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E
n primer lugar —dijo
Jonathan—, yo que tú dejaría ese machete.
Scott Daggart miró a los cuatro hombres que le rodeaban. Tres le apuntaban al corazón. Arrojó el machete al suelo. El arma resonó al caer sobre un trozo de roca caliza.
—No pareces muy sorprendido de verme —dijo Jonathan.
—No lo estoy. —La falta de un arma no había menguado su deseo de estrangular a Jonathan con sus propias manos.
—¿Cuándo empezaste a sospechar?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Por simple curiosidad. Ya sabes cuánto me gustan los rompecabezas.
Daggart le miró con una mueca burlona y desdeñosa.
—Ha sido hoy mismo, si esto te sirve de consuelo. Margaret me dijo que estabas en París y me extrañó. A fin de cuentas habíamos hablado varias veces esta semana y no te habías molestado en mencionar ese pequeño detalle.
—Vaya. ¿Olvidé decírtelo? Cuánto lo siento —se burló Jonathan—. Supongo que me imaginabas en mi despacho, enterrado entre papeles, contemplando el lago Michigan mientras resolvía los problemas de nuestra ilustre universidad.
—Algo parecido.
—Como estampa no está mal. Y casi diste en el clavo, excepto porque en ese momento estaba en París.
—Eres un cabrón.
—No sabes cuánto. —Jonathan sonrió enigmáticamente. El chirrido y el zumbido de los insectos de la selva resonaba de fondo. La noche caía deprisa.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó Ana. Había escuchado la conversación como uno mira un deporte que desconoce: perpleja por sus normas.
—Es mi jefe. Y hasta hace cinco minutos mi mejor amigo.
—Vamos, vamos —dijo Jonathan—, no nos precipitemos. Todavía podemos ser amigos.
—Me parece poco probable. —Daggart tensó la mandíbula—. ¿Y todo ese rollo la primavera pasada para que volviera aquí? Me conseguiste becas para que pudiera pasar otro verano en México. Pero no lo hiciste por mí. Lo hiciste porque querías que encontrara el códice.
—Pero Scott, yo quería que vinieras por tu tranquilidad. De veras. Aunque seamos sinceros: necesitaba un relevo, por si las cosas se torcían con Lyman Tingley. Alguien en quien pudiera confiar plenamente para que encontrara el Quinto Códice.
—Y ahora que sabes dónde está, ¿vas a matarnos?
Jonathan sonrió afablemente.
—¿Acaso tengo elección?
—¿Cómo convenciste a Lyman Tingley para que creara un falso códice? Sé lo de los cinco millones de dólares, pero no creo que se dejara persuadir únicamente por el dinero.
—Tienes razón. No bastó con eso. Tuve que ofrecerle mucho más.
—¿Qué, por ejemplo?
—El Quinto Códice original, cuando lo encontrara. Lo único que le pedimos fue que fabricara uno falso y que verificara públicamente su autenticidad. Luego podía hacer lo que quisiera con el original, siempre y cuando mantuviera en secreto su contenido, desde luego. En cualquier caso, el mérito del descubrimiento sería suyo.
Daggart asintió con la cabeza. Aquél había sido siempre el talón de Aquiles de Tingley: su afán de protagonismo.
—Y si encontraba el Quinto Códice —dijo Daggart—, ¿habrías cumplido tu parte del trato?
Jonathan se rio.
—Claro que no. Habríamos matado a ese hijo de puta en cuanto tocara el original. Pero Lyman Tingley no lo sabía.
—¿Qué pasó, entonces? ¿Por qué le matasteis antes de que os entregara el manuscrito?
Jonathan se quitó las gafas de sol y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta. Daggart vio por primera vez la frialdad de los ojos de su amigo.
—Mis fuentes me informaron de que el profesor Tingley empezaba a tener dudas. De que ya no quería tomar parte en nuestros planes.
—¿Así que le mataste?
