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E
ra como atravesar los
fangosos corredores de un túnel, camino de una rendija lejana en la
que brillaba el sol. Un puntito de luz fue haciéndose más y más
grande, hasta que, poco a poco, el mundo de Scott Daggart se inundó
de claridad. Parpadeó y se tapó los ojos. Lo primero que notó fue
el dolor. Un dolor que embotaba la mente. Su nuca palpitaba,
emitiendo una corriente constante y dolorosa que se alzaba hasta su
cabeza y la hacía reverberar con cada latido.
Se quitó un paño caliente de la frente y se atrevió a echar un vistazo a su alrededor. Estaba tumbado en una cama estrecha. En el techo, un ventilador giraba parsimoniosamente con un ruido repetitivo: zrum, gush, zrum, gush, zrum, gush… Aquel sonido armonizaba con el latido de su jaqueca. Se incorporó con esfuerzo y sofocó un gemido al ver una cara amenazadora mirándole fijamente. Era una cara casi desprovista de vida, falta de color, de animación. Una cara que daba miedo: la cara de un hombre que había recibido una paliza, un disparo, que había estado a punto de ahogarse y al que por último habían asestado un garrotazo en la nuca.
Era su propio reflejo. Estaba hecho un asco.
Paseó la mirada por la habitación. Era un hotel, saltaba a la vista, y no de los de cinco estrellas. Olía a cigarrillos rancios y a pedos aún más rancios. Bajo el espejo había un escritorio barato y esmirriado, con patas baratas y esmirriadas. Había también otra cama, cubierta con una colcha tan chillona como el óleo de un pintor aficionado. Sobre ella reposaba una maleta abierta.
Daggart apoyó los pies en el suelo. Ondas de choque inundaron su cerebro. En su cabeza se removieron placas tectónicas. Se propagaron minúsculos terremotos. Su estómago emitió un gorgoteo y una náusea recorrió su cuerpo. Volvió a tumbarse en la cama.
La puerta del cuarto de baño se abrió y por ella salió un hombre que parecía tener veintitantos años. El sol había desteñido su cabello rubio hasta volverlo casi blanco, como el de un surfista. Lucía una camisa hawaiana azul.
—Estupendo, ya está despierto —dijo al acercarse a Daggart con una toalla empapada. Antes de que el profesor tuviera ocasión de responder, cambió la otra toalla por la nueva. Daggart se la puso en la frente. Su frescor le alivió, mitigó aquel pálpito candente.
—Tenga. Mastíquelas. —El hombre le ofreció dos aspirinas en la palma de la mano. Daggart las cogió y se las echó a la boca—. Lamento haberle tenido que sacudir en la nuca, amigo —continuó el otro mientras desaparecía en el baño con la toalla. Daggart oyó el chirrido de un grifo al girar. Las salpicaduras del agua en el lavabo—. Imagino que tendrá un dolor de cabeza monumental durante un par de horas, pero se le pasará. Lo cual está muy bien, porque tenemos que darnos prisa. —El grifo volvió a chirriar. El agua se detuvo. El hombre salió del cuarto de baño secándose las manos con una toallita blanca.
—¿Quién es usted? —preguntó Daggart.
—Ah, sí, perdone. Del Weaver. —Le tendió la mano y Daggart se la estrechó cumplidamente.
—Encantado de conocerle —dijo, algo aturdido—. Yo me llamo…
—Scott Daggart. Lo sé.
Daggart tenía la impresión de estar caminando entre telarañas. Sacudió la cabeza. Seguía habiendo telarañas.
—¿Me conoce?
—Claro. Por eso iba siguiéndole. No quería hacerle daño, pero tuve que dejarle fuera de combate antes de que hiciera una estupidez.
—Espere un momento. ¿Fue usted quien me golpeó?
—Exacto —dijo Del Weaver tranquilamente. Empezó a recoger mapas y papeles y a arrojarlos a su maleta.
—¿Por qué?
—Iban a matarle. Repito que siento haberle golpeado, pero todo esto es nuevo para mí y no se me ocurría una alternativa. Si hubiéramos hablado a la vista de todo el mundo, nos habríamos convertido los dos en objetivos.
—¿En objetivos?
—Espero no haberle hecho daño al meterle en el coche. Sabía que no debería haber alquilado uno barato. Pero qué se le va a hacer… ¿Quién iba a imaginar que iba a dedicarme a esto? ¿Lo sabía usted? En fin, olvídelo. Si los síes y los peros fueran nueces y caramelos, todos nos lo pasaríamos pipa en Navidad.
A Daggart le daba vueltas la cabeza. Dejó que la toalla resbalara de su frente.
—¿Objetivos? —preguntó otra vez.
—Había un tipo esperando a que volviera a la joyería. Uno grandullón, con cara de lagarto. Le falta medio labio. —Se estremeció. Como si un fantasma pasara sobre su tumba.
—El Cocodrilo —dijo Daggart como respondiendo a una petición.
