a fin de cuentas —sugirió Alberto.

—Quizá.

—O puede que haya sido un felino.

—Puede.

—O a lo mejor se lo han llevado los mosquitos. Estaban hartos de sangre de norteamericano y querían probar algo con más sabor.

Naturalmente, lo que Alberto no dijo (lo que ninguno de los dos necesitaba decir) era lo que ambos estaban pensando. Que tal vez hubiera sido el chupacabras.

Regresaron al todoterreno y dieron la vuelta despacio. Mientras desandaban el camino hacia la autopista abriendo un angosto túnel en la maleza con los faros del coche, Daggart se olvidó del chupacabras y volvió a pensar en la estela. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué decía? ¿Y por qué era distinta a la que había visto en la fotografía?

El Quinto Codice Maya
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