—Yo no. Eso se lo dejo a los cruzoob. —Se volvió hacia el Cocodrilo como un padre orgulloso después de que su hijo marcara el tanto ganador. El Cocodrilo sonrió tontamente. Un momento Kodak convertido en esperpento.
—¿Qué piensas hacer con el Quinto Códice cuando lo encuentres? —preguntó Daggart.
—Las instrucciones que les he dado aquí a mis dos amigos son muy claras. —Jonathan señaló distraídamente a los dos guardaespaldas, que estaban sacando sendos equipos de submarinismo de sus bolsos de viaje: bombonas de oxígeno, aletas, gafas, lastres… Esparcían aquellas cosas sobre la tierra pelada preparándose para una inmersión.
—Cuando bajen hasta el fondo de este pequeño sumidero y encuentren el Quinto Códice, lo sacarán y nos ocuparemos de él como es debido.
—¿Es decir?
—¿Eso no lo has adivinado? —preguntó Jonathan—. Me sorprendes, Scott. Pensaba que siempre ibas un paso por delante de tus colegas.
—¿Qué vas a hacer con él, Jonathan? —preguntó Daggart de nuevo.
—Soy como ese tipo del que me hablaste una vez —dijo Jonathan en tono horriblemente feliz. Echó a andar hacia su derecha sin dejar de hablar con Daggart y Ana por encima del hombro—. El español. Ese cura, o fraile, o lo que fuese. ¿Cómo se llamaba?
—Diego de Landa.
—Eso es. Diego de Landa. No quería saber nada de todos esos libros mayas, así que los quemó. Cientos de ellos. Miles, quizá. Me imagino esas enormes fogatas en las playas. Los conquistadores arrancando las páginas y echándolas al fuego, y bailando alrededor de las llamas. Es una imagen muy bella. Recuerdo que me dijiste, claro, que Landa cambió de idea. Salvó un puñado de códices y se los llevó al otro lado del Atlántico para regalarlos, ¿no es así?
Daggart no respondió. Sentía una súbita opresión en el pecho.
Al llegar junto al fuego apagado, Jonathan cogió una rama y hurgó con ella entre las brasas. Una llamita naranja surgió de las ascuas.
—Conviene que sepas, no obstante, que yo no tendré tantos escrúpulos. Por eso le dije aquí a mi socio —dijo señalando al Cocodrilo— que fuera encendiendo el fuego; quiero que esté bien grande cuando saquemos ese manuscrito del agua. Quiero ver cómo se quema pedazo a pedazo cuando lo arrojemos a las llamas. No quiero que quede nada. Ni un trocito de página. Ni un asomo de jeroglífico.
Jonathan removió el fuego y un puñado de chispas se elevó hacia el cielo oscurecido.
Fue como si de pronto un elefante pisara el pecho de Daggart. Destruir uno de los grandes documentos mayas (un documento que poseía el raro don de arrojar luz sobre el pasado y el futuro) era un acto de violencia tan extrema que apenas podía respirar.
Jonathan Yost pareció leerle el pensamiento.
—No creo que haya otro remedio —dijo tranquilamente, como si hablara del asunto más fútil—. Y si tienes razón respecto a lo delicado que es, no creo que tengamos problemas para quemarlo. Aunque, naturalmente, le ayudaremos un poco.
Cogió una lata roja de gasolina que había escondida entre la hierba y arrojó al fuego parte de su contenido. Las llamas saltaron al cielo en un estallido.
—No pongas esa cara de pasmo —continuó Jonathan. Tiró la lata al suelo y sacó un pañuelo limpio y doblado para limpiarse las manos—. Sabes muy bien que no puedo permitir que haya dos códices dando vueltas por ahí. No daría buena impresión, ¿no crees?
—Pero estás a punto de hacer uno de los mayores descubrimientos de los últimos dos siglos. ¿No te parece gloria suficiente?