—Si usted lo dice. Estaba vigilando la joyería desde el otro lado de la calle. Y estoy seguro de que había otro en el callejón de atrás, un tío enorme, seguramente amigo de los tipos esos de esta tarde. ¿Sabe quién le digo?
Daggart asintió con la cabeza lentamente.
—Nos conocimos en el ferry.
—Me lo imaginaba. El caso es que no quiero darme aires ni nada por el estilo, pero si hubiera intentado cruzar la calle, ahora no estaría en esa cama: estaría tirado en alguna cuneta.
—No lo entiendo —dijo Daggart. Se sentó, apoyándose en los brazos temblorosos. El mundo giró a su alrededor, pero él consiguió mantenerse en posición vertical—. ¿Por qué quieren matarme esos hombres?
—No es por ponerme metafísico, pero seguramente no quieren matarle. Se limitan a hacer lo que les dicen.
—¿Y qué les dicen?
—Que sabe usted demasiado.
Los ojos de Scott Daggart se deslizaron furtivamente por la destartalada habitación.
—Pero yo no sé nada —dijo.
—No estoy muy seguro de eso.
—Quiero decir que sé cosas, pero nada que pueda ser de provecho a una banda de asesinos.
Del Weaver sacó un cajón de la cómoda y lo llevó a la cama. Le dio la vuelta, y calcetines y calzoncillos llovieron sobre la maleta abierta.
—Creen que tengo el Quinto Códice, ¿no es eso? —preguntó Daggart.
Del Weaver asintió con un gesto.
—O que, si no lo tiene, al menos sabe cómo encontrarlo.
—Y si no coopero y se lo digo…
—Le matarán —dijo Del, acabando la frase tan tranquilamente como si estuvieran hablando de la probabilidad de que los Giants ganaran otra Super Bowl.
Un pequeño seísmo retumbó en las sienes de Daggart.
—Y es usted quien disparó a ese hombre esta tarde.
—Sí.
Daggart le miró a los ojos.
—Gracias.
Del volvió a la cómoda, ansioso por cambiar de tema.
—Fue usted solito quien saltó del ferry. Joder, tío. Me dejó impresionado. Menuda exhibición. A mí las hélices me habrían acojonado tanto que no habría sido capaz de hacerlo.
—¿Sabe lo del ferry?
—Claro. Medio México estaba esperándole en el muelle de Playa del Carmen. Bonita forma de escapar. Ah, y felicidades al taxista de Cozumel. No tuve huevos para apagar las luces yendo por esa carretera. Ese tío era una especie de Rambo o algo así.
Daggart miraba fijamente a Del Weaver. Saltaba a la vista que se estaba perdiendo algo.
—No lo entiendo. No nos habíamos visto nunca, ¿verdad?
—Hasta hoy, no.
—¿Hemos intercambiado algún correo electrónico?
—Qué va.
—Entonces ¿por qué me ha salvado?
—Tengo mis razones. —Esquivó la mirada de Daggart, arrebujó un montón de camisetas y las embutió todas juntas en la maleta.
—Pero no tengo el Quinto Códice —dijo Daggart.
—Sí, ya me lo figuraba.
—Ni siquiera sé dónde está.
—Sobre eso tenía mis dudas. Pero… —Se acercó a una torcida pila de libros de bolsillo y los llevó a la maleta—. Ellos no lo saben. En su opinión, es usted el único que puede llevarlos al códice. El único que todavía está vivo, al menos. —Empezó a meter los libros en los bolsillos de la maleta.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Daggart, echándose la toalla a un lado—. Habla de ellos sin parar, pero no sé quiénes son. Esa gente intenta matarme y no tengo ni la menor idea de por qué.
Del se detuvo con las manos metidas en la voluminosa maleta, como un jardinero plantando bulbos.
—Va en serio, no lo sabe, ¿verdad?
Daggart negó con la cabeza.
—Dígame una cosa —dijo Del—. ¿Qué sabe usted de Right América?
Aquella pregunta inopinada sorprendió a Daggart.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Usted dígamelo. ¿Qué sabe de ellos?
—¿Quién no ha oído hablar de Right América? Es una organización política. Una versión conservadora y poco eficaz de Move On[5]. Bastante inofensiva, por lo que tengo entendido. Más espectacular que otra cosa.
—Sí. Así era antes.
—¿Está diciendo que han cambiado de pronto?
Del miró el reloj de la mesilla de noche. Uno de esos relojes baratos que había en todos los moteles, con los números en rojo. Marcaba las 3.07 de la madrugada. Del Weaver exhaló un pequeño suspiro y se sentó en la cama, enfrente de Daggart. Sus rodillas casi se tocaban.
—Está bien. Tendré que abreviar, si quiero que salgamos de aquí. Pero usted tiene derecho a saberlo. A fin de cuentas, es a usted a quien intenta matar esa gente.
—¿Quién?
—Right América. Esa organización política inofensiva y poco eficaz. Quieren matarle. Y no se detendrán ante nada para conseguirlo.