—¿Acaso el descubrimiento de los otros cuatro códices hizo famosos a sus descubridores? —preguntó Jonathan con sarcasmo—. Yo creo que no.
—Así que vas a quemarlo.
—Desde luego que sí.
—No tienes derecho…
—No tengo derecho a un montón de cosas —le interrumpió Jonathan, tajante. Obsequió a su prisionero con una fina sonrisa y Daggart captó en él un destello de impaciencia. Había visto antes aquella mirada: la del administrador harto de las exigencias del profesorado—. Pero las hago de todos modos. Y tú también las harías, si tuvieras dos dedos de frente. Si te importara mínimamente el futuro de nuestro país.
—¿Esperabas desde el principio que te condujera al códice?
—Por supuesto. —Jonathan volvió hacia ellos; sus zapatos de suela dura aplastaban la hierba ocre y marchita. Los saltamontes se apartaban saltando—. Hubo que animarte un poco, claro. Pero ¿por qué crees que arrasamos tu excavación? ¿O que te liamos con ésta? —Señaló vagamente a Ana Gabriela—. Queríamos que encontraras el códice. Necesitábamos que lo encontraras, de hecho. Y cuando nos condujiste a casa de Héctor Muchado y el Cocodrilo consiguió esa carpeta, en fin, el resto fue muy sencillo.
Miró a los dos hombres que se estaban poniendo el equipo de buceo. Se habían quedado en bañador y en ese momento se estaban poniendo las bombonas de oxígeno y abrochándose los cinturones con el lastre. El tintineo del metal resonaba en los árboles cercanos. Jonathan siguió hablando.
—En mi opinión, eso demuestra mucha confianza por mi parte. No hay muchos decanos que crean tanto en sus profesores. Me parece que eso me deja en muy buen lugar, ¿no crees? ¿No es eso lo que haces tú con tus queridos alumnos? ¿Suscitar con ellos un vínculo de pertenencia? ¿Conseguir que resuelvan problemas por sí mismos? —Su voz rebosaba desprecio—. Y en cuanto a Uzair… —dijo su nombre con desdén, como si fuera ofensivo—, es una pena lo de ese pequeño accidente que tuvo anoche. No debería beber cuando conduce. Pero, en fin, ya conoces a los estudiantes de hoy en día.
—¿Fuiste tú?
—Yo personalmente, no, pero has captado la idea.
La luz roja del ocaso ocultaba sólo en parte la ira que Scott Daggart sentía hacia su antiguo amigo. Ya no le importaba la AK-47 del Cocodrilo, que el pistolero levantó al verle acercarse. Estaba a punto de abalanzarse sobre Jonathan Yost cuando Ana le tocó el brazo con un dedo. Un suave recordatorio de que no debía hacer ninguna tontería.
—Gracias, por cierto, por recuperar el códice que estaba haciendo Tingley —prosiguió Jonathan. Si notó que Ana refrenaba a Daggart, no dio muestras de ello—. Teníamos la impresión de que estaba en El Cairo, pero no lográbamos encontrarlo. Nos ahorraste un montón de problemas recuperándolo.
Daggart apartó los ojos de Jonathan. Era demasiado doloroso mirarle a la cara.
Jonathan continuó, impertérrito.
—Después del accidente de Uzair no tuvimos más remedio que entrar en tu casa para verlo por nosotros mismos. Y, voilà, allí estaba, encima de la mesa de la cocina.
—Lo hemos leído. Uzair me mandó una copia.
—Ah. Entonces ya sabes lo que dice.
—Sí, lo sé. Pero no veo cómo diablos esperáis que la gente se crea que Frank Boddick es el nuevo mesías.
—Porque cuando nos ataquen, la gente se creerá casi cualquier cosa.
—¿Cuando nos ataquen? ¿Quién va a atacarnos?
Jonathan sonrió.
—Pues nosotros, claro. Sólo que la gente no lo sabrá.